Julio César: crónica de un suplicio

* Este es un extracto del libro La guerra que nos ocultan donde se narra la tortura a la que fue sometido el normalista de Ayotzinapa, Julio César Mondragón Fontes, nacido en Tenancingo, Edomex, antes de ser desollado en vida, la madrugada del 27 de septiembre del 2014, en la ciudad de Iguala, Guerrero.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Alvarado

Visto desde arriba, el cuerpo del estudiante normalista Julio César Mondragón Fontes parece ser el de una víctima más de la violencia narca que asola al país, una imagen sangrienta de esas que inundan todos los días las páginas de la prensa amarillista. Un cuerpo tirado sobre la tierra con las piernas semiflexionadas, cuya mano izquierda reposa sobre el vientre, mientras la derecha se estira hacia un costado, al igual que la cabeza, que parece mirar el puño que la muerte no pudo vencer. Sin embargo, se trata del fiel reflejo del suplicio y del terror visual.

Ya golpeado, pero aún vivo, los verdugos de Julio César le hicieron un corte debajo del pecho en forma de gota que arrancó la piel, dejando al descubierto músculos y huesos. Quienes lo hicieron partieron de ahí y con salvaje cuidado fueron cortando hacia arriba mientras diseccionaban, separaban la carne del cuello y llegaban a la mandíbula rota, las orejas machacadas y la nariz desintegrada.

Antes de eso, Julio César ya tenía costillas rotas, 12 puntos fracturados, mientras yacía en el piso. El cuerpo macerado había sido arrastrado después de que lo amarraran con cuerdas, quizá de persiana, porque en ese cuerpo joven quedaron algunos hilos y las marcas de las ataduras se revelaban claras en la piel. Se le veían marcas de patadas en los hombros, delatadas por moretones que le causaron quienes lo capturaron. Adictos a la violencia, quienes lo hicieron trataban de quebrar la dignidad del ser humano y sus valores.

Ya en ese afán opresivo siguieron cortando hasta llegar a las cuencas, vacías porque ya no había ojos, uno arrancado de tajo en algún momento con todo y nervio óptico, arrojado a medio metro de donde se realizaba la carnicería. El otro, por efecto de los golpes, salido de su órbita, atrapado en el cráneo. Quien manejaba el afilado cuchillo de desuello o el bisturí tenía manos expertas, sabía lo que hacía, estaba educado y entrenado para ello.

Con las imágenes simbólicas que no necesitaban ninguna interpretación, la técnica de la tortura, exacta y cuidadosa, era visible en brazos y torso. La mano izquierda, colocada sobre el propio cuerpo, exhibía uñas amoratadas, los dedos sucios por la tierra. Dos escoriaciones sobresalían en esa mano lacerada, como si hubiera golpeado con los nudillos algo punzante o unos dientes. La otra mano, estirada sobre el suelo, parecía reposar, excepto por el horror desprendido justo antes del nacimiento del cuello. A esa hora las heridas ya no sangraban porque ya no circulaba más sangre por el cuerpo, todo era escurrimiento.

No se sabe más porque la piel de la cara no ha aparecido, por lo menos no hasta ahora, y es parte de los misterios que rodean el asesinato, parte de un “trofeo” de la barbarie que alguien guarda en su casa o en algún lugar secreto. De otra manera, ¿cómo puede explicarse tanta beligerancia y empeño para desollar a un joven estudiante normalista?

Desollar es otra cosa. Los narcotraficantes, sus matones y sicarios ciertamente torturan en forma salvaje y así envían sus recados primitivos. Tienen rituales, códigos propios, y construyen escenarios: mutilan dedos —uno o más, depende del aviso, el mensajero y su posición en el grupo rival—; cortan de tajo pene y testículos para entregarlos en charolas de plata a las viudas; dan el tiro de gracia; embolsan; deshacen cuerpos en ácido; encobijan; encajuelan; cuelgan y decapitan; hasta llegan a matar con soplete.

En 2011 “carniceros” y taxidermistas al servicio del crimen organizado intentaron desollar a algunas de sus víctimas para regalar a sus jefes la cara de sus enemigos o el cuero cabelludo, como lo hacían los apaches o los aztecas para honrar al dios Xipe Tótec, los chinos en la dinastía Ming y los españoles, para que sus víctimas experimentaran el terror verdadero y entraran en un trance de visiones infernales; y estos todavía eran más bestiales: rociaban con sal los cuerpos desollados —de sus víctimas agonizantes— para que sufrieran el dolor máximo en carne viva, convertidos en siniestra imagen del tormento.

Los sicarios del narcotráfico intentaban el desuello hasta que corroboraban que sus víctimas estaban muertas. Resultó tan complicado el experimento que desistieron, se dedicaron a torturar, cortar cabezas, desmembrar o disolver carne con ácidos en tambos o toneles industriales.

El desollamiento de Julio César lo hicieron manos expertas. Y el mensaje mantuvo una línea feroz y categórica para construir miedos. El arma de tortura siguió destazando y al llegar a la frente, donde el pelo le nacía al estudiante, una puñalada que afectó casi 13 centímetros, con toda la fuerza, terminó el despellejamiento. Luego lo movieron, tirado en ese piso de tierra del Camino del Andariego en Iguala; era entre la una y las dos de la mañana del 27 de septiembre de 2014. No fue arrastrado ni siquiera un metro, pero su corazón había dejado de latir. En shock por el dolor desde el principio, Julio César Mondragón Fontes terminó de morirse.

Sin saberlo, este joven normalista de Ayotzinapa se había convertido en un peligro para alguien, y aunque no percibió la magnitud de lo que sucedía, hacer un repaso de sus últimas horas a partir de las comunicaciones privadas que registraron algunos de sus familiares, declaraciones de compañeros y hojas confidenciales de la empresa Telcel —que aparecen por vez primera en este libro— aclara la situación: muerte multifactorial relacionada con shock hipovolémico, asfixia y paro cardiaco por el intenso dolor y el sufrimiento mayúsculo del cuerpo macerado.

En definitiva, la muerte de Julio César prueba que en México se ha vuelto a los métodos básicos para acallar la disconformidad: la tortura y el suplicio, dos recursos afines a las dictaduras y las prácticas de la Santa Inquisición. Para sus verdugos era imperativo dejar un mensaje contundente basado en ese terror que perturba los sentidos de todo aquel que se atreva a mirar, lo intuya o escuche del tema. Un aleccionamiento visual con el que Julio César se ha insertado en la genealogía trágica guerrerense que puede documentarse hasta 1923 como parte de los procesos históricos del país.

En el normalista hubo resistencia y honorabilidad. Lo atraparon porque tuvo la osadía de regresar para apoyar o intentar rescatar a sus compañeros, que estaban siendo atacados. En sus verdugos hubo maldad extrema. Su ejecución es una enorme tragedia.

Homicidio calificado, dicen las autoridades, pero no lo resuelven; crimen de lesa humanidad, advierten la familia, Ayotzinapa, organizaciones no gubernamentales, periodistas independientes, el resto de México. Y las pruebas empiezan a salir, acusan. Las vejaciones a este joven de 22 años de edad, quien al día de su muerte pesaba 72 kilogramos y medía 1.76 metros, resumen el nivel de barbarie que vive el país.

El plano-secuencia es contundente: el rostro desollado y el cuerpo torturado circularon ampliamente por las redes sociales; quien haya tomado las fotografías y las haya subido a internet deseaba garantizar un consumo visual masivo que, en su momento, por la agitación estudiantil y la fecha simbólica próxima (conmemoración de la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968), respondiera a una intención deliberada de aleccionamiento o terror.

En esas lecciones visuales encajan las humillaciones, en 2006, a personajes como Ignacio del Valle Medina y Felipe Álvarez Hernández, líderes de la rebelión civil en San Salvador Atenco (más conocida como la de “los macheteros de Atenco”), así como a la comandanta Nestora Salgado García.

También las imágenes de la degradación y el sometimiento público del doctor michoacano José Manuel Mireles Valverde, así como de los profesores Rubén Núñez Ginés, Francisco Villalobos Ricárdez, Othón Nazariega Segura, Juan Carlos Orozco Matus, Roberto Abel Jiménez García y Efraín Picaso Pérez, dirigentes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en el sur del país.

Pero esto no se queda sólo en lo visual: el símbolo son las víctimas y sus imágenes, mensaje concreto para seguidores y compañeros. Ya no se trata únicamente de contar con el mejor armamento, sino con los métodos más refinados de tortura que, luego, manos invisibles se encargan de difundir.

Y estas víctimas, todas, tienen un denominador común: son líderes sociales, vivieron un proceso de luchas comunitarias, desafiaron al Estado y, a su manera, cada uno exhibió las incapacidades de la Presidencia de la República —en especial de Peña Nieto, desde que era gobernador— para hacer frente a la delincuencia o a los abusos de la élite del poder político que intentan despojarlos de sus tierras ancestrales.

Las imágenes de cada uno —sometido y degradado— son utilizadas para infundir pánico en la sociedad. Los sociólogos lo describen como la construcción social del miedo o terrorismo mediático.

El caso de Julio César no mueve a la curiosidad ni es parte de una leyenda urbana. Va más allá y forma parte de un plan mayor en la guerra psicológica. La circulación masiva de sus fotografías representa un acto malvado, un trastorno. Las imágenes configuran el poder del Estado o de los grupos del crimen organizado, que en muchas ocasiones es la misma cara de la moneda. Si no se colabora con ellos, se termina por pasarla mal.

“La política visual del terror puede parecer primitiva, pero su práctica puede ser tan sofisticada cuan profundos sus efectos”, advirtió Richard K. Sherwin —profesor de Derecho y director del Proyecto sobre Persuasión Visual en la New York Law School—, en La política visual del terror, un amplio ensayo reproducido el 26 de septiembre de 2014 en las páginas del periódico español El País, el mismo día de Iguala.

Con Julio César fueron más atroces.

Lo primero que vieron sus compañeros de Ayotzinapa fue esa imagen. Y al otro día, lo primero que vio su esposa, Marisa Mendoza Cahuantzin, en la morgue del Servicio Médico Forense (Semefo) de Iguala fue a un hombre con el rostro cubierto y los brazos heridos, recostado en una mesa metálica, con quemaduras de cigarro ennegreciéndole la carne.

Ella, a quien los legistas habían advertido lo que vería, pidió que retiraran los vendajes, aunque ya sabía que se trataba de Julio César porque, en realidad, lo primero que vio fue el brazo izquierdo de aquel cuerpo y corroboró, desde la amargura que significa identificar un cadáver, las antiguas marcas que tenía.

Julio César: crónica de un suplicio

Vuelto a nacer

 

* “Pocas dudas hay de que aquel político que murió en agosto de 2001 renació también en 2008 en un monumento a un costado de la Presidencia Municipal de Santiago Tianguistenco y otro en el Paseo Tollocan de Toluca —el monumento al ladrón, lo bautizaron los habitantes de la capital mexiquense—, que oprimen y se alzan como símbolo ominoso de la verdadera significación del priismo o un recordatorio de la extensión opresiva del poder personal de Hank I, de lo que un político puede alcanzar cuando hay ambiciones desmedidas y una lección sobre cómo se pueden combinar los altos cargos públicos con los negocios y la impunidad”, escribe el periodista Francisco Cruz en el libro Los Hijos del Imperio, editado por Planeta en el 2015.

 

Francisco Cruz Jiménez

Y la marca Hank le dio al lenguaje político mexicano un giro lingüístico denigrante, pícaro, violento e impune. Lo corrompió todavía más. Para bien o para mal, el apellido se ha inmortalizado en Hank, el padrino, la truculenta vida de un político empresario, de José Luis García Cabrera; Las enseñanzas del profesor, de José Martínez; Hank, las élites del poder en México, de Joaquín Herrera; La liturgia del tigre blanco: Una leyenda llamada Jorge Hank Rhon, de Daniel Salinas Basave, y Carlos Hank González, prologado por Enrique Peña Nieto, en la Biblioteca Mexiquense del Bicentenario, así como en los testimonios vivos y descarnados que plasmó el extinto Julio Scherer en La terca memoria. Al analizar las páginas de los diarios se descubre un largo paso henchido por el espejismo priista en relatos que hacen siempre suponer la inmortalidad. Surgen en esas páginas incontables imágenes y recuerdos sobre un hombre que resguarda siempre la desproporción de aquellos mecanismos sutiles y casi perfectos del ansiado efecto de la manipulación.

Pocas dudas hay de que aquel político que murió en agosto de 2001 renació también en 2008 en un monumento a un costado de la Presidencia Municipal de Santiago Tianguistenco y otro en el Paseo Tollocan de Toluca —el monumento al ladrón, lo bautizaron los habitantes de la capital mexiquense—, que oprimen y se alzan como símbolo ominoso de la verdadera significación del priismo o un recordatorio de la extensión opresiva del poder personal de Hank I, de lo que un político puede alcanzar cuando hay ambiciones desmedidas y una lección sobre cómo se pueden combinar los altos cargos públicos con los negocios y la impunidad.

Atado para siempre al municipio de Atlacomulco, tierra de los ex gobernadores mexiquenses Enrique Peña Nieto, Arturo Montiel Rojas, Alfredo del Mazo González, Salvador Sánchez Colín e Isidro Fabela Alfaro, Hank amalgamó y controló por cinco décadas, desde su natal Santiago, a los políticos mexiquenses emanados del PRI. Y encontró la fórmula o una estrategia efectiva para extender sus redes de poder y lealtad hasta crear una inmensa telaraña de intereses y complicidades por todo el país.

Rodeado de un aura que le crearon aquellos políticos educados en el arte de adular, también representa la imagen del desenfreno del poder, del libertinaje en el manejo de los dineros públicos y de la obscenidad en el tráfico de influencias gubernamentales, un político risueño, seductor e inescrupuloso, dueño de una muy dudosa reputación política fuera de los círculos priistas.

El segundo de los abuelos no tiene esos monumentos ni tantos libros. Pero no es un ejemplo de tantos. No abundan muchos como este personaje que nació en el pequeño, pobre e histórico municipio de Cerralvo, Nuevo León, una población más cercana a Nuevo Laredo que a Monterrey, y eje neurálgico de la política privatizadora del gobierno de Carlos Salinas de Gortari.

En las décadas de 1960 y 1970 forjó una entrañable amistad con Antonio Ortiz Mena —secretario de Hacienda con Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz, artífice del desarrollo estabilizador y por 17 años presidente del Banco Interamericano de Desarrollo—, fundamental para que levantara y conservara un imperio a través de la industrialización de la harina de maíz y desde allí, en el salinismo, diera forma a uno de los grupos financieros bancarios más sólidos del país, el único de los históricos que sigue en manos mexicanas.

Roberto González Barrera sabía que la política era un teatro, pero siempre tuvo una notable astucia política. Fue un personaje abiertamente priista y aliado siempre de poderosos priistas, aunque se dedicó enteramente a la vida empresarial. Su última gran aventura todavía se recuerda: fue uno de los artífices para encumbrar en la Presidencia de la República al mexiquense Peña Nieto. ¿Sabía lo que hacía? Sí, nunca dio un paso en falso, aunque muy pocos, verdaderamente, podrían haber adivinado que el país caería en un tobogán a la llegada de este político mexiquense a la Presidencia de la República.

Con esa fórmula, conocer a los políticos mexicanos, incluido su lado oscuro, y rodearse de excepcionales asesores, alejados de las ideologías, de las esferas partidistas y del activismo político como Ortiz Mena y más tarde Guillermo Ortiz Martínez —ex secretario de Hacienda y ex gobernador del Banco de México—, a los 40 años de edad Roberto González Barrera era un hombre millonario.

Dicen quienes lo conocieron que no toleraba la ineptitud y siempre terminaba imponiendo los términos de su colaboración con el gobierno. Su intuición fue siempre crucial. Era un líder y terminaba imponiéndose y sacando el mejor de los provechos, aunque para muchos no era sino un depredador que se aprovechó de los apoyos gubernamentales.

Nada que ver y mucho en común el uno con el otro. Hank nunca consiguió tener una fama pública respetada por toda la sociedad, contrario al segundo, quien a pesar de los lazos que lo unían en forma inexorable al priismo y al salinismo; sin embargo, Hank y González Barrera parecían estar unidos por una vida de estrechez, opresiva y de miseria en la niñez, así como por conceptos “básicos” y muy útiles en el torcido sistema político mexicano: mantenerse cerca de los políticos de poder y todavía más cerca de quienes toman las decisiones en el gobierno federal o el presupuesto es para hacer política, y lo que sobre, para obra pública.

Además de ser contemporáneos —Carlos Hank I nació el 28 de agosto de 1927 y Roberto González el 1 de septiembre de 1930—, estos personajes mantuvieron y cultivaron a partir de 1961 y hasta morir una muy estrecha alianza-amistad que los llevó a emparentar a través del matrimonio de sus hijos el primogénito Carlos Hank Rhon y Graciela Silva González Moreno, padres a su vez del nuevo

Carlos Hank, el cachorro de doble sangre azul. Desde fines de la década de 1960, Hank y González Barrera, ya patriarcas, parecían haber encontrado el equilibrio idóneo para influir en el poder  ejercerlo desde las mismas entrañas priistas a partir de 1955 en el caso de Hank— y mantener abierta la meta de hacer de sus negocios corporativos multinacionales.

Beneficiario directo de las concesiones del poder, al joven Hank se le ve como un empresario y administrador pragmático, un hombre de familia formado para los grandes negocios como mandan los cánones de la tradición familiar. Y él lo ha señalado así en su sitio oficial www.carloshankgonzalez.mx: “Soy un mexicano orgulloso de pertenecer a esta nueva generación de empresarios. Me apasiona verdaderamente lo que hago. Me motiva y llena de adrenalina poder vivir estos momentos en mi país. Es mi forma de vivir, mi forma profesional; quizás suene un poquito romántico pero creo que lo que nos ha dado el éxito en Interacciones y Grupo Hermes es creérnosla, ponernos esas metas ambiciosas, agresivas. Y que todo el equipo también lo crea”.

Vuelto a nacer

Hank, el de doble sangre azul

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* Casi todos conocen al profesor Carlos Hank González, uno de los hombres más ricos, poderosos y carismáticos de México. Su sombra está presente en esa estructura priista que ahora se resquebraja a fuerza de matanzas y saqueos, decisiones equívocas. Rico, poderoso, carismático pero muerto, a Hank le quedan sus herederos, dos hijos que han hecho fortuna a la sombra de su padre. Ampliamente conocidos, su fama buena o mala ha opacado la de sus propios vástagos, que han crecido junto con ellos silenciosa pero exitosamente. Tanto, que no será extraño que un día sea la tercera generación de los Hank la que conduzca los destinos de un país que desde hace mucho ha perdido la memoria. El periodista Francisco Cruz traza el perfil de este Carlos Tercero, el de doble sangre azul, en el libro Los Hijos del Imperio, editado por Planeta en el 2015.   

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Francisco Cruz Jiménez

Carlos Hank González es un empresario de 45 años de edad, cuya educación se dividió entre dos familias rigurosamente tradicionales y multimillonarias en las que la estirpe y el patronímico prevalecen hoy como un elemento de diferenciación social: por el lado paterno destaca el Hank del extinto y acaudalado político priista Carlos Hank González, y por el materno el González del también fallecido magnate neoleonés Roberto González Barrera.

Ciertamente él se ha ido formando como un personaje independiente en el que impresionan sus casi dos metros de estatura y su férrea voluntad de hacer carrera propia, sin ataduras ni sombras, alejado de aquellas dos figuras familiares obsesionadas en hacer fortuna y acumular, aunque todavía es más conocido por las peculiares características de sus apellidos y porque sus dos abuelos tenían mucho en común, aunque hubieran nacido a casi mil kilómetros de distancia uno del otro en familias humildes en las que muy poco se mencionaban palabras como casta, abolengo, aristocracia y sangre azul.

Y esto último parece una contradicción porque hay quienes están convencidos y hasta podrían jurar con la mano en el corazón que el joven e impetuoso Carlos Hank III es un personaje de noble estirpe y de doble sangre azul, que sus familias siempre fueron poderosas y que él corre atrás de sus fantasmas porque, aunque lo quisiera, no podría huir de su realidad. Este nuevo Carlos Hank González ha intentado marcar distancias, pero, como advierten quienes lo han tratado: “¿Cómo podría luchar contra la herencia de sangre”.

Intenta forjarse un mundo aparte en el que se relaciona personalmente con los principales banqueros, funcionarios de primer nivel, liderazgos partidistas y las élites empresariales, pero es muy difícil pensar que sin la carga de sus dos apellidos las empresas familiares bajo su mando habrían florecido como lo han hecho: sólo entre 2003 y 2012, como él mismo lo ha señalado, Grupo Financiero Interacciones creció 1,252 por ciento en ingresos financieros; 1,182 por ciento en utilidad y más de 2,000 por ciento en activos.

Esos números sorprendentes bajo el liderazgo del joven Hank III tienen sus razones. Si bien algunas actividades de la familia serán siempre un misterio, el nicho de Interacciones es el financiamiento a gobiernos estatales, municipales, empresas del Estado, el propio gobierno federal y organismos como Petróleos Mexicanos (Pemex) mediante la emisión de deuda bursátil.

Así, labrarse un mundo aparte, alejado de las herencias Hank y González es complicado porque desde su primera experiencia laboral aparecen las empresas familiares: de la fábrica de tractocamiones que visitaba a los 12 años de edad para aprender —como él lo ha contado en algunas entrevistas— a la fábrica Mercedes- Benz en Alemania: “Iba yo en moto a la fábrica [de tractocamiones] en Santiago Tianguistenco, era obrero y me divertía […] no solamente por lo que me enseñaban los obreros […] En las pausas ¡me enseñaban a manejar los tracto camiones!”.

Con el aura de mito vivo de sus dos abuelos, a finales de 2013 Carlos Hank III, entonces director general de Grupo Financiero Interacciones, hizo una confesión que heló la sangre de muchos, desencantó a otros, aquellos que aún creen en las leyendas del apellido

Hank porque parecía que, de veras, intentaba alejarse de la imagen de su abuelo mexiquense. Palabras más, palabras menos, al final de la presentación de un informe de labores, dijo que sus aspiraciones políticas habían quedado en el olvido y que se dedicaría de lleno a las empresas, a impulsar los negocios bancario, energético, industrial, de la construcción y turístico, en lugar de incursionar en la política mexicana.

Para muy pocos era un secreto que durante los gobiernos panistas de Vicente Fox Quesada y Felipe Calderón Hinojosa a este joven se le habían detonado los deseos de hacer política partidista, siguiendo el ejemplo de su tío el multimillonario Jorge Hank Rhon, quien cobijado por el PRI en 2004 se había convertido en presidente municipal de Tijuana y más adelante en un candidato derrotado a la gubernatura de Baja California.

Como quiera, con el regreso de los priistas a Palacio Nacional el 1 de diciembre de 2012, encabezados por el ex gobernador mexiquense Enrique Peña Nieto, cobijado por dinosaurios seriamente cuestionados como sus tíos Arturo Montiel Rojas —quien en 2004 jugó y se burló de su padre Carlos Hank Rhon—, Alfredo del Mazo González —otro viejo enemigo y rival de Carlos Hank González—, Manlio Fabio Beltrones Rivera, Emilio Gamboa Patrón, Jesús Murillo Karam, Miguel Ángel Osorio Chong y el inexperto —e incapaz, como se ha demostrado— Luis Videgaray Caso,

Carlos Hank III perdió el interés por el activismo político y se le enfriaron los ánimos por la militancia partidista. Aquel febrero de 2013, muy pocos se acordaron, porque la memoria es así de selectiva por más que se pueda refrescar en los archivos de la hemeroteca nacional, que en 2004 su padre intentó ser gobernador del Estado de México, disputándole la candidatura priista a Peña Nieto. Esa breve participación fue un fracaso monumental, por más que Hank Rhon intentara llenar el vacío en la política mexicana que dejó su padre al morir.

Nunca lo podría hacer. Hank II renunció, con carácter de irrevocable, a la candidatura el 7 de diciembre de 2004, un día después de que apareció, ciertamente en forma misteriosa, un automóvil gris Pasatt en cuyo interior se encontraba el cadáver de su amigo el ingeniero Enrique Eduardo Salinas de Gortari. El asesinato nunca se resolvió, sólo se informó que la policía encontró el automóvil de la víctima en las calles de un fraccionamiento residencial del municipio de Huixquilucan.

Hank acudió puntualmente a las exequias de Enrique Eduardo, el menor de los Salinas. Pero quedó muy maltrecha su relación con el todavía gobernador Arturo Montiel y el sobrino de este, el precandidato gubernatorial Peña. Nadie en el PRI del Estado México respetó el apellido, la alcurnia ni la fortuna de la familia Hank.

Tampoco se tomaron en cuenta las aportaciones de El Profesor al priismo mexiquense. Y eso fue demasiado. Con el peso del fracaso sobre los hombros, Carlos Hank Rhon se reintegró casi de inmediato al manejo de sus empresas, se dispuso a olvidar su fugaz aventura política y, a su manera, puso todo su empeño para dar el último impulso a la carrera empresarial, financiera y bancaria de su primogénito Carlos Hank III o el nuevo Carlos Hank González. Y este joven de apellidos de abolengo no necesitaba mucho para llegar a ese mundo extraño y complejo al que no cualquiera puede entrar.

Peña y Hank Rhon se reconciliarían hasta agosto de 2009. Aquel mes, Guadalupe Rhon viuda de Hank fue la intermediaria para que se diera un acercamiento entre su hijo Carlos y el gobernador Peña.

El nuevo pacto se selló el 28 de agosto, cuando Peña encabezó una especie de festejo en honor al patriarca Carlos Hank González. Los priistas de todo el país vieron esa reconciliación como un símbolo más de la unidad del fantasmal Grupo Atlacomulco.

Hank Rhon se había integrado a su vida normal. Había conseguido poner punto final al chorreo de información sobre su fallida aventura e ingenuidad política, mientras la carrera empresarial y financiera de su vástago tomaba caminos insospechados desde que en 1995 lo había integrado formalmente como director general de la Casa de Bolsa; cinco años más tarde —cuando él peleaba inútilmente por la gubernatura— lo había hecho director de Grupo Financiero Interacciones, de donde en 2008 saltó a la dirección del Grupo Hermes.

Carlos Hank III crecía a pasos de gigante. Fuera por su personalidad, su fortuna o su abuelo, también sedujo a una parte de la prensa. Sus apellidos le otorgaron una especie de identidad. No le hacía falta la política. Tan rápido fue su acenso que hasta parecía natural y programado. ¿Talento o herencia? La pregunta nada tenía de ociosa, tomando en cuenta su doble sangre azul.

Sus colaboradores afirman que es más lo primero, un ejecutivo brillante, amante de los caballos finos y muy trabajador, como sus abuelos. Pero afuera todavía hay suspicacias y se levantan interrogantes porque si bien el verdadero impacto de la herencia aristocrática es muy difícil de medir y cuantificar, hay razones de sobra para convencerse de que sus abuelos o sus nombres siguen presentes en el trabajo que se hace porque quienes gobiernan al país son los mismos de antes. Quizá algunos más jóvenes, a fin de cuentas son los herederos, pero tienen las mismas costumbres para gobernar.

Aunque ha pasado una gran parte de su vida en la residencia familiar de Santiago Tianguistenco —una mansión majestuosa que ocupa unos 20 mil metros cuadrados, resguardada por una gran barda de piedra de tres a cinco metros de altura, que colinda con un parque industrial donde se fabrican autopartes y camiones de carga de la Mercedes Benz—, Hank III nació el 1 de septiembre de 1971 en el Distrito Federal.

Describir esa mansión y lo que la rodea equivale a contrastar el entorno de pobreza en que permanece el municipio de Santiago Tianguistenco, mientras sus clases políticas se enriquecen cada día más.

Según lo ha confesado en algunas entrevistas, aunque desde niño trabajó en áreas diferentes en las empresas de la familia, su vocación empresarial-financiera nació a los 18 años de edad cuando su padre lo envió a ganar experiencia como representante del grupo financiero al piso de remates de la Bolsa Mexicana de Valores. Su futuro se decidió entonces, aunque su abuelo tenía delineado para él un proyecto político que empezaría en la Presidencia Municipal de Santiago Tianguistenco

Hank III se mantuvo firme, tenía decidido su futuro, aunque su abuelo paterno sabía lo que hacía. Como nadie, conocía muy bien a los volubles y frívolos políticos priistas. Y, por tanto, conocía las claves de la “inmortalidad”: en los círculos cercanos a los Hank sigue vivo el mito del primer Carlos o Carlos Mario Hank González, su nombre completo, conocido también como el Midas Gengis Hank, maestro del sutil arte de la manipulación, quien nació en la cabecera del modesto Santiago Tianguistenco, estado de México, y se hizo una marca a partir del dinero y del poder.

Hank, el de doble sangre azul