* Las crónicas sobre enfrentamientos encarnizados, uso de armas de fuego y sangre que corre en otras poblaciones mexiquenses han hecho parecer que se trata de fenómenos lejanos. Quizá por ello, al recorrer las calles de la Ciudad Típica de Metepec, sesenta kilómetros al surponiente de la Ciudad de México, se antoja poseer un pedacito de este territorio tan singular. El pueblo vive su mayor bonanza económica, por mucho que tal percepción sea discutible. En dicha bonanza uno descubre pronto que los metepequenses aceptaron, de forma muy natural, el narcolenguaje que cubre a toda la nación con vocablos tales como “rafaguear”, “entambar”, “encostalar” o “pozolear”.
Francisco Cruz Jiménez
Las narcoesposas, los narcojuniors y otros narcofamiliares se convirtieron en un atractivo que nadie podía desdeñar. En Metepec se abrieron modernas estéticas, clínicas de belleza, spas, boutiques, tiendas de regalos, gimnasios, centros de yoga o de spinning. Carina García documentó en 2009 seiscientas setenta licencias con esos giros, expedidas de finales de 2000 a enero de 2009.
También llegaron otros servicios: centros comerciales como Plaza las Américas, Plaza San Juan, Pabellón y Galerías Metepec. Tiendas departamentales como Liverpool, Zara, Sears y Suburbia. Tiendas de autoservicio como Sam’s Club y Wal-Mart. Y se establecieron distribuidores de las marcas de automóviles más importantes: Mercedes-Benz, Volvo, Audi, BMW , Toyota, Nissan, Lincoln, Volkswagen y Seat. No es raro que aquí circulen con naturalidad poco habitual autos Mercedes-Benz de las series superiores al 400, Lamborghini, BMW serie 3 y hacia arriba, Porsche, Lincoln, Jaguar XKR o Maseratti 3200.
Llegaron las cadenas restauranteras: Starbucks, Vips, Sanborns, McDonald’s, Burger King y Kentucky. Para entonces ya habían pasado a la historia las tostadas y los tacos dorados de Amalia, y los tacos de maciza de Renovato. Por el folclor, sólo se mantuvieron los tacos ahogados de doña Paz.
Desde luego, no podían faltar los servicios de salud ni los bancarios. Carina García encontró que en ocho años se abrieron veintidós nuevas sucursales de banco, además de casas de cambio e instituciones financieras.
El entretenimiento tampoco se quedó atrás. El mejor ejemplo fueron la pista de hielo y las salas de Cinemex y Cinépolis VIP, que desplazaron a los dos viejos jacalones que ofrecían domingo y lunes funciones de cine y donde la voz del padre Gustavo Salmerón se transformaba en sermones de censura oficial.
En este pueblo, donde hasta 1972 la secundaria se concebía como el nivel máximo de estudios, se instalaron prestigiosas instituciones educativas de nivel medio superior y superior, como el Tecnológico de Monterrey, la Universidad del Valle de México y el Instituto Universitario del Estado de México.
Alguna vez pequeño y apacible pueblo artesanal, donde la mitad de la población se dedicaba a la elaboración manual de ollas, cazuelas, jarros y otras artesanías de barro, y la otra mitad se ocupaba en cultivar el campo con maíz criollo, el municipio de Metepec —fronterizo con los de Toluca, Calimaya y el zapatero San Mateo Atenco— transpira permanentemente un aire de neutralidad para el movimiento de abogados, cómplices, secuaces y colaboradores de bandas del crimen organizado, aliadas o enemigas.
Desde principios de la década de 1970, los campesinos fueron atraídos con engañosos salarios (seguros y semanales, además de prestaciones de ley, como el seguro social) que se ofrecían en fábricas tradicionales edificadas en el corredor industrial Toluca-Lerma. Veinte más tarde, convencidos también de que el agotado campo, olvidado y abandonado por los gobiernos priistas, no daría para más, a precios de regalo vendieron sus parcelas y casitas humildes de barro que otros, ya en plena especulación, transformaron en las suntuosas residencias. A éstas se mudaron, en principio, políticos, empresarios y acaudalados comerciantes.
Aunque uno se detuviera fascinado en las típicas calles llenas de cerámica policroma en torno al Cerro de los Magueyes, para recrearse con el artesanal “Árbol de la Vida”, sin hurgar en otros detalles ni zonas más allá de cinco cuadras a la redonda de la cabecera municipal, podría descubrir, casi de inmediato y sin quererlo, que se esconde otra ciudad misteriosa, habitada por personajes que llegaron hace menos de dos décadas y que avasallan por su poder. Frente a ellos, los habitantes originales de este lugar lluvioso y frío luchan contra su desaparición y mantienen vivas sus costumbres, fiestas y tradiciones.
Metepec carece de la notoriedad de Interlomas en Huixquilucan, o de Santa Fe, Lomas de Tecamachalco, Lomas de Chapultepec y de San Ángel en el Distrito Federal, o de Puerta de Hierro en Guadalajara, y nada tiene que ver con el atractivo que ofrecen la laguna de Valle de Bravo ni el clima siempre generoso de Ixtapan de la Sal —sitios de retiro y de recreo de fin de semana de los dueños del dinero nacional—, pero desde principios de la década de los noventa del siglo pasado se puede comparar con dichas zonas y juega un papel fundamental en el desarrollo e impulso del trasiego de drogas en el centro de México.
Su tradición alfarera de lunas y soles de barro describe la armonía del viejo paisaje circundante de este pueblo que hoy reúne una serie de conjuntos residenciales, verdaderas ciudades amuralladas, cuyo estilo difiere de las características de construcción (las típicas casitas de teja y barro) que erigió la población nativa.
A pesar de los vecinos, el nuevo Metepec ha sido privilegiado porque la guerra que siembra muertos en casi cada rincón de este convulsionado estado se resiente muy poco en sus calles. Investigaciones externas y trabajos periodísticos comprueban que el crimen organizado ha declarado una tregua permanente en el afamado club de Golf de San Carlos primera sección, que los vientos del narcotráfico respetan las apacibles aguas de su lago y el mensaje de paz se ha incrustado en el ébano de su exclusivo restaurante.
Los pocos campesinos que quedan y sus herederos (atrapados en la modernidad) se empeñan neciamente en mantener, cada mayo, su tradicional “Paseo de los Locos”, un desfile dedicado a San Isidro Labrador, el santo patrono, y que se distingue porque los hombres se disfrazan de mujeres. “Su manifestación colectiva central, fiesta de origen rural, agrícola y colonial, cuya vitalidad no ha decaído conforme el municipio, y en particular la cabecera municipal, se ha urbanizado”, escribió el sociólogo José Luis Cardona Estrada.
A simple vista parecería que no pasa nada. Y así ha sido desde mediados de los noventa, cuando la elite del narcotráfico empezó a llegar y se asentó en la exclusiva zona residencial de San Carlos, la cual acaparaban —desde principios de 1960— las clases toluqueñas que controlan la vida política, comercial y empresarial. La nueva casta descubrió la belleza amurallada de San Carlos, levantado en honor a la acumulación de riqueza —con la semilla de los recursos del erario y bien enraizada la corrupción— que caracterizó toda su vida al profesor Carlos Hank González.
Las crónicas sobre enfrentamientos encarnizados, uso de armas de fuego y sangre que corre en otras poblaciones mexiquenses han hecho parecer que se trata de fenómenos lejanos. Quizá por ello, al recorrer las calles de la Ciudad Típica de Metepec, sesenta kilómetros al surponiente de la Ciudad de México, se antoja poseer un pedacito de este territorio tan singular. El pueblo vive su mayor bonanza económica, por mucho que tal percepción sea discutible. En dicha bonanza uno descubre pronto que los metepequenses aceptaron, de forma muy natural, el narcolenguaje que cubre a toda la nación con vocablos tales como “rafaguear”, “entambar”, “encostalar” o “pozolear”.
En las calles de este pueblo, representantes de los personajes más reconocidos del hampa incrustaron poco a poco mensajes para hacer entender que nadie debía meterse con ellos, porque sus peculiares diálogos empiezan con la palabra levantón seguidos con las ráfagas de un cuerno de chivo.
José Luis Cardona Estrada plasmó sus impresiones del Metepec de hoy: “Por aquí y por allá se aprecian casas de construcción reciente. Pero por todos lados, según se aleje uno de las calles principales y transite por las estrechas, hay muchas casas de adobe, con solares de unos cuantos metros cuadrados que verdean cuando las lluvias aumentan y ofrecen un escenario llamativo entre junio y agosto, antes de la llegada del otoño. Abunda la gente sencilla, la que tiene un taller de herrería, de reparación de bicicletas o la que tiene un taller alfarero, sobre todo en las calles de Comonfort, Altamirano y Zaragoza.
[…] Son muy socorridas las misceláneas y ahora las lonjas mercantiles, donde se combina el negocio del abarrote y la venta de vinos. Abunda la gente que simplemente entra y sale de sus casas para hacer su vida cotidiana”.
Los metepequenses se apropiaron de las calles tras la llegada de fuereños que se adueñaron de sus tierras para levantar sus modernas y muy seguras ciudades, y que impusieron un modelo a través de leyendas de homicidios violentos atribuidos a sus sicarios, lugartenientes y operadores de dinero.
Eternos humildes caminantes de buen humor, los metepequenses se vengaron: se hicieron del espacio con sus humos, sus ruidos y la intemperancia de los conductores. “Por las mañanas y por las tardes”, escribió Cardona en su tesis Interpretación, reinterpretación de la fiesta de San Isidro Labrador y el Paseo de los Locos en Metepec, “caminan por esas calles y regresan por ellas”, y sólo se alejan los domingos para dar paso a una creciente llegada de turistas provenientes de la Ciudad de México.
Los lugareños y los turistas no pueden entrar a las zonas amuralladas y los habitantes de éstas apenas conocen que están en la Ciudad Típica de Metepec, cuya fundación española data de 1569. A su arribo, las conservadoras familias de los capos supieron apreciar esa disposición y el pueblo de artesanos se transformó. Primero fue el boom inmobiliario. En 2010, Metepec cuenta con al menos veinticuatro fraccionamientos residenciales de gran lujo. En tal proceso resultó natural que el símbolo de prosperidad de los recién llegados fuera el dólar como principal moneda de cambio, y que las transacciones se hicieran en efectivo.
A pesar de cierta desconfianza, y hasta rechazo oculto a los nuevos vecinos, la presencia de éstos tuvo un impacto inmediato cuando el metro cuadrado de las milpas muertas pasó, de un día para otro, de cuatrocientos pesos a mil seiscientos dólares o más, según la ubicación y el nombre del fraccionamiento residencial. Por eso también se aceptó el nuevo lenguaje señalado antes, y entonces se habló de “narcofamilias”, “narcomenudeo”, “tiro de gracia”, “narcoempresarios”, “narcoprofesionistas” y “narcodólares”.
El significado real de la presencia de los familiares de los narcotraficantes y su calibre se pulsó en la madrugada del sábado 2 de junio de 2001, cuando Karla Andrea Rico Fonseca, nieta del capo Ernesto Fonseca Carrillo, Don Neto, fue asesinada de un tiro en la espalda en el aledaño municipio de Calimaya.
Agentes de la PGJEM encontraron el cadáver y, junto a éste, un casquillo de bala calibre cuarenta y cinco, por lo que se inició la indagación correspondiente por los delitos de homicidio calificado, privación ilegal de la libertad en su modalidad de secuestro y robo con violencia, en contra de quien resultara responsable.
Al salir del restaurante Sanborns en Plaza Galerías Metepec, pasadas las once y veinte de la noche del viernes 1 de junio, frente a su tía Nydia Zulema Toledo Núñez y un amigo identificado como Carlos Arroyo, Karla fue secuestrada por tres personas que la subieron a un automóvil Nissan Tsuru blanco. Fue a la una y media de la madrugada cuando la policía encontró el cadáver de la narconieta del reo trescientos setenta y uno de Almoloya de Juárez, en el paraje conocido como El Columpio, sobre la carretera Zacango-San Juan Tilapa, en el referido municipio de Calimaya.
Si fue crimen pasional o una venganza por parte de la delincuencia organizada, en la PGJEM no se aventuraron a dar mayores explicaciones sobre el ataque. Un balazo fue suficiente para matar a Karla, de dieciocho años de edad. Pocos dudaron en calificar el homicidio como una represalia contra el reo. Los verdugos devolvieron el teléfono celular de Karla, pero le quitaron los aretes y otras joyas.
El pueblo se estremeció otra vez la noche del jueves 20 de mayo de 2004 con la ejecución de una vecina que encajaba entre los recién llegados: la abogada Edna Laura Martínez Álvarez, esposa del narcotraficante Carlos Enrique Tapia Anchando, quien había caído en desgracia en septiembre de 1989 cuando a su jefe, el hoy extinto juarense Rafael Muñoz Talavera, las policías federales de Estados Unidos le decomisaron en una bodega de Los Ángeles, California, un cargamento cercano a veintiuna y medio toneladas de cocaína base y doce millones seiscientos mil dólares en efectivo.
Edna Laura, quien se abría paso para convertirse en defensora de algunos capos notorios, como su esposo mismo y Jesús Labra Avilés, alias Don Chuy, fue interceptada y acorralada en su camioneta de gran lujo, a la altura del cruce que forman las avenidas Comonfort y Las Torres, calles donde, en esa zona fronteriza con Toluca, se alzan algunos de los más exclusivos barrios residenciales de Metepec. Desde otra camioneta, los asesinos le dispararon con armas de fuego.
Al aludir a la ejecución, el procurador estatal Alfonso Navarrete Prida puso a salvo al gobierno del atlacomulquense Arturo Montiel Rojas y sostuvo que la confinación de internos altamente peligrosos y la insuficiencia de medidas de seguridad en esa zona habían derivado en ajusticiamientos del narcotráfico.
“En diversas ocasiones”, declaró a la prensa, “he insistido, ante autoridades federales, que las medidas de seguridad en La Palma no son las óptimas, pues si ya se registró una ejecución en el interior del propio centro federal, es que algo anda fallando.” Y recordó que ese año, hasta mayo, se habían reportado al menos tres hechos violentos en el valle de Toluca, relacionados con la población de internos recluidos en Almoloya de Juárez.