El poder político de México

* Tenemos la esperanza de que en tribunales internacionales se alcance la justicia y sea nuestra generación la primera en ver a un expresidente mexicano enjuiciado y sentenciado por crímenes de lesa humanidad.

 

Félix Santana Ángeles

La virulenta reacción del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong y de los dirigentes políticos del PRI y PAN en contra de los señalamientos que hiciera Andrés Manuel López Obrador en Nueva York sobre la participación del Ejército mexicano en la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, saca a la luz pública el binomio cívico-militar que mantiene en el poder a la élite gobernante y desde hace varias décadas saquea los recursos naturales, implementando la  necropolítica como método para el uso y administración de la muerte que les garantiza el control social.

Este alto funcionario, que exige a AMLO pruebas para que las presente ante ministerio público, quiere aprovechar la disputa interna entre las diferentes facciones del gobierno de Enrique Peña Nieto para empujar la Ley de Seguridad Interior antes del proceso electoral de 2018, colocando a las fuerzas armadas en franca oposición a Morena.

Si quiere pruebas, habrá que recordarle al secretario de Gobernación que el pasado 31 de agosto de 2015 la Procuraduría General de la República (PGR), encabezada por Arely Gómez, entregó a la familia del normalista Julio César Mondragón Fontes 132 hojas foliadas con el logotipo de la empresa Telcel (Radiomóvil DIPSA, SA de CV). En el centro de cada foja se lee la leyenda “CONFIDENCIAL”, y forman parte del expediente de 54 mil páginas sobre el caso Ayotzinapa y contienen las comunicaciones del equipo celular del estudiante brutalmente asesinado.

La sábana de llamadas contiene, al menos, nueve tipos de datos: el “teléfono” de Julio, el “tipo” que registra diversos accesos a ese teléfono como datos por internet, mensaje de dos vías, voz saliente, voz entrante, voz tránsito, voz transfer y mensaje multimedia; el “número A”, que se refiere al número de aparato con el que se comunica; el “número B”, que es el servicio al que se enlaza; “fechas”; “hora” con minutos y segundos; “duración” de la actividad; “IMEI” (Sistema Internacional Móvil de Identidad) y “ubicación geográfica”.

En esos documentos se muestran comunicaciones, horarios y ubicaciones del número celular 7471493586 con el IMEI 353649051469880, propiedad del normalista ejecutado extrajudicialmente el 26 de septiembre de 2014 en Iguala Guerrero. Estos registros forman parte de las redes técnicas y mapas georreferenciados validados por la Dirección General del Cuerpo Técnico de Control (DGCTC) de la SEIDO y la Dirección de Análisis Táctico (DGAT) de la Coordinación de Investigación de Gabinete (CIG) de la División de Investigación (DI) de la Policía Federal, dependiente de la Comisión Nacional de Seguridad de la Segob.

Si el secretario de Gobernación tiene un interés legítimo por resolver el tema de los 43 jóvenes desaparecidos, no tendrá inconveniente en preguntar a sus subordinados quién y con qué finalidad estableció comunicación con el celular de Julio César Mondragón Fontes a través de los números telefónicos 5585583974, 5561144296, 5561083626 y 5536438524, los días 17, 18 y 19 de octubre de 2014, 2 y 4 de abril de 2015, desde la coordenada 19 grados, 18 minutos 16 segundos latitud Norte y 99 grados, 14 minutos, 17 segundos longitud Oeste, que a propósito coinciden con las instalaciones del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN), en la delegación Magdalena Contreras.

Exigen respeto a las fuerzas armadas y demandan pruebas sobre la participación de los soldados, pero hacen oídos sordos cuando en documentos clasificados el titular de la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro de la PGR, Gualberto Ramírez Gutiérrez, exhibe la conexión entre el equipo celular modelo LG-L9 de Julio César Mondragón, y el interior de las instalaciones del Campo Militar 1A de la Ciudad de México, en Lomas de Sotelo, a través de los teléfonos 5511425164, 5551865625, 5513606680 y 5518155210 los días 21, 23, 25 y 27 de octubre y  1 de diciembre  de 2014.

Estas “pruebas” las publicamos el mes de agosto de 2016 en el libro “La guerra que nos ocultan” de editorial Planeta, los periodistas Miguel Ángel Alvarado, Francisco Cruz y Félix Santana, donde se expresa que el poder político en México no despacha desde el Palacio Nacional o la residencia oficial de Los Pinos sino en los cuarteles militares.

Frente al vacío de autoridad, las fuerzas armadas han subordinado a las autoridades civiles y militarizando las funciones de seguridad pública y basta examinar la reglamentación al artículo 29 Constitucional que permite establecer el Estado de Excepción en zonas específicas del país, suspendiendo derechos y garantías.

Lo mismo sucede al revisar las modificaciones al Código de Justicia Militar que faculta a la autoridad militar a ejercer funciones civiles en tiempos de paz, autoriza a los militares a catear domicilios y oficinas de los tres niveles de gobierno en despachos de los poderes ejecutivos, legislativos o judiciales, organismos constitucionales autónomos o instalaciones de la policía o el ministerio público, además de intervenir comunicaciones privadas e incluso ubicar en tiempo real dispositivos móviles de telecomunicación.

Para ampliar su control, pretenden implementar la Ley de Seguridad Interior con la cual legalizarían los patrullajes y retenes que actualmente realizan el Ejército y la Marina de manera inconstitucional, proponen establecer bases de operaciones móviles y fijas, puestos de seguridad, intercepción terrestre, áreas y marítima, reconocimientos, escoltas y brindar seguridad a las instalaciones estratégicas; también les permite utilizar cualquier método para la obtención de información, lo que implica un retroceso en materia de derechos humanos pues la tortura, la desaparición forzada, las ejecuciones extrajudiciales o el secuestro se han convertido en los instrumentos generadores de inteligencia más socorridos por las fuerzas policíacas y militares de nuestro país.

En los últimos años hemos transitado lentamente hacia un Estado militar donde la guerra en contra del narco sólo es una fachada que ha permitido la consolidación de emporios económicos basados en el tráfico de drogas, el saqueo de los recursos naturales, el control de territorios o rutas comerciales, desplazando a comunidades enteras, ejecutando o “abatiendo” a los líderes sociales que se resisten a la implementación de la necropolítica para facilitar la neocolonización y saqueo de los recursos naturales, implementada desde los poderes fácticos y apoyada por el Estado con máquinas de guerra, institucionales o paramilitares al servicio de los poderes económicos supranacionales.

No somos ingenuos, sabemos que la exigencia de pruebas a Andrés Manuel López Obrador sólo pretende golpearlo políticamente, estamos conscientes de que ninguna institución que imparta justicia resolverá la grave crisis en materia de derechos humanos. Sin embargo, tenemos la esperanza de que en tribunales internacionales se alcance la justicia y sea nuestra generación la primera en ver a un expresidente mexicano enjuiciado y sentenciado por crímenes de lesa humanidad.

El poder político de México

“Que chinguen a su madre”

 

* Aquí, a las 12 de la noche del 8 de octubre del 2016 no hay tortugas ni está el mar. La travesía se ha cancelado y sólo queda la guerra que nos ocultan. Y Lenin Mondragón no hace pausas porque él mismo vive en una, la que se le ha endilgado a punta de miedo y que, poco a poco, ha aceptado y tratado de superar. Es hoy el valiente Lenin, a quien todos quieren abrazar pero quien lo consigue sólo siente las brasas de sus manos.  Sí, Lenin, que chinguen a su madre, si es que madre tienen.

 

Miguel Alvarado

Tixtla, Guerrero; 8 de octubre del 2016. Dos estudiantes ejecutados por un comando del cártel de los Rojos, en la carretera Chilpancingo-Tixtla, el 4 de octubre del 2016, le recuerdan a Ayotzinapa que nada ha cambiado pero que hay que seguir, a pesar de todo. Los tenis rojos de uno de ellos, con un disparo en el rostro, lo identificaron para siempre y así, una vez más, será lo que es.

“¡Ámonos, güey; ámonos, güey”, gritaba Julio César Mondragón Fontes mientras corría por los pasillos de su escuela, a las cinco y media de la tarde del 26 de septiembre del 2016, para abordar uno de los camiones que llevarían a los estudiantes al crucero de Santa Teresa, a las puertas de la ciudad que les cambió la vida por lo que siguió después.

Si uno se asoma bien, si se fija bien, ahí está la antena del Zopilote, antes de llegar al puesto de retenes de los militares en El Tomatal. Pero ahí no hay nada, sólo el primer rastro de Julio cuando destapó su teléfono, un LGL9 y le mandó un mensaje a su pareja, Marisa Mendoza, para avisarle. No hay nada detrás de esa barda sin accesos, sólo el cielo de Iguala que ese día balbuceaba el gol de equipo de Tercera División de los Avispones de Chilpancingo que les daba el triunfo en los campos sangrantes de la ciudad de las banderas, y que, nadie lo sabe, pero que al Chino, Sidronio Casarrubias, uno de los fundadores de los Guerreros Unidos, le hacía perder una apuesta salvaje. Monitoreando ese encuentro estaba David Cruz Hernández, otro Chino que trabajaba para Protección Civil de aquella ciudad en sus tiempos libres pero era al full jefe de halcones. La ciudad lo sabe. El ataque contra los Avispones fue una venganza de los Guerreros Unidos porque uno de los capos perdió una apuesta y nada más por eso David Josué García Evangelista, el Zurdito, perdió la vida porque sí.

Apasionado de los goles, ese jefecito apodado el Chino, con camioneta del municipio, recorrió la ciudad como sin saber a dónde ir mientras los normalistas eran atacados al pasar por el centro de Iguala, en una operación de contrainsurgencia llamada –dice Félix Santana, autor del libro La guerra que nos ocultan- llamada Yunque y Martillo que determinó la suerte de los estudiantes.

Cómo se metieron a la Juan N. Álvarez para intentar doblar en Periférico Norte por la parte más obstruida de la ciudad, nadie sabe o nadie lo dice, pero todo comenzó en Amilcingo, Morelos, cuando David Flores Maldonado, El Parca, asistió en calidad de secretario general del comité estudiantil a una reunión general de normales rurales en la escuela Emiliano Zapata. Iba con su novia, quien por entonces vivía en Aguascalientes.

“Entonces quiénes, compañeros, entonces quiénes harán la tarea de los 25 camiones para transportarnos a la ciudad de México para la marcha del 2 de octubre”, debatían en la cercanía de los círculos de las decisiones. El Parca todavía guardaba silencio cuando por lo menos Tenería y la propia Amilcingo dijeron que no, que no podían ni querían. No es que Ayotzinapa reclamara el derecho sobre los camiones pero El Parca llevaba a su novia y para él eso contaba mucho. Entonces David Flores Maldonado le dijo a ella, con esa forma que sólo entienden los que se enamoran, con el lenguaje del cuerpo y del cuello levantado con todo y camisa, le dijo a ella que lo observara porque iba a resolverlo todo con dos palabras.

El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes recopiló su propia versión y a ellos les dijeron algunos asistentes a esa reunión que “íbamos a ser sede para que se juntaran todas las normales. El día de la marcha se tiene que llegar a una sola normal, de ahí se trasladan al DF […] “Así se decidió la sede, ya que llevamos una terna, se vierten argumentos a favor y en contra de las propuestas. Ayotzi tenía todas las condiciones para soportar a la Federación por una noche y brindar alimentos y transporte. Las otras propuestas de la terna eran Amilcingo y Tenería, pero se dijo que no podían soportar tanta gente ni obtener los vehículos suficientes para transportar a la Federación. Sabemos las condiciones de cada estado y de cada normal. Las normales óptimas son las de Guerrero, Oaxaca y Michoacán. Pero por la distancia era más fácil Tenería o Ayotzinapa. Ayotzi, hace 4 ó 5 años ya había sido sede, obtenido los recursos y los autobuses sin problema”.

Pero la verdad es otra. En esa jornada, convocada por la Federación Estudiantil de Campesinos Socialistas de México (FECSM) entre el 15 y 20 de septiembre del 2014 en Amilcingo, El Parca diría “Nosotros podemos”, mientras miraba a la novia con el gesto de quien lo tiene ya todo pero puede obtener más. Y ante los 300 ó 400 representantes de 13 escuelas normales, El Parca sonrió, prometiéndolo todo.

Ayotzi, representada por Flores Maldonado, se retiró de allí oliendo a muerto y el 24 de septiembre, en un viaje de prácticas al poblado de San Marcos en la Costa Grande de Guerrero, Bernardo Flores Alcaraz, Cochiloco, terminaría de decirles a los estudiantes la urgencia de cumplir.

Pero la esquina de la Juan N. Álvarez y Periférico Norte tampoco comenzó en Amilcingo, sino antes, el 31 de mayo del 2013 cuando fue asesinado el líder de la Unidad Popular de Guerrero, Arturo Hernández Cardona, por el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, un narco que llegó a la presidencia municipal sin esconder jamás que lo era. Porque para qué mentir en Iguala si los Guerreros Unidos eran hermanos de su esposa. Para qué cuando ese mismo Abarca fue capaz de meterle dos tiros a Cardona, uno en el pecho y otro en la cara, poniéndolo previsor en la tumba rascada por el propio muerto el día anterior. Cardona quedó allí, mientras en esa ebriedad a ráfagas Abarca bebía su cerveza Barrilito y daba órdenes a su director de la policía municipal. A Cardona lo hallaron luego, cuando a los sicarios del alcalde se les fue todo al diablo y algunos de los que habían secuestrado junto con Cardona huyeron para denunciarlo.

Entonces sí, aquella matanza –porque hubo otros dos muertos, Rafael Balderas y Ángel Román Ramírez- tomó la forma de la esquina de Periférico Norte y Juan N. Álvarez y sin entender lo que sería un año después, los estudiantes de Ayotzinapa llegaron a Iguala el 3 de junio del 2013 para reclamar la muerte de los ejecutados y, junto con docenas de integrantes de la Unidad Popular, destrozar, de paso, el palacio municipal de Iguala.

Abarca no perdió la compostura y con aire funeral ofreció diálogo para los deudos pero también advirtió que no renunciaría. Ese día los féretros fueron llevados al patio del palacio municipal, donde fueron velados apenas con poca tranquilidad. Algunos estudiantes estaban allí y prometieron a Sofía Lorena Mendoza, viuda de Hernández Cardona y ex regidora del PRD, que regresarían a su escuela por la banda de guerra para despedir con honores al líder social. Así lo hicieron y abordaron el transporte que los había llevado a Iguala, para ir y después volver.

Ese era el plan, pero algunos tenían otro y así se lo hicieron saber a la mujer de Hernández justo en la desolación de aquellos crímenes. Le dijeron que los estudiantes de Ayotzinapa, a partir de ese momento, estaban condenados a muerte si pisaban una vez más las tierras de Iguala. Los Guerreros Unidos le ordenaron por teléfono, para completar la amenaza, que se contactara con ellos para advertirles que ya no volvieran ese día pero tampoco ningún otro. Ella, dolorida pero asustada, llamó a los normalistas, que iban en plena carretera y les refirió que quien había llamado había descrito los vehículos en los que viajaban, la ropa que vestían y, en fin, el número a detalle de los alumnos. Hoy, Sofía teme por su vida porque las medidas cautelares que más o menos la protegían han caducado.

Y con esa advertencia los estudiantes no volvieron.

Eso lo sabía el Parca, quien fue advertido por un consejo de alumnos cuando, primero, aceptó que Ayotzinapa fuera sede de la reunión rumbo a la marcha de la ciudad de México en el aciago 2014 y después cuando enfiló a los normalistas para el rumbo de José Luis Abarca con la amenaza de muerte pesando sobre ellos un año antes.

Compa, no está bien que sea Iguala. Compa, no está bien que sea Iguala. Compa, no está bien que sea Iguala.

“Ya nos imaginábamos lo que podía pasar”, dijo uno de ellos a este reportero en septiembre del 2016.

Entonces los esperaban. “No planearon la noche de Iguala, la coordinaron militares y policías”, dijo en Ayotzinapa con toda la bronca en la voz, Mario González, padre de César, desaparecido, quien está ahí para reventar a quien se atreva a entregar alguna información. Está para eso, pero también para valorarla y reconocerla desde la suavidad de la piedra en la que se ha convertido este hombre vestido entonces, el 8 de octubre del 2016 a las 12 de la noche, con bermudas y playera fresca de turista. Luego, en uno de los cubis, Mario González preguntará cuánto cuesta el tabaco en Berlín y fumará uno, liado allí, en la litera de uno de los chicos, a las dos de la mañana.

– Cinco euros, aunque es una bolsa de la cual salen 50 cigarros –le responde alguien.

La esquina de Juan N. Álvarez y Periférico Norte comenzó antes de Iguala. Más antes, como se dice sin decir, en la negrura de la historia que ubica a las normales rurales como el verdadero objetivo del ejército y la Federación el 2 de octubre pero de 1968. Y más atrás todavía, se construyó esa esquina, no en Iguala sino en Chilpancingo, a principios de los años 60, recuerda Francisco Cruz, otro de los autores del libro La guerra que nos ocultan.

Después de los levantones, El Parca, un hombre afortunado porque viajaba en avión para ver a su novia en Aguascalientes, tenía una pantalla plana de televisión en su cuarto y una cama estilo colonial, llegaba a la escuela sonriendo a todos porque pensaba que nadie se había dado cuenta de lo que ha pasado, y creía que volver cantando a Ayotzinapa dos días después de las desapariciones y los homicidios serviría, por lo menos, para escanciar las tumbas de sus compañeros con el agua rabiosa del 26 de septiembre. “Tú te callas y yo te doy dinero”, decía El Parca a quienes se atrevía a cuestionarlo. Entonces lo dejaron solo porque avizoraron para él un destino de esos que se fotografían todos los días en los diarios de Iguala y Chilpancingo.

*

No, nadie está tirado en el lodo y a nadie le cortan la cara. Los huesos están enteros debajo de la piel, de los lagos hemáticos que nadie ha reventado ni reventarán sólo porque alguien lo imagina. Ismael Vázquez, Chesman, compañero en la normal de Ayotzinapa de Julio César, soñó con él a las ocho de la mañana del 27 de septiembre y lo recuerda desde las manos de Julio cubriéndole el rostro.

– Se pasaron de verga, carnal –le dijo aquella ensoñación a Chesman, antes de que despertara y volviera a la realidad de la que hasta ahora no ha vuelto porque ese mismo año, casi al mismo tiempo, también perdía a su madre por una enfermedad. Dos años después, Ismael depositaba una ofrenda en la tumba de su amigo y procuraba no estorbar a Afrodita, la madre, quien moviéndose entre las flores y el sepulcro hablaba para todos los que estaban en el panteón de Tecomatlán, en el Estado de México, como si estuviera sólo pensando.

-Mi hijo tan travieso –decía ella, atravesada por el dolor, acompañada también por el tío del joven, Cuitláhuac Mondragón- mi hijo tan travieso que me manda la lluvia, para que no vean que lloro.

Chesman se hace a un lado, juntándose con el grupo que lo arropa y lo invisibiliza mientras el escuadrón, formado enfrente, entonaba las consignas que se han gritado en las calles de todas las ciudades mexicanas.

“¡Ayotzi vive!”, gritaron ellos cuando arreciaba la lluvia y Afrodita decidía que era mejor usar las manos para acomodar el montón de flores. Pero eso, el “Ayotzi vive”, en este papel de bits apenas es el pálido reflejo de la humana potencia que da forma a la desesperación de quienes han sobrevivido y tienen la obligación de seguir haciéndolo. Ella por fin termina y ahora se aleja para volver a regresarse, poco después, y observar donde su hijo yace, abrazada porque sí a una mexicana venida de Berlín y que poco a poco encuentra que no ha dejado de serlo.

En esta combinación de verdor y lodo todo se ha detenido –eso por decir algo- cuando los ayotizi entonan con la voz ronca y profunda, que “Juuuulio vive, Juuuulio vive y vive, Juuuulio vive y vive y vive” y uno se pregunta cómo es que todos estamos aquí.

Después de la puerta cerrada del cementerio ya no hay nada, sólo la lluvia abatiendo la casa de la familia Mondragón y la iglesia de San Miguel sola, pero hasta el tope de flores porque ese día, también, el santo patrono ha salido en procesión por las calles del pueblo.

Si ya no hay nada entonces vámonos a Iguala.

*

“… pues que chinguen a su madre”, dijo Lenin Mondragón Fontes ante los estudiantes de Ayotzinapa, en el auditorio de la normal Raúl Isidro Burgos, refiriéndose a quienes investigan la muerte de su hermano.

Sentado ahí, en su silla desolada, sabe que el 4 de octubre del 2016 han ejecutado a dos normalistas más, en la carretera rumbo a Chilpancingo y que sus cuerpos han quedado, junto con otros cuatro, regados en la curva que allá se conoce como El Basurero. “Los sucesos violentos ocurrieron tras la visita del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, quien acudió esta mañana a Chilpancingo para inaugurar un centro de justicia integral para mujeres en medio de un impresionante dispositivo de seguridad para políticos y funcionarios”, dice una nota del reportero de la revista Proceso, Ezequiel Flores. Los estudiantes de Ayotzinapa eran Jonatan Hernández Morales y Filemón Tacuba Castro. De uno quedan los tenis rojos, fotografiados por las agencias locales y su tiro en la cara enrojecida. Del del otro, el nombre y el féretro que reposó en la escuela antes de ser llevado a su hogar, en Ayutla de los Libres.

Lenin Mondragón es un hombre combativo formado a la fuerza por un camino que él no escogió y por el que nadie de su familia pensó caminar. Ahora lo hace acompañado de una libreta donde apunta las palabras que los demás no dicen o no pronuncian correctamente. Las apunta y luego las suelta, cuando el turno de hablar regresa a él. Eso que hace nadie quiere hacerlo porque nadie quiere –aunque hay alguien que sí- porque nadie quiere ser parte de esa mentada de madre ensangrentada que a Lenin le ha tocado decir con la suavidad de lo cruento, mientras el rostro de su hermano, el Chilango, pintado en un mural pero jamás borrado de la memoria de unos y otros, observa para siempre y hasta que dure la pintura. Porque Julio, cómo decirlo.

Aquí, a las 12 de la noche del 8 de octubre del 2016 no hay tortugas ni está el mar. La travesía se ha cancelado y sólo queda la guerra que nos ocultan. Y Lenin Mondragón no hace pausas porque él mismo vive en una, la que se le ha endilgado a punta de miedo y que, poco a poco, ha aceptado y tratado de superar. Es hoy el valiente Lenin, a quien todos quieren abrazar pero quien lo consigue sólo siente las brasas de sus manos.  Sí, Lenin, que chinguen a su madre, si es que madre tienen.

Será duro, muy duro el regreso, la carretera de Iguala.

“Que chinguen a su madre”

Si hay tiempo

 

* Escuchar a Lenin Mondragón (hermano de Julio) es ya de entrada triste, pero no sólo porque ese muchacho es sobreviviente también del terror que ha vivido su familia desde ese 27 de septiembre, cuando a través de las redes sociales se enteraría de la muerte de su hermano y vería la cara sin rostro de su Julio.

 

Sandra Rosas-Fabiunke

Tixtla, Guerrero; 8 de octubre del 2016. Se cumplían dos años de la muerte de Julio César y cenábamos con la familia para no olvidar al normalista asesinado el 27 de septiembre de 2014 en Iguala. Ahí conocimos a Gerardo, un estudiante de Ayotzinapa, quien de inmediato nos invitó a presentar el libro de Miguel Ángel, La guerra que nos ocultan, en la Normal Raúl Isidro Burgos, la normal de Julio. Dijimos que sí sabiendo que nos costaría, no sólo dinero, sino una tensión constante ir a esa Normal, donde hasta el día de hoy 43 estudiantes siguen desaparecidos.

Llegamos a Iguala de la Independencia y Miguel no resistió llevarme al Camino del Andariego, donde el 27 de septiembre 2014 personal de la Fiscalía de Guerrero encontraría a Julio César Mondragón Fontes, muerto y desollado. El Camino del Andariego está cercado por empresas como la Coca-Cola, Pemex y las oficinas del C4 (Centro de Control Comando y Cómputo). Allá, en medio de esos poderosos ojos se encuentra el monumento al estudiante caído. Ahí está la foto del normalista, con el vidrio roto, unas flores secas a sus pies y un negro río acompañándolo. Huele mal, hay basura y sólo las bardas de la Coca-Cola y Pemex parecen acompañar el recorrido. Un camino por demás tenebroso, aunque se haga en compañía de un periodista muy valiente, como lo es Miguel. Me dio miedo y tristeza estar ahí, donde nos cruzamos sólo con perros callejeros y bardas electrificadas.

Nuestro camino nos llevó a Tixtla, un pueblo también testigo de horrores y desapariciones. Pero la suerte nos permitió encontrar la Casa Tixtla, un remanso en aquella árida población. La comida puede ser tan generosa y protectora cuando tenemos miedo que es de entender que muchos se refugien en ella para, medianamente, pagar sus facturas de angustia. Ese sábado lo hicimos así, comimos para aguantar lo que no podríamos cargar solos, la visita a la normal rural más triste pero más combativa de México. A las seis de la tarde nos esperarían los muchachos de Ayotzinapa para escuchar la presentación del libro, un libro que es más de ellos que de los autores, por ser la tragedia que les llenó el 2014 y que hasta ahora parece no dejarlos.

Ayotzinapa está a cinco minutos en auto de Tixtla y llegar ahí es una experiencia que no deja a uno igual que cuando llegó. La Raúl Isidro Burgos se fundó en 1926 como parte de un proyecto de transformación social, para formar profesores rurales que llevaran la educación a las comunidades más necesitadas. Lucio Cabañas pasaría por esas aulas. Muy pronto entendimos que en la normal de Ayotzinapa las reglas no las pondríamos para presentar el libro, que estaba planeado para las seis de la tarde y que fue postergado para las ocho de la noche. Porque los estudiantes tenían que cenar primero. A nosotros también nos tocó nuestro plato de frijoles y calabazas exquisitamente picosas, que tuve que dejar a medias porque los intestinos irritables tampoco perdonan. Ya con el estómago lleno no sólo por la cena sino por la responsabilidad y angustia de hablar para los estudiantes más aguerridos y maltratados que conozco, llegamos a la Sala de Audiovisuales, donde no había proyector ni micrófono. Pero así, junto a Miguel Ángel Alvarado, Félix Santana y los familiares de Julio presentamos el libro y yo leí mis comentarios sobre La guerra que nos ocultan. Escuchar a Lenin Mondragón (hermano de Julio) es ya de entrada triste, pero no sólo porque ese muchacho es sobreviviente también del terror que ha vivido su familia desde ese 27 de septiembre, cuando a través de las redes sociales se enteraría de la muerte de su hermano y vería la cara sin rostro de su Julio. El tío, el profesor Cuitláhuac, a pesar de su cuerpo grande y sus palabras en voz bien alta, sus ojos no miran a nadie cuando hablan. Miran al vacío y tocan el aire. Pero el dolor está presente aunque no lo exprese ya. Y los autores, desde su nicho, hablando con vergüenza de un tema que dominan pero del cual, afortunadamente para ellos, no fueron parte. Al igual que yo tampoco. Pero no hay que ser maestro ni estudiante rural ni vivir en Guerrero para que la normal Raúl Isidro Burgos se nos meta bien dentro.

Leo frente a esos muchachos que venían de horas de reuniones y trabajo duro, porque en Ayotzinapa se trabaja para los demás y se trabaja con la tierra, no sólo en las aulas de clases. Ahí se ve a los muchachos en los lavaderos, a las nueve de la mañana, o arriando las vacas porque los muchachos también cuidan vacas, gallinas y pollos. Cuando esperábamos para presentar el libro recorríamos los pasillos, conocimos el comedor, los salones y la cooperativa. Había muchos perros. Eran simpáticos y tenían también sus espacios, caminaban sin molestar ni ser molestados por nadie. A mí me llamó la atención uno café, porque estaba durmiendo en la tierra, en un hoyo que parecía cuna. Lo acaricié y me miró complacido.

Ya en el patio encontramos el altar permanente para sus compañeros desaparecidos, están ahí las mantas con fotografías, flores y los pupitres sin ellos, pero juntos. Conté a los 43 y la garganta se me llenó de polvo. Me conmovía ver las sillas ahí, los nombres, las fotos. Observo que en la normal rural de Ayotzinapa seguían vivos los compañeros desaparecidos, que allá no sólo no se les había olvidado ese 26 y 27 de septiembre, y que esa tragedia es agenda para los muchachos de Ayotzinapa. Pero al mismo tiempo, en su lucha de hacerse consciente de la masacre, la muerte estaba presente. En cada sala, en cada pared, cada palabra y paso que dábamos nos encontraban las fotos de los desaparecidos, las mantas con sus nombres y rostros, las veladoras encendidas. La presentación también estuvo llena de Julio y las palabras de su tío y su hermano, ésas que ponían a temblar a cualquiera que estuviera cerca. Esa ponencia nos llevaría a mostrar las fotos de Julio que sostuve con tanta vergüenza y dolor mientras Miguel localizaba el ojo enucleado de Julio. Esas fotos que la Comisión Nacional de Derechos Humanos se negó a mostrar “por no re-victimizar a los familiares” sin entender o entendiéndolo muy bien que al hacer eso le quitaban al asesinato de Julio César la categoría de crimen de lesa humanidad.

El padre de un estudiante desaparecido preguntó -con tono de exigencia- quiénes o cuáles eran las fuentes de los autores y exigió ver los documentos. Miguel contestó que Evelia Bahena, sobreviviente, perseguida y luchadora social anti-mineras desde hace muchos años, avalaba parte del relato. La presentación duró cuatro horas y media. Después los estudiantes cantaron sus consignas y llenaron la sala de angustia. No eran sus voces lo que provocaba esa intranquilidad sino el motivo por el que las cantaban. Finalmente, se dijo, “tu muerte será vengada” y yo recordé que en una de las paredes se podía leer: reprimir es un delito, proteger es un derecho. Y recibí como una bofetada sus motivos más directos.

Más tarde, en la habitación que a cada uno le fue dada, me detuve en cada una de las cosas que estaban escritas en las paredes. La habitación era un cuarto con camas-literas todavía con los plásticos puestos. Había ropa, champú, un espejo muy alto y una virgen de Guadalupe en una esquina. Las ventanas eran pequeñas, apenas se podía meter la cabeza con esfuerzo. Pero lo hicimos porque queríamos ver las estrellas y de paso sacar el humo de los Ascot de Berlín.

Nos fuimos a las diez de la mañana. Nos despedimos de Gerardo, nuestro anfitrión, con un abrazo de amigos, de compitas, diría Miguel sonriéndome y con la promesa de volvernos a ver cuando hubiera tiempo.

Si hay tiempo

Ayotzinapa, la guerra que nos ocultan

 

* Julio César Mondragón, tal vez sin saberlo, comprendió su destino cuando en vez de huir encaró a sus captores y posteriores asesinos y acató, sin chistar, la muerte infame que le dieron. Hoy, lo abrazo a él en su valentía y abrazo a su familia y su esposa en su dolor.

 

Alejandro Cardiel Sánchez/ Políticasmedia

Tixtla, Guerrero; 8 de octubre del 2016. Siento un nudo en la garganta. Las fotos que tengo a la vista, a menos de dos metros de distancia, son tremendas. Oigo pero no escucho lo que Miguel Ángel Alvarado menciona. Solamente pienso: “¿qué clase de persona puede hacer algo así y luego –como si nada- continuar con su vida?”. Trato de contener mis emociones y poner atención a la exposición. Pasan de las 22 horas y en el aula donde se presenta el libro La guerra que nos ocultan hay un silencio absoluto. Puedo escuchar la respiración de las personas detrás de mí. A mi lado una mujer llora. El shock, la rabia, la tristeza y la indignación general es evidente.

Horas antes llegamos a la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, Guerrero, a la Asamblea Nacional Popular realizada el 8 de octubre del 2016, donde se trataron las acciones en las que tomarán parte los padres de los estudiantes desaparecidos el 26 de septiembre del 2014.

Durante el desarrollo de las actividades de la Asamblea, se contempla que los padres de los normalistas asistan a la Feria del Libro de Guadalajara, lugar en el que, como candidato a la presidencia de la república, Enrique Peña Nieto no pudo mencionar tres libros que hubieran cambiado su vida.

En el transcurso del día camino por la escuela, conocida ya mundialmente por la desaparición forzada de 43 de sus alumnos y el asesinato sistemático de muchos otros –dos de esos crímenes cometidos en un supuesto asalto en el transporte público hace menos de una semana–.

Las instalaciones son austeras pero amplias. Es evidente, a simple vista, que pasaron el rastrillo y que limpiaron las áreas comunes hace menos de un día. Los estudiantes, en su mayoría descansando a la sombra de los árboles -es sábado- o en los arcos de los dormitorios permanecen indiferentes ante la presencia de los visitantes que deambulamos.

Llama mi atención la enorme cantidad de perros que hay en la escuela -conté al menos 20- todos completamente dóciles y acostumbrados al contacto humano. También la enorme cantidad de árboles que dan sombra en prácticamente todas las instalaciones. Hay, además de los perros, vacas, caballos y no sé qué cantidad más de animales; a algunos los veo cerca de los amplios invernaderos que se ven desde el comedor.

Comemos sopa de pasta, frijoles, carne de cerdo frita y una salsa verde que hace las delicias de la mesa. Posteriormente, la Asamblea transcurre sin mayores contratiempos, se da lectura a la relatoría y a los acuerdos tomados. Finaliza con el canto del Himno “Venceremos” y la invitación a la presentación del libro “La guerra que nos ocultan”, que se realizó más tarde en el Aula Magna.

Mientras tanto tenemos tiempo de conocer más a fondo las instalaciones, tomar fotos de los murales que ocupan la gran mayoría de los espacios de la escuela y de platicar con los estudiantes de la normal.

Me llama la atención un mural de Julio César Mondragón Fontes, en lo que seguramente es una bodega. A su lado hay un árbol de flores rojas de al menos 15 metros de la raíz a la copa, frondoso y lleno y vida. Me acerco a contemplar el rostro de “El Chilango” enmarcado de flores anaranjadas, azules, blancas y moradas con colibríes revoloteando a su alrededor. Este rostro, esta sonrisa, es la que llevo en mente cada que recuerdo el nombre de Julio César Mondragón. Procuro no relacionarlo con el rostro descarnado que vi en los diarios de circulación nacional cuando fue asesinado en el operativo que desapareció a 43 normalistas y dejó muertos, incluso, a jugadores del equipo de futbol Avispones, además de decenas de heridos.

 

La guerra que nos ocultan

 

Siento un nudo en la garganta y un fuego en la boca del estómago. No doy crédito a lo que veo. La saña con que trataron a Julio César escapa de mi comprensión. Las fotos del cuerpo, tirado a la vera del camino, a unos metros del C4 de Iguala y de la posterior autopsia son desgarradoras. Miguel Ángel Alvarado, con tono pausado, preciso e informado, explica el procedimiento mediante el cual se hicieron las incisiones con bisturí, cómo se efectuó el corte en el cuello de Julio César y cómo la piel fue arrancada de abajo hacia arriba hasta dejar sin rostro el cuerpo aún con vida de este, otrora, estudiante normalista.

Las fotos no dejan nada a la imaginación. Nos muestra las fracturas, las cuencas enucleadas, la saña de los asesinos. Nos prueba cómo esto no pudo haber sido hecho por la fauna del lugar -como han tratado de explicar las autoridades encargadas de la investigación-. Siento un nudo en la garganta, un fuego en la boca del estómago y ahora un calor que sube a mi cabeza. Siento el corazón en la frente. A mi lado una mujer llora. El shock, la rabia, la tristeza y la indignación general es evidente.

Cuitláhuac y Lenin Mondragón (tío y hermano de Julio César) abundan ante el auditorio en la información que da Miguel Ángel Alvarado López, el periodista y coautor del libro que se presenta. Al lado de Lenin Mondragón un jovencito de camisa blanca y de enorme parecido con Julio César contiene las lágrimas y desde atrás de sus lentes de armazón negro lanza una mirada triste a la cámara. Siento sus ojos clavados en los míos. Sin enfocar, tomo la fotografía justo un instante antes de que él desvíe la mirada hacia el reportero que en ese instante entra en materia e inicia con la presentación del libro.

“Están disparando amor”, dijo Julio César Mondragón en su última comunicación conocida. Con esas palabras podría resumirse lo que sucedió aquella noche y madrugada del 26-27 de septiembre del 2014. Disparar de manera indiscriminada contra estudiantes desarmados. Contra la población en general. Contra un equipo de futbol juvenil. Contra un taxi. Contra la vida.

Siento un nudo en la garganta. Félix Santana y Miguel Ángel Alvarado exponen su libro. Mencionan algo que recuerdo haber leído antes. Titanio, oro, uranio, empresas mineras canadienses, grupos paramilitares contratados por éstas para desplazar poblaciones mediante la compra a precio de risa, la intimidación o la violencia directa.

Hablan de los grandes yacimientos de minerales que se encuentran precisamente en los lugares en donde la violencia se ha disparado en los últimos años. La Cuenca de Burgos, Tlatlaya, Iguala, Veracruz y otros. Recuerdo de pronto el libro de Federico Mastrogiovanni, “Ni Vivos Ni Muertos. La desaparición forzada en México como estrategia de terror”. En ese libro se habla precisamente del proceso de gentrificación –esto es, el desplazamiento de la población originaria de una zona- y la desaparición forzada de personas precisamente en sitios donde abundan los recursos naturales. Hace especial mención de las zonas dominadas por los Zetas, el grupo de ex militares que tienen completamente dominada la zona de una de las reservas de gas shale más grandes del mundo –la Cuenca de Burgos-.

El silencio, en el Aula Magna de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa Guerrero, es absoluto. Miguel Ángel Alvarado hace una pausa para beber agua. Afuera pueden escucharse los grillos y las chicharras. Todos a mi alrededor respiramos de manera profunda. Escucho –y me escucho- cómo todos sacamos el aire. Estamos listos para el siguiente round.

Nos hablan de la violencia, producto del despojo de tierras que hacen las empresas mineras -sobre todo canadienses- en todo el territorio nacional. El control que tienen los cacicazgos locales que como pequeños virreyes deciden sobre la vida o la muerte de personas y poblaciones completas. Nos hablan de “escuadrones de la muerte” y “la naturalización de la barbarie”, que es precisamente el título del Capítulo VII de La Guerra que nos ocultan.

Recuerdo, de pronto, haber leído algo similar, “La pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la tierra”. Veo que en este caso aplica ciento por ciento. Al fin la memoria me dice que fue Eduardo Galeano quien da ese título a la primera parte de su libro “Las venas abiertas de América Latina”, donde consigna: “Ocurre que cuanto más ricas resultan esas tierras vírgenes, más grave se hace la amenaza que pende sobre sus vidas; la generosidad de la naturaleza los condena al despojo y al crimen” (Pág. 71). Escucho las historias de muerte y despojo que describen los autores y me doy cuenta con horror e indignación que Galeano se quedó corto en su análisis. O no. Sólo que parece que en México seguimos atrapados en un momento de la historia previo a… ‘la Independencia?

Siento un nudo en la garganta y un llanto atravesado. Siento en la boca del estómago “la misteriosa llama de la reina Loana”. Pienso que no estoy escribiendo de manera objetiva y de nueva cuenta pienso en Galeano cuando dice que “la objetividad es para los objetos”. Creo que nunca he estado más de acuerdo con un autor. Siento indignación, coraje, rabia y -ahora lo sé- miedo mientras escribo estas líneas.

Federico Mastrogiovanni habla en su libro “Ni Vivos Ni Muertos” de la operación “Nacht und Nebel”, (Noche y Niebla), implementada por los nazis para desaparecer a los disidentes del Sistema. Pienso también en la “Pedagogía del Terror” del que hablan en el Capítulo III de La guerra que nos ocultan. Siento miedo y al mismo tiempo la necesidad de escribir para vencer esa barrera que nos paraliza.

“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un sólo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Estas palabras de La biografía de Tadeo Isidoro Cruz, de Borges, han estado en mi mente desde que comencé a escribir estas líneas. El protagonista de esta ficción de Borges “comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe de acatar el que lleva adentro”.

Julio César Mondragón, tal vez sin saberlo, comprendió su destino cuando en vez de huir encaró a sus captores y posteriores asesinos y acató, sin chistar, la muerte infame que le dieron. Hoy, lo abrazo a él en su valentía y abrazo a su familia y su esposa en su dolor.

“Que sirva de algo”, escribió Miguel Ángel Alvarado en la dedicatoria que plasmó en el libro que adquirí en ese momento.

Leo la dedicatoria y no puedo sino pensar en esas palabras mientras escribo estas líneas. Ojalá sirvan de algo y que quien las lea considere en leer este libro lleno de historias de corrupción y violencia que hacen que historias como las de la Casa Blanca de Peña, o la de Videgaray en Malinalco, palidezcan y queden como cosa de niños ante el despojo, la violencia y la muerte causadas por las mineras canadienses y todos aquellos que han hecho de la muerte su modo de vida.

 

* http://politicasmedia.org/ayotzinapa-la-guerra-que-nos-ocultan/

Ayotzinapa, la guerra que nos ocultan

Las entrañas del monstruo

* De los 81 municipios guerrerenses, 37 son considerados de muy alta marginación y 36 de alta; ni la capital Chilpancingo, el centro del poder político de la entidad, ni el “millonario” Acapulco están a salvo de la miseria. Pasa lo mismo en la región de La Montaña, pero también en la Costa Chica, en Tierra Caliente o en cualquiera de las otras siete regiones que forman la entidad. Este texto es parte del libro a guerra que nos ocultan, editado por Planeta en el 2016.

 

Félix Santana, Francisco Cruz y Miguel Ángel Alvarado

En Guerrero hay indignación por la lentitud en las investigaciones de las procuradurías General de la República (PGR) y de Justicia del Estado (PJE) —o Fiscalía General—, y de las filtraciones de la PGR, a las que ven con desconfianza, y aunque allá están acostumbrados a que los fuegos se apaguen con la llama de otros fuegos todavía más devastadores para seguir igual, así como a los tumbos del gobierno al que ven como herramienta de control, sus habitantes están convencidos de que estas únicamente sirvieron para entorpecer indagatorias que coordinaron investigadores de organismos internacionales.

Los guerrerenses han aprendido a superar sus miedos, pueden contar de corrido la historia trágica de México. La violencia y el terror los han enseñado a defender su pasado, cultura y estructura social. Les ha pasado de todo y han tenido que aprender a vivir en realidades distintas, aunque las verdaderas páginas se escriben a través de la injusticia, secuencia vertiginosa de violaciones a derechos humanos, persecución, desprecio por los indígenas, analfabetismo, discriminación, racismo, despojo de sus tierras, pobreza y sometimiento.

Tres millones y medio de ellos (casi todo el estado) pueden dar testimonio de la brutal represión a estudiantes, políticos opositores, líderes sociales, profesores, dirigentes comunitarios, indígenas y activistas defensores de derechos humanos, así como de las carencias y la impunidad, que siempre van de la mano. Viven en miseria lamentable y dolorosa. Y tienen una explicación, pero no hablan porque piensan que historias como la suya tienen principio, pero nunca un final feliz.

Los guerrerenses —unos 650 mil son indígenas mixtecos, nahuas, amuzgos, tlapanecos y afromexicanos— se distribuyen en una superficie de 64 mil 281 kilómetros cuadrados, un territorio mayor al de Suiza, pero es un estado en el que todo parece fuera de lugar, hasta su geografía conspira y es incomprensible: irregular y montañosa. Lo atraviesan la Sierra Madre del Sur y el Eje Volcánico Transversal, que origina las sierras de Sultepec y Taxco. Aunque parezca paradójico, porque el estado goza de gran importancia política, económica y social, Guerrero nació pobre en 1849 y hoy sigue igual; tiene mucho de menesteroso y sombrío; se ha convertido en una especie de trampa mortal, un espejismo. Los territorios que abarcan sus zonas serrana y montañosa son muy extensos, con poblaciones dispersas que aún guardan secretos y una importante riqueza mineral que no les ha dejado nada excepto más miseria y violencia.

De sus minas se extrae oro en cantidades industriales, y casi en secreto desde comienzos de la década de 2000, se explora febrilmente en la búsqueda de yacimientos de uranio, elemento radiactivo útil en plantas de energía nuclear y la fabricación de bombas atómicas, así como de yacimientos de titanio, metal tan fuerte como el acero, superando al aluminio, y que se usa en la fabricación de aviones, misiles, buques de guerra y naves espaciales.

El potencial de los yacimientos de uranio es una especie de secreto de Estado, pero es una realidad. Por su parte, el titanio —que tiene otros usos más domésticos y muy rentables, como la producción de teléfonos celulares, sillas de ruedas, muletas, implantes dentales y hasta piercings corporales— aparece desde hace tres lustros en mapas oficiales del gobierno federal: desde zonas de Tamaulipas, Baja California Sur, Colima, Oaxaca y Chiapas hasta todo el litoral de Guerrero. Agricultores mexiquenses están convencidos de que la búsqueda de yacimientos se extendió desde 2013 a municipios fronterizos o cercanos a Guerrero, como Tlatlaya, Tejupilco, Temascaltepec y Luvianos.

Fuera de Tlatlaya, en territorio mexiquense no se ve mucho futuro, pero la búsqueda de yacimientos de uranio y titanio es una constante; la minería en el vecino municipio de Zacazonapan no es un misterio, como tampoco lo es en la de Zacualpan ni en el histórico Sultepec.

Guerrero forma parte de la Región Pacífico Sur de México, y gracias a las frecuentes referencias noticiosas, sobre todo relacionadas con la violencia del crimen organizado, algunos saben que este estado colinda al sur con la inmensidad del océano Pacífico; al norte con los estados de Morelos (la segunda entidad menos pacífica del país) y el Estado de México (refugio de grandes capos del narcotráfico y “notable” porque es la tierra del presidente Enrique Peña Nieto); al este con Puebla y la empobrecida Oaxaca, y al oeste con el también violento Michoacán, donde se originaron los cárteles de La Familia Michoacana, Guerreros Unidos y Los Caballeros Templarios.

Acaso sólo los estudiosos y algunos políticos están enterados de que mucho del territorio de Guerrero es accidentado y montañoso, por lo que nada más el 24% de la superficie es apta para la agricultura.

Si bien pocos saben dónde está Guerrero, todo mundo ubica a Acapulco, que padece el mismo problema que tiene en jaque a todo el estado, convertido en zona de muerte donde la violencia revienta con la furia de un macabro festín que asola barrios y pueblos, donde el poder se ejerce arbitrariamente y permea la impunidad.

 

El infierno guerrerense

 

Las olas arrastran los secretos mejor guardados y más sombríos de Guerrero, un estado de gente brava, noble, trabajadora, amigable e históricamente insurgente. El éxito empresarial desmedido de Acapulco contrasta con su pobreza apenas cruzando hacia arriba la costera Miguel Alemán, la avenida de los turistas. Aquí empieza y termina el eslogan publicitario sobre las bellezas del puerto.

Guerrero, con un enorme litoral de 500 kilómetros, es un fruto en pudrición al que todos —élites de poder, intermediarios, comerciantes mayores, latifundistas, constructoras, grandes empresarios del turismo y forestales de la madera, así como contratistas y talamontes mayores— le meten mano para quedarse con la última porción de recursos públicos o la derrama económica general, según sea el caso y el ramo.

La venda se cae de los ojos una cuadra después de aquella fabulosa avenida costera. Uno descubre que, detrás del éxito de Acapulco y de la publicidad, Guerrero esconde otra realidad: ni es enigmático, ni atractivo, ni fascinante: es una entidad pobre y descuidada, saqueada por los mismos de siempre. Los guerrerenses tienen pocas alternativas y maneras de entender la subsistencia o la supervivencia porque la agricultura fue desde siempre un mero espejismo.

Con una población de 800 mil habitantes, Acapulco “se clasifica entre las cinco zonas metropolitanas con las cifras más altas tanto de homicidios como de delitos con violencia […]; su tasa es cerca del doble del promedio metropolitano y su tasa de homicidios es cercana al triple de dicho promedio. […] En 2013, la cifra aumentó ocho veces, a 900 homicidios al año, lo cual equivale a una tasa de más de 100 por cada 100 mil habitantes”, contra los seis a nivel mundial y los 13 de México, de acuerdo con el Índice de Paz México 2015.

La violencia en el puerto ha dejado grandes cicatrices, incertidumbre y miedo. Así lo denunció en diciembre de 2015 el periodista José Ignacio de Alba en un trabajo especial —Acapulco, la vida sin vista al mar— para el proyecto Pie de Página, publicado conjuntamente con el periódico El Sur: “En las colonias de la periferia, las que están detrás de La Cima que divide al Acapulco turístico del que habita aquí, al menos una docena de escuelas inició las vacaciones antes de tiempo porque, como en los últimos cuatro años, los maestros y directivos comenzaron a ser extorsionados. Dependiendo de la escuela y la célula que tiene el control, han llegado a pedir hasta 30 pesos semanales por estudiante y 800 quincenales por profesor […].

”Las callejuelas de estas colonias —Renacimiento, Simón Bolívar, Zapata, Villa Paraíso o la unidad habitacional Luis Donaldo Colosio, la Neza guerrerense—, donde vive la mayoría de los acapulqueños, son trampas llenas de señales de alerta: cortinas cerradas con letreros de ‘Se renta’, casas abandonadas, una barda que dice: ‘Ni un médico desaparecido más’. Hoy, al menos 17 células criminales matan con impunidad en el puerto”.

Tal situación repercutió en algo peor para los acapulqueños, pues ahuyentó el turismo internacional, cuya demanda empezó a caer en 2007 y para 2012 ya era una catástrofe. Sólo entre 2012 y 2015 cerraron por lo menos 600 comercios, tiendas departamentales y restaurantes.

En noviembre de 2015, el director de la Asociación de Hoteles y Empresas Turísticas de Acapulco (AHETA), Héctor Pérez Rivero, hizo a la revista Expansión-CNN declaraciones que estremecieron al sector: “Tengo miedo, no salgo en altas horas de la noche, procuro hacer mi vida lo más simplificada posible y no porque tenga miedo por hacer algo, simplemente para no estar en el lugar y la hora equivocadas”.

En Guerrero el drama es permanente, con marejadas continuas de violencia: la de los caciques, primero; luego, la de los mayores explotadores de madera —mexicanos y extranjeros—, y la de talamontes ilegales que dieron paso a la del Estado y las organizaciones paramilitares, hasta llegar a la de grupos del crimen organizado y volver a la del Estado. Pero Acapulco es apenas una referencia; también puede hacerse un tour de pobreza, violencia y terror por Arcelia, Chilpancingo, Zitlala, Tlapa, Coyuca de Catalán, Tixtla o Teloloapan. En cualquier municipio es igual.

Un recorrido por el estado basta para atestiguar la realidad: el campo, o lo que queda de él, está en el abandono; es presa de los caciques, la delincuencia organizada y, hoy, las trasnacionales mineras; ningún jornalero puede vivir de la siembra; la llamada gran producción está en manos de unos cuantos, quienes sólo comparten cáscaras.

Así está el panorama y se ensombrece aún más. No hay alternativas para la vida digna. Pese a que la tierra guerrerense es generosa y ahí se da casi de todo: tamarindo, guayaba, pepino, maíz, toronja, café, zapote, ajonjolí, tabaco, limón, frijol, mango, papaya, sorgo, sandía, jitomate, plátano, cebolla y aguacate, además de la copra (pulpa seca del coco), sus habitantes mueren de hambre. Y en los lugares en los que se producen mariguana y amapola los jornaleros trabajan en condiciones de semiesclavitud y esclavitud. La generosidad narca es un mito.

La militarización de la entidad de las décadas de 1960 y 1970 no sólo sirvió para dar fuerza a los caciques y crear o fortalecer bandas paramilitares, sino para exhibir la incapacidad del Estado, porque la expansión de la siembra de amapola y mariguana avanzó a pasos agigantados, lo mismo que la contrainsurgencia vinculada al narcotráfico, una plaga en crecimiento continuo que se ha extendido hasta las zonas mineras.

En ese proceso de militarización de Guerrero desaparecieron, tirados en el mar —en los llamados “aviones” o “helicópteros de la muerte” que despegaban de las bases militares—, o murieron torturados y asesinados líderes sociales, estudiantes y maestros, activistas de derechos humanos, campesinos y políticos de oposición; mientras que los criminales encontraron un filón amplio para explotar.

A esta infame situación se le suman las peores condiciones de salud, por lo que enfermedades controlables como el mal del pinto, bocio, lepra y tifoidea todavía aquejan a los guerrerenses. Otro tanto se puede decir de los jornaleros, quienes laboran como en el porfiriato, a tienda de raya, y languidecen con su familia condenados a morir de hambre. Pero es el doctor en Ciencias Políticas Alberto Guillermo López Limón quien completa el panorama: “La Tierra Caliente se caracteriza por su clima cálido. Gracias a la infraestructura de la Cuenca del Balsas, la inmensa red de canales de irrigación propició la acumulación acelerada de las riquezas agrícolas, cuyos beneficiarios principales son las empresas trasnacionales [que] explotan la mano de obra barata”.

Y las artesanías, por maravillosas que sean —los hábiles artesanos guerrerenses moldean palma, textiles, alfarería, orfebrería, madera y piel, y el bonote o desecho del coco—, apenas dan para mal comer, cuando dan. El comercio y el turismo en la zona dorada —Acapulco, Ixtapa-Zihuatanejo y Taxco— ya no son lo que eran; son una sombra, controlada por unos cuantos.

“En fin, puras malas noticias de esos pésimos gobiernos”. La “década perdida”, escribió el 15 de mayo de 2015 Alfredo Hernández Fuentes en la columna que publica en el periódico Novedades de Acapulco, refiriéndose a las administraciones municipales y estatales del PRD, con Zeferino Torreblanca Galindo y Ángel Aguirre Rivero. “Nada que celebrar, solamente muertos por enterrar, florecimiento de empresas funerarias, y nuestro personaje más rico, el magnate Carlos Slim Helú, el mecenas de Acapulco, ya no quiso saber nada y no regresó”.

Por si algo hiciera falta, su fauna está a punto de colapsar. En peligro de extinción se encuentran el águila, el venado, el jaguar, la tortuga, la iguana, el coyote, la zorra gris, el tigrillo y hasta la liebre. La pesca incipiente y de autoconsumo fue buena hasta las décadas de 1930 y 1940, cuando el presidente Miguel Alemán Valdés puso en marcha una política para desnaturalizar Acapulco y entregó el puerto a grandes capitales, así como a un grupo de ambiciosos políticos revolucionarios apurados por hacerse millonarios.

Así pues, de los 81 municipios guerrerenses, 37 son considerados de muy alta marginación y 36 de alta; ni la capital Chilpancingo, el centro del poder político de la entidad, ni el “millonario” Acapulco están a salvo de la miseria. Pasa lo mismo en la región de La Montaña, pero también en la Costa Chica, en Tierra Caliente o en cualquiera de las otras siete regiones que forman la entidad.

Detrás del eslogan publicitario que señala a Guerrero como un estado de “exuberancia y placer gastronómico para los amantes del buen comer” se esconden niveles de desnutrición infantil y mortalidad materno-infantil comparables, en La Montaña, a los índices de los países más pobres de África como Nigeria, Malí, Somalia y Malawi.

Ejemplo común de la miseria es el municipio de Cochoapa El Grande, pero bien se puede nombrar a los de Metlatónoc, José Joaquín Herrera, Acatepec, Alcozauca de Guerrero, Xochistlahuaca, Zapotitlán Tablas o Ayutla de los Libres, donde el drama no es menor. Allí las personas se han acostumbrado al dolor. En la zona de La Montaña, la muerte suele llegar antes de los 13 años de edad.

 

Las entrañas del monstruo

Julio César: crónica de un suplicio

* Este es un extracto del libro La guerra que nos ocultan donde se narra la tortura a la que fue sometido el normalista de Ayotzinapa, Julio César Mondragón Fontes, nacido en Tenancingo, Edomex, antes de ser desollado en vida, la madrugada del 27 de septiembre del 2014, en la ciudad de Iguala, Guerrero.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Alvarado

Visto desde arriba, el cuerpo del estudiante normalista Julio César Mondragón Fontes parece ser el de una víctima más de la violencia narca que asola al país, una imagen sangrienta de esas que inundan todos los días las páginas de la prensa amarillista. Un cuerpo tirado sobre la tierra con las piernas semiflexionadas, cuya mano izquierda reposa sobre el vientre, mientras la derecha se estira hacia un costado, al igual que la cabeza, que parece mirar el puño que la muerte no pudo vencer. Sin embargo, se trata del fiel reflejo del suplicio y del terror visual.

Ya golpeado, pero aún vivo, los verdugos de Julio César le hicieron un corte debajo del pecho en forma de gota que arrancó la piel, dejando al descubierto músculos y huesos. Quienes lo hicieron partieron de ahí y con salvaje cuidado fueron cortando hacia arriba mientras diseccionaban, separaban la carne del cuello y llegaban a la mandíbula rota, las orejas machacadas y la nariz desintegrada.

Antes de eso, Julio César ya tenía costillas rotas, 12 puntos fracturados, mientras yacía en el piso. El cuerpo macerado había sido arrastrado después de que lo amarraran con cuerdas, quizá de persiana, porque en ese cuerpo joven quedaron algunos hilos y las marcas de las ataduras se revelaban claras en la piel. Se le veían marcas de patadas en los hombros, delatadas por moretones que le causaron quienes lo capturaron. Adictos a la violencia, quienes lo hicieron trataban de quebrar la dignidad del ser humano y sus valores.

Ya en ese afán opresivo siguieron cortando hasta llegar a las cuencas, vacías porque ya no había ojos, uno arrancado de tajo en algún momento con todo y nervio óptico, arrojado a medio metro de donde se realizaba la carnicería. El otro, por efecto de los golpes, salido de su órbita, atrapado en el cráneo. Quien manejaba el afilado cuchillo de desuello o el bisturí tenía manos expertas, sabía lo que hacía, estaba educado y entrenado para ello.

Con las imágenes simbólicas que no necesitaban ninguna interpretación, la técnica de la tortura, exacta y cuidadosa, era visible en brazos y torso. La mano izquierda, colocada sobre el propio cuerpo, exhibía uñas amoratadas, los dedos sucios por la tierra. Dos escoriaciones sobresalían en esa mano lacerada, como si hubiera golpeado con los nudillos algo punzante o unos dientes. La otra mano, estirada sobre el suelo, parecía reposar, excepto por el horror desprendido justo antes del nacimiento del cuello. A esa hora las heridas ya no sangraban porque ya no circulaba más sangre por el cuerpo, todo era escurrimiento.

No se sabe más porque la piel de la cara no ha aparecido, por lo menos no hasta ahora, y es parte de los misterios que rodean el asesinato, parte de un “trofeo” de la barbarie que alguien guarda en su casa o en algún lugar secreto. De otra manera, ¿cómo puede explicarse tanta beligerancia y empeño para desollar a un joven estudiante normalista?

Desollar es otra cosa. Los narcotraficantes, sus matones y sicarios ciertamente torturan en forma salvaje y así envían sus recados primitivos. Tienen rituales, códigos propios, y construyen escenarios: mutilan dedos —uno o más, depende del aviso, el mensajero y su posición en el grupo rival—; cortan de tajo pene y testículos para entregarlos en charolas de plata a las viudas; dan el tiro de gracia; embolsan; deshacen cuerpos en ácido; encobijan; encajuelan; cuelgan y decapitan; hasta llegan a matar con soplete.

En 2011 “carniceros” y taxidermistas al servicio del crimen organizado intentaron desollar a algunas de sus víctimas para regalar a sus jefes la cara de sus enemigos o el cuero cabelludo, como lo hacían los apaches o los aztecas para honrar al dios Xipe Tótec, los chinos en la dinastía Ming y los españoles, para que sus víctimas experimentaran el terror verdadero y entraran en un trance de visiones infernales; y estos todavía eran más bestiales: rociaban con sal los cuerpos desollados —de sus víctimas agonizantes— para que sufrieran el dolor máximo en carne viva, convertidos en siniestra imagen del tormento.

Los sicarios del narcotráfico intentaban el desuello hasta que corroboraban que sus víctimas estaban muertas. Resultó tan complicado el experimento que desistieron, se dedicaron a torturar, cortar cabezas, desmembrar o disolver carne con ácidos en tambos o toneles industriales.

El desollamiento de Julio César lo hicieron manos expertas. Y el mensaje mantuvo una línea feroz y categórica para construir miedos. El arma de tortura siguió destazando y al llegar a la frente, donde el pelo le nacía al estudiante, una puñalada que afectó casi 13 centímetros, con toda la fuerza, terminó el despellejamiento. Luego lo movieron, tirado en ese piso de tierra del Camino del Andariego en Iguala; era entre la una y las dos de la mañana del 27 de septiembre de 2014. No fue arrastrado ni siquiera un metro, pero su corazón había dejado de latir. En shock por el dolor desde el principio, Julio César Mondragón Fontes terminó de morirse.

Sin saberlo, este joven normalista de Ayotzinapa se había convertido en un peligro para alguien, y aunque no percibió la magnitud de lo que sucedía, hacer un repaso de sus últimas horas a partir de las comunicaciones privadas que registraron algunos de sus familiares, declaraciones de compañeros y hojas confidenciales de la empresa Telcel —que aparecen por vez primera en este libro— aclara la situación: muerte multifactorial relacionada con shock hipovolémico, asfixia y paro cardiaco por el intenso dolor y el sufrimiento mayúsculo del cuerpo macerado.

En definitiva, la muerte de Julio César prueba que en México se ha vuelto a los métodos básicos para acallar la disconformidad: la tortura y el suplicio, dos recursos afines a las dictaduras y las prácticas de la Santa Inquisición. Para sus verdugos era imperativo dejar un mensaje contundente basado en ese terror que perturba los sentidos de todo aquel que se atreva a mirar, lo intuya o escuche del tema. Un aleccionamiento visual con el que Julio César se ha insertado en la genealogía trágica guerrerense que puede documentarse hasta 1923 como parte de los procesos históricos del país.

En el normalista hubo resistencia y honorabilidad. Lo atraparon porque tuvo la osadía de regresar para apoyar o intentar rescatar a sus compañeros, que estaban siendo atacados. En sus verdugos hubo maldad extrema. Su ejecución es una enorme tragedia.

Homicidio calificado, dicen las autoridades, pero no lo resuelven; crimen de lesa humanidad, advierten la familia, Ayotzinapa, organizaciones no gubernamentales, periodistas independientes, el resto de México. Y las pruebas empiezan a salir, acusan. Las vejaciones a este joven de 22 años de edad, quien al día de su muerte pesaba 72 kilogramos y medía 1.76 metros, resumen el nivel de barbarie que vive el país.

El plano-secuencia es contundente: el rostro desollado y el cuerpo torturado circularon ampliamente por las redes sociales; quien haya tomado las fotografías y las haya subido a internet deseaba garantizar un consumo visual masivo que, en su momento, por la agitación estudiantil y la fecha simbólica próxima (conmemoración de la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968), respondiera a una intención deliberada de aleccionamiento o terror.

En esas lecciones visuales encajan las humillaciones, en 2006, a personajes como Ignacio del Valle Medina y Felipe Álvarez Hernández, líderes de la rebelión civil en San Salvador Atenco (más conocida como la de “los macheteros de Atenco”), así como a la comandanta Nestora Salgado García.

También las imágenes de la degradación y el sometimiento público del doctor michoacano José Manuel Mireles Valverde, así como de los profesores Rubén Núñez Ginés, Francisco Villalobos Ricárdez, Othón Nazariega Segura, Juan Carlos Orozco Matus, Roberto Abel Jiménez García y Efraín Picaso Pérez, dirigentes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en el sur del país.

Pero esto no se queda sólo en lo visual: el símbolo son las víctimas y sus imágenes, mensaje concreto para seguidores y compañeros. Ya no se trata únicamente de contar con el mejor armamento, sino con los métodos más refinados de tortura que, luego, manos invisibles se encargan de difundir.

Y estas víctimas, todas, tienen un denominador común: son líderes sociales, vivieron un proceso de luchas comunitarias, desafiaron al Estado y, a su manera, cada uno exhibió las incapacidades de la Presidencia de la República —en especial de Peña Nieto, desde que era gobernador— para hacer frente a la delincuencia o a los abusos de la élite del poder político que intentan despojarlos de sus tierras ancestrales.

Las imágenes de cada uno —sometido y degradado— son utilizadas para infundir pánico en la sociedad. Los sociólogos lo describen como la construcción social del miedo o terrorismo mediático.

El caso de Julio César no mueve a la curiosidad ni es parte de una leyenda urbana. Va más allá y forma parte de un plan mayor en la guerra psicológica. La circulación masiva de sus fotografías representa un acto malvado, un trastorno. Las imágenes configuran el poder del Estado o de los grupos del crimen organizado, que en muchas ocasiones es la misma cara de la moneda. Si no se colabora con ellos, se termina por pasarla mal.

“La política visual del terror puede parecer primitiva, pero su práctica puede ser tan sofisticada cuan profundos sus efectos”, advirtió Richard K. Sherwin —profesor de Derecho y director del Proyecto sobre Persuasión Visual en la New York Law School—, en La política visual del terror, un amplio ensayo reproducido el 26 de septiembre de 2014 en las páginas del periódico español El País, el mismo día de Iguala.

Con Julio César fueron más atroces.

Lo primero que vieron sus compañeros de Ayotzinapa fue esa imagen. Y al otro día, lo primero que vio su esposa, Marisa Mendoza Cahuantzin, en la morgue del Servicio Médico Forense (Semefo) de Iguala fue a un hombre con el rostro cubierto y los brazos heridos, recostado en una mesa metálica, con quemaduras de cigarro ennegreciéndole la carne.

Ella, a quien los legistas habían advertido lo que vería, pidió que retiraran los vendajes, aunque ya sabía que se trataba de Julio César porque, en realidad, lo primero que vio fue el brazo izquierdo de aquel cuerpo y corroboró, desde la amargura que significa identificar un cadáver, las antiguas marcas que tenía.

Julio César: crónica de un suplicio

La guerra que nos ocultan

 

* El libro La guerra que nos ocultan, de los reporteros Francisco Cruz y Miguel Ángel Alvarado; y del investigador Félix Santana Ángeles, es el relato de la vida y muerte del normalista Julio César Mondragón, estudiante de Ayotzinapa a quien torturaron, asesinaron y desollaron la madrugada del 27 de septiembre del 2014. También es la historia de su teléfono celular, robado ese mismo día y que conduce, vía las coordenadas que arrojaron las actividades de ese equipo, al Campo Militar 1A en la ciudad de México. Pero el libro no está hecho sólo de datos. La experiencia mortal de los familiares de Julio y la investigación de los reporteros consiguieron una obra viva, que no descansa.

 

Guadalupe Medina

Toluca, México; 24 de agosto del 2016. Se trata del tema del mayor dominio público. Es decir, del acontecer común y esto ya lo hace diferente. Son piedras a las que se les ha dado voz, son voces a las que se les da espacio y el silencio que emana de ellas es aún más funesto que el ruido de una ciudad. Esto se deja ver ya en el capítulo tercero, “Pedagogía del terror”, donde hablar, mirar, opinar, ser libre son derechos que en una sociedad cambiante como ésta se vuelven  aspiracionales. Es un libro fresco, con olor a sangre, de esa que cuando se percibe suena a muerte, pero también a traición y a dolor. Alfonso Reyes y su visión del Anáhuac quedan a la deriva; se han perdido la honradez y la libertad, quedando en orfandad la  virtud. Y lo poco que pudiera quedar de felicidad ha sido cortada por la peor de las fuerzas: el silencio; el ocultamiento de pruebas y de quienes son responsables directos de estos hechos: los hechos de Iguala.

La guerra que nos ocultan no es un libro sobre la felicidad, es un texto que refleja las profundas coincidencias entre mineras, narco, el ejército y el ejercicio del poder. Ninguna de estas coincidencias lleva a la felicidad en un país plagado de impunidad.

Es una desgarradora forma de literatura non-fiction que supera la expresión intrahistórica, personalizando datos, recuperando el pasado desconocido: cambiando los “datos oficiales” por “datos reales” se ha encriptado la verdad. Luego, los medios sólo administran pequeños trozos de “verdades políticamente correctas”. El libro no es un espejo de la realidad porque para quienes participan en su creación como colaboradores, autores y víctimas, es la realidad misma. Es cuando nos damos cuenta, como decía Fuentes, que “los tiempos nos demuestran que la ficción ha sido superada por la realidad”.

Es un libro que desvela porque duele. Es un libro en cuyas páginas se refleja también la unidad de la familia Mondragón Fontes. Por ejemplo, el Capítulo IV es muy descriptivo pero a la vez desgarrador, es un momento crucial que revela parte del vacío. Vacío de poder, vacío de información, vacío de aquellos quienes ya no pueden confiar. Es absorbente,  pues una vez que se inicia la lectura es difícil dejarla. Sin embargo, en su complejidad requiere de cierta información contextual que proporcionan las citas y los referentes que siempre es bueno consultar; es un libro que derribará las «verdades» que se han tomado como históricas… u oficiales.

La supuesta refundación de una sociedad mexicana se violentó con la impunidad, se limitó a ciertas “verdades” que en nada se acercan a lo que en realidad ocurrió. Pero ¿de qué puede hablar un libro en cuyas líneas se refleja el dolor no sólo de una familia sino también de una nación? Sostenido por documentos clasificados, bajo una severa investigación apoyada no sólo por archivos e imágenes, sino por aquellos que decidieron repetir sus historias hasta más allá del inmenso dolor que les causó la muerte de quien, como lo relata el Capítulo IV, era mucho más que apreciado por sus cercanos. Marisa Mendoza, la esposa de Julio César Mondragón Fontes, no perdió la comunicación con él sino hasta las 21:26 -página 99-, cuando una llamada sorda y muda se quedó en el aire. Este libro muestra que detrás de una estadística se habla de personas que respiran y que, como el Efecto Mariposa, impactan en otras. Murakami lo señala en “Después de la tormenta”: «Y una vez que la tormenta termine no recordarás cómo lo lograste, como sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro si la tormenta ha terminado realmente. Pero una cosa sí es segura. Cuando salgas de esa tormenta, no serás la misma persona que entró en ella. De eso se trata la tormenta».

En este libro se habla del universo de cada uno de los 43,  las tormentas de quienes buscan una respuesta. Nos podemos preguntar por qué el libro toma como modelo sólo a uno de ellos cuya voz no había sido escuchada, quiero decir, escuchada por quienes día con día repiten noticias segmentadas capaces de encapsular fenómenos que no sólo arrasan con los credos familiares o con los esquemas mundiales, sino con el pensamiento crítico. Esto vuelve a cimbrar los movimientos de una vida cotidiana, una vida de estudiante bajo el sol. Así pues, en capítulos como  “Naturalización de la barbarie” –el séptimo- o “Abran, los vamos a matar” -el noveno-, miramos estructuras que  manifiesta un estado de sitio que nos hemos acostumbrado a respirar, a solapar, donde organizaciones como la Comisión de Derechos Humanos ha sido cooptada por el grupo en el poder, o bien por aquellos sobre los que pesa una gran carga de culpabilidad que, sin el libro decirlo, se intuyen como culpables desde la Presidencia de la República, colapsando así la delgada línea entre la ficción y la realidad, bajo la sombra de “un torso desnudo, una costura que atraviesa por la mitad la caja torácica (… ) en lugar de cuello hay solamente un gran pedazo de piel negra, pues su cabeza tuvo que ser retirada…”, que se describe en la página 185.

De la creación de este documento recuerdo algunas cosas, como el primer acercamiento a este fenómeno en una cita que tuvieron los autores con el tío de Julio César Mondragón, quien tenía la angustiosa necesidad de hacer saber la verdad sobre su sobrino. Era el primer acercamiento luego de que él pensaba que cualquier agencia de noticias, reportero o sociedad civil podría “mal emplear los documentos que guardaba celosamente”. Dijo que contaba con elementos suficientes como para cambiar la historia de este evento. Dijo también que, a pesar de la situación, su familia se mantendría unida a toda costa. Lo que más llamó mi atención fue la descripción del cuerpo de Julio César –página 185-, un muchacho a quien después de alguien o algunos, haber destrozado su rostro, como lo describe el libro en Capítulo IX, era capaz de mirar las demandas de una sociedad convulsa, de una sociedad crítica, una sociedad joven desde una mirada a la que le arrancaron los ojos y que, como después narrarán los autores, lo condujeron hasta lo que muchos consideran un crimen de Estado.

Recuerdo también esas palabras que parecían encerrar más significados de los que se dejaban ver. Cuitláhuac Mondragón dijo haber sido notificado de la muerte de su sobrino por los medios, por las redes sociales. Dijo que fue a recoger el cuerpo sin reclamar nada, dándose cuenta de lo mucho que exponía a su familia el hecho de, en ese momento, hablar de la manera en que había muerto y siguiendo las sugerencias de alguien se limitó a reconocer el cuerpo, levantarlo y sepultarlo en el municipio de Tenancingo, en el Estado de México. Ese acto me representó la dignidad y asomó, desde mi juicio, amenazas y terror en la sociedad de México. Otro personaje que marcó el texto es la madre de Julio César, la señora Afrodita Mondragón. Una mujer sencilla quien en un principio y como toda madre a la que le han matado un hijo, parecía abstraída de la realidad, no comprendía del todo el evento. Sin embargo, estaba ahí. Ella, al igual que Cuitláhuac, había sabido de la muerte de Julio a través de los medios de comunicación. Afrodita, siempre protegida por sus hermanos, se ha dedicado calladamente a sintetizar y a concentrarse en el hecho de que era el destino de Julio. Ella aceptó su papel en la historia: el de la madre protectora, estoica frente a la situación. Una mujer bajita, siempre con una sonrisa silenciosa, que no necesitaba hablar o gritar para que todos los reunidos supieran de su presencia. Ninguna decisión tomada por la familia fue cuestionada por Afrodita, el proceso apagó una parte de ella pero el recuerdo de su hijo parecía darle vigor para lo que vendría luego. Afrodita ha sido constantemente invadida por sus recuerdos, acosada por los medios, la PGR, por algunos de sus más cercanos. A pesar de esto, ella siempre ha tenido una respuesta amable y positiva. El recorrido que la señora ha seguido es muy complicado e incierto y lo que es un hecho es que el dolor la consume todos los días. Haber convivido con los autores a lo largo de la creación del texto me significó también un descubrimiento en cuya verdad había un tremendo sentido de solidaridad. No debió haber sido fácil para los autores regresar a donde fue encontrado el cuerpo de Julio y seguir como si nada pasara. Mirar los detalles les hizo sentir dolor hasta el punto de perder el brillo de la mirada, literalmente. Este evento, creo, les llevó a la madurez espiritual.

En algunas ocasiones, acompañando a los autores iba el hermano de Julio. Un chico igual de impetuoso que su hermano, consciente de la realidad y el sufrimiento de quienes padecemos del neoliberalismo. En un inicio se negaba a acercarse a los hechos y debió ser difícil para él pasar a un segundo plano familiar, pero basta verle y escucharle para saber que los ideales de Julio fueron los aprendidos desde el hogar pues su hermano también los comparte. Lenin, como se llama, acompañó a los periodistas en alguno de sus viajes a Guerrero, buscando pistas sobre Julio, tal como lo narran en el capítulo “Están disparando, amor”, que revela los nombres y funciones de los compañeros de Julio César; estos datos fueron proporcionados por el hermano quien conocía a los amigos de Julio. Esto le permitió encontrarse con su hermano desde otro plano, el plano que separa la vida de la muerte.

Este libro vale por ser la historia de una familia en medio de una tragedia ocasionada por un gobierno que no tiene empacho alguno en hacer uso de la fuerza para imponer desde el miedo, una realidad que mata, discrimina, aniquila, desaparece.

 

 

La guerra que nos ocultan

“Bienvenidos a la Media Luna”

 

* Mineras, narcos, soldados y luchas sociales convergen en Guerrero con la normal rural de Ayotzinapa como símbolo central de una resistencia contra el despojo y el genocidio. Este texto, parte del libro La guerra que nos ocultan, narra esa historia.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Alvarado

El director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, Abel Barrera Hernández, y el abogado de los padres de los 43 normalistas desaparecidos, Vidulfo Rosales Sierra, afrontan una investigación del Cisen porque en el primer círculo del gobierno federal los han calificado como radicales y se sospecha que tienen vínculos con grupos subversivos, aunque su biografía los muestre como lo que son: defensores de los derechos humanos en un estado que huele a muerte e impunidad: Guerrero.

Los dos se han convertido en blanco de campañas abiertas para desacreditar su trabajo y dividir al movimiento de Ayotzinapa, incluso a través de la filtración maliciosa de grabaciones que sólo habrían podido producir y luego difundir entes gubernamentales —o poderosos grupos de la iniciativa privada— con capacidad económico-financiera para intervenir sistemas de telecomunicaciones celulares y de telefonía fija.

A finales de noviembre de 2014, la persecución contra Barrera y Rosales levantó una ola de indignación entre organizaciones agrupadas en torno al seguimiento del Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, pero también en periodistas influyentes de la Ciudad de México.

Barrera sostiene desde hace mucho que en Guerrero hay una ocupación sistemática del Ejército, como si se tratara de una fuerza invasora, un plan para desactivar la lucha social, cualquiera que sea, y que la siembra de amapola por parte de minifundistas se usa como “justificación de la militarización que desde la época de la Guerra Sucia se implantó en las escarpadas sierras y montañas de Guerrero, que sirvió para la posteridad como modelo de guerra contrainsurgente que nos ha desangrado y nos ha colocado como una de las entidades más violentas, donde la vida tiene un precio ínfimo”.

Sus palabras resuenan proféticas, en casos como el del homicidio de Julio César Mondragón Fontes: “Los rebeldes mueren muy temprano y de pie a manos del Ejército, la motorizada y los judiciales”.

Para entender las palabras de Barrera y en parte lo que ha pasado es Ayotzinapa es necesario ubicar a la industria minera, minas y concesiones situadas en una franja de 232 kilómetros y que también se extienden a parte de Puebla, Morelos y Oaxaca. Guerrero, comunicado por el corredor carretero interoceánico Acapulco-Veracruz, hasta el Golfo de México, garantiza el transporte de minerales y estupefacientes.

Barrera y el Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan también han sido claros: en Guerrero, “la minería ha significado la esclavitud y la muerte de los pueblos indígenas. […] existe una explotación desmedida de los minerales […]. De 2005 a 2010 cerca de 200,000 hectáreas del territorio indígena de la Región Costa Montaña han sido entregadas por el gobierno federal a empresas extranjeras, a través de concesiones de 50 años, para que realicen actividades de exploración y explotación minera, sin tomar en cuenta el derecho al territorio y a la consulta de los pueblos indígenas”.

La oposición de organizaciones como Rema alcanzó a proyectos hidroeléctricos necesarios para la obtención del oro. Eso derivó en detenciones de dirigentes, pero también en una violencia nunca antes vista, tan sangrienta que las policías comunitarias de Guerrero tuvieron que luchar contra las mineras, como lo hizo la CRAC, porque las comunidades eran obligadas a abandonar las tierras. No hubo éxito luchando solos y poco a poco la delincuencia los controló con terror.

A mediados de la década de 2000, los guerrerenses descubrieron con horror que los criminales operaban ya como grandes aliados de las mineras. La brutalidad se hizo común en las zonas en las que estas se asentaban desde principios de esa década, cuando el panista guanajuatense Vicente Fox Quesada llegó a la Presidencia de la República.

Atraídos por las actividades que se desarrollaban en torno a las mineras, los capos de los cárteles entendieron que la industria extractora redituaba mayores ganancias que las drogas. Y fueron ellos los responsables, bajo situaciones muy oscuras, de “limpiar” pueblos enteros donde excavarían las mineras. Los sicarios se encargaron de aplastar cualquier intento de rebelión. Y empezaron a controlar actividades adyacentes, mientras el Estado aportaba soldados para consolidar la seguridad pública en las regiones mineras.

Los sicarios acabaron con cualquier intento de lucha contra las mineras. Por omisión o complicidad del Ejército y las policías, el sicariato se consolidó como elemento de control y los cárteles, transformados en mafias, empezaron a controlar actividades clave como el transporte de desecho en camiones de volteo y asuntos sindicales, sin renunciar al secuestro, la extorsión ni la siembra, distribución y exportación de drogas.

Los sicarios del crimen organizado usaron cualquier mecanismo de control social que tuvieron a la mano, empezando por el asesinato, para consolidar las operaciones de la industria minera trasnacional. Y quienes quisieron refugiarse en el silencio de sus casas empobrecidas e intentaron despreocuparse del problema más pronto que tarde descubrieron que la minería a gran escala y los muertos formaban un binomio implacable e inhumano.

Algunas historias parecen salidas de un cuento de terror, pero así son y con los mismos resultados: los muertos de un solo lado. La violencia envolvió a Guerrero.

“Bienvenidos a minera Media Luna. Es una compañía canadiense dedicada a la exploración y desarrollo de recursos de metales preciosos con un enfoque en oro. Es propietaria del 100% del proyecto de oro Morelos, ubicado a 180 kilómetros al suroeste de Ciudad de México”, dice la extractora Torex Gold de sí misma, que tiene subcontratos por lo menos con 15 empresas y 600 trabajadores solamente en Guerrero. En una superficie de 29 mil hectáreas está, entre otras, la mina El Limón-Guajes, al norte del Balsas.

“Si no tienes red, te matan, mueres en tu lucha”, advierte Evelia Bahena, quien durante cuatro años, entre 2007 y 2011, detuvo los trabajos de la Media Luna.

Las luchas campesinas buscaban negociar convenios porque no estaban en contra de la explotación sino del abuso. En realidad, los afectados tuvieron que batallar hasta con entregas simuladas de dinero y falsas firmas de acuerdos organizados por el gobierno de Guerrero, que repartía a medios locales fotos y boletines oficiales en los que promocionaba arreglos “fantasma” propuestos por mineras, como sucedió el 12 de diciembre de 2007, cuando burócratas estatales montaron una entrega de efectivo a los ejidatarios de Real de Limón, Fundición y algunos de Nuevo Balsas.

El director general de Promoción Industrial, Agroindustrial y Minera del estado, Carlos Enrique Ortega Cárdenas, representando además a la Media Luna, entregaba ese dinero a un desconocido que no era ejidatario, que nadie en la comunidad identificó. La cantidad, por supuesto, nunca llegó a los afectados. Lo que en realidad había pasado ese día era un rompimiento de negociaciones, publicado en diarios nacionales. Los medios de Guerrero recibieron un boletín donde se daba cuenta del teatro gubernamental, un disfraz de concordia porque detrás se agazapaban las primeras amenazas de muerte, denuncias contra ejidatarios y omisiones de las autoridades. De nada valieron las quejas dirigidas a la Delegación Regional de Derechos Humanos, como el oficio CODDEHUM-CRZN/116/2007-II en el que documentaban el hostigamiento de policías municipales armados, enviados por el alcalde perredista de Cocula, Jorge Guadarrama Ocampo (que estuvo en el cargo de 2007 a 2009), aliado de Teck Cominco, para reventar las asambleas ejidales.

La oposición se fortaleció pese a la presión del alcalde Guadarrama, cuya campaña política había sido estructurada, precisamente, desde la lucha contra la Media Luna, aunque nada más ganar dejó de fingir y apoyó a los canadienses, cuyo plan de trabajo incluía el traslado de dos pueblos, completitos, a una zona donde no estorbaran, pero también el patrocinio político para el alcalde, quien todavía no tomaba posesión y ya se alistaba para competir por una diputación local.

Guadarrama era amigo de Evelio Bahena Nava, padre de Evelia Bahena, quien vivió mucho tiempo en Estados Unidos, involucrado en temas ambientales y la defensa de migrantes desde Houston. Cuando regresó a Cocula se encontró con antiguas amistades que lo recibieron de la mejor manera. Uno de ellos era Guadarrama, todavía candidato perredista a la alcaldía. El señor Bahena se involucró en los recorridos por comunidades como La Fundición y Real de Limón, asentadas al pie del cerro donde la Media Luna desarrollaba proyectos de exploración, en los cuales había invertido diez años. Ejidatarios contratados por los ingenieros se interesaron en Bahena porque hablaba inglés. Ellos necesitaban presentar quejas a sus patrones que, alegando no hablar español, se negaban a entablar diálogo.

La defensa contra los canadienses comenzó desde el reclamo más insignificante, pues los comuneros sólo querían extender el tiempo de sus comidas en media hora. El repatriado les dijo que tenían derechos, que de una vez los exigieran y así comenzó todo, por media hora más. La barrera del idioma se superó, ya con vocero, quien rápidamente involucró a activistas de Houston como Bryan Parras, uno de los ambientalistas más reconocidos y cofundador del Texas Environmental Justice Advocacy Services (TEJAS), dedicada a la defensa ecológica y la justicia social.

Así, la resistencia inicial tomó una forma organizada. A los ejidatarios les enviaron el perfil empresarial de la extractora que Evelia Bahena les explicaba en las reuniones. Eventualmente ella sustituyó al padre, quien murió por enfermedad, aunque antes el activista había acudido a todas las instancias legales e informado al gobierno canadiense, el 3 de diciembre de 2008, sobre la Media Luna. El Consulado de Canadá en Houston registró esas visitas pero su interés era poco o nulo y lo único que hizo fue enviar a los guerrerenses un correo electrónico donde le enviaba la dirección en internet de la Gold Corp.

Y nada más.

Y es que al gobierno canadiense lo que hagan las empresas mineras bajo su bandera en otros países no le importa. Le importa, claro, que las dejen trabajar y obtener la mayor cantidad de minerales. En 2015, el embajador de Canadá, Pierre Alarie, les dijo a todos en la XXXI Convención Internacional de Minería, en Acapulco, que “los que se oponen a las mineras son grupos muy particulares, muy organizados, pero muy pequeños”.

En 2008 los campesinos contratados por Teck Cominco realizaban trabajos de exploración en condiciones extremas. Sus horarios estaban estipulados por sus jefes como “de día” y “de noche”, con jornadas de 12 horas, de siete de la mañana a siete de la noche y de siete de la noche a siete de la mañana, en un segundo turno. No tenían prestaciones y su salario era inferior al mínimo. La empresa llevaba explorando diez años y ni siquiera había arreglado el camino de acceso a la mina, que desde Real de Limón, en camioneta, consumía 40 minutos. Tampoco había inscrito a nadie en la seguridad social. Lo que los campesinos pedían a la minera era un arreglo equitativo por el arriendo de predios, un plan ecológico para no afectar a pueblos y habitantes, el cumplimiento de los acuerdos que se celebraran y el pago justo a quienes habían trabajado para ellos. Después, los reclamos fueron otros.

Las averiguaciones previas HID/AM/02/1227/2007, HID/AM/02/ 1225/2007 y HID/AM/02/1226/2007 del 19 de septiembre de 2007; la HID/AM/02/1197/2007, del 13 de septiembre de 2007; la HID/AM/02/1201/2007, del 14 de septiembre y la HID/AM/02/1558/2007 del 17 de septiembre de 2007, presentadas por los campesinos para denunciar a la extractora, no sirvieron de nada, excepto para que la Media Luna los amenazara con detenciones judiciales derivadas de denuncias de los canadienses ante la Procuraduría estatal, que se ampliaron y extendieron hacia febrero de 2008.

A los comuneros la justicia les cerró las puertas y se echó a andar un esquema de bloqueo para favorecer a la empresa. La Procuraduría dejó de informar a los afectados sobre las denuncias, impidió la recepción de documentos y no promovió ningún diálogo con la minera, que se mantuvo en silencio. El oficio dirigido a Derechos Humanos de Guerrero también revela amenazas de la Procuraduría Agraria para forzar pactos con la Media Luna a cambio de no retirar ni cancelar títulos ejidales a los campesinos, como se registró el 23 de enero de 2008. La misma Procuraduría Agraria impidió que visitadores acudieran a las asambleas para testificar los dichos de los ejidatarios.

 

Las fórmulas perfectas

 

La Media Luna tiene su emplazamiento en lo alto del cerro de La Joya, entre los pueblos de Nuevo Balsas, La Fundición y Real de Limón, en el municipio de Cocula, Guerrero, y cobija a esas comunidades en sus faldas, que veían trabajar a la minera, literalmente, encima de ellas. La primera acción real contra la Media Luna ocurrió cuando Evelia Bahena y los suyos cerraron el paso a los trabajadores. En realidad, no habían tomado las máquinas, que estaban dentro del perímetro de la empresa, pero el único paso, La Ceiba, fue bloqueado. En esa primera acción, en 2007, el Ejército intervino para desalojarlos a petición de los gerentes mineros. Los inconformes evitaron la confrontación escapando a los cerros, donde no podían encontrarlos, pero cuando los soldados se retiraban, el plantón volvía a levantarse hasta que, en diciembre de ese año, la minera despidió injustificadamente a treinta trabajadores.

La corrupción que una minera tan rica genera en una sociedad como esta alcanza todos los niveles. Con el edil Guadarrama pasó lo que siempre pasa. El perredista, nada más ganar los comicios, buscó llegar a acuerdos con la empresa y lo consiguió, aunque fue solamente uno: puso su precio y se lo pagaron. El municipio dio paso libre a los canadienses y el amigo de los ejidatarios se convirtió en uno de los activos más eficaces de la Media Luna, comprometida con él en un viaje político y que desde sus ganancias reales no daba más que migajas, limosna para un pedigüeño. Los ejidatarios se enteraron de que la minera hacía depósitos a las cuentas bancarias del alcalde y de quienes vendieron la lucha. Iban desde 100 mil pesos hasta un millón.

Que los políticos en Guerrero se alíen con las mineras es práctica obligada. Son ellas las que organizan elecciones y encabezan una tétrica mesa de acuerdos donde se sienta el narcotráfico. La fórmula La guerra que nos ocultan es sencilla: la mina dirige los comicios con los cárteles como su brazo armado. A cambio, un alcalde impuesto se compromete a no pedir nada a la empresa, ni para el municipio ni para beneficiar comunidades. No habrá caminos nuevos ni arreglarán los que ya están. Se olvidará de indemnizaciones y sólo se reubicarán pueblos, se harán obras cuando no haya alternativa.

La mutación de los cárteles, cuando sucedió, no tuvo marcha atrás. Al principio, cuando los opositores mineros se armaron de valor y se levantaron en 2007, no tenían miedo de los narcotraficantes, que incluso buscaban a líderes sociales para saber lo que estaba pasando. Al saber que la lucha era contra las mineras, los dejaban en paz. Eso, hasta que las propias extractoras comenzaron a afectarlos porque los terrenos para amapola y mariguana están también en la zona del oro.

“El narcotráfico ya no tenía dónde sembrar y sus ingresos se habían desplomado”, relata Evelia. Aunque sanguinarios, los cárteles no podían luchar contra una empresa supermillonaria, protegida por el gobierno y el aparato militar. No es que en Guerrero los cárteles hayan dejado de producir, sino que lo hacen en menor escala y trasladaron el negocio a Puebla, Estado de México, Morelos y otros estados.

La historia de Pablo Tomás Ortiz y Alma Nelly Martínez Román da forma a las palabras de la luchadora social. Conocido como El Chino o El Curita, había batallado siempre para ganarse la vida. De 35 años y originario de Mazatlán, nunca se quejó, sin embargo, y aprovechaba cualquier oportunidad para ganar dinero. Pero la mala suerte y apenas el bachillerato trunco que presentaba en solicitudes de empleo no le ayudaban mucho. Desempeñó cualquier cantidad de oficios, pero ninguno le pagaba lo que él quería.

Desde los siete años vivió en Manzanillo, Colima, porque su padre era cabo de Infantería de Marina y hasta allá lo trasladaron, con todo y familia. En 1995, cuando iba en tercer semestre del CETIS 84, Pablo Tomás tuvo que ponerse a trabajar. Tuvo empleos mal pagados y se convenció de que sólo un milagro lo sacaría de pobre.

Ese milagro ocurrió cuando se drogaba con cristal en Manzanillo, en la colonia San Pedrito, en compañía de su amigo Jesús N., El Chicho, en agosto de 2013. El Chicho lo miró y le dijo que se fuera a trabajar con él a Atzacala, Guerrero, donde tenía “un jale” en una minera llamada Media Luna, aunque eso significaba trabajar para un grupo llamado Guerreros Unidos.

—¿Y cuánto pagan? —le preguntó Pablo Tomás.

—Pues 15 mil pesos al mes.

Pablo se quedó boquiabierto y respondió que sí hasta cuando El Chicho le dijo que el trabajo consistía en matar, controlar drogas y levantones. Y cobrar la plaza, que incluía cuotas de los trabajadores. Así que se fueron a Atzcala en septiembre de 2013. Pablo conoció los pormenores del oficio. Fue presentado con sus compañeros, entre ellos uno apodado Cepillo o Terco. Previa capacitación, comenzó a ejercer. Llegó como jefe porque era amigo de El Chicho.

Su grupo cuidaba que los “contras” —Los Rojos— no entraran al pueblo y se apoderaran de la plaza. Le entregaron un cuerno de chivo, una pistola nueve milímetros y un Blackberry para que se comunicara con El 9 —que se llamaba Pedro Celso Montiel y andaba en una Lobo negra— y con El Chuky, un hombre pequeño pero sanguinario. Así comenzó. Controló las drogas. Alineó pueblos. Mató “contras”. Él dice que esto último lo hacían en un lugar específico.

—En la zona alta de una montaña que se le conocía como Cielo de Iguala, a espaldas de Pueblo Viejo.

A los de las minas les daban protección para que nadie secuestrara, matara o robara el transporte de minerales, “y como me gané la confianza de ellos me encargaron para que yo me hiciera cargo de los poblados de Balsas, La Fundición, colonia Valerio Trujano, además de Atzcala”.

Todo iba bien para Pablo Tomás Ortiz. Incluso se enamoró de una chica, Alma Nelly Martínez Román, quien había regresado de Chicago para radicar en su tierra natal. Se fueron a vivir juntos. Ella pronto se dio cuenta de lo que hacía su pareja y le pidió que la dejara ayudarlo. Con permiso de los jefes, la joven se integraría al equipo de cobranza que visitaba las mineras y a los comisarios de los pueblos cercanos. El colmo de la buena estrella llegó cuando le entregaron una camioneta Silverado 2013, blanca de nueva, pero con el inconveniente de que era robada. Tomás dijo a todo que sí, con tal de tenerla. Que tuviera cuidado, sí. Que allí no habría problemas porque con el gobierno de Guerrero estaba todo arreglado, sí. Que su licencia sería falsa, sí. Que tendría una credencial electoral chueca, sí. Que su nombre sería otro, Eduardo Villanueva Viviano, sí.

“Además de que traía sirenas de una empresa minera”, sí.

Alma Nelly también manejaba el vehículo. En ella realizaba las rutas de cobro mientras Pablo Tomás, ahora Eduardo Villanueva, organizaba al grupo, que iba creciendo. El Pollis, El Pechugas, El Banderas, El Niño, El Mimoso, El Jocky, El Moslo, El Greñas, El Morado, El Balazo y El Tripa lo habían fortalecido. Todo estuvo tranquilo, pues, hasta el 27 de septiembre de 2014, porque “la bronca más pesada que hemos tenido es el levantón de unos estudiantes”.

Esa fecha, a la una de la mañana, Pablo Tomás recibió una llamada de El 9, para que se fuera a la entrada de Mezcala, sobre la autopista Chilpancingo-Iguala, para que echara aguas porque iban a atorar a unos vehículos, al parecer de los “contras”. Pablo Tomás obedeció y se llevó una Expedition, dos armas y también a su chica. Llegaron al lugar y estuvieron un rato hasta que vieron pasar un tráiler seguido por dos autos. Segundos después, un poco más adelante, se desató una balacera comenzada por El 9, ideada como un distractor. Y es que kilómetros adelante otra célula de los Guerreros Unidos reportaba el levantón de estudiantes a quienes, le dijeron sus compañeros a Tomás, los llevaron a Cielo de Iguala, a espaldas de Pueblo Viejo. Nelly recuerda que El 9 también le pidió a Tomás que “cuidara el puente que está en Atzcala porque iba a sacar a su gente por el río”.

Esta versión la confirma el GIEI en su segundo informe, cuando asegura que la operación para detener a los estudiantes se extendió a un territorio de por lo menos 80 kilómetros, controlando la movilidad sobre la carretera Iguala-Chilpancingo desde la media noche hasta las 06:00 am, implementando bloqueos con tráileres: uno en la comunidad de Sabana Grande, Tepecuacuilco, a tres kilómetros del ataque contra Los Avispones, y otro a la altura de Mezcala, donde se reportaron dos heridos, lo que muestra un modus operandi coordinado para evitar la huida de los autobuses.

“Yo ya no supe nada”, dijo Pablo Tomás Ortiz a la Procuraduría estatal de Colima en la declaración fechada el 23 de octubre de 2014, pedida por la PGR con el oficio 4583/2014, el 28 de octubre de ese año. Sólo añadió que días después El 9 se comunicaba con él para decirle que se fuera de Atzcala.

Así lo hizo, pero antes pasó a cobrar cuotas, dejó a buen recaudo el armamento del grupo y se lanzó para Colima, junto con Nelly. La Media Luna denunció extorsiones del crimen organizado hasta por un millón de pesos al mes, pero El Curita sólo cobraba 50 mil pesos, los mismos que se llevó en la huida junto con la Silverado robada y una Beretta negra.

Pensaron también comprar droga para no quedarse sin dinero. Eso fue lo primero que hicieron al llegar a Colima. Se metieron a la colonia Tívoli y nada más estacionarse los encontró una patrulla. Les revisaron todo. Allí salieron los papeles falsos, la pistola, dos cargadores, una computadora que pertenecía a un funcionario de la Procuraduría de Guerrero. Y como los agentes no aceptaron un soborno de diez mil pesos, se los llevaron detenidos.

La estrella de El Curita terminó de apagarse.

El cobro de cuotas a mineras, dice Evelia Bahena, es en realidad parte del “contrato” que firman extractoras y cárteles para evitar, por ejemplo, alzamientos sociales que afecten a las empresas, “limpiar” tierras y pueblos y obtener protección.

El 3 de diciembre de 2007 Bahena y su grupo retuvieron tres máquinas y un tractor que operaban para el proyecto de exploración Los Guajes, la primera mina de Torex, a pesar de que no había ningún convenio firmado con la coalición de ejidos El Limón, que agrupaba a las comunidades de Campo Arroz, Balsas Norte —Nuevo Balsas—, Puente Sur-Balsas, Atzcala, el ejido de San Miguel, Fundición y Real de Limón, pertenecientes a Cocula. Para 2011 la inversión alcanzaba 500 millones de dólares y el arriendo de 507 hectáreas por 23 mil pesos anuales por cada una de ellas, en el ejido Nuevo Balsas por 30 años, dice el estudio de la Procuraduría Agraria de Guerrero, “Tierra que Brilla”, de 2012.

Antes de que Pablo Tomás llegara a Atzala, los ejidatarios de Bahena representaban en 2008 la mayoría en La Fundidora y Real de Limón, donde la minera no podía organizar asambleas ejidales a modo y tenían que suspenderlas. Sin ese convenio, la Media Luna no podía trabajar legalmente y eso la orillaba a corromper. A los ejidatarios les decía que rentaría las parcelas y que las pagaría como si estuviera sembrando, no extrayendo oro.

Los representados por Evelia exigieron primero el cumplimiento de promesas de la Media Luna sobre renta y permisos de trabajo, pero luego tuvieron que pelear por su tierra y para conservar la vida. La Media Luna ofreció 35 mil pesos anuales para 110 ejidatarios pero las pérdidas ecológicas fueron incuantificables. Esa oferta sonaba ridícula cuando los campesinos se enteraron de las ganancias de la empresa. Lograron que se les pagara algo más, 250 mil pesos y 300 mil a los de Nuevo Balsas, pero no hubo arreglo para lo ecológico. Los pobladores exigieron

“3 millones 140 mil pesos, de los cuales un millón sería para Real del Limón, 2 millones para Nuevo Balsas, 50 mil pesos para Atzcala y 90 mil para Puente Sur Balsas.

”Asimismo, la pavimentación de la carretera Balsas-La Fundición, monitoreos permanentes a sus manantiales, acondicionamiento de brechas, servicio médico con personal capacitado, computadoras para telesecundarias de La Fundición y Real del Limón, una cancha de basquetbol, 300 sueros antialacrán, muebles escolares, tinacos Rotoplas, láminas de asbesto y galvanizadas, así como la reubicación de La Fundición y Real del Limón”, escribía la reportera Amalia Román, del Diario 21.

La empresa ofreció 200 mil pesos para dos ejidos y 800 mil para el resto, pero a cambio de controlar el recurso. Los de Bahena no aceptaron y el acceso al cerro de La Joya se clausuró definitivamente. La minera, poco a poco, dejó de trabajar. Evelia ejecutaba exitosamente una estrategia de frentes comunes y pronto la lucha contra la Media Luna era apoyada por Amnistía Internacional. Sin embargo, para la mayoría de los mexicanos esta lucha pasó inadvertida y hasta ahora está silenciada.

Al mismo tiempo, la organización de Bety Cariño, Rema, promovía la resistencia y divulgaba triunfos contra corporaciones en todo el país. Desde allí estudiaron los delitos que las empresas fabrican a ejidatarios y terminaron conociéndolos mejor que nadie. Ese conocimiento de la voracidad también generó estrategias para protegerse de las amenazas de muerte que los opositores recibían habitualmente. El esfuerzo de los ejidatarios se construyó desde la unión, aunque siempre fueron los más débiles ante la ley.

La Media Luna terminó cerrando en Cocula y el 16 de diciembre de 2008 lo anunciaba oficialmente. Pero una cosa es que cerraran y otra que se fueran, porque una de las estratagemas consiste en hacer creer que abandonan para volver con otro nombre. Media Luna fue comprada por Torex —son los mismos, aunque cambien de nombre, dice Evelia— consciente del enorme beneficio de la inversión y animada porque sabía de más emplazamientos, como el hallado en 2012 al sur de Balsas, que representaba una segunda mina en 630 hectáreas y explotada a partir de 2013. Allí se encontró un depósito de 5.8 millones de onzas de oro, 115 mil 884 millones de pesos.

A pesar de las exorbitantes cantidades, las mineras en el país apenas entregan mil 87 millones de pesos para desarrollo comunitario y mil 171 millones para preservación del medio ambiente, según informa dice congratulándose la Camimex, como si se tratara de un logro formidable, aunque desde la perspectiva canadiense lo es porque sirve a las extractoras para ponerse la máscara de benefactores sociales y recibir reconocimientos públicos, como los distintivos que las acreditan como Empresas Socialmente Responsables, otorgados por el Centro Mexicano para la Filantropía, fundación que recaba donativos deducibles de impuestos.

La triada narco-minas-gobierno construyó un engranaje que funcionaba con el terror como combustible. La lista de luchadores sociales asesinados, como Bety Cariño, quien se convirtió en un emblema para quienes se enfrentaron a las extractoras, fue también un mensaje para el resto de los opositores. La estrategia de matarlos relacionándolos con actos delictivos desacreditaba a los líderes ante la opinión pública, poco informada y capaz de creer cualquier cosa.

En la lista de condenados a muerte seguía Evelia Bahena, quien enfrentó órdenes de aprehensión por secuestro, daños a propiedad privada y a las vías de comunicación. Y es que su movimiento es el único que ha logrado detener a una empresa de esa magnitud, pero a un costo muy elevado.

En los años en que frenó a la Media Luna sufrió cuatro atentados, pero sobrevivió a todo, incluso a un intento de linchamiento enfrente de los secretarios de Desarrollo Económico de Guerrero, Jorge Peña Soberanis y de Salud de Guerrero, Rubén Padilla Fierro, en 2009, cuando era gobernador Zeferino Torreblanca. Los funcionarios estaban en la comunidad de Balsas, en una gira organizada por los gerentes de la Media Luna para convencer a Evelia de hacer un trato. Allí estaban ella y sus ejidatarios, mezclados en la multitud que también se componía por acarreados de la mina.

El plan para matarla era audaz por increíble. Se echó a andar cuando, como por casualidad, a Bahena la separaron de su grupo. Uno de sus compañeros, Eligio Rebolledo, se dio cuenta de que la iban encapsulando y que, poco a poco, la sacaban del mitin. Ellos reaccionaron sacando sus armas y la rescataron rompiendo la ventanilla de un auto para resguardarla ahí. Los secretarios habían fingido estar distraídos y miraban a otro lado cínicamente. Aunque siempre negaron tener responsabilidad en ese intento, después se descubrió que la minera había pagado 50 mil pesos a un hombre para que azuzara a la multitud, reclamara a la luchadora social que por su culpa el pueblo no tenía trabajo y la colgaran enfrente de la policía. Evelia salvó la vida gracias a que sus compañeros apuntaron a los policías y a los funcionarios, amenazándolos. Los oficiales también sacaron sus armas y apuntaron a los campesinos. En medio de todo quedaron los señores secretarios.

—Si ella se muere, se mueren ustedes aquí también. ¿Quieren vivir? ¡Que viva ella! —les gritaron.

Sólo así se salvó. Peña Soberanis y Padilla Fierro, temblando de miedo, tuvieron que calmar la gresca, pero sólo porque ellos estaban La guerra que nos ocultan en peligro. Evelia escapó por un cerro y las pistolas fueron guardadas. El mismo Soberanis había reclamado un año antes, sin nombrar a Evelia, que “dos personas han hecho hasta lo imposible porque la minera se vaya con el cuento de la contaminación, con el cuento de que no están bien los contratos, con el cuento de que no le cumplieron con eso ni con lo otro, yo creo que no es posible eso, es cuestión de que entre la cordura un poco y que estas personas se retiren de ahí y que dejen que se den las negociaciones”. Decía que el origen de todo el problema era que los ejidatarios querían dinero en efectivo por sus tierras y rechazaban los proyectos productivos que se les había ofrecido. El secretario de Desarrollo Económico siempre fue un férreo defensor de la Media Luna.

La estrategia que más les funciona a las mineras es la alianza con la delincuencia, porque sus pérdidas son mínimas. Prefieren dar a los funcionarios 10 millones de pesos para que aplaquen las cosas en vez de destinarlos a los ejidatarios, porque a estos últimos no los pueden controlar. Un buen convenio con ellos es una pérdida para las empresas porque otras comunidades les exigirán lo mismo.

La defensa de la tierra obligó a Evelia Bahena a montar a caballo, quedarse a dormir en los cerros, comer lo que encontrara. Algunas cabalgatas eran nocturnas, por caminos donde no se veía nada. Así, confiados en el instinto del animal, viajaban por brechas propicias para emboscadas, como sucedió en los alrededores de La Fundición, cuando pistoleros los esperaron y les dispararon a quemarropa.

Otra vez Rebolledo le salvaría la vida. Había escuchado ruidos y sabía que había alguien emboscándolos. Todos amartillaron y desde la negrura se oyeron gritos.

—¡Entréganos a Evelia y no les pasará nada! —exigían los pistoleros.

La mujer logró escabullirse con la ayuda de sus compañeros, pero la emboscada le ratificó que la Media Luna no se detendría ante nada. Si quería seguir luchando, tendría que hacer cambios radicales para sobrevivir.

Al principio los cárteles se vieron afectados porque las tierras de amapola y mariguana también eran arrasadas, pero las mineras pactaron con ellos. A cambio de las tierras, les pidieron desalojar comunidades, secuestrar, asesinar e infundir miedo. Esa fue la estrategia usada en Carrizalillo, en la mina de Los Filos, donde la protesta ejidal iba ganando hasta que los cárteles mataron y secuestraron a los campesinos involucrados. Luego, los demás campesinos, al negociar, aceptaron incluso salir de sus tierras por voluntad propia, sin necesidad de pagos.

—Quien diga que el crimen organizado controla, miente —acusa Evelia— son las mineras para las cuales trabajan. Encontraron un método maravilloso para que los delincuentes hagan el trabajo sucio y el gobierno se lave las manos, porque ya no tienen necesidad de violar la ley, los derechos humanos.

En Cocula, a principios del marzo de 2008, el alcalde Guadarrama ni siquiera se ruborizaba cuando abordaba en público los desplazamientos y la venta de tierras. Sentado en su oficina, anunciaba las operaciones de la Media Luna y adelantaba la reubicación de los pueblos.

El gobierno tomó partido y se encargó de criminalizar a quienes rechazaron los tratos propuestos por la minera. “Llegar a la firma del convenio de arrendamiento entre Media Luna y los ejidatarios fue un largo y tortuoso camino”, decía el delegado de la Procuraduría Agraria en Guerrero, Fernando Jaimes Ferrel, en 2011.

El gobierno de Guerrero declaraba, en 2012, cuando se había alcanzado un acuerdo con el ejido Nuevo Balsas, que la oposición a la mina estaba formada por “gente mal informada, mal asesorada”.

La lucha de Evelia Bahena es repudiada y descalificada por todas las compañías mineras y sus aliados en los distintos gobiernos que hacen ver la necesidad de explotar yacimientos minerales para beneficio del país y las comunidades, y no pierden ocasión de victimizarse y ubicar al narcotráfico como el origen de todos los males. “Están equivocados”, es la frase recurrente de las multinacionales a pesar de que se ha documentado por todo el mundo una carnicería imparable por la obtención de territorio para extraer. Pero hay otros que comprueban las vivencias de Bahena y enumeran una larga lista de atropellos, despojos y homicidios en el país.

Activistas de la organización Otros Mundos afirman: “Las Fuerzas Armadas militarizan caminos, ciudades y regiones indígenas para controlar el descontento social y garantizar las inversiones de las empresas mineras, con violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Las autoridades locales y federales criminalizan la resistencia a abandonar las tierras y viviendas, las movilizaciones en las calles, las protestas públicas, los bloqueos, la toma de campamentos, la retención de equipo, las declaraciones de prensa y hasta las demandas legales. Las acusaciones son de terrorismo, delincuencia organizada, asociación delictuosa, atentados contra la paz, bloqueo al libre tránsito o a las vías de comunicación”.

Lo que pasa en Guerrero se refleja en todos los estados colindantes, aunque hay uno en particular que une a Tlatlaya la trama que involucra a los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. Ese reflejo de sangre es el sur mexiquense, la Tierra Narca que Enrique Peña heredó a Eruviel Ávila.

 

 

Vámonos para Tlatlaya, la tierra del uranio

 

Al sur de Toluca, a dos horas y media de la capital del Estado de México, está el Triángulo de la Brecha, la Tierra Caliente parida desde la vileza del crimen y los gobiernos federal y estatales que han mantenido a la región sumida en pobreza inexplicable, a pesar de ser una de las más ricas del país porque se puede sembrar casi cualquier cosa y su generosa dotación de agua garantiza agriculturas y ganaderías. Además, el subsuelo está repleto de plata, cobre, zinc, titanio, barita y metales radiactivos que se van al puerto michoacano de Lázaro Cárdenas o hasta Colima, escondidos en cargamentos de oro rumbo a China.

Ese territorio agrupa a cuatro municipios del Estado de México, 11 de Guerrero y tres de Michoacán, y se extiende por 50 mil kilómetros cuadrados patrullados siempre por soldados, narcotraficantes y paramilitares que ejercen las armas con saña contra campesinos que no sobrevivirían de no ser por las remesas que sus parientes, migrantes de ese edén, envían desde Estados Unidos.

No todos viven en pobreza. Algunos ganaderos y comerciantes han logrado considerables fortunas y por un tiempo pudieron defenderse o negociar treguas porque de otra forma no podrían permanecer allá. Al menos lo hicieron hasta que las mineras llegaron y comenzaron a extraer en gran escala. En el Estado de México el 9.8% del territorio está concesionado a mineras.

Nadie va al sur mexiquense si puede evitarlo. No es un aliciente la producción de oro por 4,848 toneladas extraídas desde 2009 sólo de seis municipios ni los tres mil 874 millones 614 mil 362 pesos que vale. Pero nadie va sin motivos importantes, ni siquiera el argentino Carlos Ahumada Kurtz, a quien dos capos de distintos cárteles han acusado de extraer uranio y mantener una tersa relación de negocios con los hermanos Olascoaga, líderes de La Familia Michoacana.

No, El Señor de los Sobornos, como le dicen al empresario, no va a Campo Morado en Arcelia aunque tenga razones de peso atómico para vigilar la producción de una de sus dos minas, El Colega, y cuya actividad se ha entretejido en Argentina con un escándalo de proporciones radiactivas que involucra a la ex presidenta de ese país, Cristina Fernández de Kirchner, en negociaciones con la superminera Barrick Gold, lista para operar megaproyectos por 10 mil millones de dólares en la comarca de San Luis, donde ahora vive Ahumada.

No es el crimen organizado lo que impide el desarrollo de las comunidades calentanas, donde el silencio de la sierra de Nanchititla, de Tejupilco y Luvianos en el Estado de México, hasta Arcelia y Totolapan permite trabajar sin detenerse a mineras como Farallón, Grupo México, Peñoles, Nyrstar y Blackfire Exploration, que no se inmutaron cuando más de 600 familias abandonaron casas y tierras porque no tenían nada para comer y porque paramilitares degollaban a los “contras” en las calles de sus pueblos, a la vista de todos.

Las extractoras ni siquiera cambiaron sus horarios cuando se enteraron de las tres matanzas imposibles de Caja de Agua en el cercano Luvianos —más de 100 muertos en un solo enfrentamiento nunca reportado en 2011, y cuyos cuerpos sacaron militares y policías en camiones de volteo, llevándolos quién sabe a dónde— y los sobrevuelos de un helicóptero Blackhawk que en abril de 2014 masacró a 30 personas entre San Martín Otzoloapan y Zacazonapan, también en el Estado de México, en el paraje que oriundos y fuereños llaman La Virgencita por una estatua que hay ahí. En ese lugar acampaban narcotraficantes que habían llegado para tomar el control de la zona, cerca de una mina de oro, plata, zinc y cobre —Tizapa— que pertenece a Peñoles.

Esos sicarios que no quisieron vivir en ningún pueblo eligieron el campo como casa, y para marzo de ese año ya había dejado pasar, sin intervenir, tres enfrentamientos. Uno, en el paraje de La Estancia en Luvianos, entre La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, dejaría 32 muertos. Otros dos, en Caja de Agua, con al menos 50 asesinados cada uno.

Pero el 25 de abril de 2014 nadie avisó al campamento de 30 narcotraficantes que una máquina de alta tecnología se dirigía a ellos, desde su base en Luvianos. Y cuando ubicó el objetivo abrió fuego, detenido en el aire. Casi al mismo tiempo cayeron esas 30 personas, aunque la ráfaga siguió al menos por tres minutos, dice un poblador del lugar que vio lo que pasaba. El Blackhawk dejó un tiradero de cadáveres que después otros levantaron y desaparecieron.

Esos vuelos son tan mortales como el imperio forjado por el Señor Pez, Johnny Hurtado Olascoaga, máximo líder de La Familia Michoacana y gran corruptor del 102 Batallón de Infantería, basamentado en San Miguel Ixtapan, Tejupilco, el mismo al que pertenecían los soldados que ejecutaron a 22 jóvenes en una bodega de la pequeña comunidad de San Pedro Limón, Tlatlaya, y que después etiquetaron de narcotraficantes. En esa bodega la señal de ataque que alguien había acordado con los soldados era una ráfaga a la hora convenida, una serie de tiros desde la oscuridad que a nadie mató porque iban al cielo, para tener un pretexto y atacar.

Por la cerrazón del Ejército, la alteración de la escena del crimen, la sinrazón para mantener el caso bajo reserva o congelado, la negativa de la PGR para investigar la cadena de mando del Ejército, la orden de abatir que dio a los soldados, y la tortura a tres sobrevivientes, las 22 muertes son incomprensibles si se desconoce la situación de Tierra Caliente, el desarrollo acelerado de la minería, la inconformidad que afecta a las empresas extractoras y, por lo mismo, el ocultamiento de que en Tlatlaya y Arcelia —municipio guerrerense con el que hace frontera— se gestaba un movimiento contra las mineras y los cárteles de la droga que se encargaban (encargan) de los negocios alternos a la minería.

Controlados hace años por los altos mandos de La Familia Michoacana, Arcelia y Tlatlaya también se han convertido en una de las zonas de mayor comercio o tráfico de armas ilegales, a pesar de los patrullajes del Ejército, la Marina y la Policía Federal. La presencia de las mineras representa para los cárteles un futuro promisorio.

Caminar por los cerros del Triángulo de la Brecha significa encontrase los cadáveres, ni siquiera enterrados, de quienes fueron abandonados en la nada para morir luego de ser levantados o castigados por los michoacanos —de los que el gobierno federal presume su extinción— o de vez en cuando por Los Rojos o los Guerreros Unidos, que esporádicamente pelean alguna plaza. Pero eso sucede cada vez menos porque, como en Guerrero, en el sur mexiquense el narcotráfico ya no es el único negocio de capos y sicarios, que han sabido pactar sentados en la misma mesa de negociaciones organizada por mineras, gobiernos locales, estatales y federales, Fuerzas Armadas, y los propios “contras”. Ahí tiene su origen el nuevo orden de la tierra narca mexiquense.

Recorrer los cerros de Nanchititla es lo mismo que ir a la zona de La Montaña en Guerrero o, mejor, a la comunidad de El Naranjo, en el municipio de Leonardo Bravo, donde en diciembre de 2015 se encontraron 19 cuerpos tirados, descompuestos, que al otro día, por dejarlos unas horas más ahí, amanecieron calcinados misteriosamente. La diferencia es que en las cañadas de Nanchititla no hay necesidad de incinerarlos. Allí los cuerpos se pudren al sol, comidos por zopilotes y otras faunas, abandonados con vida, sin brazos ni piernas, como castigo por enemigos, una falta o ejemplo cuando los rescates de un secuestro no son pagados.

Los que allá viven ya saben que si alguien es llevado al cerro morirá sin remedio. Nadie ha salido ni tampoco hay una contabilidad sobre aquel panteón al aire libre.

En Tlatlaya reconocen al Señor Pez como jefe indiscutible. Se han acostumbrado a la presencia de Olascoaga y su gente, que sientan su feudo en Arcelia, Guerrero, y por miedo o conveniencia han aprendido a respetarlo. Es visto como un protector, “un padre” —dice uno de los habitantes de San Pedro Limón—, porque resuelve los problemas de la comunidad, desde infidelidades hasta quebrantos económicos. Es él quien mete en cintura a esposos desobligados y con el viejo castigo de la tabla satisface peticiones de necesitados, cobra las deudas por otros.

También interviene en asuntos más delicados, si los pobladores se lo piden, como sucedió el 15 de enero de 2016 cuando familiares de 27 levantados, 16 originarios de El Salitre, cinco de Ajuchitlán, colocaron una manta y le suplicaron auxilio: “Sr. Pez, tus paisanos necesitamos de su apoyo ya que las fuerzas militares, estatal, y federales no han hecho nada por nuestras personas desaparecidas. Ahora más que nunca necesitamos de usted como siempre ha visto por su gente. Esperamos que esta ves no se la esepcion. Atentamente el pueblo de Arcelia”.

Los secuestrados fueron encontrados caminando por una brecha cercana al pueblo de La Gavia, aunque el gobierno atribuyó la liberación a la presión del Ejército. Los de Ajuchitlán eran maestros, pero allá se sabe que la mayoría de los secuestrados estaban involucrados en luchas sociales. Uno murió durante el cautiverio, José Eutimio Tinoco, un empresario local a quien llamaban El Rey de la Tortilla. No fue el único muerto, pues también falleció el director de la secundaria técnica de Santana del Águila, en Ajuchitlán, Joaquín Real Toledo, y aparecieron otros dos ejecutados en las inmediaciones.

Casualidad o no, al menos en ese caso el nombre de El Pez pareció resolver lo que policías y militares no pudieron o no quisieron. Algunas familias no denunciaron el plagio de sus parientes, pero acudieron a Hurtado Olascoaga porque lo consideraron más efectivo contra quienes habían perpetrado el plagio. Los Tequileros, renegados de La Familia Michoacana, difundieron luego un video donde asumían la responsabilidad y culpaban, con las víctimas frente a ellos, a Hurtado Olascoaga de la cancelación de 120 empleos en la refresquera Coca-Cola y del cierre de la mina Campo Morado, para entonces propiedad de la belga Nyrstar y que en noviembre de 2015 había detenido temporalmente las actividades mineras por un adeudo con transportistas locales por 14 millones de pesos, aunque luego se sabría quién y cómo se controla ese negocio en la Tierra Caliente. Los Tequileros son liderados por Raybel Jacobo de Almonte, asesino de políticos regionales como los regidores panistas María Félix Jaimes y Roberto García de Totoloapan y del dirigente del PRI Carlos Salanueva de la Cruz.

A cambio de ayuda El Pez pide muy poco a Arcelia, aunque en realidad es todo lo contrario: que lo escondan en las casas de los pueblos que domina cuando hay operativos o huye de grupos rivales; que no lo delaten y cumplan las reglas que ha impuesto en ese sur olvidado. Que guarden silencio para que todos sigan con vida haciendo negocios como allá se hacen. Sometimiento, pues.

Tlatlaya está a 176.5 kilómetros de Iguala, unas dos horas por carretera. Entre ellas se interpone la 35 Zona Militar, que despliega en esa última ciudad al 27 y al 41 batallones de Infantería. En una maraña de ríos y presas, a Tlatlaya le toca, por el lado mexiquense, el 102 Batallón de Infantería emplazado en San Miguel Ixtapa, Tejupilco, adscrito a la 22 Zona Militar. El 102 ha sido calificado como uno de los más corruptos del país porque algunos de sus soldados fueron aliados de El Señor Pez, quien pagó por una protección que en poco tiempo lo ha hecho tan intocable como los propios militares.

Tlatlaya y Arcelia están rodeados por los ríos San Felipe y Bejucos, al norte; el Cutzamala, Balsas y Palos Altos al suroeste y el río Sultepec al sureste, entre los más importantes. Cumplen también con otra de las condiciones para la extracción minera, la de las presas, con los embalses de El Gallo, Ixtapilla, Palos Altos, la presa Vicente Guerrero y pronto construirán El Pescado, cerca de Arcelia.

En Tlatlaya hay dos minas funcionando oficialmente, La Sierrita y Real de Belem, de oro, plata y plomo, pero sus habitantes viven el día a día sin saber o sin querer saber, que casi todas esas tierras ya están concesionadas desde los 35 permisos o más a mineras que esperan el mejor momento para iniciar operaciones.

El titanio se extrae recientemente en Luvianos de minas ubicadas entre los parajes de El Manguito, caserío de 54 personas, y Piedra Grande, con poco menos de 200 habitantes. Rancho Viejo es otra comunidad emblemática, vigilada obsesivamente por grupos armados, como si en sus cuevas o cerros hubiera algo más que las 400 personas o menos que allí viven. La mayoría de las minas son clandestinas y, aunque algunas están en poder de ejidatarios, casi todas han sido arrebatadas por paramilitares y sicarios, que las resguardan esperando a los nuevos dueños.

Luvianos es también uno de los centros más discretos de venta y distribución de armas, que también algunos ejidatarios, organizados no sólo para sembrar, compran a quien se las quiere vender, como sucedió a mediados de 2015 cuando tres tráileres se estacionaron en el pueblo y no se fueron sino hasta que terminaron de descargar el arsenal que transportaban.

En Arcelia, la canadiense Farallón Mining, con sede en Vancouver terminó por vender su negocio, pero antes le extrajo lo más que pudo porque obtuvo 38 mil 59 toneladas de zinc en 2009, “procedentes de su mina de oro, plata, plomo, cobre y zinc llamada Campo Morado, una de las once concesiones mineras a su nombre que comprenden aproximadamente una superficie de 57,411 hectáreas en este municipio”, escribió la reportera Lilián González para La Jornada Morelos.

Sidronio Casarrubias Salgado, El Chino y capo de los Guerreros Unidos, conoce muy bien a Johnny Hurtado Olascoaga y a su hermano, José Alfredo Hurtado, El Fresas, porque son los jefes máximos de La Familia Michoacana acantonada para septiembre de 2014 en la sierra de Nanchititla y con extensiones criminales en Taxco, el estado de Morelos y una parte de Michoacán. Ellos convirtieron el pueblo mágico de Valle de Bravo, donde los más ricos de México tienen sus casas de descanso, en una pesadilla cuando un mes antes de Ayotzinapa desataban el terror con levantones y secuestros, pero también con ejecuciones como parte de una limpieza sicaria que sólo sucede cuando se conquistan las plazas.

Casarrubias conocía demasiando bien al escurridizo Pez porque los Guerreros Unidos habían ganado la guerra por Iguala a La Familia y la habían expulsado con todo y el cadáver calcinado de su jefe local. Y también porque los dos cárteles tenían los mismos negocios y junto a las mineras generaban sus más grandes entradas económicas. El Pez amarró oscuros tratos con extractoras de la región para negociar la garantía que esas compañías necesitan contra ejidatarios insurrectos.

Johnny Hurtado es un hombre de cara ancha y sus 1.84 metros apenas equilibran su delgadez natural, sus cejas semipobladas. Con dermatitis, pero valiente o por lo menos con suerte, cortejó a la hija del director de Tránsito de Arcelia hasta que aceptó casarse con él, antes de que el 102 Batallón de Infantería matara al suegro, Mario Uriostegui Pérez, La Mona, durante un enfrentamiento en diciembre de 2013 donde quedaron muertos otros tres, también funcionarios de aquel municipio, acusados de narcotráfico.

Un encontronazo contra marinos en abril de 2014 y el asesinato del teniente de corbeta Arturo Uriel Acosta Martínez en el pueblo de Liberaltepec definirían el rumbo del Señor Pez, quien para entonces ya se había dado el lujo de comprar informantes dentro del Ejército.

El 102 se encargaría de ponerle más sangre a su historial en 2014, en una bodega de San Pedro Limón, en Tlatlaya, cuando El Pez ya era el jefe máximo de La Familia, luego de la captura de José María Chávez Magaña, El Pony. Las ejecuciones ahí sólo reafirmarían el poder del narcotraficante, intocable por alguna razón y que lo habían convertido, incluso antes de ser el número uno, en el más desafiante ante los soldados, cómo él mismo dejó ver en diciembre de 2013, cuando “el Mojarro y su grupo se hacían presentes a través de pancartas, dejadas sobre el cuerpo de dos hombres descuartizados en Teloloapan: ‘Secretario de la defensa y marina ahí les dejo su cena de navidad para que vean quien es la verga de Guerrero, mientras me divierto viendo sus pendejos elementos que me mandan en sus operativos. A mí me la pelan y les doy 24 horas para que se retiren si no los voy a empezar a matar en emboscadas pinches corporaciones de mierda, con su padre nunca van a poder. Atte. El pez y el M16. Viva la FM’ ”.

El Pez diseñó una estructura que le ayudaría a gobernar el sur mexiquense apoyado en su lugarteniente principal, El Fresas, heredero por derecho de sangre de la organización.

Otro personaje de importancia es Eduardo Hernández Vera, Lalo Mantecas, encargado de Luvianos y que en los últimos meses ha tomado el control, junto con su jefe, de casi todos los negocios de la región y se ha adueñado de los sindicatos mineros registrados ante la Confederaciones de Trabajadores de México, que ha aceptado la jetatura sicaria.

Maneja el transporte de mineral porque contrata camiones de carga con las extractoras, incluido el uranio de Campo Morado, y le ayuda a El Pez a imponer orden desde las listas de trabajadores que alguien les proporcionó. Tiene en su poder la distribución de materiales de construcción en la zona, que ya nadie puede utilizar si no se los compran a ellos. El nuevo emprendimiento tiene hasta una razón social y para no confundir le llamaron “El Sindicato”.

El Carly, otro de los brazos fuertes, asegura el sometimiento de los territorios del sur apoyado en un kaibil, El Salvador, encargado de operativos y cacerías humanas. Hasta La Familia Michoacana reconoce que en el Estado de México uno de los capos más importante era El Faraón o El Gallero, abatido en Querétaro en agosto de 2015. Jaime Vences Jaimes, en lo público un sanguinario Guerrero Unido, había logrado ubicarse por encima de las decisiones de los Casarrubias porque en realidad era un infiltrado de Los Rojos, enviado para fisurar lo que pudiera, y aunque lo hayan ultimado los marinos en San Juan del Río, en su tierra todos dicen que está vivo y ahora es un testigo protegido.

 

Carlos Ahumada, el uranio

 

El Chino Casarrubias y su grupo habían aprendido el oficio de limpiar pueblos, deshabitarlos, pero Ayotzinapa los había reventado. En realidad, ellos se reventaron solos y solos se pusieron al descubierto. Antes de Ayotzinapa, los Casarrubias habían llegado a la ciudad donde reside el gobernador mexiquense Eruviel Ávila y les gustó para quedarse.

Eligieron para vivir el municipio conurbado de Metepec y establecieron en el valle de Toluca su base de operaciones, al menos hasta mediados de octubre de 2014, según un reporte de la Marina entregado a la PGR el 15 de octubre de ese año, integrado escuetamente en un parte de presentación sobre las investigaciones por el levantamiento de los 43.

Allá tenían uno de sus hogares José Ángel El Mochomo y Mario Casarrubias Salgado, El Sapo Guapo, hermanos de Sidronio, quien ya preso dijo a la PGR que al menos Ángel y él vivían en el número 8 de La Joya de Metepec, un fraccionamiento que desde 2004 fue usado por narcos y familiares de capos recluidos en el penal federal del Altiplano. Desde allí dictaban las órdenes que en Iguala cumplían al pie de la letra los sicarios al mando de El Gil.

La llegada de los capos a Toluca no era fortuita. Habían buscado un camino para salir de Guerrero porque estaban copados por rojos y michoacanos. No tenían opciones, pues por Arcelia y el vecino municipio de Acapetlahuaya jamás pasarían, tampoco por Morelos, la tierra de Santiago Mazari, Carrete. El único corredor disponible era Ixtapan de la Sal, porque la policía municipal era aliada suya, tanto que hasta las armas les debían.

El Chino Casarrubias conocía demasiado bien a El Señor Pez y sabía que había comprado una gasolinera en Arcelia, donde “como seña existe mucha maquinaria pesada, desde góndolas, manos de chango, tráileres, carros de volteos, maquinaria que es utilizada en las minas, maquinaria que también es propiedad de Santana Ríos Baena, alias el Melonero, de las cuales el Pescado es socio de una, además, el Pescado es socio junto con Carlos Ahumada, el argentino que estuvo preso, y que es dueño de dos minas en el estado de Guerrero, de donde sacan uranio, una de las minas está en Campo Morado, Tierra Caliente, Guerrero, el cargamento es transportado en góndolas, pero como Ahumada trafica el uranio, lo esconde entre metales diversos y lo llevan a Lázaro Cárdenas, pero la mayoría va a el puerto [de] Colima, donde se entrega directamente a los barcos chinos […] esta mina también es explotada por una empresa canadiense, [y] agrego que cuando el Pescado está en peligro de ser detenido por alguna autoridad del gobierno, Carlos Ahumada auxilia con un helicóptero de su propiedad, el mismo helicóptero es también usado por El Fresas […], Ahumada, aparte de sacar el Uranio, le paga veinte mil pesos por góndola al Pescado…”, decía en una ampliación de declaración a la SEIDO el 18 de octubre de 2014. Cómo resultan las cosas que la declaración de Casarrubias la corroboraría con años de anticipo el propio Caros Ahumada Kurtz cuando publicó un libro, Derecho de Réplica, para defenderse de los videoescándalos en los que se involucró cuando se autograbó, en marzo de 2004, entregando dinero al líder perredista René Bejarano y que de fondo le asestaban un golpe político a Andrés Manuel López Obrador, en ese entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal.

La historia que Ahumada plasmó, deshonesta biografía exculpatoria repleta de mentiras a medias; sin embargo, decía la verdad cuando habló, como al acaso, de sus inversiones mineras en Arcelia, Guerrero: “Poco después hubo una depresión de la industria minera, lo que me obligó a cerrar la planta. Los precios del oro y la plata estaban por los suelos. Además, por disposición del gobierno federal, la Comisión de Fomento Minero […] había tomado la determinación de cerrar todas sus plantas de beneficio de minerales, que eran las que recibían el producto de los pequeños y medianos mineros; concretamente decidieron cerrar la planta de Pinzán Morado, en el municipio de Coyuca de Catalán en Guerrero”, dice Ahumada, aunque omite que uno de los contactos que permitieron que él se estableciera fue el del extinto gobernador guerrerense José Francisco Ruiz Massieu, uno de los impulsores más entusiastas de los megaproyectos mineros en Arcelia y quien inauguró el emprendimiento del argentino cuando este era un joven de 25 años.

La planta donde Ahumada dijo que le compraban su oro, Pinzán Morado, nunca cerró, aunque en 2015 estuvo en huelga. Hasta la fecha lleva más de 30 años trabajando de manera ininterrumpida a pesar de estar en el corazón de una zona con una larga historia de violencia, de guerrilleros del EPR y el ERPI contra militares y paramilitares desde 1996.

En febrero de 2015 los mineros de Pinzán Morado vivieron la violencia en carne propia cuando tres de ellos fueron levantados mientras se desarrollaba la huelga, que para ese entonces llevaba un mes.

Propiedad de Minera Camargo, una subsidiaria de la canadiense Cigma Metals Corporation, está en un territorio donde se ha documentado la presencia de grupos guerrilleros como el EPR desde 1996 y el ERPI dos años después.

Carlos Ahumada, después de huir a Cuba, donde lo aprehendieron y lo entregaron a su país adoptivo, estuvo en la cárcel durante tres años, acusado de fraude y lavado de dinero. Salió libre en 2007 y regresó a Argentina, donde lo primero que hizo fue reconstruir lo que había perdido en México. Y él, que extrañaba a sus equipos de futbol León y Santos Laguna, se instaló en la provincia de San Luis, “vinculada potencialmente a la extracción de uranio”, dice el diario Edición Abierta, el 13 de marzo de 2016 y que implica un beneficio de más de 10 mil millones de dólares en el que políticos argentinos de las más altas esferas están involucrados, favoreciendo a las subsidiarias de la minera Barrick. Ese uranio incalculable es, según la prensa argentina, el verdadero negocio de la ex presidenta Cristina Fernández.

El Mexicano o El Señor de los Sobornos volvió a transitar brechas empantanadas. Repitió tan bien su pasado que hoy es el directivo principal del equipo de futbol profesional de la Tercera División, el sorprendente Club Sportivo Estudiantes de San Luis, que ha escalado cuatro divisiones en tres años. Todos saben que fue amigo del todopoderoso, y ya fallecido Julio Grondona, ex presidente de la Asociación Argentina de Futbol, pero que eso no fue suficiente para evitar una sentencia de muerte financiera y deportiva contra el popular Talleres de Córdoba, del cual fue dirigente Ahumada, a quien acusaron de maniobras fraudulentas que derivaron en una detención por la Interpol, el 29 de junio de 2008, cuando escapaba oculto en el maletero del auto del ex futbolista Martín Vilallonga, un delantero de Racing que terminó como chofer del empresario.

Ahumada ha encabezado la gerencia de cinco clubes argentinos, pero cuatro de ellos han terminado fundidos en quebrantos absolutos. A él, en contraste, se le atribuye una fortuna de 500 millones de dólares y constantes viajes a Buenos Aires, México y China, según sus amistades. Todos se preguntan de dónde obtiene tanto dinero para sus proyectos.

Pero los aquelarres pamboleros de Ahumada eran sólo un hobbie, una distracción cara y mucho, que, sin embargo, no podía compararse con lo que venía. Y lo que venía era la superminera canadiense Barrick Gold, la mayor del mundo. Tres estados argentinos estaban involucrados en un proyecto en el que recibirían dos represas a cambio del uranio de la región, casi nada cuando sus aguas quedarían contaminadas para siempre por los residuos de cianuro que dejarían los procesos extractivos. Allí estaba negociando por lo menos un amigo de El Mexicano, el gobernador de la provincia de San Luis, Claudio Poggi, porque la Barrick había conseguido la autorización para operar siete megaproyectos de plata, oro y, por supuesto, uranio.

Dados los primeros pasos sucedió lo que siempre pasa. Ambientalistas de la región defendieron sus tierras y han detenido a la Barrick —cuyo valor en los mercados es de 50 mil millones de dólares y presume asesorías de George Bush padre—, beneficiada por otro lado por dos decretos secretos que la ex presidenta Fernández de Kirchner le otorgó “para que lleve a cabo la explotación en la zona Pascua Lama, extendida entre San Juan y la Tercera Región de Chile”.7 Ella se dejaba ver con el dueño de la Barrick, Peter Munk, a quien en una visita le confirió honores de un jefe de Estado.

Mientras Fernández presumía que su país era líder productor de uranio pero esquivaba sin éxito señalamientos de hacer negocios en Irán y China con ese mineral, se entretejía una trama de narcotráfico que involucraba, cómo no, a mexicanos y sus cárteles globalizados en un negocio más que redondo de efedrina que ya había cobrado la vida de tres empresarios farmacéuticos en Quilmes, al sur de Buenos Aires, el 13 de agosto de 2008, en realidad una venganza por arrebatar el mercado local a uno de los proveedores más importantes para los narcos mexicanos, Esteban Ibar Pérez Corradi.

A principios de 2016, Martín Lanatta, autor material de los asesinatos, acusó al ministro Aníbal Fernández de ser el autor intelectual de los homicidios, conocidos como el “Triple Crimen de General Rodríguez”. La Morsa —así le decían al político—, un ex jefe de Gabinete de Cristina Fernández, aspirante a gobernar Buenos Aires en 2015 e investigado ahora por un asunto de licitaciones irregulares, habría recibido del Señor de los Sobornos 5.2 millones de dólares por ese tráfico de efedrina que en 2008 habían disputado y controlado efímeramente los empresarios Sebastián Forza, Daniel Ferrón y Leopoldo Bina.

Como un siniestro personaje de série noire, Carlos Ahumada se ubicó otra vez en los reflectores de un caso que se ampliaba sangrientamente hasta llegar al gabinete de la ex mandataria Fernández. Sus contactos, algunos del más alto nivel, se volvieron contra él y por lo menos le reafirmaron la fama de “mafioso” que ya arrastraba.

De la mano de amistades políticas y repitiendo el patrón que lo colocó como uno de los empresarios favoritos de la actual secretaria federal de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, la mexicana Rosario Robles Berlanga, el Señor de los Sobornos realizó en Argentina inversiones en constructoras, equipos de futbol y transferencias de jugadores, así como casinos y proyectos de energía pero con dinero cuyo origen puede ser la delincuencia, afirmó el legislador argentino Gustavo Vera cuando pidió investigar las inversiones de Ahumada, quien ha reconocido por lo menos una reunión con el ministro Aníbal Fernández.

Por si algo faltara, la PGR envió una petición a la justicia argentina para indagarlo y aunque allá pensaron que se derivaba de la declaración de Casarrubias, después supieron que era por una extorsión contra Rosario Robles y que involucra un pagaré, ahora desaparecido, por 25 millones de dólares y con fecha del primero de agosto de 2003 con la firma de la funcionaria mexicana. El empresario había querido ejecutar ese documento, que además implica una demanda por 400 millones de pesos mexicanos contra el PRD.

El año de 2016 se ha reducido para Ahumada a uranio, futbol, efedrina y procesos con la justicia desde San Luis, Argentina; y a uranio, el Señor Pez, los Guerreros Unidos y una indagatoria de la PGR desde México. Las autoridades ya decían, desde 2004, que la fortuna del argentino podría estar ligada al narcotráfico porque su mina en Arcelia estaba en territorio de cárteles, pero sobre todo porque no había un origen claro del dinero que poseía.

Fue El Pony quien dio los primeros datos a la PGR sobre las actividades radiactivas de Carlos Ahumada en Campo Morado, y en las que involucró a un par de canadienses, aparentemente secuestrados por El Pez en 2004, socios de la empresa Maza Diamond Drilling de Mazatlán, México, y que luego fue contratada como proveedora de Farallón. La mina de Ahumada que produce uranio se llama El Colega o El Ciego y es El Pez quien se encarga de transportar el material a los puertos de Lázaro Cárdenas y Colima, donde se embarca rumbo a China.

Inmiscuido también en el secuestro de la madre de La dama de Iguala, el 28 de mayo de 2013, El Pony dirá cualquier cosa que pueda destruir el imperio de los Abarca y los Casarrubias. En ese plagio se identificó como hijo de El Chapo Guzmán cuando negociaba el rescate de Leonor Villa Ortuño, en Plaza Sendero de Toluca, una ciudad que a los narcotraficantes les sienta bien para ponerse de acuerdo. El Pony pedía bien poco: 10 millones de dólares, que “le pusieran” a un comandante de la policía llamado Mario Carvajal y la plaza de Iguala, completita. Según él, un pacto entre La Familia y El Chapo estaba en marcha para apoderarse de Guerrero e Iguala era uno de los botines principales. El Pony tenía motivos suficientes para odiar a los Casarrubias y a sus sicarios, en especial a El Chuky, porque encabezó un comando asesino para despedazar a los michoacanos en Zirándaro, Guerrero, como venganza por otras muertes, envuelta en una trama de narcopolítica que alcanzaba a Iguala y a la Tierra Caliente mexiquense. No está claro si El Chuky y sus comandos conseguirían sus objetivos, pero lo que sí está comprobado es la detención de ese sicario por parte de elementos del Ejército, el 25 de abril de 2009. Para variar, en septiembre de 2014 El Chuky estaba de vuelta en Iguala por si algo se ofrecía, libre quién sabe por qué.

La incursión guerrerense de Ahumada tuvo su antecedente en Oaxaca, cuando compró minas de antimonio en Los Tecojotes, asociado con su abogado, Efrén Cadena Hernández, entre 1985 y 1990. Esos esfuerzos lo dirigieron a la búsqueda de oro y así llegó a Arcelia dispuesto a encontrarlo. Lo hizo, y a Grupo México le compró La Suriana en el pueblo de Achotla, que también producía plata, y financiado por su hermano Roberto con 3 millones de dólares creó el Consorcio Minero Nacional la Suriana, que llegó a contabilizar 48 demandas en contra y que usaba el proceso de cianuración para obtener oro. Ese dinero provenía de la empresa de Roberto, Grupo Director de Empresas Mexicanas, una especie de caja pública donde 2 mil 500 personas depositaban ahorros.

La extracción minera envolvió a Arcelia y a Tlatlaya en miedo. Y cómo no, cuando comandos vestidos de militares entraron a pueblos para degollar sin razón aparente, como sucedió en la comunidad de El Guayabo, ni siquiera de 800 habitantes, la madrugada del 8 de febrero de 2016.

Hombres armados sacaron de sus casas a los hermanos Ciro y Arnulfo Verástegui Araujo para torturarlos en plena calle, dispararles a bocajarro y después cortarles el cuello ante la mirada de los todos los habitantes. Después fueron por uno más, Ubaldo Arellano, y repitieron la operación.

El Guayabo ha sido lugar de enfrentamientos y ejecuciones. Lo mismo les pasa a otras dos comunidades vecinas, El Cubo y El Remanse, asediadas desde el terror y el asesinato y que junto a otras de San Miguel Totolapan registraron mil 300 desplazados hasta julio de 2013.

Esos pueblos habían bloqueado la carretera Arcelia-Altamirano en protesta contra detenciones de la Marina. Después tomaron tiendas y robaron alimentos porque no tenían para comer. Entonces llegaron grupos armados y amenazaron a la gente, que prefirió dejar sus casas. Las autoridades siempre culparon a narcotraficantes y sus siembras de amapola en la región. El 21 de marzo de 2016, otro Verástigui de El Guayabo era asesinado en Totolapan. Ernesto estaba en una fiesta cuando lo ejecutaron. Después se sabría que los Verástigui fueron muertos para poner ejemplo para todos los que apoyan a los “contras”.

Esas muertes, enfrentamientos y desplazados adquieren otra connotación cuando se sabe que debajo de Arcelia —con todo y las minas de Campo Morado y La Suriana— y desde Tlatlaya y hasta Iguala hay una reserva de oro, plata, plomo, zinc y cobre por 30 millones de toneladas, más otras 70 que hace más de 20 años se sabe que están y que ahora son más codiciadas por la extracción de uranio.

“Para ilustrar el poder que ha alcanzado en México el crimen organizado, basta decir que Los Caballeros Templarios controlan la exportación de mineral de hierro a China, y La Familia Michoacana estaría involucrada en el contrabando al mismo país de uranio, elemento imprescindible para la perspectiva y utilidad geoestratégica, proveniente de una mina en Guerrero, en el municipio de Arcelia”, escribió el periodista Sergio González Rodríguez.

En 2013, Manuel Olivares, secretario técnico de la Red Guerrerense de Derechos Humanos (Redgro), relacionó la violencia en Coyuca de Catalán y San Miguel Totoloapan con las concesiones mineras que esperan ser explotadas. “Hay uranio, entonces se sospecha que la intención de fondo es despoblar la sierra para que las empresas mineras puedan ejercer sus concesiones”.

Esa extracción, con uranio o sin él, ha causado ya muertes por enfermedad, documentadas por los activistas de Otros Mundos cuando dicen que “se registraron ocho muertos en 2007, y 120 en 2012 por cáncer en Arcelia, Guerrero, originados por la minera de Campo Morado (Nyrstar)”.

Todo el sur conoce la colusión entre el jefe de La Familia Michoacana y las mineras. Pero el secretario general local de la Sección XVII del Sindicato Nacional de Mineros, Roberto Hernández Mojica, y cuya huelga ha detenido por ocho años las operaciones del Grupo México en Taxco, Guerrero, sabe además que el narcotráfico controla la sección de la Confederación de Trabajadores de México que se encarga de los mineros en la Tierra Caliente mexiquense.

“Hace cinco años nosotros, junto con la viuda de Lucio Cabañas y otros compañeros, tumbamos la estatua de Lucio Cabañas que está en el patio de Ayotzinapa a marrazos —dice Roberto Hernández cuando se acuerda de los normalistas y su tragedia— porque ese busto lo habían esculpido portando corbata. Pero ese detalle significaba un acto de burla de un cacique de la región, Héctor Vicario Castrejón, diputado local, a quien alguien había invitado como padrino de generación de los muchachos cuando en realidad era enemigo de la escuela. Porque cómo es posible que aparezca un maestro rural, todos conocen a Cabañas, con corbata”.

Los mineros en huelga de Taxco han mantenido contacto con los comités de Ayotzinapa desde hace algunos años e intercambian experiencias, formas de apoyo mutuo. Los estudiantes acompañan a los de Taxco en sus marchas y lo mismo pasa cuando los normalistas los necesitan. Mineros y muchachos han marchado en Tixtla e Iguala y conmemoran juntos algunos aniversarios, como el de Vicente Guerrero o el de los estudiantes asesinados. Sucedía igual con simpatizantes de Nestora Salgado, una lideresa comunitaria de Olinalá, Guerrero, encarcelada por acusaciones de secuestro —liberada en marzo de 2016—, que acudían a las asambleas informativas de los padres de los desaparecidos para pedir ayuda a la normal y apoyo a las organizaciones involucradas.

“Unimos fuerzas porque nos identificamos bien con ellos, aunque la alta sociedad diga que son bandoleros, pero sin saber realmente”, dice Roberto Hernández, quien define a Ayotzinapa como un lugar hermoso a pesar del deterioro y reconoce que los pueblos indígenas, sobre todo de la Costa Chica y La Montaña (desde Acatlán, precisa), han entablado una lucha contra las mineras para defender sus tierras y asentamientos.

De los muertos, ni hablar cuando ellos mismos tienen 65 en las minas de Pasta de Conchos, el 19 de febrero de 2006 en Coahuila y otros casos en Nacozari, Sonora, y Fresnillo, Zacatecas. En realidad, hay cerca de 2 mil mineros muertos en supuestos accidentes de los que nadie se responsabiliza.

Disfrazados de cetemistas, los narcotraficantes están realizando los trabajos alternos en las minas de la Tierra Caliente de Arcelia y Tlatlaya, dice Roberto Hernández, por ejemplo en Campo Morado, donde los narcos tienen más de 100 góndolas. Se había llegado a un acuerdo en el que ellos acarreaban y las mineras extraían hasta que los cárteles exigieron todo, mineros incluidos. Ni siquiera un paro temporal pudo arreglar nada. El transporte ya se le había cedido al narco y el resto era cuestión de tiempo. Sin saber, los mineros de Taxco fueron a Villa Hidalgo, Arcelia, a ver a los supuestos sindicalizados para intercambiar experiencias de trabajo. Allá vieron al segundo de a bordo.

“¿Y saben lo que nos propuso? —dice Hernández—. Nos dijeron que ellos no sabían nada de sindicalismo y que mejor los de Taxco nos uniéramos a ellos”.

Y es que el contacto con el que los mineros se habían reunido, creyendo que era sindicalista, resultó ser El Fresas, José Alfredo Hurtado Olascoaga, hermano de El Señor Pez.

—Si se vienen ahorita con nosotros y se afilian a la CTM —les dijeron a los de Guerrero—, para mañana tienen arreglado su problema sindical.

El Pez, la ley torcida del sur mexiquense, ha capitalizado en dos años, y con los restos de un cártel que el gobierno insiste en declarar acabado, el trabajo de José María Chávez Magaña, El Pony, el supuesto hijo de El Chapo Guzmán, y de todos los grupos narcotraficantes que han pasado por esa región. Su influencia llega hasta Toluca, pero lo mismo se adentra en Iguala que toca las puertas de Morelos, Puebla y la Ciudad de México. El poder de Hurtado fue consolidado, a fuerza o convencidos, por la estructura política de la región, y los habitantes de allá involucran en torno a él a los ex alcaldes de Amatepec, Alfredo Vences Jaimes; a su sucesor, el actual edil José Félix Gallegos Hernández; a Eulogio Giles Gutiérrez, alcalde de Tlatlaya; a Lino García Gama, alcalde de Tejupilco, y a los guerrerenses Francisco Prudencio Hernández Basave, ex edil de Ixcapuzalco y a Eleuterio Aranda Salgado, ex presidente de Canuto A. Neri. Arcelia, su bastión, le ha dado todo y también los alcaldes de ahí lo han protegido, como el ex presidente Taurino Vázquez Vázquez y su sucesor Adolfo Torales Catalá.

En marzo de 2016, El Pez escapó por enésima vez a una embocada y desmintió los rumores de abatimiento, como siempre lo hace. Preparó una revancha el 20 de marzo, en la feria de Totolapan, Guerrero, donde uno de sus comandos acribilló a mansalva a los asistentes, matando a cuatro e hiriendo a siete.

Ese es el Taxco minero alcanzado por el cártel de La Familia Michoacana, que ha insistido en entrar a Guerrero por la puerta de Iguala.

Turística como pocas, la ciudad y la rica iglesia de Santa Prisca, tapizada de oro y plata, es apenas un adorno para tarjeta postal que la obliga a cumplir con su denominación de “pueblo mágico”, una invención del gobierno federal para sacar partido a los lugares más bonitos pero que esconden muy bien sus propias ejecuciones, como sucedió con el asesinato de 15 presuntos sicarios que viajaban en un auto gris sin placas el 15 de junio de 2010, y que según los militares se resistieron a un cateo desatando una balacera por 40 minutos en la que todos ellos terminaron muertos. Los vecinos de la casa 32 en la calle de Moisés Carvajal, en el barrio del Panteón, aseguran que eran jóvenes que habían llegado a Taxco y trabajaban en diversos oficios, pero las 13 armas largas, los dos artefactos explosivos y las cinco pistolas decomisadas parecieron en su momento pruebas suficientes de sus malos pasos, a pesar que testigos afirman haberlos visto correr por las calles, perseguidos por soldados, tratando de esconderse. No hubo cateo previo, aseguran, pero sí una cacería en la que incluso participaron tanquetas, dos Hummer y 30 militares.

Reportes periodísticos afirmaron que los ejecutados pertenecían a un grupo de Édgar Valdez Villareal, La Barbie, y que los soldados sólo reaccionaron tras la ejecución de uno de los suyos, en mayo de ese año, y del hallazgo de 55 cadáveres en el respiradero de una mina abandonada.

Aunque al principio se supo que dos soldados habían muerto, sólo se aceptó un herido. No lo calificaron de “moderado”, como hicieron con el estudiante de Ayotzinapa en el Hospital Cristina. Lo que sí hicieron fue decir que realizaban un “reconocimiento terrestre” y que fueron agredidos.

La reportera Paloma Montes, de la organización Somos el Medio, encontró que la misma Sedena acepta 2 mil 745 agresiones en el sexenio de Felipe Calderón y 112 hasta 2013, con Peña Nieto. Hasta ese año, dice ella, había 23 casos de agresiones contra el Ejército que terminaban con más de diez muertos en el bando rival y cuyas identidades eran protegidas como si fueran secreto de Estado, reservadas por cinco años por la propia Sedena. Nadie sabe, por ejemplo, cómo se llamaban los ejecutados de Taxco. Por otro lado, el Ejército utiliza el término “enfrentamiento” cuando las batallas se desarrollan entre grupos delictivos. Ellos, los militares, sólo sufren “agresiones”.

Como siempre hacen cuando hay muertos y están presentes, los militares esperaron a las autoridades civiles para atestiguar el levantamiento de cuerpos, en esa casa que, según ellos, era de seguridad. Luego partieron a su base, en la cercana Iguala, donde los efectivos del 27 Batallón de Infantería descansaron tan pronto terminaron de despachar el papeleo y los informes de rigor.

 

La tecnología no miente

 

La desaparición de 43 estudiantes normalistas en Iguala, así como el asesinato de otros de sus compañeros, y el fusilamiento de 22 jóvenes en el municipio mexiquense de Tlatlaya tienen necesariamente una respuesta que comienza en el pasado y cuyo resultado es siempre el mismo, la impunidad; de ninguna manera representan casos aislados, por más que el gobierno destine a la gran prensa recursos millonarios para desviar la atención.

Y a esos casos del pasado y la impunidad deben sumarse las masacres de Chilpancingo, el 30 de diciembre de 1960; de Iguala, el 30 de diciembre de 1962; de Atoyac de Álvarez, el 18 de mayo de 1967; de Acapulco, el 20 de agosto de 1967; de Yolotla, el 9 de febrero de 1993; de Aguas Blancas, el 28 de junio de 1995, y de El Charco, el 7 de junio de 1998.

La impunidad aparece como una denominación de origen. Casi cada uno de esos crímenes ha conmocionado a los mexicanos y ha desafiado el sentido común, mientras la violencia alcanza su máxima expresión con el secuestro y desaparición de los 43 jóvenes normalistas de Ayotzinapa y el asesinato brutal de tres de sus compañeros.

El 25 de abril de 2016, en la Universidad del Claustro de Sor Juana, el GIEI presentó su segundo y último informe. En él describía que desde marzo de 2015 solicitaron un análisis de las llamadas, lugares, antenas, comunicaciones entre los estudiantes e inculpados como elementos centrales para las actividades de búsqueda, como lo constata la investigación 001-2015, que cuenta con vasta información de telefonía en sábanas y mapas de relaciones, pero hasta el momento no han sido analizadas de manera integral.

La información de redes técnicas y mapas georreferenciados sobre la que durante nueve meses trabajó el GIEI fue contrastada con la de la Dirección General de Cuerpo Técnico de Control (DGCTC) de la SEIDO y la Dirección General de Análisis Táctico (DGAT) de la Coordinación de investigación de Gabinete (CIG) de la División de Investigación (DI) de la Policía Federal dependiente de la Comisión Nacional de Seguridad de la SEGOB.

Los expertos independientes analizaron 42 líneas telefónicas de funcionarios, policías de Iguala y Cocula, personas acusadas de pertenecer al cártel de Guerreros Unidos, 19 números telefónicos de los normalistas desaparecidos, entre ellos las líneas telefónicas de Jorge Antonio Tizapa Legideño, Carlos Iván Ramírez Villareal, José Eduardo Bartolo Tlatempa, Julio César López Patolzin, Jorge Luis González Parral, Magdaleno Rubén Lauro Villegas y Jorge Aníbal Cruz Mendoza, que registraron actividad después de las 23:00, momento en que fueron detenidos.

En 40 de las 608 páginas que conforman el II informe del GIEI se describen la comunicación, horarios y ubicación geográfica de cada una de las líneas telefónicas. Y es así como se corrobora lo expresado en el primer informe y se llega a nuevas conclusiones, como, por ejemplo, que durante la noche del 26 de septiembre —como se relató antes— seis policías de Iguala tuvieron comunicación con un número identificado como “Caminante”, quien habría coordinado las operaciones, auxiliado por las 25 antenas o radiobases verificadas en campo y autenticadas con la información de Radiomóvil DIPSA S.A. de C.V. y Pegaso Telecomunicaciones (Movistar). Pero también trazaron las rutas por la cual se desplazaron la policía de Cocula, Guerreros Unidos, el alcalde José Luis Abarca, su secretario particular y los estudiantes desaparecidos.

De las siete líneas telefónicas de los normalistas, en cuatro casos cambiaron el IMEI, que es el código pregrabado en los teléfonos móviles; este número identifica al aparato de forma exclusiva a nivel mundial y es transmitido al comunicarse; si bien algunos no registraron coordenadas al emitir contacto, en todos los casos se generó actividad después del supuesto instante en que los jóvenes fueron aprehendidos, y quienes sí registraron localización geográfica fueron ubicados en las cercanías del Palacio de Justicia, Loma de Coyotes, Cocula, cerca de la comandancia de la policía en Iguala.

Se tiene registrada actividad unos minutos después, a la 23:56 y 23:57 del 26 de septiembre, 00:33, 01:00 y 01:16 o la madrugada del 27 de septiembre, e incluso días como el 30 de septiembre, 4 de octubre, 28 de noviembre. Y el celular de Jorge Aníbal Cruz Mendoza continúa con el flujo de comunicación los meses de diciembre de 2014, enero, febrero, marzo y abril de 2015; incluso el 9 de febrero hay un enlace con un familiar de este estudiante desaparecido.

Pero el desdén de las autoridades federales ha obstaculizado las investigaciones. La situación lo refleja: ni con la tecnología a su alcance, la inteligencia institucional y la enorme cantidad de recursos destinados para la investigación policiaca se ha delineado una línea de trabajo sólida para esclarecer qué pasó con los estudiantes desaparecidos ni hay pistas claras sobre los verdugos de Julio César Mondragón Fontes.

El 15 de octubre de 2014, la PGR recibió una extraña advertencia, después de que Eliana García Laguna, directora general de Prevención de Delito y Servicios a la Comunidad Encargada de la Subprocuraduría de Derechos Humanos Prevención del Delito y Servicios a la Comunidad, le dijera por teléfono a Éricka Ramírez Ortiz, agente del Ministerio Público de la Federación y Fiscal Especial “A”, adscrita a la Unidad Especializada en Investigación de Delito en materia de Secuestro, de la SEIDO, que uno de los lesionados el 26 de septiembre de 2014 se recuperaba lentamente en un hospital de Puebla.

Eso era lo de menos porque era lo que se esperaba, que la mayoría de los lesionados sanara por lo menos físicamente. Lo que no se esperaba era que uno de los teléfonos celulares de uno de los normalistas desaparecidos registrara actividad casi 20 días después de los levantamientos.

Ese número era el 7475459992, el cual había contactado al 7451172337. Esos dos números se perdieron para siempre en la maraña de datos que los teléfonos celulares salpicaron para todos lados y que hasta la fecha no han sido ordenados ni explorados por ninguna de las instancias investigadoras o coadyuvantes. Quienes más se acercaron fueron los del GIEI, que pudieron trazar, inteligentemente, un mapa general de los teléfonos de los 43 normalistas desaparecidos.

Los dos números reportados casi al acaso por la PGR estaban relacionados con otra sábana de llamadas, la que corresponde al número 7471493586, registrada por Telcel a nombre de Jorge Luis González Parral, Charra, desaparecido el 26 de septiembre de 2014.

Pero nadie supo que ese número celular ya no lo usaba Charra porque ese equipo telefónico era, desde pocos días antes, propiedad de Julio César Mondragón Fontes, quien se lo había comprado, y las actividades que registraron los expertos del GIEI de esa dirección telefónica no eran de Charra, sino de Julio César, quien a través de ese LG L9 narraría a su esposa, Marisa Mendoza, en tiempo real, lo más oscuro de aquella noche igualteca. Incluso el teléfono de ella, el 5539093717, aparece grabado ya, el 25 de septiembre de 2014 a las 19:45:11.

Los expertos del GIEI, acribillados por el Estado mexicano y con todo en contra para obtener información, tuvieron en su poder esa sábana de llamadas con el número 7471493586, primero propiedad de Charra y después de Julio César, y supieron que la actividad telefónica de ese número continuó después de la muerte de este último.

El GIEI sólo pudo confirmar que esa actividad duró hasta el 30 de septiembre de 2014, pero ese mismo número siguió registrando acciones y coordenadas hasta el 4 de abril de 2015. El GIEI, sin saber que Charra ya no portaba ese aparato, concluyó que “Su última activación de antenas la realiza el día 26 de septiembre de 2014 a las 21:23:49 mediante el uso de datos, desde Antena Álvaro Obregón (Centro de Iguala), con el IMEI 353649051469880. Se detectó actividad el día 30 de septiembre de 2014 a las 18:58:23 mediante el uso de datos, desde Antena Calvario, haciendo uso de un IMEI distinto, 35490904501880, cuya numeración es inválida y que no permite rastrear el equipo utilizado. Esta es la última actividad para el número de Jorge Luis.

”La información del día 30 también fue descrita por PF. En la investigación no se registran actividades que hubieran llevado a determinar quién utilizaba el teléfono. El cambio de IMEI muestra que el chip del teléfono fue cambiado a otro aparato, probablemente por alguno de los perpetradores”.

Sí, en la investigación del GIEI todo está bien excepto que el dueño del teléfono 7471493586 era Julio César Mondragón Fontes y que la actividad celular se registró hasta los primeros cuatro meses de 2015. Con esto, Julio César se convertirá en una de las claves para explicar esa noche, porque las coordenadas que generaron las actividades después del 30 de septiembre de 2014, y que el GIEI no obtuvo, condujeron a un viaje sin desvíos hacia las entrañas de uno de los campos militares más importantes del país, en la Ciudad de México.

“Bienvenidos a la Media Luna”

Escuelas del diablo

 

* La historia de las escuelas normales rurales estará siempre ligada a los movimientos y luchas sociales. No es casualidad que la desaparición del modelo educativo de esas escuelas esté siempre en las agendas presidenciales como un objetivo prioritario. El estudiante de Ayotzinapa, Julio César Mondragón, paso por tres normales ante de quedarse definitivamente en Guerrero. Pero cuando ingresó a ese plantel, en Tixtla, tenía ya un plan elaborado para cambiar, desde la presidencia de la FECSM, algunos procesos que, desde su punto de vista resultaban inútiles y hasta salvajes, como los cursos propedéuticos, por ejemplo. Este es un fragmento del libro La guerra que nos ocultan, editado por Planeta en el 2016 y que narra la vida y muerte de Julio César Mondragón y cómo, además, su teléfono celular se convirtió en un asunto de seguridad nacional.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana / Miguel Ángel Alvarado

Nadie sabe cuándo se inoculó la idea del normalismo rural en Julio César. Es cierto que dos de sus tíos son maestros, aunque Cuitláhuac no quería que estudiara esa carrera. Había querido que su sobrino estudiara en la Universidad Pedagógica Nacional, pero no logró convencerlo y tuvo que observar, desde el apoyo que podía darle, la cuidadosa búsqueda y los desencuentros estudiantiles del joven que lo encaminaron al final a Ayotzinapa. Porque para llegar a Guerrero hubo un camino, determinado por un plan personal que poco a poco tomó forma y en el que Tenería y Tiripetío fueron fundamentales.

La niñez de Julio César transcurrió junto a su hermano Lenin, menor por un año, quien lo vio crecer y pasar por la primaria “Gabino Vázquez”, la telesecundaria de San Simonito, en Tenancingo, y la preparatoria en el Colegio de Bachilleres local. La habilidad que desarrolló para aprender sistemas digitales no lo alejó de otras actividades. Atleta consumado, frontonista experto y corredor adicto, Julio César también tenía tiempo para los estudios y la familia.

Fue fácil para los Mondragón respetar su deseo por el normalismo rural. A diez minutos de su casa, en auto, está la Normal Rural de Tenería, una de las más combativas y respetadas, pero cuya demanda se ha desplomado por diversas razones.

Y estas no sólo provienen de los intentos del gobierno federal por cerrar las normales. En algunos casos, los directivos se han encargado de quebrantar el espíritu del profesorado, tal y como lo documentaron Julio César y Lenin, quienes conocieron, cada uno a su manera, lo absurdo de los exámenes propedéuticos, pero también el desaseo financiero de quienes se encargan de recabar los boteos cotidianos, por ejemplo.

Porque Tenería no es lo que parece aunque apoye causas sociales, como las de los otomíes arrasados por la carretera del Grupo Higa de Juan Armando Hinojosa, y diga desde su amargor que las fichas de inscripciones apenas llegaron a 300 en 2015, cuando cuatro años antes rebasaban las mil 200. Se quejaron y la revista Proceso los reprodujo. Dicen la verdad, pero no toda. Dicen, por ejemplo, desde un reportaje firmado por José Gil Olmos, el 19 de junio de 2015, que tienen una matrícula de 572 alumnos y que el presupuesto alcanza para lo elemental. “Se les brinda hospedaje, alberca, centro de cómputo, área académica, atención médica, peluquería, lavandería, alimentación, biblioteca, sala audiovisual y didáctica, salón de danza y auditorio […], canchas de futbol, basquetbol y volibol, taekwondo y gimnasio. No cobramos cuotas”, publica Proceso citando al vocero estudiantil de ese entonces, Yousen Aragón.

Hasta 2014 Tenería era una de las dos escuelas más favorecidas por el gobierno, que invertía 85 pesos diarios por alumno. Ayotzinapa, en contraste, era de las menos apoyadas, apenas con 50 pesos diarios. De los 400 millones de pesos aprobados para 2015 por el Congreso federal, la “Raúl Isidro Burgos” se llevó 50 millones como “compensación” por su desgracia, aunque las otras rurales también percibieron más recursos. Tuvieron que desaparecer 43 alumnos y morir asesinados tres para conseguirlo y no seguir sobreviviendo con 10 millones de pesos al año, el promedio presupuestal antes de Iguala.

Y lo que se omitió sobre Tenería lo dijo Julio César. A él no le espantaba el terrible propedéutico que, desde el punto de vista de los hermanos Mondragón, es brutal por incongruente. Después de asistir a los círculos de estudio, Julio César encaró ese propedéutico en Tenería, un horror para muchos porque los lleva al extremo de la resistencia y, más peligroso aún, al servilismo sinsentido.

A punto de desertar al tercer día del propedéutico, Julio confesaba a su hermano que los frijoles quemados y un café eran la única comida del día en esa prueba que duraba semana y media y que le daba derecho a media hora diaria de sueño y nada más, porque el tiempo no alcanzaba para los aspirantes, que ocupaban parte de esa estancia haciendo guardia a las puertas de la escuela, gritando consignas.

—¿Por qué hacer una prueba como esta? —se preguntaban los hermanos cuando aquello terminó y Julio César ya descansaba en su casa antes de comenzar el semestre.

Le contó a Lenin que le había tocado limpiar un foso con agua estancada del drenaje y que debió meterse a trabajar sin ropa adecuada. No les dieron nada, sólo usaron la única muda que les permitieron. Así, entre el miasma, a los aspirantes los pusieron a trabajar y cuando terminaron el resultado no tuvo sentido porque la fosa estaba diseñada para volver a llenarse de suciedad. Julio, dice otro de sus tíos, Cuauhtémoc, pescó una infección crónica en un pie.

—Casi abandonaba, carnal —le confesó a Lenin ya riendo—, pero me acordaba que cada vez faltaba menos y así me la llevé.

Julio César le narró a su hermano cómo era la semana y media de pruebas: empezaba a las cinco de la mañana, cuando los levantaban al grito de “¡Vienen los soldados, vienen los soldados!”, el azotar de puertas y la orden terminante de que los aspirantes se alinearan en disciplinada formación, para luego salir a correr por las calles de Tenancingo, en una ruta que para Julio César resultaba lo de menos, por su entrenamiento físico. Luego, un café y horas de estudio en los grupos asignados para esperar las pruebas físicas.

Pasado el infierno inútil para Julio César, la carga curricular fue pan comido. Cumplía si había boteos, porque se organizaban muy pocas tomas de camiones debido a los acuerdos alcanzados por la normal con el gobierno de Peña Nieto cuando, después de múltiples movilizaciones, en 2008, la escuela pactaría a fin de garantizar la entrega de 128 plazas para sus egresados y la preservación del presupuesto para la institución.

Poco después, Peña desconoció los acuerdos y, ante el inminente incumplimiento, la comunidad estudiantil inició una serie de paros escalonados que llevaron a una huelga en agosto de ese año. El 14 de septiembre, en un operativo policiaco, 400 granaderos apoyados por helicópteros rodearon la escuela para tomar las instalaciones. Ante el asalto y desalojo de los estudiantes, habitantes de cinco pueblos vecinos se movilizaron y formaron un cerco para impedir la toma de la normal. Hasta la FECSM —organización que administra al alumnado de las 16 normales rurales en el país— había convocado a otras escuelas en auxilio de Tenería. Frente a esa defensa, el gobierno mexiquense dio marcha atrás y volvió a reconocer los acuerdos.

Sin embargo, eso tuvo un costo. Los líderes estudiantiles de Tenería cedieron, por lo menos prometieron, docilidad. Garantizada la subsistencia, el gobierno del Estado de México concedió las 128 plazas para que las asignara el Comité Estudiantil en mesas de negociaciones encabezadas por los Servicios Educativos Integrados al Estado de México (SEIEM). También les mejoraron el presupuesto y por eso la normal, aun en su pobreza, no padecía como Ayotzinapa.

“Entonces, ¿por qué un propedéutico así?”, se preguntaba Julio César todavía en el examen, mientras vaciaba, literalmente con las manos o una pequeña bandeja, junto a otros, una enorme alberca a la que bastaba quitarle un tapón para que el agua se fuera sola.

El porqué lo descubrió luego.

Un año después Lenin se preparaba para su propia prueba en Tenería, siguiendo los consejos del hermano. Lo hacía bajo la advertencia de que durante el propedéutico apenas podría dormir media hora por día y que no debía despreciar el plato de frijoles acedos que le servirían. También comió lo que otros no querían porque sabía que sería su única fuente de energía. Así que contestó los exámenes y le tocó trabajar la tierra.

Bueno, si a eso se le llamaba “trabajar”, porque le dieron una pala doblada y, para cortar yerba, un machete sin filo. No dijo nada porque ya estaba consciente de aquello, pero su carácter le impidió continuar. Ese mismo día los mandó al diablo, enojado y decepcionado porque las pruebas eran todavía más dementes de lo que su hermano Julio César le había anticipado.

—¿Y ’ora, carnal? —le preguntó a Lenin cuando lo vio entrar a la casa.

—Me salí —respondió Lenin, secamente.

Ese día, el hermano menor dijo adiós al normalismo rural y eligió la carrera de administración en un tecnológico regional.

“El propedéutico no existía antes, pero tiene una razón de ser —dice el profesor Cuitláhuac, haciendo memoria—. Antes del propedéutico, Tenería era una de las escuelas más reconocidas, pero ahora, lo digo porque lo he visto, forma personas pasivas, obedientes y serviles. La práctica docente de esas personas fracasa porque, en primer lugar, ya no quieren ser maestros rurales”.

Las pruebas tienen sus antecedentes cercanos en 1997 en la Normal Rural “Luis Villarreal” de El Mexe, Hidalgo, cuando Jesús Murillo Karam era gobernador de aquella entidad y Miguel Ángel Osorio Chong era su secretario de Gobierno. Era la normal más politizada de México, pero en 1995 uno de los líderes del Comité, apodado El Pantera, había decidido secuestrar camiones y vandalizar sin razón aparente, una práctica erradicada de esa institución desde hacía algunos años.

Dos años más tarde, en 1999, llevó a los estudiantes a enfrentamientos innecesarios contra las autoridades, decididas a cerrar aquella escuela con la excusa de la violencia. La madrugada del 19 de febrero de 2000, la escuela fue tomada por 300 granaderos y al menos 700 estudiantes fueron detenidos y recluidos en diferentes prisiones. En respuesta, otros normalistas y padres de familia se organizaron para recuperarla con palos y piedras.

Enfrentaron a los policías, capturando a 68 granaderos, quienes fueron exhibidos en la plaza de la cabecera municipal junto con 15 armas largas AR-15, decenas de escopetas y lanzagranadas, varios escudos y toletes. Los estudiantes liberarían a los policías si el gobierno estatal soltaba a todos los detenidos y resolvía un pliego petitorio.

El gobierno aceptó las condiciones, amplió la matrícula, aumentó plazas para los egresados y reorganizó la estructura académica y administrativa de la escuela, asegurando la sobrevivencia de la institución durante tres años, porque en 2003 las divisiones internas de la comunidad estudiantil —alentadas y coordinadas por infiltrados del gobierno estatal— permitieron a Osorio Chong, ya como gobernador, cerrarla definitivamente. En 2005, Chong argumentó que los maestros rurales no eran necesarios.

Utilizados, infiltrados y manipulados por el gobierno estatal, los alumnos perdieron El Mexe y también ayudaron, sin querer, a establecer uno de los estereotipos más arraigados en parte de la ciudadanía mexicana: aquel que muestra a los estudiantes normalistas rurales como vándalos y parásitos que chantajean al Estado.

“Los propedéuticos no son idea de los normalistas, sino de infiltrados del mismo gobierno y usan esas pruebas para justificar el cierre de las escuelas. En Tenería ya pocos profesores son éticos, progresistas y rurales. Yo lo digo: por ahí van a cerrar las normales rurales, por los propedéuticos inhumanos”, alerta el profesor Cuitláhuac Mondragón.

Julio César se mantuvo en la normal durante dos semestres. Cumplía con todo, hasta con pedir dinero para la escuela con la esperanza de que lo recabado se usara en beneficio de ella, no obstante que externaba su desacuerdo con dicha actividad. ¿Para qué botear si el dinero iba para otros fines? Desde la visión de Julio César, Tenería no tenía necesidades apremiantes porque el gobierno del Estado de México la trataba bien con los presupuestos.

Poco a poco el enojo se le fue desbordando a Julio César y un día no pudo aguantarse. La razón de que lo expulsaran en 2010 de Tenería la relata uno de sus amigos en esa escuela, quien recuerda que en una reunión del Comité de Alumnos se daba a conocer el estado financiero. Julio César escuchaba las explicaciones y miraba las cuentas que se les entregaban a los presentes. De pronto se levantó, pidió la palabra y desde su asiento se dirigió a los que estaban al frente. Y preguntó, directo y sin rodeos, por el dinero que se había juntado para la escuela.

Se hizo el silencio. Julio César, aprovechando el paréntesis, les reventó allí a los dirigentes: “Muy comunistas, muy socialistas, y mírense, robando el dinero de la escuela”. Después abandonó el lugar.

Su salida era cuestión de tiempo. Faltaba, era cierto, y su familia, a la que nunca le dijo las verdaderas razones, atribuyó las ausencias a la muerte de su abuela Guillermina Fontes. Las faltas fueron una de las causas reglamentarias para que el Comité lo diera de baja. Pero lo cierto es que “Tenería se molestó con él porque les dijo sus verdades”, recuerda su amigo.

Cuitláhuac, su tío, hablaría con el secretario general del Comité, quien le dijo que su sobrino era apático para las actividades físicas y que además los criticaba mucho. Les echaba en cara que se faltara tanto y que “los alumnos [hicieran] mucha flojera”.

—Está bien que no haya clases, pero que Julio no lo divulgue —dijo al final Carlos Próspero, uno de los subdirectores administrativos que no movieron un dedo para ayudar al estudiante, sabiendo que las razones de la salida eran otras.

Julio César también criticó a los del Comité por vivir como ricos. En un ambiente de pobreza, los dirigentes tenían en sus habitaciones televisión por cable y gastaban en relojes caros. Fue por esos días cuando Julio César tomó la determinación de encabezar la Secretaría General de la FECSM para terminar con las prácticas antinormalistas y apoyar las verdaderas necesidades sociales.

La boleta de Julio César Mondragón Fontes en la normal mostraba buenas calificaciones. Entonces decidió probar suerte en el Distrito Federal, en la Benemérita Escuela Nacional de Maestros, pero los traslados resultaron imposibles. Cuatro horas en camiones redujeron a nada esa aventura que, sin embargo, duró seis meses. Mejor se puso a trabajar. Se alquilaba en el campo porque su fortaleza física lo ayudaba sin problemas a soportar largas jornadas. También trabajó en una tienda Oxxo y estuvo en la construcción del nuevo penal de Tenancingo, donde lo contrataron como peón.

Si bien probó suerte en un tecnológico privado de su comunidad, las colegiaturas y su vocación lo orientaban de nuevo hacia las normales. Al mismo tiempo conoció en un baile escolar a la profesora tlaxcalteca Marisa Mendoza Cahuatzin. Se hicieron novios y Julio César supo que su vocación se reafirmaba.

—No, carnal, lo mío es el normalismo y voy a regresar —le dijo a Lenin una vez.

Escogió la normal de Tiripetío, Michoacán, y se preparó para los exámenes, en 2013, que incluían otro propedéutico, aunque no al estilo de Tenería. Pero la experiencia michoacana fue más de lo mismo. Mientras se desarrollaban los exámenes, los pusieron a botear y a Julio César le tocó pedir a los tripulantes de una camioneta, “una troca tipo narco”, contaría después, cuyo conductor bajó la ventanilla para meter un billete de mil pesos en la alcancía. Julio César no supo qué hacer.

—Ahí ’stamos —le dijo el hombre, tocándose el sombrero en señal de despedida y arrancando el vehículo.

Esa jornada terminaría bien para todos, menos para Julio César, porque, reunidos más tarde y en presencia de delegados observadores de otras escuelas, entregó lo que había recolectado.

—¿Y ese dinero para dónde va? ¿Y dónde está el billete de mil pesos? —preguntó entonces Julio César.

—Tú cállate —fue la respuesta que recibió, aunque observadores de otras escuelas que estaban presentes le dieron la razón al joven.

Después, los de Tiripetío le dijeron en privado que esa pregunta le costaría la permanencia.

—Aquí no te quedas —sentenciaron.

Y así fue.

—Abrí mi bocota y los cuestioné —contó luego Julio César a su familia, cuando se hizo oficial que en Tiripetío no se quedaría.

El embarazo de Marisa y hacer vida común le exigían recursos. Volvió al trabajo, esta vez como guardia en los autobuses Caminante, en la central camionera de Observatorio, Ciudad de México, y después como custodio en el centro comercial Santa Fe, también de la capital. Pero no dejaba de ayudar en las faenas comunales en su pueblo, Tecomatlán, a las que iba sin recibir pago alguno.

“Cómo lo extrañan los delegados”, señala Afrodita, su madre, cuando recuerda el trabajo que hacía su hijo para el pueblo.

Después de Iguala nada queda del joven que levantaba a su madre a la medianoche para que le asara un plátano macho y lo acompañara a la mesa para comérselo. Nada queda de las últimas pláticas en las que el normalista encargó a su bebé con ella. “Yo ya me voy”, le decía, y ella creía que se refería simplemente a volver a la normal.

 

El objetivo: desaparecer las normales rurales

 

Se ha escrito ampliamente sobre el origen de las normales rurales. De modo que es necesario sintetizar sus rasgos más importantes para entender su contribución al proceso educativo. Se fundaron después de la Revolución y son consideradas una de sus conquistas más importantes. La educación rural tenía importancia fundamental porque la mayoría de los mexicanos se ocupaba de cuestiones agrarias: 72% de la población total vivía en el campo.1

Dado el origen del nuevo gobierno, el concepto de justicia social fue de gran relevancia en el discurso político de la época. El compromiso por la educación era otro y el objetivo era apoyar sectores históricamente excluidos. El Estado emprendió un proyecto de proporciones gigantescas para transformar la vida de campesinos e indígenas.

Fue el teórico Moisés Sáenz quien impulsó la creación de esas escuelas para reducir la brecha entre ciudad y campo, integrando a la población indígena y mestiza del México rural a la vida nacional.

Las normales rurales se desprenden de la fusión de las normales regionales y las escuelas centrales agrícolas, constituidas a principios de los años 20. Esas normales regionales formaban maestros que en poco tiempo estarían capacitados para enseñar a leer, escribir e introducir técnicas agrícolas bajo el modelo de internado mixto de 50 alumnos; funcionaban con poco presupuesto y mínima supervisión de la Secretaría de Educación Pública (SEP).

Por su parte, las escuelas centrales agrícolas se crearon en el gobierno del presidente Plutarco Elías Calles como un proyecto que, con maquinaria moderna, organización cooperativista y crédito público, debía mejorar la producción del agro.

A principios de 1930 esas dos instituciones se fusionaron junto con las llamadas Misiones Culturales4 e integraron las escuelas regionales campesinas para cumplir un plan de estudios de cuatro años que formaría maestros rurales y técnicos agrícolas. Los estudiantes serían de origen campesino y la estructura cooperativa haría posible la autosuficiencia. También combatirían las necesidades de las comunidades aledañas. En 1926, las regionales campesinas se transformaron, por fin, en normales rurales y en seis años ya había 16 de ellas.

La primera estuvo en Tacámbaro, Michoacán, en 1921, y rendía cuentas a la recién creada SEP de José Vasconcelos. Fue relativamente fácil echarla a andar porque contaba con el apoyo del general Francisco J. Múgica, gobernador izquierdista, quien al año siguiente atestiguó la fundación de más rurales en su entidad en Ciudad Hidalgo, Uruapan y Huetamo. El gobierno de Múgica dedicó la mitad de su presupuesto a la educación y por eso pudo duplicar el salario mínimo de los maestros —cinco pesos diarios—, que se pagaba puntualmente cada 15 días, hecho insólito hasta entonces.

Sin embargo, la Normal Rural de Tacámbaro y otras no fueron bien vistas por los hacendados ni por el clero. Los curas las llamaban “escuelas del diablo” desde entonces. La Iglesia amenazó con excomulgar a las familias de los inscritos y comenzó a correr rumores sobre prácticas inmorales en los internados.

El normalismo rural pronto cosechó sus primeros enemigos, que desde entonces nunca lo abandonarían. Los terratenientes, las compañías mineras y las empresas forestales aliadas con el clero engañaban y amenazaban a los campesinos, haciéndolos dudar de la labor del maestro.

Tras la Guerra Cristera (1926-1929), la Normal Rural de Tacámbaro fue reubicada varias veces hasta que en 1949 se instaló en Tiripetío, en la ex hacienda de Coapa, una acción simbólica que hacía referencia al reparto agrario de la Revolución: no sólo tierras para los campesinos, educación también. El nacimiento de la primera normal rural, en su organización como en su modelo educativo, constituía un acto de justicia.

Las normales rurales se convirtieron en la única vía por la que campesinos e indígenas podían mejorar sus condiciones de vida. La relación que se estableció entre maestros y campesinos pronto fue indisoluble porque las normales eran también un centro de convivencia social donde lo mismo se iba a escuchar la radio que a despiojar niños y alimentar a los estudiantes, cuidar enfermos y hasta gestionar créditos gubernamentales. Eran espacios de influencia.

El sentido de justicia social en las normales rurales, la enseñanza práctica, la simbiosis entre escuela y comunidad, así como la castellanización de los indígenas, la educación técnica y el vínculo con el reparto agrario que impulsó el presidente Lázaro Cárdenas tuvieron un impacto fuerte y positivo en las normales. Fue con Cárdenas cuando el presupuesto para las Escuelas Regionales Campesinas se incrementaría y el número de planteles llegaría a 35.

También se preponderó el papel del maestro como líder comunitario, no sólo en términos culturales y económicos, sino políticos. Sin saber o sin entender aún las consecuencias de darle poder al maestro, se fortaleció la experiencia del autogobierno.

Razones para reprimirlas o desaparecerlas había de sobra desde la óptica de los gobiernos posteriores al de Cárdenas: educación socialista, exclusión de toda doctrina religiosa, combate al fanatismo, así como a los prejuicios.

Si bien el “sufrimiento” de las normales rurales recibió más atención a partir de 1940 con la llegada de Manuel Ávila Camacho a la Presidencia, sus problemas graves habían estallado a raíz de la expropiación petrolera, cuando cayó el presupuesto destinado a ellas. Maestros, alumnos y campesinos se organizaron para exigir tierras y mayor apoyo para combatir el deterioro de internados y escuelas.

En 1935 nació en la Central Campesina de El Roque, Guanajuato, la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), formada por alumnos de todas las escuelas normales rurales, pero el gobierno nunca entendió la intención de esa agrupación y para 1941 el avilacamachismo la consideraba un dolor de cabeza.

En menos de dos años, la organización estudiantil y la lucha por el liderazgo del movimiento magisterial en todo el país fueron vistas como una amenaza para el gobierno y Ávila Camacho ordenó crear el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) para el servicio de la Presidencia de la República.

La respuesta presidencial también ha sido la misma desde los años 40: una campaña para acabar con a la “disidencia comunista” y la aniquilación de escuelas regionales campesinas a fin de transformarlas en escuelas prácticas de agricultura, además del cierre de planteles que apenas dejó 18 normales rurales con vida. En 1943 se separó a los estudiantes en planteles unisexuales (nueve para varones y nueve para mujeres) y en 1945 se unificó el plan de estudios junto con el de las normales urbanas.

La situación para los normalistas se agravó durante el mandato de Miguel Alemán, quien frenó la Reforma Agraria y privilegió el capital privado para crear una agricultura de alto rendimiento a costa de la sobreexplotación del campo y los campesinos.

Para los años 60 fueron cotidianas las agresiones gubernamentales, pero la organización estudiantil mantuvo sólidos los motivos fundacionales, evitó la reducción de matrículas y conservó los internados, las becas y las prácticas rurales. Los estudiantes también luchaban por mantener la educación socialista a través de los Comités de Orientación Política e Ideológica (COPI), vigentes hasta la fecha, que abordan y estudian al marxismo-leninismo para entender la realidad del país y su condición social de exclusión y discriminación.

Las normales rurales se sumaron al movimiento estudiantil de 1968, en el cual tuvieron una participación activa y destacada. Después de la represión en Tlatelolco, los normalistas recibieron uno de los golpes más brutales de su historia porque Gustavo Díaz Ordaz cerraba 15 de las 29 escuelas que había y fueron convertidas en secundarias técnicas bajo la consigna de que eran semilleros de guerrilleros y grupos armados.

La década de los 70 representó para los normalistas persecución y represión sin cuartel. En plena Guerra Sucia, emprendida por el presidente Luis Echeverría, se utilizaron como referencia violenta y enemigos del Estado imágenes de Arturo Gámiz, Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, líderes comunitarios y profesores normalistas que participaron en la organización de movimientos guerrilleros.

Como se difundió la idea de que las normales rurales eran formadoras de movimientos armados y no cumplían con el papel de escuelas, el gobierno tuvo la oportunidad de mantener una política de abandono, agresión y hostilidad, obligando a la FECSM a pasar a la clandestinidad.

Y así llegaron a 1982, cuando la mayoría de las normales rurales se declaró en huelga para exigir al gobierno lo mismo que en años anteriores. La respuesta también fue la misma: ataques del Ejército y la policía.

En suma, desde 1922 se han fundado 43 normales rurales, tres centros normalistas regionales, tres normales urbanas, tres urbanas federalizadas y una normal indígena, un total de 53 escuelas, aunque nunca funcionaron al mismo tiempo y algunas fueron reubicadas o convertidas en secundarias técnicas o universidades politécnicas.

Con artimañas distintas, en 93 años el gobierno federal ha cerrado 35. Actualmente funcionan sólo 16 normales rurales, un centro normal regional y la Normal Indígena de Cherán, en Michoacán, las cuales desde 2013 atienden a una población que ronda los 6 mil 590 alumnos. Esto contrasta con el crecimiento exponencial de las normales privadas.

De acuerdo con cifras oficiales, para 2007 había 468 escuelas normales en todo el país: 287 públicas y 181 privadas que atendían a una población de 160 mil estudiantes; cinco años más tarde había 489 escuelas normales: 271 públicas y 218 privadas, con una matrícula de 134 mil alumnos. Así pues, 16 normales públicas dejaron de funcionar, y a cambio se crearon 17 privadas.

 

Los papeles abiertos de la historia

No resulta difícil comprender que los estudiantes de las normales rurales se involucraran e incluso encabezaran luchas armadas, como lo hizo Lucio Cabañas Barrientos, alumno de Ayotzinapa, secretario general de la FECSM en 1962, y quien cinco años después, en 1967, se internara en la sierra de Guerrero para fundar el Partido de los Pobres.

Su capacidad organizativa y activismo guerrillero eran monitoreados por el gobierno mexicano, el Departamento de Estado de Estados Unidos y la CIA.

Otro profesor, egresado de la Benemérita Normal para Maestros en la Ciudad de México, Genaro Vázquez Rojas, militó en el Movimiento Revolucionario del Magisterio y luego en el Movimiento de Liberación Nacional. Formó parte de la Central Campesina Independiente (CCI) y la Asociación Cívica Guerrerense (ACG) . Tras su detención y posterior fuga de la cárcel de Iguala, constituyó la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria y sus fuerzas armadas con una estrategia político-militar dirigida por él mismo.

Misael Núñez Acosta fue alumno de Tenería en Tenancingo, Estado de México, y fundador de la CNTE, que aglutina al magisterio disidente. Pero la disidencia genera una sensación de tragedia: han sido asesinados al menos 152 de sus integrantes desde su constitución.

Durante el gobierno de Vicente Fox Quesada (2000-2006) se creó la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP), la cual esclarecería crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado durante la Guerra Sucia. Esa intención de actuar contra los responsables de las matanzas de 1968 y 1971 quedó en eso. Sin embargo, antes de que Fox se arrepintiera hubo un avance en 2002, cuando el acervo documental del Cisen fue trasladado al Archivo General de la Nación (AGN), en la antigua cárcel de Lecumberri.

Mudaron 4 mil 223 cajas a la Galería Uno del AGN con todo y personal de Seguridad Nacional para resguardo, administración y manejo del material debido a la complejidad del archivo, conformado por más de 58 mil expedientes y un índice analítico de 5 millones de tarjetas del Departamento de Investigación Política y Social (DIPS), la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (DGIPS) de los gobiernos priistas de 1947 a 1989.

Ahí se encuentra información sobre actores relevantes: empresarios, estudiantes, sindicalistas, artistas, intelectuales, académicos y políticos. Además, se encuentra la memoria de la Guerra Sucia contada en informes elaborados por los agentes del Estado encargados de espiar, infiltrar, detener ilegalmente, secuestrar, torturar, desaparecer y asesinar bajo el argumento de combatir cualquier indicio de organización contraria o crítica al gobierno, los “enemigos del Estado”.

En enero de 2012 se publicó la Ley Federal de Archivos, a través en la cual se establecían los plazos para reservar los “archivos históricos confidenciales” hasta por 30 años a partir del momento en que fueron creados, y por 70 años aquellos que contuvieran datos personales, catalogados como “confidenciales sensibles”.

En 2013 y 2014 se publicaron investigaciones periodísticas sobre la Guerra Sucia en las que se evidenció la brutalidad del gobierno contra organizaciones políticas, campesinas, estudiantiles o guerrilleras. Pero el acceso duró poco porque el gobierno peñista lo restringió utilizando la Ley Federal de Archivos y la Ley Federal de Transparencia y Acceso a

la Información Pública Gubernamental, reservando documentos hasta por 70 años debido a que pueden contener datos personales; es decir, torcieron la ley para evitar la consulta a pesar de no contar con información confidencial sensible que, sin embargo, desnudaba el modo de operar del Estado mexicano.

Durante la efímera apertura de los expedientes, a través de la solicitud de información con folio 0495000006008, el periodista Zósimo Camacho14 consultó más de 10 mil fojas en 31 legajos. Encontró información sobre el espionaje que el gobierno mexicano realizó a lo largo de tres décadas, en los 60, 70 y 80, de las normales rurales y la publicó en la revista Contralínea del 26 de octubre al 30 de noviembre de 2014, un mes después de Iguala.

La DFS recopilaba información con agentes de campo infiltrados en las organizaciones estudiantiles que se hacían pasar por alumnos, maestros o activistas de organizaciones sociales que obtenían nombres, apellidos y números telefónicos, pero también discursos e intervenciones de los normalistas.

La infiltración del gobierno en organizaciones estudiantiles llegó a tal grado que alentaron y financiaron al Consejo Permanente de Escuelas Normales Rurales (CPENR), dirigido por el estudiante Zenón Ramírez, para disputarle la dirección política de las escuelas a Lucio Cabañas, secretario general de la FECSM en 1963, pues de las 30 normales en funciones la FECSM controlaba 18 y el CPENR. Este último recibía apoyo político de Manuel Ortega Cervantes, dirigente del Movimiento Político de la Juventud del Movimiento de Liberación Nacional y apoyo económico de la profesora Guadalupe Ceniceros de Zavaleta, ex subdirectora de Escuelas Normales de la República, en ese momento directora de Internados de Primarias.

Pero en 1965 había movimientos que al gobierno le preocupaban más porque, de acuerdo con el informe de la DFS del 23 de septiembre de ese año, el Grupo Popular Guerrillero (GPG) —encabezado por el maestro rural Arturo Gámiz García, el líder campesino Álvaro Ríos Ramírez y el médico y profesor normalista Pablo Gómez Ramírez— coordinaba un ataque relámpago al cuartel militar en Madera, municipio rural del estado de Chihuahua. Estaba conformado por estudiantes y profesores de escuelas normales rurales y campesinos, quienes retomaban la escuela del guerrillero argentino Ernesto Che Guevara.

Esta acción es considerada una de las más importantes registradas en la historia de la insurgencia mexicana porque sacudió los cimientos del gobierno mexicano, exhibió a los caciques y latifundistas chihuahuenses y fue un detonante para la guerrilla en todo el país, pero hay información que confirma que antes, durante más de 12 meses, un grupo de 40 profesores, maestros y campesinos realizaron otras acciones, como dice la tarjeta fechada el 21 de julio de 1964, que señala que cinco agentes encabezados por Rito Caldera Zamudio habían sido comisionados para ubicar y detener a un grupo de insurgentes, los cuales sorprendieron a los policías, los rindieron y tomaron presos para después dejarlos libres. La importancia de los líderes y organizaciones estudiantiles preocupa a los mexicanos, pero también al gobierno de Estados Unidos, como consta en un informe del 14 de abril de 1966 firmado por Ángel Posada Gil, Fermín Esparza Irabién y el capitán Apolinar Ruiz Espinoza dirigido al director de la DFS, Fernando Gutiérrez Barrios. “El régimen estadounidense veía como un serio peligro a los estudiantes normalistas rurales”,16 explicaba la nota. De acuerdo con ese despacho informativo, un elemento de apellido Hoillt, de la Agencia Federal de Investigación (FBI), realizaba invitaciones al Comité Ejecutivo de la FECSM para que analizaran la propuesta de visitar Estados Unidos respaldados por becas.

Dos años antes, el 25 de febrero de 1964 un parte firmado por el agente de campo Blas García Hernández describe la coordinación entre el gobierno mexicano y el estadounidense para detener la huelga que pretendían estallar los estudiantes durante la celebración de su Congreso Nacional y la posibilidad de realizar una investigación policiaca para conocer más sobre la naturaleza de la FECSM.

Como parte de las acciones para disminuir la capacidad de movilización de la FECSM, en agosto de 1966 surgió la Federación Nacional de Normales Urbanas (FNNU). Un año después, el gobierno organizó una Asamblea Nacional de Educación Normal Rural que pretendía construir un modelo de normalismo para desaparecer los internados de las escuelas y terminar con huelgas y paros, reduciendo posibilidades de movilizaciones por alimento y hospedaje, controlar las becas e inscripciones y desapareciendo la carga política-ideológica.

La DFS compiló una gran cantidad de información sobre cada una de las escuelas, de las que sabía todo, su relación con las comunidades agrarias circunvecinas, infraestructura, número de alumnos, integrantes de los comités estudiantiles, comisariados ejidales y afiliación a la Confederación Nacional Campesina (CNC) o a la CCI, comunidades indígenas, principales cultivos, producción pecuaria y ubicación geográfica con mapas y croquis.

Simultáneamente, la Confederación de Jóvenes Mexicanos (CJM), ex aliada de la FECSM, se había unido al gobierno diazordacista y pedía la desaparición de las normales, como exhibía un desplegado publicado en El Universal el 14 de marzo de 1968. Para noviembre, cuando los alumnos regresaban de vacaciones, las normales habían sido cerradas y su mobiliario extraído. Ayotzinapa en Guerrero y Cañada Honda en Aguascalientes fueron sitiadas por el Ejército, y en otras había elementos de la 13 Zona Militar. Esta acción desató una huelga en 14 escuelas y con ello se logró abrir las 15 que el gobierno había cerrado. De todas maneras, nada terminó bien porque un año más tarde 13 escuelas fueron convertidas en Secundarias Técnicas Agropecuarias. Al intentar recuperarlas, los estudiantes se enfrentaron a contingentes de por lo menos 200 campesinos priistas respaldados por el Ejército que habían tomado las instalaciones junto con las policías locales, la DFS, el Servicio Secreto y la CNC.

Ese año la FECSM recibió el golpe más duro porque cerraron la mitad de sus escuelas. Sólo sobrevivieron aquellas en las cuales sus vecinos, la mayoría campesinos padres de los estudiantes, se solidarizaron para defenderlas. Pero el hostigamiento no se detendría y en épocas recientes una nueva andanada se desataría para alcanzar el objetivo de cerrar la totalidad de ellas.

Las normales rurales han sido condenadas a la desaparición por el gobierno federal, y Ayotzinapa por encima de todas porque representa el centro de la conciencia social en Guerrero, que también significa resistencia y organización para defender el derecho fundamental a la tierra y su riqueza que las mineras y el narcotráfico han cancelado en gran parte de México. Eso da sentido al dicho de luchadores sociales guerrerenses, Evelia Bahena entre ellos, que siempre repiten que Ayotzinapa es la razón de todo, aunque las esferas de poder busquen, y en ocasiones con desesperación, fórmulas para transformar y adecuar la realidad, incluso a través del terror.

Escuelas del diablo

“Están disparando, amor”

 

* Esta es parte de la historia de cómo el normalista de Ayotzinapa, Julio César Mondragón, torturado, desollado y asesinado la madrugada del 27 de septiembre del 2014 en Iguala, Guerrero, adquirió un celular, un LGL9, con el que trazó el mapa de sus ubicaciones, desde el 25 de septiembre del 2014, y pudo, como nadie, describir lo que ocurrió la noche del 26 de septiembre. Julio se convirtió en “símbolo oculto” de Ayotzinapa y los movimiento sociales de Guerrero y el país. Héroe sin rostro, Julio y su equipo celular han descubierto algunos misterios. Esta es la historia de ese celular y del mapa que de él se desprendió, y que forma parte del libro “La guerra que nos ocultan”, editado por Planeta en el 2016.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Alvarado

Allí está Iguala de la Independencia, a cuatro horas y media de la Ciudad de México, rodeada de cerros, custodiada por una bandera gigante que apenas ondea, chorreada en el calor a la mitad del año. Sus calles, excepto las avenidas que la circundan y que allá llaman periféricos, son angostas y casi intransitables porque el comercio se desborda en ellas, sobre todo en el centro, sobre todo en la Juan N. Álvarez.

Siendo la tercera ciudad en importancia de Guerrero y cuna de la historia mexicana, es pequeña y, según el INEGI, hasta 2016 tenía 140 mil 363 habitantes, aunque son más pero no se han contado. En realidad la gente va y viene por otras razones que no tienen nada que ver con el comercio común. Ruta de narcotraficantes, es uno de los primeros puntos donde recalan los desplazados por sicarios y mineras de los pueblos de la región; también es la principal proveedora de extractoras. Debiera ser rica desde el razonamiento más superficial que ubica a esas empresas como benefactoras, derramadoras de bondades en donde llegan.

Debiera, pero no, porque para marzo de 2016 había 50 bandas peleando a muerte por Guerrero, seis de las cuales se disputaban las calles y alrededores de Iguala, incluidas dos de reciente parto: Espartanos y Tequileros, versiones recargadas de los Guerreros Unidos y La Familia Michoacana dispuestas a todo. Una guerra declarada se anunciaba en narcomantas por toda la ciudad el 28 de marzo y anticipaba el baño de sangre que ya todos conocían y que, no se sabe cuándo, terminó por instalarse en el día a día igualteco, donde era normal que personal de bomberos y Protección Civil estuviera armado para acribillar normalistas, meter cuerpos en bolsas negras, amontonarlos en el patio del ayuntamiento y limpiar a manguerazos las calles anegadas en sangre.

Lo que ha dejado el 26 de septiembre en Iguala es horror y nada más. Las costumbres cambiaron, incluso las más sencillas. Antes de ese día se podía caminar en la madrugada y algunos establecimientos jamás cerraban, a pesar de conocerse el origen narcotraficante de autoridades y policías. Otros dicen que no, que andar a esas horas era imposible en una ciudad cercada por cadáveres.

Pero ahí está Iguala, inconmovible con sus narcolaboratorios de goma de opio y fosas clandestinas en la colonia San Miguelito, donde dos esqueletos y cuatro putrefactos fueron hallados y denunciados el 10 de abril de 2014 por el subteniente Pirita del 27 Batallón de Infantería, que junto al 41 Batallón de Infantería son las fulgurantes medallas de la ciudad. Sus soldados montan día y noche dos retenes, uno en la salida a Chilpancingo, a la altura de la colonia El Tomatal, y el otro rumbo a Taxco, en el puente El Enano, que anuncia que más adelante ese control militar ha establecido un campamento.

Ahí está la esquina que hacen Periférico Norte y Juan N. Álvarez y sus dos monumentos para los normalistas caídos de Ayotzinapa, Julio César Ramírez y Daniel Solís. Todavía en enero de 2016 círculos rojos pintados en las paredes señalaban los agujeros de las balas en esa escuadra. Nadie los toca o los remienda porque a un año y medio son todavía pruebas para la PGR —que sólo encontró un casquillo cuando fue a investigar— y ni los árboles cercanos han sanado, acribillados porque la puntería de los pistoleros no encontró por suerte más cuerpos humanos

Un anuncio sobre la desaparición de los 43 todavía cuelga del poste cercano en la Juan N. Álvarez, que se adentra en la ciudad y es la ruta que siguieron los jóvenes intentando el escape. Porque quién quiere meter tres camiones de pasajeros al centro de Iguala si sabe que no podrán pasar. No se necesita mucho para entender, mirando la primera cuadra, que hasta en auto es imposible hacer buen tiempo, menos escapar si encima se quiere levantar a alguien en medio de una verbena de la presidenta del DIF, por ejemplo. Y si los policías persiguen, la única razón para meterse ahí es que el resto de las calles están bloqueadas.

También está, en el número 153 de la Juan N. Álvarez, el Hospital Cristina, apenas una construcción de dos pisos pintada de verde claro, cuyas ventanas reflejan las nubes, excepto una, rota adrede o por accidente. Allí, el 27 de septiembre de 2014, cerca de la una de la mañana estuvieron 25 estudiantes pidiendo atención y refugio. Nada consiguieron, excepto que los soldados los fotografiaran y les dijeran que tuvieran “güevos”. La PGR llegó al Cristina el 13 de noviembre de 2014 para recolectar sangre seca, muestras de tejido, cualquier cosa que los normalistas hubieran dejado, hasta envolturas de alimentos o papeles usados para contener hemorragias, pero poco pudo hacer, al menos el especialista en dactiloscópica forense Alberto Rosas Fernández, porque “el lugar no fue preservado debido a que ya había sido limpiado”, escribió en su informe con folio 82878, dentro de la carpeta central de investigaciones.

Si uno camina, si cree que puede, más adelante está el autolavado Los Peques, propiedad de los hermanos Osiel, Víctor, Mateo, Salvador y Orbelín Benítez Palacios, a quienes todos en Iguala y hasta la PGR relacionan con los Guerreros Unidos pero que ya eran viejos cuando estos llegaron. Desde siempre han controlado la distribución de droga en la región y a los Beltrán Leyva les enseñaron los recovecos que guarda la ciudad. Eran poderosos y hasta posiciones políticas tenían, como lo demostraba el síndico César Chávez Salgado en el ayuntamiento de José Luis Abarca, integrante formal de ese sicariato.

Es Iguala, desdibujada por los expedientes de la PGR, llena de pistas desperdiciadas, pasadas por alto a propósito o porque alguien ya se cansó. Y ahí sigue la ciudad, atravesada en el centro por la calle Guerrero, con su Súper Farmacia Leyva, que está abierta las 24 horas. Esa calle pasa a un lado del ayuntamiento, calcinado por un incendio desde el 22 de octubre de 2014, cuando se desquitaba la furia contra el edificio evacuado días antes. A ese palacio le cuelgan aún pintas que dicen “Ayotzi Vive” y la manta gigante donde están los muertos y sus compañeros, frente al campamento de Los Otros Desaparecidos, languideciendo de infortunio luego del asesinato de su militante más activo, Miguel Ángel Jiménez Blanco, fundador de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), el 9 de agosto de 2015. Es el mismo palacio donde activistas y defensores de derechos humanos han declarado que “el enemigo en común de toda la lucha es la minera” y donde los normalistas de Ayotzinapa protestaron el 3 de junio de 2013, junto a otras organizaciones sociales, contra José Luis Abarca por la desaparición del fundador de la Unidad Popular de Iguala, Arturo Hernández Cardona. Mientras gritaban en la calle, con el edificio desalojado, la mujer del desaparecido reconocía el cuerpo de su esposo en la morgue.

Ya los árboles adornados con el rostro de los estudiantes no impresionan a los oriundos, aunque si se puede no se pasa por ahí, por la explanada donde María de los Ángeles Pineda Villa, la ex primera dama de la ciudad, bailó la canción del “El Cangrejito Playero” en compañía de sus amigos militares mientras los normalistas entraban a la ciudad.

Ahí sigue la ciudad, impávida como la mole del Hotel del Andariego, donde los narcos se reunían a veces para repartir las ganancias mensuales, pagar a jefes sicarios y de paso a los policiacos y a algunos funcionarios locales. En los cuartos de ese hotel se encerraban Raúl Núñez Salgado, El Camperra —chofer de Mario Casarrubias, El Sapo Guapo, con su extravagante diente de oro donde alguien con mucha paciencia le grabó una “R”—, y El Pechugas para contar el dinero, guardado en sobres con el nombre de sus destinatarios y que el primero entregaba personalmente para evitar malos entendidos.

Y esos paquetes: 2 millones 200 mil pesos distribuidos cada vez —las cantidades siempre variaron— como habían acordado los capos Casarrubias. Trescientos mil pesos para El Gil, que lo dividía en las manos del subdirector de la policía de Cocula, César Nava, el verdadero jefe de esa institución —y quien el 26 y 27 de septiembre “había faltado por incapacidad médica”— y sus agentes corrompidos; 350 mil pesos al May; 80 mil pesos al Cholo y 140 mil al Walter, un traidor al preferir la jefatura de Los Rojos; y al comandante Francisco Salgado Valladares, jefe de la policía de Iguala, 600 mil pesos.

Es la Iguala en cuyas calles todavía el 30 de septiembre de 2014 las autoridades encontraron a otros 14 normalistas, con lo que la lista de desaparecidos se redujo a los 43. Deambulando por Iguala, después de las balaceras, unos habían encontrado refugio con vecinos de buen corazón y otros se habían escondido durante horas, hasta que se sintieron menos inseguros y se aventuraron para pedir ayuda. Y con su Súper Farmacia Leyva convertida en mirador para ver asesinados, la ciudad es la misma donde Julio César Mondragón Fontes, El Chilango, platicaba con su esposa Marisa Mendoza por celular, el 26 de septiembre de 2014.

—Están disparando, amor —le dijo él, a las 21:27, cuando se encontraba con sus compañeros a una cuadra del centro de Iguala.

El mensaje, redactado con la premura de quien se protege de una balacera, es la pintura del paso a paso de una de las víctimas a quien menos caso se ha hecho, la descripción del camino que lo llevará a la muerte. También representa el destino de cientos de guerrerenses y luchadores sociales en todo el país opuestos a la lógica privatizadora que impone, reprimiendo, la Federación.

Julio César, de 22 años, maestro en formación, había tenido tiempo de dedicar una canción a Marisa, “Ámame más”, del grupo juvenil Breiky, a las 15:30 de ese día, antes de partir con sus compañeros. Ella escribiría un año después en las redes sociales: “¡La sigo recordando con mucho amor! ¡Julio, te extraño! ¡Cómo hubiera querido que no llegara este día!”.

Y aunque algunos han declarado que Julio le prometió que si salía con vida dejaría la normal, la suerte estaba echada. Omar García, también estudiante de Ayotzinapa, sobreviviente de la segunda balacera y uno de los más activos mediáticamente, afirma que al joven lo mataron porque, además de todo, tuvo el valor de escupir a la cara de sus captores, aunque no ha dicho cómo se enteró.

Julio César expresaba el amor por su escuela de diversas formas, pero con Marisa pudo sincerarse y aceptar, como un niño, que Ayotzinapa era importante para él. Tanto, que murió por ayudar a sus compañeros, pudiendo echar a correr, escaparse.

—Tengo miedo de decir esto, pero me empieza a gustar vivir en la normal —le dijo a Marisa, a las 20:51 del 26 de septiembre de 2014, cuando ella le escribía desde Tlaxcala, porque estaba de vacaciones.

 

Julio César compra el LG L9

 

Al joven lo persiguieron aun después de desollarlo y siguieron sus pasos excavando en su pasado digital, lo que se sabe gracias a las coordenadas grabadas en su teléfono, robado el día de su muerte, un LG L9 que el propio Julio César consideraba “demasiado equipo”.

Él había perdido su anterior celular y estuvo una temporada sin aparato hasta que el 24 de septiembre encontró quién le vendiera uno, por mil 700 pesos. Le emocionaba volver a hablar con su mujer y planeaban reunirse en los días próximos. Quien le vendió el teléfono fue otro estudiante de Ayotzinapa, también desaparecido, Jorge Luis González Parral.

El tío de Julio César, Cuitláhuac, recuerda que ese joven ya había vendido algunos equipos entre los muchachos de la escuela. González Parral, a quien apodaban Charra, era originario del municipio de Xalpatláhuac, a 127 kilómetros de Tixtla, a una hora 53 minutos por carretera, en la Alta Montaña de Guerrero, y que no sobrepasa los 12 mil habitantes. De 21 años, Charra nunca supuso que el número que le dio a Julio César, el 7471493586, y sus actividades, registradas en una sábana de llamadas de la compañía Telcel (Radiomóvil DIPSA, S.A. de C.V.), se convertirían en un asunto de seguridad nacional.

Esa base de datos telefónica fue entregada a la PGR el 31 de agosto de 2015, cinco días después de requerirla. Allí, en las 132 hojas foliadas con el logotipo azul de Telcel, y en las que se imprimió una leyenda naranja en el centro de cada una, colocado por la PGR, que dice “CONFIDENCIAL”, el camino de Julio César se puede seguir entre combinaciones de tiempo, coordenadas y números celulares. Lo que se obtiene es que quienes descubrieron y reportaron el cadáver del estudiante, presentes en el levantamiento del cuerpo y que siempre se han declarado al margen, están más involucrados de lo que aceptan públicamente. Y esa participación, esta vez, puede probarse.

El general de división y titular de la Sedena, Salvador Cienfuegos Zepeda, negará tercamente la responsabilidad de sus soldados el 26 y 27 de septiembre porque ignora que un juez ya permitió en una ocasión a familiares de desaparecidos entrar a campos militares a buscarlos, y eso consta en el Acuerdo del Noveno Tribunal Colegiado en Materia Penal del Primer Circuito, correspondiente a la sesión del 12 de junio de 2014 sobre la Queja Penal 29/2014, con Miguel Ángel Aguilar López como magistrado ponente.

El 24 y 25 de mayo de 2007, Edmundo Reyes y Gabriel Cruz, vinculados al Ejército Popular Revolucionario (EPR), fueron detenidos por la Unidad Policiaca de Operaciones Especiales de Oaxaca y militares. La indagatoria indica que los levantados fueron llevados “de manera velada” a la Procuraduría de aquel estado y después trasladados por soldados al Campo Militar Número Uno en la Ciudad de México. A partir de ese momento se les perdió el rastro, pero los familiares consiguieron que “en términos del artículo 103 de la Ley de Amparo, se procede declarar FUNDADA la queja a fin de que el Juez Cuarto de Distrito de Amparo en Materia Penal en el Distrito Federal, deje sin efectos el auto de tres de abril de dos mil catorce, en el juicio de amparo indirecto […], 1) ordene a las autoridades responsables se trasladen a los lugares de posible detención u ocultamiento, en especial, determine la búsqueda en las principales instalaciones militares; 2) ordene a la autoridad ministerial tome comparecencia a los funcionarios de la PGR, a funcionarios estatales o mandos militares, que hubieren estado en funciones en mayo de dos mil siete, a fin de que declaren en relación a los hechos; así como ordene a las autoridades competentes informen sobre la inhumación de cadáveres en los centros de detención o zonas militares que pudieran coincidir con la de las víctimas, para en su caso practicar diligencias de identificación forense”.

Lo anterior, aunque sigue pendiente su ejecución, fue resuelto por “el Noveno Tribunal Colegiado en Materia Penal del Primer Circuito, por unanimidad de votos de los magistrados, Miguel Ángel Aguilar López (presidente y ponente), Emma Meza Fonseca y Guadalupe Olga Mejía Sánchez”, es precedente directo de que las puertas de zonas y bases militares pueden abrirse desde las leyes civiles.

El secretario de la Defensa, Salvador Cienfuegos Zepeda, ni con todo el respaldo del Estado y las puertas cerradas para siempre de los cuarteles en Iguala o el lejano Campo Militar 1A de la Ciudad de México, en Lomas de Sotelo, podrá refutar los datos que Telcel recabó diligentemente y que envió a la SEIDO, para integrarlos en el expediente AP-PGR-SEIDO-UEIDMS-01-2015, y a la Unidad Especializada en Investigación en Materia de Secuestro, para el expediente SECUESTRO OF-SEIDO-UEIDMS-FE-D-11284-2015. O lo hará, pero no se sabe cómo.

Al menos cuatro mensajes de dos vías desde el celular de Julio César se encargan de demostrar que la Presidencia, la PGR y el Ejército mienten y encubren. Cienfuegos ha sostenido un discurso de furia que defiende lo que él señala como los derechos de soldados y militares de rango. Se ha empeñado en esa línea transitando todos los matices hasta llegar a lo grotesco, y cuando los investigadores del GIEI —seleccionados por la CIDH— y los padres de los desaparecidos le exigieron entrar a los campos dijo que no porque no había nada que ver.

La postura del Ejército se endureció más todavía y el vocero de Cienfuegos Zepeda, Juan Ibarrola, sentenciaba a rajatabla el 17 de enero de 2015 que “la seguridad nacional no se negocia con un grupo de culeros que controlan cuatro o cinco municipios”, frase célebre recordada por el periodista Carlos Fazio en la columna “El arriba nervioso y el abajo que se mueve”, el 19 de enero de 2015, en La Jornada. Padres e investigadores estuvieron limitados a las declaraciones de poco más de 40 soldados detalladas en el expediente de unas 54 mil fojas que sobre el caso armó la PGR.

Charra y otros dos desaparecidos son de un pueblo donde aparentemente no hay nada. Pero Xalpatláhuac, gobernado hasta 2015 por el PRD, es una de las zonas que más preocupan al Cisen y a la Presidencia porque hay guerrilla, dice el gobierno públicamente, y por eso se ha vigilado permanentemente a dos sacerdotes católicos de esa región, Mario Campos Hernández y Melitón Santillán Cruz, de la Costa Chica, a quienes relacionó con grupos insurgentes y autodefensas, pero también con Ayotzinapa.

Y es que Campos es uno de los fundadores originales de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC), el grupo de autodefensas que cuida la normal “Raúl Isidro Burgos” y que ha buscado, desde 2013, organizar a comunidades de Guerrero y Oaxaca para resistir y defenderse de la violencia. Los estudiantes nacidos en Xalpatláhuac son el hermano de Charra, Doriam González Parral, Kínder, de 19 años, y Jorge Aníbal Cruz Mendoza, Chivo. Marcial Pablo Baranda, primo de los González, hacía grupo con ellos, aunque venía de la Costa Chica. Todos fueron levantados.

La “verdad histórica” del ex procurador Murillo hace de Charra protagonista de los supuestos sucesos en el basurero de Cocula, pues uno de los sicarios, al reconstruir esa versión, lo identifica llamándolo Flaquito. La filmación de la PGR lo insertó en la opinión pública poniendo su foto a cuadro mientras Agustín García Hernández, El Chereje, sicario de los Guerreros Unidos, narraba una historia que sólo Murillo le podía creer. Para el presunto asesino, Flaquito o Charra había llegado vivo al tiradero y allí el miedo lo había obligado a identificar a Bernardo Flores Alcaraz, Cochiloco, estudiante de segundo año y a quien la Federación señala de pertenecer a Los Rojos.

“Los que quedaron vivos estaban de este lado —dice El Chereje cuando lo obligan a reconstruir los hechos—. Entonces El Flaquito, que fue casi de los primeros, estaba aquí, como por aquí, y él dijo que él iba a decir, que no le hiciéramos nada. Entonces se levantó y se puso aquí… se puso aquí, estaba con las manos en la cabeza y ya comenzó a decir que el mentado Cochiloco era el que… este… el que tenía la culpa de que ellos estuvieran aquí, y que era el encargado. Entonces se le dijo que se levantara y que buscara entre los chavos que todavía estaban ahí… y este… entonces comenzó a buscar y nos dijo: él es el único que tiene el pelo largo. Y El Cochiloco estaba aquí, estaba aquí, estaba… este… sus manos en la cabeza… de esta forma, acomodado así, estaba así. Cuando lo reconoció se le hizo que se hincara, igual, de la misma manera. Pues ya se hincó y se puso aquí, igual así nomás y se puso así. Y dijo que había otro que era infiltrado, entonces igual”.

Para la PGR todos los caminos llevaban a Cocula. Si El Chereje no hubiera declarado, la PGR ya tenía listo el pretexto de una llamada anónima —de un hombre de unos 45 años—, recibida el 26 de octubre, que les allanaba el camino porque, afirmaba con la veracidad que sólo la Federación puede distinguir de las malas bromas, “respecto de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapan, ya estaban muertos” y sus restos tirados en el basurero de Cocula. Con El Chereje o sin él, el destino de las investigaciones era, literalmente, la basura.

Parte de la trama se puede armar, entenderse desde los celulares y sábanas de registros, pues ubican rastros de manera indiscutible, como sucedió con otro alumno, Jorge Aníbal Cruz Mendoza, Chivo, quien mandó un mensaje a su casa diciendo (transcripción literal): “mamá me puede poner una recarga me urge”, a la 1:16 del 27 de septiembre, cuando la versión de la PGR lo hacía quemándose en el basurero.

Como se relató antes, Julio César Mondragón Fontes había perdido su teléfono celular y llevaba días sin uno. No podía comunicarse a su casa ni hablar con su esposa Marisa ni con su pequeña hija, Melisa. Sin embargo, uno de sus compañeros, José Luis González Parral, Charra, ofreció venderle uno, el 24 de septiembre de 2014. Julio César probó el aparato ese mismo día y se comunicó con su esposa para decirle que alguien le vendía un equipo. Decidieron comprarlo y, al otro día, el 25, ya era dueño de un LG L9 que usaría sólo dos días, el 25 y el 26 de septiembre.

guerra

La reconstrucción del último día de Julio César desde su nuevo aparato celular comienza a las 00:36 del 26 de septiembre de 2014, cuando envió un mensaje a su pareja, que repetiría a las 04:14 y a las 09:52. Entre ellos había zozobra porque no sabían si podrían verse, como estaban planeando.

Antes de ir a Iguala, Julio César tramitaba un permiso para dejar por unos días la normal de Ayotzinapa. Ya había conseguido uno, precisamente para el 25 de septiembre, pero como era por tres días lo rechazó porque no le daría tiempo de ver a su familia.

El 26 de septiembre Telcel registró una conexión a internet en el teléfono de Julio César a las 06:56 y media docena de entradas más ese día entre las 12:15 y las 12:33. Las coordenadas de 17 grados 34 minutos 5 segundos de latitud Norte y 99 grados, 24 minutos 3 segundos de longitud Oeste ubicaron al normalista en Tixtla y muestran cómo quien posee un equipo es rastreado desde su actividad celular por la proveedora del servicio.

El trazo que generó Julio César aclara algunos pasajes de esa noche, abriendo una cloaca hacia las profundidades del Estado mexicano que sólo podía explorarse desde testimonios de sobrevivientes, inaceptables para el gobierno, sospechas o datos cruzados que terminaban en callejones sin salida. Abierto ese infierno por los registros de la compañía Telcel, cuatro contactos al teléfono del estudiante lo recorrerán hasta el fondo. Y es que la sábana de Telcel obedece a una regla sencilla: las coordenadas que se generan cuando alguien envía un mensaje de cualquier tipo, accede a internet, llama o contesta, indican su posición geográfica.

Antes, el 24 de septiembre, el estudiante se conectó con su esposa Marisa a las 19:32 y platicaron hasta las 20:35. Él avisaba que le vendían ese teléfono y que por lo pronto se lo prestaban para probarlo. Se pusieron de acuerdo y decidieron adquirirlo. A las 21:06, Charra pedía de vuelta el equipo.

—Salúdame a Melisa y esperemos que todo salga bien —escribió Julio César, despidiéndose de su familia.

En la noche del 25 de septiembre, la pareja volvió a comunicarse y Julio César avisaba feliz que ya era dueño del celular gracias al dinero que ella le había enviado para comenzar a pagarlo. Le contaba las actividades del día, por ejemplo, que a las 9:30 había acompañado al Comité de Lucha en salidas y que habían regresado tarde, cerca de las cinco y media. El programa de Telcel terminaba de registrar ese momento con un mensaje de ella a las 19:45 desde el poblado de Contla, Tlaxcala.

Después, el descanso para todos, porque al otro día debían reunir camiones para llevar a estudiantes de todo el país a la Ciudad de México. Originalmente ese compromiso no era para Ayotzinapa, pero la normal entró al quite porque la escuela designada no quiso molestar al gobierno de su entidad, con el que tenía acuerdos que no deseaba arruinar.

Así, en la tarde fresca del viernes 26 de septiembre, al terminar las labores, entre 90 y 100 jóvenes abordaban dos autobuses. Casi todos eran estudiantes de primero y subían a dos Estrella de Oro que ya estaban en la escuela. Eran los camiones 1568 y 1531.

La “Isidro Burgos” se había comprometido con la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM) para conseguir 20 camiones —según la versión aceptada de la propia escuela— y trasladar a mil 300 alumnos a la Ciudad de México el 2 de octubre. Eso se había pactado en una reunión, entre el 15 y 20 de septiembre de 2014, en la normal “Emiliano Zapata” de Amilcingo, Morelos, donde participaron 13 rurales: Saucillo de Chihuahua; Aguilera de Durango; San Marcos de Zacatecas; Cañada Honda de Aguascalientes; Normal Indígena y Tiripetío de Michoacán; Tenería de Tenancingo, Estado de México; Panotla de Tlaxcala; Ayotzinapa de Guerrero; Tamazulpan de Oaxaca; Mactumactzá de Chiapas; Teteles y la propia Amilcingo.

A la normal de Tenería le había tocado conseguir el transporte, pero sus representantes declinaron porque les ataban las manos los acuerdos que esa normal llamaba “de cooperación y ayuda” con el gobierno del Estado de México. Su negativa dejaba a los de Guerrero como única opción para resolver el espinoso tema del traslado.

Ayotzinapa aceptó que los mexiquenses se hicieran a un lado sabiendo que no sería fácil cumplir. Ya no podía echarse atrás. Encima, debía proporcionar alimento y hospedaje para 100 asistentes por escuela durante tres días a partir del 30 de septiembre. Los preparativos estaban en marcha y para alojar a tantos se usarían los espacios de la normal como dormitorios gigantescos.

Según reportes del GIEI, los alumnos que vivían cerca regresarían a sus casas el sábado 27 y el domingo 28 de ese mes para ahorrar, porque habían acordado eliminar las comidas del viernes, sábado, domingo y lunes en la escuela para que los invitados pudieran alimentarse.

La Policía Federal sabía desde el 22 de septiembre que los jóvenes buscaban camiones en las ciudades vecinas, sobre todo en Chilpancingo.

Tan bien enterados estaban que el 23 habían impedido el levantamiento de unidades y reforzaban operativos en los alrededores de la escuela. Los alumnos conocían el despliegue y por eso no habían salido el 24, pero al otro día fueron a Huitzuco, donde consiguieron dos transportes.

De todas formas, el resultado era desolador para los jóvenes. No tenían nada y eso los obligaría a movilizar a tope lo que Julio César llamó “recurso humano… nosotros”, así que se decidió que para el 26 saldrían casi todos los de primer año, a quienes se les contó la generalidad del plan.

Rapados como novatada, Los Pelones, como les llamaban a los nuevos, serían llevados a su bautizo de fuego. Todos sabían que tarde o temprano tendrían que ir y no chistaron. Un alumno, Cornelio Copeño, confirmó luego la secrecía a medias en torno al viaje, coordinado por Cochiloco, El Carrillas e Iván Cisneros, quienes hicieron un primer intento por salir a las tres de la tarde, aunque esa operación fue reventada por la policía, que les impidió el paso. Los normalistas se reagruparon para intentarlo nuevamente y eligieron ir al crucero de Huitzuco, a 110 kilómetros de Tixtla y cerca de Iguala, porque ya habían tenido suerte ahí.

A las 0:37 del 26 de septiembre, Julio César informó a Marisa por chat que Ayotzinapa pretendía que los autobuses tomados también fueran usados para el 20 de noviembre. Esa perspectiva —tantos camiones— resquebrajaba los planes de la pareja para reunirse, aunque él prometía obtener permiso y salir unos días.

—Las actividades ahorita están full. Quieren 25 autobuses para la marcha. Pero ya negocié con El Acapulco, de Orden y Disciplina —decía Julio César, siempre optimista y poniendo al tanto a Marisa, maestra de una primaria en el Distrito Federal, sobre sus actividades en la normal.

Y sobre otras cosas, como el incidente de una iguana enorme:

—La atrapamos en el río, junto con unos compañeros que la querían vender, pero como soy el jefe de grupo decidí dejarla ir. La atrapé cuando bajó a tomar agua, se enojaba y quería morder, pero con una varita sostuve su cabeza y así la agarré.

Marisa reía y se espantaba ante la descripción de un animal tan grande. Le decía a su pareja que había hecho lo correcto.

La mañana del 26 de septiembre y, luego, a las 13:05, Marisa le preguntaba a Julio César dónde estaba.

—Estoy en Módulos, trabajando —respondió.

A las 15:48, Julio César recibía una llamada desde el 7541085987, proveniente de la calle Miguel Hidalgo, en Xalpatláhuac. Las coordenadas de 17 grados, un minuto y 22 segundos de latitud Norte y 99 grados, 19 minutos y 50 segundos de longitud Oeste ponían al interlocutor en una construcción que hace esquina con la calle de Tres Cruces. No se ve más desde el espionaje público de Google, usado por la PGR para ubicar coordenadas en sus investigaciones.

A las 17:31, el joven usó un rato internet. Las coordenadas de su teléfono —17 grados, 34 minutos y 5 segundos de latitud Norte y 99 grados, 24 minutos y 3 segundos de longitud Oeste— lo ubicaron en Tixtla.

A las 17:32, Julio avisaba de nuevo:

—Oye, amor, voy a salir a actividad.

Era la hora de irse y su esposa no volvería a saber de él sino hasta las 20:17, cuando el LG L9 lo registró en la dirección de Prima Romero 204, coordenadas de 18 grados, 17 minutos y 31 segundos latitud Norte y 99 grados, 27 minutos y 34 segundos de longitud Oeste, a un lado de la autopista Iguala-Acapulco.

Antes, Cochiloco había abordado el camión 1568 junto con unos 50 alumnos y Julio César, quien no formaba parte del equipo de responsables de la actividad, subía al 1531 con otros 30 compañeros, aproximadamente. De ellos, seis alumnos eran de segundo y dos de tercero. La Secretaría de Seguridad Pública precisó la salida de los estudiantes desde Ayotzinapa a las 17:59 en la tarjeta informativa 02370 y luego el C4 de Chilpancingo y todos los niveles de gobierno fueron avisados.

—¡’Ámonos, guëy; ’ámonos, güey! —se despedía Julio César de sus amigos antes de abordar el autobús, corriendo por los pasillos y gritando, con su playera roja en la mano, agitándola mientras decía adiós.

*

Ismael Vázquez Vázquez, Chesman, oriundo de Tixtla, era compañero de habitación de Julio César en el dormitorio G, donde compartían el metro cuadrado que les tocaba a cada uno de los nueve estudiantes de ese cubículo, y ese día había sido seleccionado para ir porque sabía manejar vehículos grandes. Pero al final se quedaría junto con otros 20 alumnos de primero porque no se sentía bien, por lo que asumió tareas de guardia mientras esperaba el regreso de sus compañeros. La razón principal por la que Ismael se quedaba era su madre, quien estaba enferma y por esos días acudía a tratamientos de diálisis en hospitales locales. Él estaba al pendiente de ella y se comunicaban constantemente.

Chesman había conocido a Julio César y se habían hecho amigos nada más entrar a la normal. Habían formado un grupo en el que se integraba el estudiante Daniel Solís Gallardo, que el 26 de septiembre también iría a Iguala a fin de encontrarse con los sobrevivientes de la escuela en la esquina de Juan N. Álvarez y Periférico Norte, cerca de la medianoche, pero lo que halló fue una bala con su nombre. De esa amistad sólo quedarían el recuerdo de Solís cuando donó sangre para la madre de Chesman, el 25 de septiembre, y las fotos que se habían tomado en el parque central de Tixtla, sentados los tres en una banca, por la tarde, después de tomar aguas frescas, mirando la iglesia del pueblo.

—¡‘Ámonos, guëy; ‘ámonos güey! —decía Julio César cuando se iba como brigadista para Iguala y los autobuses arrancaban bajo la lluvia, si bien había un sol esplendoroso.

*

El trazo del viaje desde el celular de Julio César se ha construido a partir de las coordenadas que su celular registró en la sábana de llamadas de Telcel, desde una conversación que el normalista sostuvo por internet con su pareja, en tiempo real, mientras se desarrollaba la masacre, declaraciones de normalistas recabadas por el GIEI, reportes telefónicos al 066 realizados esa noche, las bitácoras o listas de asistencia de quienes trabajaron ese día en el C4 y desde la tarjeta informativa 002683889 que generó el cerebro de Iguala, que siempre supo lo que estaba pasando y notificó a todas las policías y al Ejército los movimientos de los estudiantes y calló cuando sucedieron las balaceras.

A las 19:34 el equipo de Julio César lo ubicaba en el crucero de Santa Teresa, a 15 kilómetros de Iguala. Cochiloco había decidido separar los autobuses para ver si tenían suerte desde dos puntos. Él iría a la caseta de cobro de la autopista Iguala-Cuernavaca en el camión 1568, y a Julio César, en el 1531, le tocaría quedarse en el crucero. El 1568 que llegó a la caseta de Iguala se estacionó en la curva sur, a 300 metros de la garita de peaje, donde vieron tres patrullas federales, además de una motocicleta, presuntamente propiedad de agentes de inteligencia del Ejército mexicano, así como un vehículo rojo que los vigilaban.

Un militar —después se sabría quién era y qué hizo— declaró a la PGR haber realizado tareas de observación sobre los normalistas desde una moto y vestido de civil, cuando arribaron al crucero y la caseta. Esa información la envió al comandante jefe del Batallón 27 (B27), así como al cuartel de la 35 Zona Militar. Las tres patrullas federales que también estaban en la garita detuvieron entre cinco y seis autobuses que llegaban a Iguala por la caseta de cobro, provenientes de Cuernavaca; les impidieron el paso y los obligaron a regresar. Los pasajeros bajaban y atravesaban a pie la caseta. Así evitaron que las unidades fueran tomadas.

Mientras, Julio y sus amigos habían aparcado cerca de la autopista y de una torre de transmisiones de unos 30 metros de altura, a campo abierto, la “Torre del Zopilote”, donde sólo hay brechas. De todas formas no pudieron evitar la vigilancia de los federales, que habían enviado una patrulla para monitorearlos. Además de los estudiantes, sólo la Policía Federal sabía que el camión de Julio estaba ahí. Las coordenadas del joven marcaban 18 grados, 13 minutos y 56 segundos de latitud Norte y 99 grados, 31 minutos y 30 segundos de longitud Oeste, a unos 700 metros del lugar donde el equipo de futbol Los Avispones sería atacado después.

El grupo de Julio César reportaba a Cochiloco, a las 20:10, el paso del camión Costa Line 2513 con 28 pasajeros proveniente de Chilpancingo. Los estudiantes tomarían ese autobús en el crucero a Huitzuco, antes de que saliera hacia Cuernavaca por la caseta de cobro. No se puede ubicar la hora de llegada de Julio César a la Torre del Zopilote, pero a las 19:37 su grupo se movió, acercándose a Iguala mientras recibía un mensaje de su esposa.

—Estoy conectado —le dijo Julio César a las 20:17—, o se acaba mi pila o se acaba mi saldo.

—¿En dónde estás? —tecleaba Marisa.

—En la carretera Acapulco-Iguala, la Y griega.

—¿Y qué haces allá? —quiso saber Marisa.

—Estamos esperando que pase un autobús para secuestrarlo y juntando piedras para defendernos de los policías, que ya están merodeando por acá —fue la respuesta, aparecida en pantalla a las 20:21.

En tanto platicaban se desarrollaba alrededor de los estudiantes, cerrándose sobre ellos, un operativo en el que hasta bomberos e integrantes de Protección Civil estarían armados para cazarlos. Julio César lo veía, pero no se daba cuenta de la magnitud de ese despliegue.

De pronto, abrió los ojos.

Cochiloco llegó a la caseta de Iguala-Cuernavaca cerca de las 19:10 y los estudiantes que detuvieron el Costa Line 2513, cerca de las 19:40, pactaron con el chofer para entrar a Iguala y dejar a los pasajeros a una cuadra de la Terminal Camionera del Sur, antes de enfilar a Ayotzinapa. Subieron al 2513 nueve estudiantes —Vidulfo Rosales, el abogado de los padres de los 43 desaparecidos, precisaba que eran ocho; otras versiones cuentan diez— y en menos de 20 minutos estaban en la central. Pero el operador, desbaratando el trato, entró a los andenes, donde bajó de prisa pretextando que volvería. Bajó y habló con los guardias de seguridad, “que a su vez hablaban por sus teléfonos y radios”, según ha narrado el periodista norteamericano John Gibler, quien ha documentado como nadie los sucesos de aquella noche.

A las 20:35 los normalistas comprobaban que estaban encerrados y, asustados pero furiosos, rompían las ventanas del camión para salir. La policía no entró a la terminal, pero la rodeaba, escondiéndose. Los encerrados habían llamado a los grupos de Cochiloco y Julio César, y también alertaron a la normal, que no tardó en enviar dos Urban con más estudiantes, aunque tardarían casi hora y media en llegar. Siete minutos antes de las 21:00, Julio César y sus amigos volvían al camino atendiendo esa llamada de auxilio, armados de piedras y palos, preparándose para un posible enfrentamiento con municipales y guardias de la central camionera.

Cochiloco y el grupo de Julio llegaron casi al mismo tiempo, entre las 21:12 y las 21:16, y se estacionaron en las afueras de la terminal.

A las 20:56 Julio César advertía de nuevo a Marisa que pronto se quedaría sin batería. Él, abiertos ya los ojos hacia la negrura donde estaba el operativo, trasmitía escuetamente la intuición que le hacía decir, casi para él mismo, desde el lado del teléfono que le tocaba:

—Ya se armaron los madrazos —informaba a su esposa a las 21:07. Un minuto después escribía, nervioso y desolado—: Espero librarla.

El celular lo ubicaba, a las 21:23, en la avenida Álvaro Obregón número 11, cerca del Centro Joyero, propiedad del alcalde Abarca, y a una cuadra de la terminal, en la esquina de Salazar y Galeana.

La acera de Obregón 11 fue la última ubicación del joven que dio su teléfono, conectado a internet desde el 7471493586, que emitía el IMEI 35364905146988 cuando entraba a la red, y el 353649051469880 cuando mantenía otro tipo de comunicación. La última actividad que registró coordenadas entró a las 21:23, una llamada desde la calle de Ascensión 9-15, en Tixtla, que no tuvo respuesta.

Cuando llegaron a la terminal para rescatar a sus compañeros, ya estaban libres, fuera de la unidad 2513. Cochiloco decidió tomar tres autobuses ahí, dos Costa Line, el 2010, el 2510, y dejar el averiado 2513. Además, tomaron un Estrella Roja Ecotur 3278, al cual subieron 14 estudiantes.

Todo esto fue registrado por el C4 después de recibir llamadas desde el 066 que informaban la intención de los normalistas de llevarse los camiones. A las 21:26 se enviaron unidades de la policía estatal; según la declaración ante la PGJ del jefe de la policía de Iguala, Felipe Flores, se atendió una llamada a las 21:22 que informaba el secuestro de autobuses. Minutos después, a las 21:24 se había comunicado con el capitán Dorantes, de la Policía Federal, para ponerlo al tanto.

El Sistema Estatal de Información Policial de la Subdirección Estatal de Emergencias 066 y Denuncia Anónima 089 clasificó el inicio de los enfrentamientos de esa noche como “disturbio estudiantil”. A las 21:22 el 066 recibía peticiones de apoyo registradas en la tarjeta 002683889, porque “está un grupo de estudiantes ayotzinapos, los cuales se quieren introducir a la Estrella Blanca”. Dos minutos después, ese reporte llegaba a la Policía Preventiva y el policía segundo Alejandro Tenescalco Mejía se encargaba de recibirlo.

A las 21:24, otra llamada anónima confirmaba la presencia de jóvenes al 066 porque decía que “ya están de agresivos con las personas”. Pero en ese momento estaba ya en marcha un operativo contrainsurgente que justificaría cada una de las acciones policiacas contra los normalistas. Un minuto después otra llamada denunciaba: “Cuarenta jóvenes se quieren llevar autobuses con pasajeros”, y la secuencia de la tarjeta informativa registraba que la policía estatal se trasladaba a la central al mando del coordinador operativo de la zona, José Adame Bautista.

Las denuncias telefónicas siguieron. A las 21:26 “un señor” dijo que ya se llevaban dos camiones Estrella Blanca. Esto no era cierto porque no hubo ningún autobús de esas características y parecía más un informe para confundir y después justificar. A las 20:30 otra denuncia decía: “se encuentran los ayotzinapos agrediendo a la gente”, “se encuentran en el interior de la Estrella de Oro”, lo que tampoco era verdad. Unos segundos después el C4 calló y no generó comunicaciones en los siguientes 15 minutos, justamente el periodo de tiempo en el que se desarrollaba la primera balacera. Pero también calló cuando la segunda sucedía, cerca de la medianoche, junto con los asesinatos en la ciudad, y se coordinaba la desaparición de los 43 estudiantes.

El C4 elaboraba en su particular idioma la relación de hechos y registraba lo que quería y cuando quería. Los propios soldados, desde su declaración ante la PGR, aceptan que el Ejército estuvo en el C4, y que además el 27 Batallón había salido a patrullar la ciudad, siguiendo a los estudiantes con la supuesta orden de no enfrentarlos, pero reportando y testificando, tomando fotos para documentar los puntos de ataque. El Ejército no los combatió, pero tampoco ayudó a pesar de recibir información en tiempo real y apostar personal camuflado de civil.

Todos reunidos y a la espera del contingente que avanzaba desde la normal, los jóvenes sabían que era momento de irse. Tenían cinco camiones y se pusieron en marcha, aunque ya tenían encima a la policía y el operativo contrainsurgente abiertamente iniciado.

Según el sistema de videograbación de la terminal, a las 21:23 salió el Costa Line 2012 y, tres minutos después, a las 21:26, lo hacía el 2510. Cerraba la caravana el Estrella de Oro 1568. Los tres autobuses avanzaron sobre Hermenegildo Galeana rumbo a Periférico Norte, adentrándose en el corazón de Iguala.

Por su lado, el Estrella de Oro 1531 dio vuelta con dirección a Periférico Sur, lo mismo que el Estrella Roja Ecotur 3278, que salió por la parte trasera de la terminal a las 21:26, como registró el esquema del GIEI en su informe sobre los sucesos. Los cinco autobuses tomaron dos trayectorias. Tres unidades salieron al norte, sobre Galena —que más adelante se convierte en Juan N. Álvarez— y dos en ruta contraria, para tomar la carretera a Chilpancingo.

“A ellos les dicen que los llevan a Chilpancingo, nunca van a Chilpancingo. Los desvían y los llevan a Iguala […]; la intención, según los estudiantes, incluso los vivos, los que se salvaron, era interrumpir el evento donde iba a haber el supuesto, porque tampoco sé si iba a suceder o no, el supuesto lanzamiento de esta señora como candidata a la presidencia municipal, por lo menos eso les habían dicho a ellos”, sostuvo el ex procurador Jesús Murillo en una entrevista con Carmen Aristegui el 19 de octubre de 2014.3

Vidulfo Rosales afirma que para este momento llegaban patrullas municipales a la terminal con la encomienda de evitar que los estudiantes se llevaran los camiones, y que fue ahí cuando se registró el primer choque contra los policías, a quienes lanzaron piedras para ahuyentarlos. A esa hora también terminaba el baile de la señora Pineda y la multitud se desparramaba por la plaza principal.

 

 

“Están disparando, amor”