El poder político de México

* Tenemos la esperanza de que en tribunales internacionales se alcance la justicia y sea nuestra generación la primera en ver a un expresidente mexicano enjuiciado y sentenciado por crímenes de lesa humanidad.

 

Félix Santana Ángeles

La virulenta reacción del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong y de los dirigentes políticos del PRI y PAN en contra de los señalamientos que hiciera Andrés Manuel López Obrador en Nueva York sobre la participación del Ejército mexicano en la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, saca a la luz pública el binomio cívico-militar que mantiene en el poder a la élite gobernante y desde hace varias décadas saquea los recursos naturales, implementando la  necropolítica como método para el uso y administración de la muerte que les garantiza el control social.

Este alto funcionario, que exige a AMLO pruebas para que las presente ante ministerio público, quiere aprovechar la disputa interna entre las diferentes facciones del gobierno de Enrique Peña Nieto para empujar la Ley de Seguridad Interior antes del proceso electoral de 2018, colocando a las fuerzas armadas en franca oposición a Morena.

Si quiere pruebas, habrá que recordarle al secretario de Gobernación que el pasado 31 de agosto de 2015 la Procuraduría General de la República (PGR), encabezada por Arely Gómez, entregó a la familia del normalista Julio César Mondragón Fontes 132 hojas foliadas con el logotipo de la empresa Telcel (Radiomóvil DIPSA, SA de CV). En el centro de cada foja se lee la leyenda “CONFIDENCIAL”, y forman parte del expediente de 54 mil páginas sobre el caso Ayotzinapa y contienen las comunicaciones del equipo celular del estudiante brutalmente asesinado.

La sábana de llamadas contiene, al menos, nueve tipos de datos: el “teléfono” de Julio, el “tipo” que registra diversos accesos a ese teléfono como datos por internet, mensaje de dos vías, voz saliente, voz entrante, voz tránsito, voz transfer y mensaje multimedia; el “número A”, que se refiere al número de aparato con el que se comunica; el “número B”, que es el servicio al que se enlaza; “fechas”; “hora” con minutos y segundos; “duración” de la actividad; “IMEI” (Sistema Internacional Móvil de Identidad) y “ubicación geográfica”.

En esos documentos se muestran comunicaciones, horarios y ubicaciones del número celular 7471493586 con el IMEI 353649051469880, propiedad del normalista ejecutado extrajudicialmente el 26 de septiembre de 2014 en Iguala Guerrero. Estos registros forman parte de las redes técnicas y mapas georreferenciados validados por la Dirección General del Cuerpo Técnico de Control (DGCTC) de la SEIDO y la Dirección de Análisis Táctico (DGAT) de la Coordinación de Investigación de Gabinete (CIG) de la División de Investigación (DI) de la Policía Federal, dependiente de la Comisión Nacional de Seguridad de la Segob.

Si el secretario de Gobernación tiene un interés legítimo por resolver el tema de los 43 jóvenes desaparecidos, no tendrá inconveniente en preguntar a sus subordinados quién y con qué finalidad estableció comunicación con el celular de Julio César Mondragón Fontes a través de los números telefónicos 5585583974, 5561144296, 5561083626 y 5536438524, los días 17, 18 y 19 de octubre de 2014, 2 y 4 de abril de 2015, desde la coordenada 19 grados, 18 minutos 16 segundos latitud Norte y 99 grados, 14 minutos, 17 segundos longitud Oeste, que a propósito coinciden con las instalaciones del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN), en la delegación Magdalena Contreras.

Exigen respeto a las fuerzas armadas y demandan pruebas sobre la participación de los soldados, pero hacen oídos sordos cuando en documentos clasificados el titular de la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro de la PGR, Gualberto Ramírez Gutiérrez, exhibe la conexión entre el equipo celular modelo LG-L9 de Julio César Mondragón, y el interior de las instalaciones del Campo Militar 1A de la Ciudad de México, en Lomas de Sotelo, a través de los teléfonos 5511425164, 5551865625, 5513606680 y 5518155210 los días 21, 23, 25 y 27 de octubre y  1 de diciembre  de 2014.

Estas “pruebas” las publicamos el mes de agosto de 2016 en el libro “La guerra que nos ocultan” de editorial Planeta, los periodistas Miguel Ángel Alvarado, Francisco Cruz y Félix Santana, donde se expresa que el poder político en México no despacha desde el Palacio Nacional o la residencia oficial de Los Pinos sino en los cuarteles militares.

Frente al vacío de autoridad, las fuerzas armadas han subordinado a las autoridades civiles y militarizando las funciones de seguridad pública y basta examinar la reglamentación al artículo 29 Constitucional que permite establecer el Estado de Excepción en zonas específicas del país, suspendiendo derechos y garantías.

Lo mismo sucede al revisar las modificaciones al Código de Justicia Militar que faculta a la autoridad militar a ejercer funciones civiles en tiempos de paz, autoriza a los militares a catear domicilios y oficinas de los tres niveles de gobierno en despachos de los poderes ejecutivos, legislativos o judiciales, organismos constitucionales autónomos o instalaciones de la policía o el ministerio público, además de intervenir comunicaciones privadas e incluso ubicar en tiempo real dispositivos móviles de telecomunicación.

Para ampliar su control, pretenden implementar la Ley de Seguridad Interior con la cual legalizarían los patrullajes y retenes que actualmente realizan el Ejército y la Marina de manera inconstitucional, proponen establecer bases de operaciones móviles y fijas, puestos de seguridad, intercepción terrestre, áreas y marítima, reconocimientos, escoltas y brindar seguridad a las instalaciones estratégicas; también les permite utilizar cualquier método para la obtención de información, lo que implica un retroceso en materia de derechos humanos pues la tortura, la desaparición forzada, las ejecuciones extrajudiciales o el secuestro se han convertido en los instrumentos generadores de inteligencia más socorridos por las fuerzas policíacas y militares de nuestro país.

En los últimos años hemos transitado lentamente hacia un Estado militar donde la guerra en contra del narco sólo es una fachada que ha permitido la consolidación de emporios económicos basados en el tráfico de drogas, el saqueo de los recursos naturales, el control de territorios o rutas comerciales, desplazando a comunidades enteras, ejecutando o “abatiendo” a los líderes sociales que se resisten a la implementación de la necropolítica para facilitar la neocolonización y saqueo de los recursos naturales, implementada desde los poderes fácticos y apoyada por el Estado con máquinas de guerra, institucionales o paramilitares al servicio de los poderes económicos supranacionales.

No somos ingenuos, sabemos que la exigencia de pruebas a Andrés Manuel López Obrador sólo pretende golpearlo políticamente, estamos conscientes de que ninguna institución que imparta justicia resolverá la grave crisis en materia de derechos humanos. Sin embargo, tenemos la esperanza de que en tribunales internacionales se alcance la justicia y sea nuestra generación la primera en ver a un expresidente mexicano enjuiciado y sentenciado por crímenes de lesa humanidad.

El poder político de México

Palabras prohibidas

* “El éxodo o emigración masiva, como se le dice eufemísticamente, es una travesía de horror. No importa a donde vayan, porque ahora van a cualquier lugar. La crisis del campo y la violencia han propiciado la expulsión de los campesinos, que antes sólo huían de sus casas por la noche para ponerse a salvo del peligro que representaban el accionar de las armas de fuego y el trajinar de grupos armados: paramilitares, criminales, policías y militares”, escriben tres periodistas sobre Guerrero y su realidad amedrentadora en el libro “La guerra que nos ocultan”, editado por Planeta en el 2016.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Alvarado

Ana Paula Hernández, quien durante cuatro años fungió como subdirectora del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, advirtió: “Llegué a Tlapa y dije ‘este es el infierno’ […]. Me pareció un lugar terrible con un calor espantoso […]. Era un lugar con una pobreza tremenda […]. En La Montaña hay un asunto de impunidad, de racismo y de discriminación”. Mucho tenía de razón. Las personas se mueren de diarrea, prematuridad y bajo peso al nacer; gripe y enfermedades de las vías respiratorias derivadas de eso; deshidratación y hambre… Todo ello, entre otras cosas, las obliga a migrar o delinquir.

El éxodo o emigración masiva, como se le dice eufemísticamente, es una travesía de horror. No importa a donde vayan, porque ahora van a cualquier lugar. La crisis del campo y la violencia han propiciado la expulsión de los campesinos, que antes sólo huían de sus casas por la noche para ponerse a salvo del peligro que representaban el accionar de las armas de fuego y el trajinar de grupos armados: paramilitares, criminales, policías y militares.

Ese binomio de violencia y miseria perennes los condena a engancharse como jornaleros o peones macuarros de albañilería en el sector de la construcción en los estados “ricos” del norte o hasta en el vecino Michoacán, cuya situación no es más halagüeña. El punto es huir. Hay miles de familias en movimiento permanente.

La Montaña, donde habitan las etnias tlapaneca, mixteca y nahua, se ha convertido desde principios de la década actual en la principal zona expulsora de migrantes en todo el país, y cada año es más notorio el éxodo.

Es más serio de lo que parece. Si bien los criminales los obligan a unirse o trabajar para ellos en condiciones de esclavitud, la policía y el Ejército no representan ningún alivio. Les tienen el mismo miedo. En 1998, cuando prologó el libro Violencia en Guerrero de la periodista Maribel Gutiérrez, el extinto escritor y ensayista chihuahuense Carlos Montemayor alertó: “La policía es sinónimo de ocupación, represión, saqueo, no de seguridad ni legalidad. La ocupación militar es sinónimo de invasión, sometimiento [y] terror”.

Abandonan sus tierras o mueren. No se llevan nada. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), cada año cerca de 80 mil guerrerenses emigran a Estados Unidos, donde su principal destino es Chicago, Illinois, la segunda ciudad con más guerrerenses después de Acapulco. También huyen a Nueva York.

La situación alarma. El 30 de abril de 2015, una nota de Tania L. Montalvo, publicada en el periódico electrónico Animal Político precisó: “[Según] la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), desde mediados de la década de los 90 de Guerrero emigraron 388 mil jornaleros agrícolas de las zonas indígenas y rurales del estado. La Sedesol identifica a Guerrero como el estado con más migración laboral que afecta particularmente a indígenas”.

Los desplazamientos masivos forzados forman parte de una realidad poco conocida del impacto de la violencia, pero se agravaron desde principios de 2007, cuando el presidente Felipe Calderón Hinojosa, sin un plan real, a tontas y locas y sin propuesta para ayudar a los habitantes de zonas afectadas, declaró una torpe guerra armada a los cárteles del narcotráfico. Los resultados están aquí: el desplazamiento forzado no ha parado y el gobierno de Peña tampoco ha sido capaz de articular una política de atención. Y el narcotráfico sigue como siempre.

En el libro Desplazamiento interno inducido por la violencia: una experiencia global, una realidad mexicana, la investigadora Laura Rubio Díaz-Leal —una de las pocas estudiosas de este fenómeno— documentó en el país 121 episodios de desplazamiento forzado de 2008 a 2014, como consecuencia de enfrentamientos entre cárteles y fuerzas de seguridad pública, intolerancia religiosa y conflictos políticos.

Y en sus estadísticas, Guerrero ocupó el primer lugar con 26 casos o 21.49% del total, seguido por los 19 o 15.70% de Michoacán y los 18 o 14.88% de Oaxaca. La situación es muy seria, porque de enero de 2014 a febrero de 2015 se reportaron 23 desplazamientos masivos en el país —implicaron autodestierro de más de 9 mil personas—, de los que los guerrerenses concentraron 40%, convirtiéndose en líderes de desplazamiento forzado masivo, definido por Rubio como la movilización simultánea de diez o más núcleos familiares por una misma causa, pero que “afecta de manera más aguda a las poblaciones más vulnerables: ancianos, mujeres, niños e indígenas con recursos limitados”. Y la pregunta obligada aquí es: ¿a qué le temen?

El trabajo de la investigadora forma parte de un proyecto sobre desplazamiento interno que llevó a cabo como académica del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) desde 2011, en el cual advierte que los grupos delincuenciales son un factor importante de autodestierro: “vienen barriendo” zonas de la sierra guerrerense. “El grupo armado conocido como Los Pintos está asesinando y desapareciendo a hombres, quemando viviendas y expulsando a personas de las comunidades que se niegan a colaborar con ellos”.

También le temen a otro mal que aqueja al país, aunque aquí se nota más: el desempleo. Ya en 2012, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) advertía que el 69.7% o 2 millones 442 mil guerrerenses vivían en condiciones de pobreza: el 31.7% se encontraba en pobreza extrema, y el 38%, en pobreza moderada; 2 millones 752 mil no tenían acceso a la seguridad social y un millón 382 mil personas presentaban carencias por falta de acceso a la alimentación, eufemismo de desnutrición.

Si quieren afrontar sus miedos y el hambre, los que no pueden abandonar el estado sólo tienen dos opciones, ambas complicadas y peligrosas. La primera, recibir dinero del crimen organizado. Unirse en condiciones de precariedad a los cárteles de la droga en los trabajos de sicario o asesino a sueldo, distribuidor, cobrador o cuidador de sembradíos de amapola y mariguana. La segunda es muy noble pero más peligrosa aún porque el gobierno se ha encargado de prostituir y desnaturalizar la palabra: “insurgencia”, como ha hecho sucias y casi prohibidas las de “guerrilla” y “rebelde”. El nivel de pobreza, aunado a una histórica represión militar y policiaca, así como el acecho, hostigamiento notorio por espirales continuas de violencia y los ataques del gobierno a los indígenas, no les ha dejado otra salida que la organización por la vía del activismo social y, cuando este es insuficiente e inútil, las armas, la insurgencia o la guerrilla y la policía comunitaria.

Palabras prohibidas

“Esto les pasa”

* El asesinato salvaje contra el normalista de Ayotzinapa, Julio César Mondragón, tuvo como finalidad enviar mensajes. Uno de ellos, el rostro desollado del joven, advertía, en tres palabras, el destino que enfrentan quienes se enfrentan al gobierno. Este texto es parte del libro La Guerra que nos ocultan, editado por Planeta en el 2016.

 

Félix Santana, Francisco Cruz, Miguel Alvarado

Toluca, México; 3 de octubre del 2016. Ese rostro era un naufragio de sangre y fuego.

Marisa (Mendoza Cahuatzin) se trasladó a Iguala el 28 de septiembre. Iba con el tío de Julio César, el profesor normalista Cuitláhuac Mondragón, quien se había enterado de la muerte del sobrino por una de sus hijas. Una llamada y la fotografía del joven en El Sur, el periódico de Guerrero terminaron por confirmar la noticia. Por otro lado, Lenin Mondragón reconocía a su hermano en internet por una imagen que circulaba en las redes sociales.

El examen pericial del levantamiento del cadáver firmado por el médico perito, especialista en medicina forense, adscrito a la Secretaría de Salud estatal, Carlos Alatorre Robles, el 28 de septiembre, causó estupor y furia en la familia del estudiante desollado, pues asentaba cuatro conclusiones frías, algunas incomprensibles y hasta disparatadas:

Primera.- La posición y orientación en la que se encontró el cadáver no se corresponde con la original inmediata a su muerte.

Segunda.- El suscrito estima que el lugar del hallazgo del cadáver, este no se corresponde con el lugar de los hechos.

Tercera.- Las lesiones presentadas en cuello y cara por sus características de nitidez al corte, el suscrito estima que estas fueron producidas por un agente vulnerante.

Cuarta.- Las lesiones (equimosis) localizadas en ambos costados e hipocondrio, fueron producidas por contusión directa, por un agente vulnerante de superficie plana y corte regular.

Otro documento, el informe de la autopsia, también firmado por Alatorre, el 27 de septiembre de 2014, redondea el dictamen:

1.- Equimosis en región clavicular izquierda, deltoidea derecha y external, en cara anterior de abdomen, cara derecha de pelvis, codo derecho, cara proximal cara posterior interna de antebrazo derecho, codo izquierdo, cara dorsal de mano izquierda y derecha, tercio distal cara posterior de antebrazo izquierdo, región dorso-lumbar, escapular izquierda, supraescapular izquierda y cara izquierda de abdomen.

2.- Signos de fractura, amputación reciente de premolar superior derecho.

3.- Herida de 31 por 29 cm, post mortem, de bordos irregulares y exfacelados, con marcas de caninos, que interesa toda la cara y cara anterior del cuello que interesa piel, tejido celular subcutáneo y músculos, preservando estructuras óseas.

Y en este punto cabe una aclaración que sale del informe del prestigioso Equipo Argentino de Antropólogos Forenses (EEAF), que tampoco validó la verdad de la PGR sobre el fuego en el basurero de Cocula que habría consumido a los 43 normalistas: “el cráneo [de Julio César] presentó múltiples fracturas realizadas con un instrumento rombo en la parte derecha, occipital y maxilar, destrozándole prácticamente todos los huesos de la cabeza”.

También presentó marcas de colmillos de animales en la mandíbula y cervicales, lo que para la PGR representaría una “ventaja”, ya que, al haber sido devorado por animales, la muerte no se vincularía con grupos del crimen organizado, ni con la desaparición de los 43 normalistas, ni con el asesinato, por arma de fuego, de sus otros dos compañeros.

El GIEI, en el centro de una campaña de persecución, amenazas y hasta de linchamiento en las páginas de algunos periódicos de la Ciudad de México, se iría del país advirtiendo que el gobierno federal carecía de interés para resolver la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.

4.- Globo ocular izquierdo enucleado post mortem y globo ocular derecho sin tejidos blandos circundantes, comidos post mortem por fauna del lugar donde se encontraba.

5.- Pabellón auricular izquierdo mide 4.5 por 4.5 cm. Con signos de haber sido masticada post mortem por fauna del lugar donde se encontraba.

6.- Pérdida del lóbulo de pabellón auricular derecho post mortem, por haber sido masticado por fauna del lugar.

En el lenguaje común esos términos médicos y forenses podrían simplificarse: la causa de la muerte fue edema cerebral, con múltiples fracturas en el cráneo, algo que no se apega a la realidad. La autoridad forense decía que los animales del lugar le habían comido parte de la cara a Julio César.

Su familia, destrozada como él, se enfrentó desde el primer minuto al sistema que desde ese momento buscó minimizar ese asesinato y la desaparición de los 43 normalistas. No era creíble la versión de los animales ni menos que nadie supiera quién lo había matado. El Estado tenía una responsabilidad que pronto se convertiría en la abstracción que cerraba todas las posibilidades para hallar justicia y compensación.

Pero los Mondragón Mendoza encontraron otras opiniones que los ayudarían a entender —o al menos a intentarlo— el porqué de la muerte de Julio César y el porqué de tanta crueldad.

Su indagatoria los llevó con el forense Ricardo Loewe —un médico mexicano radicado en Austria, en 2002 jefe del área de Salud y visitador de la Asociación Cristianos para la Abolición de la Tortura (ACAT) y fundador del Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad, consultado por víctimas de tortura y organizaciones de derechos humanos en México para probar, clínicamente, esta práctica por parte de las autoridades—, quien examinó todas las fotografías tomadas a los restos de Julio César y formuló otro diagnóstico, el cual confirmaba que el médico Alatorre no mentía por equivocación. “Julio César Mondragón Fontes fue torturado y ejecutado extrajudicialmente. La mutilación de su cara corresponde a la de otras víctimas de terrorismo, supuestamente perpetrada por el crimen organizado. Como ya lo expresé públicamente, el cadáver de la víctima, un líder estudiantil incómodo para el sistema, fue utilizado como mensaje para quien ose oponerse a la autoridad”, concluía el médico luego de comparar los informes oficiales.4

Loewe envió su estudio al equipo legal de la familia del normalista en agosto de 2015 y contradijo en seis páginas al forense de Iguala pues, para empezar, “llama la atención que el agente de la PGJG [Procuraduría General de Justicia de Guerrero] concluya que el lugar donde fue levantado el cadáver de Julio César Mondragón no correspondiera al sitio de la muerte, a pesar del lago hemático que aparece junto al cadáver […]. Este lago hemático muestra, además, que las lesiones fueron producidas en vida de la víctima […]. Digamos de paso que el lago hemático en el suelo y los hallazgos de hemorragia interna, así como del corazón ‘vacío’, indican que una causa de la muerte, si no la más importante, fue la hemorragia”.

Mirado en las fotos que contiene ese informe, el charco de sangre en medio del cual está el ojo del joven tiene la forma de Guerrero, mapa ensangrentado que anuncia la realidad mexicana desde el relegado Camino del Andariego. México, formado en la década de 1940 con paciencia genocida, siempre al abrigo de la impunidad, se olvidó del desollamiento, tortura y asesinato de Julio César porque la tragedia colectiva de los estudiantes no dejó espacio para nada. El país desdeñó esa muerte a pesar de ser una de las claves para entender Iguala y encarnar las razones para arrasar a las normales rurales.

“Esto les pasa”, dijeron sin una palabra quienes cometieron esa carnicería. Hasta los padres de los 43, los alumnos sobrevivientes, el resto de la escuela y los medios de comunicación independientes entrecerraron los ojos, sin buscar bien. Y, sin embargo, cada uno encontró una hipótesis. Estos, empeñados en contar los sucesos de esa noche; aquellos, en demostrar que los soldados habían participado, y los demás, en que el narcotráfico estaba inmiscuido. Todos tuvieron razón, aunque nadie conectó las historias dispersas en el pasado reciente y lejano. Algunas respuestas estaban allí, no todas en la escuela o en las matanzas atribuidas a narcotraficantes.

Julio César fue torturado y abandonado en el Camino del Andariego, una terracería en forma de Y —que no es ningún paraje solitario, como se ha hecho creer— en la Ciudad Industrial de Iguala, a dos minutos a pie en línea recta desde la planta refresquera de Coca-Cola y enfrente de una herrería, justo atrás del Hotel del Andariego y de las oficinas de Hacienda. Esa embotelladora trabaja 24 horas y los obreros al salir buscan la avenida principal, pasando justo por donde se encontró el cuerpo del joven. A cuatro minutos y medio de donde yacía hay una antena de transmisiones que apenas se ve cuando nubes de arena barren el lugar.

El Andariego es parte de un laberinto de calles terregosas, ciertamente bordeadas de basura a un costado, pero no solitarias. Es una calle transitada por la que avanzan todo el día camiones de carga y mensajeros en motocicleta que apenas prestan atención a las bodegas aledañas.

La antena transmisora está en el jardín de una casa bardeada y de portón inconmovible en la que, por mucho que uno se detenga, nadie aparece. Está casi enfrente de la Coca-Cola. La casa bardeada es el Centro de Comando, Comunicación y Cómputo de Iguala (C4), cerebro de la ciudad que esa noche sólo tenía en funcionamiento cinco de las 25 cámaras de vigilancia, como registró la inspección de la perito profesional en Informática de la PGR, Selene Fonseca Rueda, quien recibió la orden de analizar los videos que tuviera el C4 relativos al 26 de septiembre, a partir de las dos y hasta las seis de la tarde del 27 de septiembre, en el oficio SEIDO/UElDMS/FE-A/1 0897/201, el 12 de noviembre de 2014. Ella se presentó al otro día en la sede del C4.

Nada pasa en Iguala sin que lo vea alguna de las cámaras del C4. La concepción de todos ellos en el país parte de la idea de una especie de big brother gubernamental, y su labor descansa en dos pilares: atender temas y problemas de seguridad pública —además de coordinar trabajos de investigación para procuración de justicia, pero que en términos comunes se traduce en labores de espionaje contra la población— y dirigir labores de protección civil.

En los hechos, el C4 representa un punto de contacto entre todos los funcionarios y dependencias u órganos de gobierno que atienden a la ciudadanía. Los centros recopilan información en tiempo real y la envían a todas las oficinas, dependencias y organismos responsables de la seguridad donde se analiza, se digiere y se toman las decisiones correspondientes.

Cada C4 representa la visión de los gobiernos federal y estatal respectivos. Estos tienen todos los informes: desde la más pequeña manifestación o mitin hasta el más mínimo accidente, los fenómenos naturales y los enfrentamientos; nada se les escapa y apuntalan lo que hace el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) o policía política, responsable de la investigación, análisis y espionaje de campo, lo mismo que las Fuerzas Armadas a través de sus indicadores, infiltrados o espías.

Desde 1940 la policía política —el Ejército y la Marina-Armada lo harían abiertamente en la década de 1960— puso en marcha un proyecto presidencial para espiar enemigos del régimen, insurrecciones populares y actividades subversivas. Y allí fueron consideradas normales rurales y universidades problemáticas. Alemán cedió el control del espionaje político a militares capacitados y entrenados por la Oficina Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés).

Su primer director fue el teniente coronel Marcelino Inurreta de la Fuente, quien llevó como subdirector al mayor Manuel Mayoral García, “cuya misión sería la obediencia al Presidente de la República”, escribió el académico Jorge Luis Esquivel Zubiri.

Se sumarían personajes salvajes y violentos como el veracruzano-libanés Miguel Nazar Haro o el mexicalense Rafael Chao López, responsables de aniquilar a “guerrilleros” mexicanos, y José Antonio Zorrilla Pérez, autor intelectual del asesinato, por la espalda, de su “amigo” el periodista Manuel Buendía Tellezgirón, el 30 de mayo de 1984.

El aparato de espionaje de la inteligencia mexicana se convertiría en las entrañas de un monstruo. La tecnología para espiar en tiempo real está bien instalada en Iguala, aunque “el equipo de cómputo marca HP con número de serie ‘MXQll805BJ’, con número de producto 487932/001, etiquetado con la leyenda ‘SERVIDOR 25 CAM 192.168.64.3’, utilizado como servidor del sistema de videograbación del C4”,6 esa noche —camuflado en la esquina de Industria Petrolera e Industria Electrónica sin número, colonia Ciudad Industrial— no viera nada, ahí, a 400 metros en línea recta de donde desollaban vivo al normalista y robaban su celular, a pesar de que las cámaras 07 y 21 estaban instaladas para vigilar las inmediaciones, pero que ese día desde su programa electrónico reportó “Error. Tiempo de conexión agotado”.

Esos ojos electrónicos ya estaban ciegos cuando Selene Fonseca los revisó, el 13 de noviembre de 2014, y cuando lo reportó, el 14 de noviembre, a la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro, en el Acuerdo de Recepción integrado a la averiguación previa A.P./PGR/SEIDO/UEIDMS/871/2014; era demasiado tarde porque, si algo había, ya estaba borrado o alguien lo había extraído, pues el C4 grababa sobre lo capturado cada 11 días.

La PGR ya lo sabía porque la Dirección General del Sistema Estatal de Información Policial (DGSEIP) le envió el oficio DIR/SEIPOL/489/2014, fechado en Chilpancingo el 29 de octubre de 2014, en el que le contestaba que no podía darle las grabaciones del 26 y 27 de septiembre de 2014 por esa condición del sistema de cámaras que reescribía y borraba. No es que no quisiera, es que no había material. En cambio, entregó información de dos cámaras al procurador de Justicia de Guerrero, Iñaki Blanco Cabrera, una con el nombre de “Salida a Taxco” y la otra “Prolongación Karina”, ubicada en la calle Prolongación Karina esquina Ferrocarril, que habían grabado entre las 21:00 y las 4:00 del 26 y 27 de septiembre.

En este juego de hacerse el ciego, la perito Fonseca se llevó un chasco cuando supo que el personal del C4 ya no era el mismo que había operado las cámaras aquella noche y que los nuevos empleados ni siquiera sabían cómo buscar imágenes. De todas formas, confirmó que sólo cinco cámaras funcionaban hasta el 13 de noviembre, como escribió en el reporte que entregó al otro día a la agente del Ministerio Público de la Federación, Érika Ramírez Ortiz.

Fonseca cometió un error cuando enlistó las 25 cámaras de la zona y reportó el estado que guardaban, pues dejó fuera a dos de ellas, las que corresponden a los números 18 y 23. Simplemente se las saltó, sin mayor explicación, y nadie se dio cuenta. Para Fonseca había 25 cámaras, pero sólo apuntó el estado de 21 y dijo que las que estaban activas eran las denominadas como “Central de Abastos”, “Salida a Taxco” y “Prolongación Karina”.

Al principio se supo que había cuatro videos disponibles, pero la periodista Anabel Hernández documentó un quinto, en el que se observa que 13 vehículos circulan por Periférico Poniente, en dirección a la Carretera 51, con personas capturadas, vigiladas por hombres armados. A esa cámara de seguridad, que no se especifica cuál es, “se le hizo apuntar hacia el cielo cuando pasaba el convoy”. Esos videos quedaron fuera de la investigación de la PGR.

Según Fonseca y la PGR, las cámaras denominadas “Estrella de Oro”, “Leona Vicario”, dos equipos llamados “C4”, “Caja la Monarca”, “Trébol Poniente”, “Periférico Sur”, “Emiliano Zapata”, “Hospital Especialidades”, “Tribunal de Justicia”, “Independencia”, “Zócalo”, “Mercado”, “López Rayón”, “La Feria”, “Mariano Herrera”, “Aldama”, “Galeana”, “Hospital General” y “Tuxpan” no funcionaron el 26 y 27 de septiembre.

El desollamiento de Julio César adquirió dimensiones pocas veces vistas en un país en el que se aniquilan valores fundamentales de la sociedad como el derecho a la vida y su dignidad, dosificando y convirtiendo al cuerpo humano en mercancía desechable, fácilmente sustituible, mientras la clase gobernante basa sus decisiones en la acumulación de capital como un fin supremo, por encima de cualquier concepción moral, política o religiosa.

Julio César Mondragón Fontes, la desaparición de los 43 normalistas y la ejecución de sus compañeros Julio César Ramírez Nava y Daniel Solís Gallardo, así como la aniquilación de 22 personas en Tlatlaya, Estado de México, han propiciado que se pase por alto el control de movimiento de capitales en las zonas donde se extraen recursos naturales.

Estas fuerzas económicas, empresariales y armamentistas son en realidad poderes fácticos que desplazan cualquier sistema de gobierno, incluso socialistas o progresistas, desde el diseño de esquemas militarizados en todas sus modalidades porque en un territorio en caos el resultado siempre favorecerá a quien extrae.

Una economía basada en muerte y sufrimiento para obtener recursos naturales de regiones habitadas por indígenas es consecuencia de una política de facto ejecutada por el Estado, que ejerce su autoridad desde la fuerza y la violencia porque asume que tiene derecho a decidir sobre la vida de sus gobernados.

Esa alianza de control incluye al crimen organizado y sustituye en funciones al gobierno porque impone sus propios impuestos en el cobro de derechos de piso y extorsión, ejecución de secuestros y robo en torno a una actividad principal dedicada enteramente a la extracción. Esa actividad no es solamente una distracción, pero funciona incluso para culpar de la violencia, desplazamientos poblacionales y asesinatos al narcotráfico, a conflictos sociales y étnicos, a diferencias limítrofes, pero también desvirtúa a conveniencia cualquier forma de resistencia que se oponga a lo que el Estado denomine “progreso”.

“Esto les pasa”

Julio César: crónica de un suplicio

* Este es un extracto del libro La guerra que nos ocultan donde se narra la tortura a la que fue sometido el normalista de Ayotzinapa, Julio César Mondragón Fontes, nacido en Tenancingo, Edomex, antes de ser desollado en vida, la madrugada del 27 de septiembre del 2014, en la ciudad de Iguala, Guerrero.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Alvarado

Visto desde arriba, el cuerpo del estudiante normalista Julio César Mondragón Fontes parece ser el de una víctima más de la violencia narca que asola al país, una imagen sangrienta de esas que inundan todos los días las páginas de la prensa amarillista. Un cuerpo tirado sobre la tierra con las piernas semiflexionadas, cuya mano izquierda reposa sobre el vientre, mientras la derecha se estira hacia un costado, al igual que la cabeza, que parece mirar el puño que la muerte no pudo vencer. Sin embargo, se trata del fiel reflejo del suplicio y del terror visual.

Ya golpeado, pero aún vivo, los verdugos de Julio César le hicieron un corte debajo del pecho en forma de gota que arrancó la piel, dejando al descubierto músculos y huesos. Quienes lo hicieron partieron de ahí y con salvaje cuidado fueron cortando hacia arriba mientras diseccionaban, separaban la carne del cuello y llegaban a la mandíbula rota, las orejas machacadas y la nariz desintegrada.

Antes de eso, Julio César ya tenía costillas rotas, 12 puntos fracturados, mientras yacía en el piso. El cuerpo macerado había sido arrastrado después de que lo amarraran con cuerdas, quizá de persiana, porque en ese cuerpo joven quedaron algunos hilos y las marcas de las ataduras se revelaban claras en la piel. Se le veían marcas de patadas en los hombros, delatadas por moretones que le causaron quienes lo capturaron. Adictos a la violencia, quienes lo hicieron trataban de quebrar la dignidad del ser humano y sus valores.

Ya en ese afán opresivo siguieron cortando hasta llegar a las cuencas, vacías porque ya no había ojos, uno arrancado de tajo en algún momento con todo y nervio óptico, arrojado a medio metro de donde se realizaba la carnicería. El otro, por efecto de los golpes, salido de su órbita, atrapado en el cráneo. Quien manejaba el afilado cuchillo de desuello o el bisturí tenía manos expertas, sabía lo que hacía, estaba educado y entrenado para ello.

Con las imágenes simbólicas que no necesitaban ninguna interpretación, la técnica de la tortura, exacta y cuidadosa, era visible en brazos y torso. La mano izquierda, colocada sobre el propio cuerpo, exhibía uñas amoratadas, los dedos sucios por la tierra. Dos escoriaciones sobresalían en esa mano lacerada, como si hubiera golpeado con los nudillos algo punzante o unos dientes. La otra mano, estirada sobre el suelo, parecía reposar, excepto por el horror desprendido justo antes del nacimiento del cuello. A esa hora las heridas ya no sangraban porque ya no circulaba más sangre por el cuerpo, todo era escurrimiento.

No se sabe más porque la piel de la cara no ha aparecido, por lo menos no hasta ahora, y es parte de los misterios que rodean el asesinato, parte de un “trofeo” de la barbarie que alguien guarda en su casa o en algún lugar secreto. De otra manera, ¿cómo puede explicarse tanta beligerancia y empeño para desollar a un joven estudiante normalista?

Desollar es otra cosa. Los narcotraficantes, sus matones y sicarios ciertamente torturan en forma salvaje y así envían sus recados primitivos. Tienen rituales, códigos propios, y construyen escenarios: mutilan dedos —uno o más, depende del aviso, el mensajero y su posición en el grupo rival—; cortan de tajo pene y testículos para entregarlos en charolas de plata a las viudas; dan el tiro de gracia; embolsan; deshacen cuerpos en ácido; encobijan; encajuelan; cuelgan y decapitan; hasta llegan a matar con soplete.

En 2011 “carniceros” y taxidermistas al servicio del crimen organizado intentaron desollar a algunas de sus víctimas para regalar a sus jefes la cara de sus enemigos o el cuero cabelludo, como lo hacían los apaches o los aztecas para honrar al dios Xipe Tótec, los chinos en la dinastía Ming y los españoles, para que sus víctimas experimentaran el terror verdadero y entraran en un trance de visiones infernales; y estos todavía eran más bestiales: rociaban con sal los cuerpos desollados —de sus víctimas agonizantes— para que sufrieran el dolor máximo en carne viva, convertidos en siniestra imagen del tormento.

Los sicarios del narcotráfico intentaban el desuello hasta que corroboraban que sus víctimas estaban muertas. Resultó tan complicado el experimento que desistieron, se dedicaron a torturar, cortar cabezas, desmembrar o disolver carne con ácidos en tambos o toneles industriales.

El desollamiento de Julio César lo hicieron manos expertas. Y el mensaje mantuvo una línea feroz y categórica para construir miedos. El arma de tortura siguió destazando y al llegar a la frente, donde el pelo le nacía al estudiante, una puñalada que afectó casi 13 centímetros, con toda la fuerza, terminó el despellejamiento. Luego lo movieron, tirado en ese piso de tierra del Camino del Andariego en Iguala; era entre la una y las dos de la mañana del 27 de septiembre de 2014. No fue arrastrado ni siquiera un metro, pero su corazón había dejado de latir. En shock por el dolor desde el principio, Julio César Mondragón Fontes terminó de morirse.

Sin saberlo, este joven normalista de Ayotzinapa se había convertido en un peligro para alguien, y aunque no percibió la magnitud de lo que sucedía, hacer un repaso de sus últimas horas a partir de las comunicaciones privadas que registraron algunos de sus familiares, declaraciones de compañeros y hojas confidenciales de la empresa Telcel —que aparecen por vez primera en este libro— aclara la situación: muerte multifactorial relacionada con shock hipovolémico, asfixia y paro cardiaco por el intenso dolor y el sufrimiento mayúsculo del cuerpo macerado.

En definitiva, la muerte de Julio César prueba que en México se ha vuelto a los métodos básicos para acallar la disconformidad: la tortura y el suplicio, dos recursos afines a las dictaduras y las prácticas de la Santa Inquisición. Para sus verdugos era imperativo dejar un mensaje contundente basado en ese terror que perturba los sentidos de todo aquel que se atreva a mirar, lo intuya o escuche del tema. Un aleccionamiento visual con el que Julio César se ha insertado en la genealogía trágica guerrerense que puede documentarse hasta 1923 como parte de los procesos históricos del país.

En el normalista hubo resistencia y honorabilidad. Lo atraparon porque tuvo la osadía de regresar para apoyar o intentar rescatar a sus compañeros, que estaban siendo atacados. En sus verdugos hubo maldad extrema. Su ejecución es una enorme tragedia.

Homicidio calificado, dicen las autoridades, pero no lo resuelven; crimen de lesa humanidad, advierten la familia, Ayotzinapa, organizaciones no gubernamentales, periodistas independientes, el resto de México. Y las pruebas empiezan a salir, acusan. Las vejaciones a este joven de 22 años de edad, quien al día de su muerte pesaba 72 kilogramos y medía 1.76 metros, resumen el nivel de barbarie que vive el país.

El plano-secuencia es contundente: el rostro desollado y el cuerpo torturado circularon ampliamente por las redes sociales; quien haya tomado las fotografías y las haya subido a internet deseaba garantizar un consumo visual masivo que, en su momento, por la agitación estudiantil y la fecha simbólica próxima (conmemoración de la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968), respondiera a una intención deliberada de aleccionamiento o terror.

En esas lecciones visuales encajan las humillaciones, en 2006, a personajes como Ignacio del Valle Medina y Felipe Álvarez Hernández, líderes de la rebelión civil en San Salvador Atenco (más conocida como la de “los macheteros de Atenco”), así como a la comandanta Nestora Salgado García.

También las imágenes de la degradación y el sometimiento público del doctor michoacano José Manuel Mireles Valverde, así como de los profesores Rubén Núñez Ginés, Francisco Villalobos Ricárdez, Othón Nazariega Segura, Juan Carlos Orozco Matus, Roberto Abel Jiménez García y Efraín Picaso Pérez, dirigentes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en el sur del país.

Pero esto no se queda sólo en lo visual: el símbolo son las víctimas y sus imágenes, mensaje concreto para seguidores y compañeros. Ya no se trata únicamente de contar con el mejor armamento, sino con los métodos más refinados de tortura que, luego, manos invisibles se encargan de difundir.

Y estas víctimas, todas, tienen un denominador común: son líderes sociales, vivieron un proceso de luchas comunitarias, desafiaron al Estado y, a su manera, cada uno exhibió las incapacidades de la Presidencia de la República —en especial de Peña Nieto, desde que era gobernador— para hacer frente a la delincuencia o a los abusos de la élite del poder político que intentan despojarlos de sus tierras ancestrales.

Las imágenes de cada uno —sometido y degradado— son utilizadas para infundir pánico en la sociedad. Los sociólogos lo describen como la construcción social del miedo o terrorismo mediático.

El caso de Julio César no mueve a la curiosidad ni es parte de una leyenda urbana. Va más allá y forma parte de un plan mayor en la guerra psicológica. La circulación masiva de sus fotografías representa un acto malvado, un trastorno. Las imágenes configuran el poder del Estado o de los grupos del crimen organizado, que en muchas ocasiones es la misma cara de la moneda. Si no se colabora con ellos, se termina por pasarla mal.

“La política visual del terror puede parecer primitiva, pero su práctica puede ser tan sofisticada cuan profundos sus efectos”, advirtió Richard K. Sherwin —profesor de Derecho y director del Proyecto sobre Persuasión Visual en la New York Law School—, en La política visual del terror, un amplio ensayo reproducido el 26 de septiembre de 2014 en las páginas del periódico español El País, el mismo día de Iguala.

Con Julio César fueron más atroces.

Lo primero que vieron sus compañeros de Ayotzinapa fue esa imagen. Y al otro día, lo primero que vio su esposa, Marisa Mendoza Cahuantzin, en la morgue del Servicio Médico Forense (Semefo) de Iguala fue a un hombre con el rostro cubierto y los brazos heridos, recostado en una mesa metálica, con quemaduras de cigarro ennegreciéndole la carne.

Ella, a quien los legistas habían advertido lo que vería, pidió que retiraran los vendajes, aunque ya sabía que se trataba de Julio César porque, en realidad, lo primero que vio fue el brazo izquierdo de aquel cuerpo y corroboró, desde la amargura que significa identificar un cadáver, las antiguas marcas que tenía.

Julio César: crónica de un suplicio

“Bienvenidos a la Media Luna”

 

* Mineras, narcos, soldados y luchas sociales convergen en Guerrero con la normal rural de Ayotzinapa como símbolo central de una resistencia contra el despojo y el genocidio. Este texto, parte del libro La guerra que nos ocultan, narra esa historia.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Alvarado

El director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, Abel Barrera Hernández, y el abogado de los padres de los 43 normalistas desaparecidos, Vidulfo Rosales Sierra, afrontan una investigación del Cisen porque en el primer círculo del gobierno federal los han calificado como radicales y se sospecha que tienen vínculos con grupos subversivos, aunque su biografía los muestre como lo que son: defensores de los derechos humanos en un estado que huele a muerte e impunidad: Guerrero.

Los dos se han convertido en blanco de campañas abiertas para desacreditar su trabajo y dividir al movimiento de Ayotzinapa, incluso a través de la filtración maliciosa de grabaciones que sólo habrían podido producir y luego difundir entes gubernamentales —o poderosos grupos de la iniciativa privada— con capacidad económico-financiera para intervenir sistemas de telecomunicaciones celulares y de telefonía fija.

A finales de noviembre de 2014, la persecución contra Barrera y Rosales levantó una ola de indignación entre organizaciones agrupadas en torno al seguimiento del Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, pero también en periodistas influyentes de la Ciudad de México.

Barrera sostiene desde hace mucho que en Guerrero hay una ocupación sistemática del Ejército, como si se tratara de una fuerza invasora, un plan para desactivar la lucha social, cualquiera que sea, y que la siembra de amapola por parte de minifundistas se usa como “justificación de la militarización que desde la época de la Guerra Sucia se implantó en las escarpadas sierras y montañas de Guerrero, que sirvió para la posteridad como modelo de guerra contrainsurgente que nos ha desangrado y nos ha colocado como una de las entidades más violentas, donde la vida tiene un precio ínfimo”.

Sus palabras resuenan proféticas, en casos como el del homicidio de Julio César Mondragón Fontes: “Los rebeldes mueren muy temprano y de pie a manos del Ejército, la motorizada y los judiciales”.

Para entender las palabras de Barrera y en parte lo que ha pasado es Ayotzinapa es necesario ubicar a la industria minera, minas y concesiones situadas en una franja de 232 kilómetros y que también se extienden a parte de Puebla, Morelos y Oaxaca. Guerrero, comunicado por el corredor carretero interoceánico Acapulco-Veracruz, hasta el Golfo de México, garantiza el transporte de minerales y estupefacientes.

Barrera y el Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan también han sido claros: en Guerrero, “la minería ha significado la esclavitud y la muerte de los pueblos indígenas. […] existe una explotación desmedida de los minerales […]. De 2005 a 2010 cerca de 200,000 hectáreas del territorio indígena de la Región Costa Montaña han sido entregadas por el gobierno federal a empresas extranjeras, a través de concesiones de 50 años, para que realicen actividades de exploración y explotación minera, sin tomar en cuenta el derecho al territorio y a la consulta de los pueblos indígenas”.

La oposición de organizaciones como Rema alcanzó a proyectos hidroeléctricos necesarios para la obtención del oro. Eso derivó en detenciones de dirigentes, pero también en una violencia nunca antes vista, tan sangrienta que las policías comunitarias de Guerrero tuvieron que luchar contra las mineras, como lo hizo la CRAC, porque las comunidades eran obligadas a abandonar las tierras. No hubo éxito luchando solos y poco a poco la delincuencia los controló con terror.

A mediados de la década de 2000, los guerrerenses descubrieron con horror que los criminales operaban ya como grandes aliados de las mineras. La brutalidad se hizo común en las zonas en las que estas se asentaban desde principios de esa década, cuando el panista guanajuatense Vicente Fox Quesada llegó a la Presidencia de la República.

Atraídos por las actividades que se desarrollaban en torno a las mineras, los capos de los cárteles entendieron que la industria extractora redituaba mayores ganancias que las drogas. Y fueron ellos los responsables, bajo situaciones muy oscuras, de “limpiar” pueblos enteros donde excavarían las mineras. Los sicarios se encargaron de aplastar cualquier intento de rebelión. Y empezaron a controlar actividades adyacentes, mientras el Estado aportaba soldados para consolidar la seguridad pública en las regiones mineras.

Los sicarios acabaron con cualquier intento de lucha contra las mineras. Por omisión o complicidad del Ejército y las policías, el sicariato se consolidó como elemento de control y los cárteles, transformados en mafias, empezaron a controlar actividades clave como el transporte de desecho en camiones de volteo y asuntos sindicales, sin renunciar al secuestro, la extorsión ni la siembra, distribución y exportación de drogas.

Los sicarios del crimen organizado usaron cualquier mecanismo de control social que tuvieron a la mano, empezando por el asesinato, para consolidar las operaciones de la industria minera trasnacional. Y quienes quisieron refugiarse en el silencio de sus casas empobrecidas e intentaron despreocuparse del problema más pronto que tarde descubrieron que la minería a gran escala y los muertos formaban un binomio implacable e inhumano.

Algunas historias parecen salidas de un cuento de terror, pero así son y con los mismos resultados: los muertos de un solo lado. La violencia envolvió a Guerrero.

“Bienvenidos a minera Media Luna. Es una compañía canadiense dedicada a la exploración y desarrollo de recursos de metales preciosos con un enfoque en oro. Es propietaria del 100% del proyecto de oro Morelos, ubicado a 180 kilómetros al suroeste de Ciudad de México”, dice la extractora Torex Gold de sí misma, que tiene subcontratos por lo menos con 15 empresas y 600 trabajadores solamente en Guerrero. En una superficie de 29 mil hectáreas está, entre otras, la mina El Limón-Guajes, al norte del Balsas.

“Si no tienes red, te matan, mueres en tu lucha”, advierte Evelia Bahena, quien durante cuatro años, entre 2007 y 2011, detuvo los trabajos de la Media Luna.

Las luchas campesinas buscaban negociar convenios porque no estaban en contra de la explotación sino del abuso. En realidad, los afectados tuvieron que batallar hasta con entregas simuladas de dinero y falsas firmas de acuerdos organizados por el gobierno de Guerrero, que repartía a medios locales fotos y boletines oficiales en los que promocionaba arreglos “fantasma” propuestos por mineras, como sucedió el 12 de diciembre de 2007, cuando burócratas estatales montaron una entrega de efectivo a los ejidatarios de Real de Limón, Fundición y algunos de Nuevo Balsas.

El director general de Promoción Industrial, Agroindustrial y Minera del estado, Carlos Enrique Ortega Cárdenas, representando además a la Media Luna, entregaba ese dinero a un desconocido que no era ejidatario, que nadie en la comunidad identificó. La cantidad, por supuesto, nunca llegó a los afectados. Lo que en realidad había pasado ese día era un rompimiento de negociaciones, publicado en diarios nacionales. Los medios de Guerrero recibieron un boletín donde se daba cuenta del teatro gubernamental, un disfraz de concordia porque detrás se agazapaban las primeras amenazas de muerte, denuncias contra ejidatarios y omisiones de las autoridades. De nada valieron las quejas dirigidas a la Delegación Regional de Derechos Humanos, como el oficio CODDEHUM-CRZN/116/2007-II en el que documentaban el hostigamiento de policías municipales armados, enviados por el alcalde perredista de Cocula, Jorge Guadarrama Ocampo (que estuvo en el cargo de 2007 a 2009), aliado de Teck Cominco, para reventar las asambleas ejidales.

La oposición se fortaleció pese a la presión del alcalde Guadarrama, cuya campaña política había sido estructurada, precisamente, desde la lucha contra la Media Luna, aunque nada más ganar dejó de fingir y apoyó a los canadienses, cuyo plan de trabajo incluía el traslado de dos pueblos, completitos, a una zona donde no estorbaran, pero también el patrocinio político para el alcalde, quien todavía no tomaba posesión y ya se alistaba para competir por una diputación local.

Guadarrama era amigo de Evelio Bahena Nava, padre de Evelia Bahena, quien vivió mucho tiempo en Estados Unidos, involucrado en temas ambientales y la defensa de migrantes desde Houston. Cuando regresó a Cocula se encontró con antiguas amistades que lo recibieron de la mejor manera. Uno de ellos era Guadarrama, todavía candidato perredista a la alcaldía. El señor Bahena se involucró en los recorridos por comunidades como La Fundición y Real de Limón, asentadas al pie del cerro donde la Media Luna desarrollaba proyectos de exploración, en los cuales había invertido diez años. Ejidatarios contratados por los ingenieros se interesaron en Bahena porque hablaba inglés. Ellos necesitaban presentar quejas a sus patrones que, alegando no hablar español, se negaban a entablar diálogo.

La defensa contra los canadienses comenzó desde el reclamo más insignificante, pues los comuneros sólo querían extender el tiempo de sus comidas en media hora. El repatriado les dijo que tenían derechos, que de una vez los exigieran y así comenzó todo, por media hora más. La barrera del idioma se superó, ya con vocero, quien rápidamente involucró a activistas de Houston como Bryan Parras, uno de los ambientalistas más reconocidos y cofundador del Texas Environmental Justice Advocacy Services (TEJAS), dedicada a la defensa ecológica y la justicia social.

Así, la resistencia inicial tomó una forma organizada. A los ejidatarios les enviaron el perfil empresarial de la extractora que Evelia Bahena les explicaba en las reuniones. Eventualmente ella sustituyó al padre, quien murió por enfermedad, aunque antes el activista había acudido a todas las instancias legales e informado al gobierno canadiense, el 3 de diciembre de 2008, sobre la Media Luna. El Consulado de Canadá en Houston registró esas visitas pero su interés era poco o nulo y lo único que hizo fue enviar a los guerrerenses un correo electrónico donde le enviaba la dirección en internet de la Gold Corp.

Y nada más.

Y es que al gobierno canadiense lo que hagan las empresas mineras bajo su bandera en otros países no le importa. Le importa, claro, que las dejen trabajar y obtener la mayor cantidad de minerales. En 2015, el embajador de Canadá, Pierre Alarie, les dijo a todos en la XXXI Convención Internacional de Minería, en Acapulco, que “los que se oponen a las mineras son grupos muy particulares, muy organizados, pero muy pequeños”.

En 2008 los campesinos contratados por Teck Cominco realizaban trabajos de exploración en condiciones extremas. Sus horarios estaban estipulados por sus jefes como “de día” y “de noche”, con jornadas de 12 horas, de siete de la mañana a siete de la noche y de siete de la noche a siete de la mañana, en un segundo turno. No tenían prestaciones y su salario era inferior al mínimo. La empresa llevaba explorando diez años y ni siquiera había arreglado el camino de acceso a la mina, que desde Real de Limón, en camioneta, consumía 40 minutos. Tampoco había inscrito a nadie en la seguridad social. Lo que los campesinos pedían a la minera era un arreglo equitativo por el arriendo de predios, un plan ecológico para no afectar a pueblos y habitantes, el cumplimiento de los acuerdos que se celebraran y el pago justo a quienes habían trabajado para ellos. Después, los reclamos fueron otros.

Las averiguaciones previas HID/AM/02/1227/2007, HID/AM/02/ 1225/2007 y HID/AM/02/1226/2007 del 19 de septiembre de 2007; la HID/AM/02/1197/2007, del 13 de septiembre de 2007; la HID/AM/02/1201/2007, del 14 de septiembre y la HID/AM/02/1558/2007 del 17 de septiembre de 2007, presentadas por los campesinos para denunciar a la extractora, no sirvieron de nada, excepto para que la Media Luna los amenazara con detenciones judiciales derivadas de denuncias de los canadienses ante la Procuraduría estatal, que se ampliaron y extendieron hacia febrero de 2008.

A los comuneros la justicia les cerró las puertas y se echó a andar un esquema de bloqueo para favorecer a la empresa. La Procuraduría dejó de informar a los afectados sobre las denuncias, impidió la recepción de documentos y no promovió ningún diálogo con la minera, que se mantuvo en silencio. El oficio dirigido a Derechos Humanos de Guerrero también revela amenazas de la Procuraduría Agraria para forzar pactos con la Media Luna a cambio de no retirar ni cancelar títulos ejidales a los campesinos, como se registró el 23 de enero de 2008. La misma Procuraduría Agraria impidió que visitadores acudieran a las asambleas para testificar los dichos de los ejidatarios.

 

Las fórmulas perfectas

 

La Media Luna tiene su emplazamiento en lo alto del cerro de La Joya, entre los pueblos de Nuevo Balsas, La Fundición y Real de Limón, en el municipio de Cocula, Guerrero, y cobija a esas comunidades en sus faldas, que veían trabajar a la minera, literalmente, encima de ellas. La primera acción real contra la Media Luna ocurrió cuando Evelia Bahena y los suyos cerraron el paso a los trabajadores. En realidad, no habían tomado las máquinas, que estaban dentro del perímetro de la empresa, pero el único paso, La Ceiba, fue bloqueado. En esa primera acción, en 2007, el Ejército intervino para desalojarlos a petición de los gerentes mineros. Los inconformes evitaron la confrontación escapando a los cerros, donde no podían encontrarlos, pero cuando los soldados se retiraban, el plantón volvía a levantarse hasta que, en diciembre de ese año, la minera despidió injustificadamente a treinta trabajadores.

La corrupción que una minera tan rica genera en una sociedad como esta alcanza todos los niveles. Con el edil Guadarrama pasó lo que siempre pasa. El perredista, nada más ganar los comicios, buscó llegar a acuerdos con la empresa y lo consiguió, aunque fue solamente uno: puso su precio y se lo pagaron. El municipio dio paso libre a los canadienses y el amigo de los ejidatarios se convirtió en uno de los activos más eficaces de la Media Luna, comprometida con él en un viaje político y que desde sus ganancias reales no daba más que migajas, limosna para un pedigüeño. Los ejidatarios se enteraron de que la minera hacía depósitos a las cuentas bancarias del alcalde y de quienes vendieron la lucha. Iban desde 100 mil pesos hasta un millón.

Que los políticos en Guerrero se alíen con las mineras es práctica obligada. Son ellas las que organizan elecciones y encabezan una tétrica mesa de acuerdos donde se sienta el narcotráfico. La fórmula La guerra que nos ocultan es sencilla: la mina dirige los comicios con los cárteles como su brazo armado. A cambio, un alcalde impuesto se compromete a no pedir nada a la empresa, ni para el municipio ni para beneficiar comunidades. No habrá caminos nuevos ni arreglarán los que ya están. Se olvidará de indemnizaciones y sólo se reubicarán pueblos, se harán obras cuando no haya alternativa.

La mutación de los cárteles, cuando sucedió, no tuvo marcha atrás. Al principio, cuando los opositores mineros se armaron de valor y se levantaron en 2007, no tenían miedo de los narcotraficantes, que incluso buscaban a líderes sociales para saber lo que estaba pasando. Al saber que la lucha era contra las mineras, los dejaban en paz. Eso, hasta que las propias extractoras comenzaron a afectarlos porque los terrenos para amapola y mariguana están también en la zona del oro.

“El narcotráfico ya no tenía dónde sembrar y sus ingresos se habían desplomado”, relata Evelia. Aunque sanguinarios, los cárteles no podían luchar contra una empresa supermillonaria, protegida por el gobierno y el aparato militar. No es que en Guerrero los cárteles hayan dejado de producir, sino que lo hacen en menor escala y trasladaron el negocio a Puebla, Estado de México, Morelos y otros estados.

La historia de Pablo Tomás Ortiz y Alma Nelly Martínez Román da forma a las palabras de la luchadora social. Conocido como El Chino o El Curita, había batallado siempre para ganarse la vida. De 35 años y originario de Mazatlán, nunca se quejó, sin embargo, y aprovechaba cualquier oportunidad para ganar dinero. Pero la mala suerte y apenas el bachillerato trunco que presentaba en solicitudes de empleo no le ayudaban mucho. Desempeñó cualquier cantidad de oficios, pero ninguno le pagaba lo que él quería.

Desde los siete años vivió en Manzanillo, Colima, porque su padre era cabo de Infantería de Marina y hasta allá lo trasladaron, con todo y familia. En 1995, cuando iba en tercer semestre del CETIS 84, Pablo Tomás tuvo que ponerse a trabajar. Tuvo empleos mal pagados y se convenció de que sólo un milagro lo sacaría de pobre.

Ese milagro ocurrió cuando se drogaba con cristal en Manzanillo, en la colonia San Pedrito, en compañía de su amigo Jesús N., El Chicho, en agosto de 2013. El Chicho lo miró y le dijo que se fuera a trabajar con él a Atzacala, Guerrero, donde tenía “un jale” en una minera llamada Media Luna, aunque eso significaba trabajar para un grupo llamado Guerreros Unidos.

—¿Y cuánto pagan? —le preguntó Pablo Tomás.

—Pues 15 mil pesos al mes.

Pablo se quedó boquiabierto y respondió que sí hasta cuando El Chicho le dijo que el trabajo consistía en matar, controlar drogas y levantones. Y cobrar la plaza, que incluía cuotas de los trabajadores. Así que se fueron a Atzcala en septiembre de 2013. Pablo conoció los pormenores del oficio. Fue presentado con sus compañeros, entre ellos uno apodado Cepillo o Terco. Previa capacitación, comenzó a ejercer. Llegó como jefe porque era amigo de El Chicho.

Su grupo cuidaba que los “contras” —Los Rojos— no entraran al pueblo y se apoderaran de la plaza. Le entregaron un cuerno de chivo, una pistola nueve milímetros y un Blackberry para que se comunicara con El 9 —que se llamaba Pedro Celso Montiel y andaba en una Lobo negra— y con El Chuky, un hombre pequeño pero sanguinario. Así comenzó. Controló las drogas. Alineó pueblos. Mató “contras”. Él dice que esto último lo hacían en un lugar específico.

—En la zona alta de una montaña que se le conocía como Cielo de Iguala, a espaldas de Pueblo Viejo.

A los de las minas les daban protección para que nadie secuestrara, matara o robara el transporte de minerales, “y como me gané la confianza de ellos me encargaron para que yo me hiciera cargo de los poblados de Balsas, La Fundición, colonia Valerio Trujano, además de Atzcala”.

Todo iba bien para Pablo Tomás Ortiz. Incluso se enamoró de una chica, Alma Nelly Martínez Román, quien había regresado de Chicago para radicar en su tierra natal. Se fueron a vivir juntos. Ella pronto se dio cuenta de lo que hacía su pareja y le pidió que la dejara ayudarlo. Con permiso de los jefes, la joven se integraría al equipo de cobranza que visitaba las mineras y a los comisarios de los pueblos cercanos. El colmo de la buena estrella llegó cuando le entregaron una camioneta Silverado 2013, blanca de nueva, pero con el inconveniente de que era robada. Tomás dijo a todo que sí, con tal de tenerla. Que tuviera cuidado, sí. Que allí no habría problemas porque con el gobierno de Guerrero estaba todo arreglado, sí. Que su licencia sería falsa, sí. Que tendría una credencial electoral chueca, sí. Que su nombre sería otro, Eduardo Villanueva Viviano, sí.

“Además de que traía sirenas de una empresa minera”, sí.

Alma Nelly también manejaba el vehículo. En ella realizaba las rutas de cobro mientras Pablo Tomás, ahora Eduardo Villanueva, organizaba al grupo, que iba creciendo. El Pollis, El Pechugas, El Banderas, El Niño, El Mimoso, El Jocky, El Moslo, El Greñas, El Morado, El Balazo y El Tripa lo habían fortalecido. Todo estuvo tranquilo, pues, hasta el 27 de septiembre de 2014, porque “la bronca más pesada que hemos tenido es el levantón de unos estudiantes”.

Esa fecha, a la una de la mañana, Pablo Tomás recibió una llamada de El 9, para que se fuera a la entrada de Mezcala, sobre la autopista Chilpancingo-Iguala, para que echara aguas porque iban a atorar a unos vehículos, al parecer de los “contras”. Pablo Tomás obedeció y se llevó una Expedition, dos armas y también a su chica. Llegaron al lugar y estuvieron un rato hasta que vieron pasar un tráiler seguido por dos autos. Segundos después, un poco más adelante, se desató una balacera comenzada por El 9, ideada como un distractor. Y es que kilómetros adelante otra célula de los Guerreros Unidos reportaba el levantón de estudiantes a quienes, le dijeron sus compañeros a Tomás, los llevaron a Cielo de Iguala, a espaldas de Pueblo Viejo. Nelly recuerda que El 9 también le pidió a Tomás que “cuidara el puente que está en Atzcala porque iba a sacar a su gente por el río”.

Esta versión la confirma el GIEI en su segundo informe, cuando asegura que la operación para detener a los estudiantes se extendió a un territorio de por lo menos 80 kilómetros, controlando la movilidad sobre la carretera Iguala-Chilpancingo desde la media noche hasta las 06:00 am, implementando bloqueos con tráileres: uno en la comunidad de Sabana Grande, Tepecuacuilco, a tres kilómetros del ataque contra Los Avispones, y otro a la altura de Mezcala, donde se reportaron dos heridos, lo que muestra un modus operandi coordinado para evitar la huida de los autobuses.

“Yo ya no supe nada”, dijo Pablo Tomás Ortiz a la Procuraduría estatal de Colima en la declaración fechada el 23 de octubre de 2014, pedida por la PGR con el oficio 4583/2014, el 28 de octubre de ese año. Sólo añadió que días después El 9 se comunicaba con él para decirle que se fuera de Atzcala.

Así lo hizo, pero antes pasó a cobrar cuotas, dejó a buen recaudo el armamento del grupo y se lanzó para Colima, junto con Nelly. La Media Luna denunció extorsiones del crimen organizado hasta por un millón de pesos al mes, pero El Curita sólo cobraba 50 mil pesos, los mismos que se llevó en la huida junto con la Silverado robada y una Beretta negra.

Pensaron también comprar droga para no quedarse sin dinero. Eso fue lo primero que hicieron al llegar a Colima. Se metieron a la colonia Tívoli y nada más estacionarse los encontró una patrulla. Les revisaron todo. Allí salieron los papeles falsos, la pistola, dos cargadores, una computadora que pertenecía a un funcionario de la Procuraduría de Guerrero. Y como los agentes no aceptaron un soborno de diez mil pesos, se los llevaron detenidos.

La estrella de El Curita terminó de apagarse.

El cobro de cuotas a mineras, dice Evelia Bahena, es en realidad parte del “contrato” que firman extractoras y cárteles para evitar, por ejemplo, alzamientos sociales que afecten a las empresas, “limpiar” tierras y pueblos y obtener protección.

El 3 de diciembre de 2007 Bahena y su grupo retuvieron tres máquinas y un tractor que operaban para el proyecto de exploración Los Guajes, la primera mina de Torex, a pesar de que no había ningún convenio firmado con la coalición de ejidos El Limón, que agrupaba a las comunidades de Campo Arroz, Balsas Norte —Nuevo Balsas—, Puente Sur-Balsas, Atzcala, el ejido de San Miguel, Fundición y Real de Limón, pertenecientes a Cocula. Para 2011 la inversión alcanzaba 500 millones de dólares y el arriendo de 507 hectáreas por 23 mil pesos anuales por cada una de ellas, en el ejido Nuevo Balsas por 30 años, dice el estudio de la Procuraduría Agraria de Guerrero, “Tierra que Brilla”, de 2012.

Antes de que Pablo Tomás llegara a Atzala, los ejidatarios de Bahena representaban en 2008 la mayoría en La Fundidora y Real de Limón, donde la minera no podía organizar asambleas ejidales a modo y tenían que suspenderlas. Sin ese convenio, la Media Luna no podía trabajar legalmente y eso la orillaba a corromper. A los ejidatarios les decía que rentaría las parcelas y que las pagaría como si estuviera sembrando, no extrayendo oro.

Los representados por Evelia exigieron primero el cumplimiento de promesas de la Media Luna sobre renta y permisos de trabajo, pero luego tuvieron que pelear por su tierra y para conservar la vida. La Media Luna ofreció 35 mil pesos anuales para 110 ejidatarios pero las pérdidas ecológicas fueron incuantificables. Esa oferta sonaba ridícula cuando los campesinos se enteraron de las ganancias de la empresa. Lograron que se les pagara algo más, 250 mil pesos y 300 mil a los de Nuevo Balsas, pero no hubo arreglo para lo ecológico. Los pobladores exigieron

“3 millones 140 mil pesos, de los cuales un millón sería para Real del Limón, 2 millones para Nuevo Balsas, 50 mil pesos para Atzcala y 90 mil para Puente Sur Balsas.

”Asimismo, la pavimentación de la carretera Balsas-La Fundición, monitoreos permanentes a sus manantiales, acondicionamiento de brechas, servicio médico con personal capacitado, computadoras para telesecundarias de La Fundición y Real del Limón, una cancha de basquetbol, 300 sueros antialacrán, muebles escolares, tinacos Rotoplas, láminas de asbesto y galvanizadas, así como la reubicación de La Fundición y Real del Limón”, escribía la reportera Amalia Román, del Diario 21.

La empresa ofreció 200 mil pesos para dos ejidos y 800 mil para el resto, pero a cambio de controlar el recurso. Los de Bahena no aceptaron y el acceso al cerro de La Joya se clausuró definitivamente. La minera, poco a poco, dejó de trabajar. Evelia ejecutaba exitosamente una estrategia de frentes comunes y pronto la lucha contra la Media Luna era apoyada por Amnistía Internacional. Sin embargo, para la mayoría de los mexicanos esta lucha pasó inadvertida y hasta ahora está silenciada.

Al mismo tiempo, la organización de Bety Cariño, Rema, promovía la resistencia y divulgaba triunfos contra corporaciones en todo el país. Desde allí estudiaron los delitos que las empresas fabrican a ejidatarios y terminaron conociéndolos mejor que nadie. Ese conocimiento de la voracidad también generó estrategias para protegerse de las amenazas de muerte que los opositores recibían habitualmente. El esfuerzo de los ejidatarios se construyó desde la unión, aunque siempre fueron los más débiles ante la ley.

La Media Luna terminó cerrando en Cocula y el 16 de diciembre de 2008 lo anunciaba oficialmente. Pero una cosa es que cerraran y otra que se fueran, porque una de las estratagemas consiste en hacer creer que abandonan para volver con otro nombre. Media Luna fue comprada por Torex —son los mismos, aunque cambien de nombre, dice Evelia— consciente del enorme beneficio de la inversión y animada porque sabía de más emplazamientos, como el hallado en 2012 al sur de Balsas, que representaba una segunda mina en 630 hectáreas y explotada a partir de 2013. Allí se encontró un depósito de 5.8 millones de onzas de oro, 115 mil 884 millones de pesos.

A pesar de las exorbitantes cantidades, las mineras en el país apenas entregan mil 87 millones de pesos para desarrollo comunitario y mil 171 millones para preservación del medio ambiente, según informa dice congratulándose la Camimex, como si se tratara de un logro formidable, aunque desde la perspectiva canadiense lo es porque sirve a las extractoras para ponerse la máscara de benefactores sociales y recibir reconocimientos públicos, como los distintivos que las acreditan como Empresas Socialmente Responsables, otorgados por el Centro Mexicano para la Filantropía, fundación que recaba donativos deducibles de impuestos.

La triada narco-minas-gobierno construyó un engranaje que funcionaba con el terror como combustible. La lista de luchadores sociales asesinados, como Bety Cariño, quien se convirtió en un emblema para quienes se enfrentaron a las extractoras, fue también un mensaje para el resto de los opositores. La estrategia de matarlos relacionándolos con actos delictivos desacreditaba a los líderes ante la opinión pública, poco informada y capaz de creer cualquier cosa.

En la lista de condenados a muerte seguía Evelia Bahena, quien enfrentó órdenes de aprehensión por secuestro, daños a propiedad privada y a las vías de comunicación. Y es que su movimiento es el único que ha logrado detener a una empresa de esa magnitud, pero a un costo muy elevado.

En los años en que frenó a la Media Luna sufrió cuatro atentados, pero sobrevivió a todo, incluso a un intento de linchamiento enfrente de los secretarios de Desarrollo Económico de Guerrero, Jorge Peña Soberanis y de Salud de Guerrero, Rubén Padilla Fierro, en 2009, cuando era gobernador Zeferino Torreblanca. Los funcionarios estaban en la comunidad de Balsas, en una gira organizada por los gerentes de la Media Luna para convencer a Evelia de hacer un trato. Allí estaban ella y sus ejidatarios, mezclados en la multitud que también se componía por acarreados de la mina.

El plan para matarla era audaz por increíble. Se echó a andar cuando, como por casualidad, a Bahena la separaron de su grupo. Uno de sus compañeros, Eligio Rebolledo, se dio cuenta de que la iban encapsulando y que, poco a poco, la sacaban del mitin. Ellos reaccionaron sacando sus armas y la rescataron rompiendo la ventanilla de un auto para resguardarla ahí. Los secretarios habían fingido estar distraídos y miraban a otro lado cínicamente. Aunque siempre negaron tener responsabilidad en ese intento, después se descubrió que la minera había pagado 50 mil pesos a un hombre para que azuzara a la multitud, reclamara a la luchadora social que por su culpa el pueblo no tenía trabajo y la colgaran enfrente de la policía. Evelia salvó la vida gracias a que sus compañeros apuntaron a los policías y a los funcionarios, amenazándolos. Los oficiales también sacaron sus armas y apuntaron a los campesinos. En medio de todo quedaron los señores secretarios.

—Si ella se muere, se mueren ustedes aquí también. ¿Quieren vivir? ¡Que viva ella! —les gritaron.

Sólo así se salvó. Peña Soberanis y Padilla Fierro, temblando de miedo, tuvieron que calmar la gresca, pero sólo porque ellos estaban La guerra que nos ocultan en peligro. Evelia escapó por un cerro y las pistolas fueron guardadas. El mismo Soberanis había reclamado un año antes, sin nombrar a Evelia, que “dos personas han hecho hasta lo imposible porque la minera se vaya con el cuento de la contaminación, con el cuento de que no están bien los contratos, con el cuento de que no le cumplieron con eso ni con lo otro, yo creo que no es posible eso, es cuestión de que entre la cordura un poco y que estas personas se retiren de ahí y que dejen que se den las negociaciones”. Decía que el origen de todo el problema era que los ejidatarios querían dinero en efectivo por sus tierras y rechazaban los proyectos productivos que se les había ofrecido. El secretario de Desarrollo Económico siempre fue un férreo defensor de la Media Luna.

La estrategia que más les funciona a las mineras es la alianza con la delincuencia, porque sus pérdidas son mínimas. Prefieren dar a los funcionarios 10 millones de pesos para que aplaquen las cosas en vez de destinarlos a los ejidatarios, porque a estos últimos no los pueden controlar. Un buen convenio con ellos es una pérdida para las empresas porque otras comunidades les exigirán lo mismo.

La defensa de la tierra obligó a Evelia Bahena a montar a caballo, quedarse a dormir en los cerros, comer lo que encontrara. Algunas cabalgatas eran nocturnas, por caminos donde no se veía nada. Así, confiados en el instinto del animal, viajaban por brechas propicias para emboscadas, como sucedió en los alrededores de La Fundición, cuando pistoleros los esperaron y les dispararon a quemarropa.

Otra vez Rebolledo le salvaría la vida. Había escuchado ruidos y sabía que había alguien emboscándolos. Todos amartillaron y desde la negrura se oyeron gritos.

—¡Entréganos a Evelia y no les pasará nada! —exigían los pistoleros.

La mujer logró escabullirse con la ayuda de sus compañeros, pero la emboscada le ratificó que la Media Luna no se detendría ante nada. Si quería seguir luchando, tendría que hacer cambios radicales para sobrevivir.

Al principio los cárteles se vieron afectados porque las tierras de amapola y mariguana también eran arrasadas, pero las mineras pactaron con ellos. A cambio de las tierras, les pidieron desalojar comunidades, secuestrar, asesinar e infundir miedo. Esa fue la estrategia usada en Carrizalillo, en la mina de Los Filos, donde la protesta ejidal iba ganando hasta que los cárteles mataron y secuestraron a los campesinos involucrados. Luego, los demás campesinos, al negociar, aceptaron incluso salir de sus tierras por voluntad propia, sin necesidad de pagos.

—Quien diga que el crimen organizado controla, miente —acusa Evelia— son las mineras para las cuales trabajan. Encontraron un método maravilloso para que los delincuentes hagan el trabajo sucio y el gobierno se lave las manos, porque ya no tienen necesidad de violar la ley, los derechos humanos.

En Cocula, a principios del marzo de 2008, el alcalde Guadarrama ni siquiera se ruborizaba cuando abordaba en público los desplazamientos y la venta de tierras. Sentado en su oficina, anunciaba las operaciones de la Media Luna y adelantaba la reubicación de los pueblos.

El gobierno tomó partido y se encargó de criminalizar a quienes rechazaron los tratos propuestos por la minera. “Llegar a la firma del convenio de arrendamiento entre Media Luna y los ejidatarios fue un largo y tortuoso camino”, decía el delegado de la Procuraduría Agraria en Guerrero, Fernando Jaimes Ferrel, en 2011.

El gobierno de Guerrero declaraba, en 2012, cuando se había alcanzado un acuerdo con el ejido Nuevo Balsas, que la oposición a la mina estaba formada por “gente mal informada, mal asesorada”.

La lucha de Evelia Bahena es repudiada y descalificada por todas las compañías mineras y sus aliados en los distintos gobiernos que hacen ver la necesidad de explotar yacimientos minerales para beneficio del país y las comunidades, y no pierden ocasión de victimizarse y ubicar al narcotráfico como el origen de todos los males. “Están equivocados”, es la frase recurrente de las multinacionales a pesar de que se ha documentado por todo el mundo una carnicería imparable por la obtención de territorio para extraer. Pero hay otros que comprueban las vivencias de Bahena y enumeran una larga lista de atropellos, despojos y homicidios en el país.

Activistas de la organización Otros Mundos afirman: “Las Fuerzas Armadas militarizan caminos, ciudades y regiones indígenas para controlar el descontento social y garantizar las inversiones de las empresas mineras, con violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Las autoridades locales y federales criminalizan la resistencia a abandonar las tierras y viviendas, las movilizaciones en las calles, las protestas públicas, los bloqueos, la toma de campamentos, la retención de equipo, las declaraciones de prensa y hasta las demandas legales. Las acusaciones son de terrorismo, delincuencia organizada, asociación delictuosa, atentados contra la paz, bloqueo al libre tránsito o a las vías de comunicación”.

Lo que pasa en Guerrero se refleja en todos los estados colindantes, aunque hay uno en particular que une a Tlatlaya la trama que involucra a los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. Ese reflejo de sangre es el sur mexiquense, la Tierra Narca que Enrique Peña heredó a Eruviel Ávila.

 

 

Vámonos para Tlatlaya, la tierra del uranio

 

Al sur de Toluca, a dos horas y media de la capital del Estado de México, está el Triángulo de la Brecha, la Tierra Caliente parida desde la vileza del crimen y los gobiernos federal y estatales que han mantenido a la región sumida en pobreza inexplicable, a pesar de ser una de las más ricas del país porque se puede sembrar casi cualquier cosa y su generosa dotación de agua garantiza agriculturas y ganaderías. Además, el subsuelo está repleto de plata, cobre, zinc, titanio, barita y metales radiactivos que se van al puerto michoacano de Lázaro Cárdenas o hasta Colima, escondidos en cargamentos de oro rumbo a China.

Ese territorio agrupa a cuatro municipios del Estado de México, 11 de Guerrero y tres de Michoacán, y se extiende por 50 mil kilómetros cuadrados patrullados siempre por soldados, narcotraficantes y paramilitares que ejercen las armas con saña contra campesinos que no sobrevivirían de no ser por las remesas que sus parientes, migrantes de ese edén, envían desde Estados Unidos.

No todos viven en pobreza. Algunos ganaderos y comerciantes han logrado considerables fortunas y por un tiempo pudieron defenderse o negociar treguas porque de otra forma no podrían permanecer allá. Al menos lo hicieron hasta que las mineras llegaron y comenzaron a extraer en gran escala. En el Estado de México el 9.8% del territorio está concesionado a mineras.

Nadie va al sur mexiquense si puede evitarlo. No es un aliciente la producción de oro por 4,848 toneladas extraídas desde 2009 sólo de seis municipios ni los tres mil 874 millones 614 mil 362 pesos que vale. Pero nadie va sin motivos importantes, ni siquiera el argentino Carlos Ahumada Kurtz, a quien dos capos de distintos cárteles han acusado de extraer uranio y mantener una tersa relación de negocios con los hermanos Olascoaga, líderes de La Familia Michoacana.

No, El Señor de los Sobornos, como le dicen al empresario, no va a Campo Morado en Arcelia aunque tenga razones de peso atómico para vigilar la producción de una de sus dos minas, El Colega, y cuya actividad se ha entretejido en Argentina con un escándalo de proporciones radiactivas que involucra a la ex presidenta de ese país, Cristina Fernández de Kirchner, en negociaciones con la superminera Barrick Gold, lista para operar megaproyectos por 10 mil millones de dólares en la comarca de San Luis, donde ahora vive Ahumada.

No es el crimen organizado lo que impide el desarrollo de las comunidades calentanas, donde el silencio de la sierra de Nanchititla, de Tejupilco y Luvianos en el Estado de México, hasta Arcelia y Totolapan permite trabajar sin detenerse a mineras como Farallón, Grupo México, Peñoles, Nyrstar y Blackfire Exploration, que no se inmutaron cuando más de 600 familias abandonaron casas y tierras porque no tenían nada para comer y porque paramilitares degollaban a los “contras” en las calles de sus pueblos, a la vista de todos.

Las extractoras ni siquiera cambiaron sus horarios cuando se enteraron de las tres matanzas imposibles de Caja de Agua en el cercano Luvianos —más de 100 muertos en un solo enfrentamiento nunca reportado en 2011, y cuyos cuerpos sacaron militares y policías en camiones de volteo, llevándolos quién sabe a dónde— y los sobrevuelos de un helicóptero Blackhawk que en abril de 2014 masacró a 30 personas entre San Martín Otzoloapan y Zacazonapan, también en el Estado de México, en el paraje que oriundos y fuereños llaman La Virgencita por una estatua que hay ahí. En ese lugar acampaban narcotraficantes que habían llegado para tomar el control de la zona, cerca de una mina de oro, plata, zinc y cobre —Tizapa— que pertenece a Peñoles.

Esos sicarios que no quisieron vivir en ningún pueblo eligieron el campo como casa, y para marzo de ese año ya había dejado pasar, sin intervenir, tres enfrentamientos. Uno, en el paraje de La Estancia en Luvianos, entre La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, dejaría 32 muertos. Otros dos, en Caja de Agua, con al menos 50 asesinados cada uno.

Pero el 25 de abril de 2014 nadie avisó al campamento de 30 narcotraficantes que una máquina de alta tecnología se dirigía a ellos, desde su base en Luvianos. Y cuando ubicó el objetivo abrió fuego, detenido en el aire. Casi al mismo tiempo cayeron esas 30 personas, aunque la ráfaga siguió al menos por tres minutos, dice un poblador del lugar que vio lo que pasaba. El Blackhawk dejó un tiradero de cadáveres que después otros levantaron y desaparecieron.

Esos vuelos son tan mortales como el imperio forjado por el Señor Pez, Johnny Hurtado Olascoaga, máximo líder de La Familia Michoacana y gran corruptor del 102 Batallón de Infantería, basamentado en San Miguel Ixtapan, Tejupilco, el mismo al que pertenecían los soldados que ejecutaron a 22 jóvenes en una bodega de la pequeña comunidad de San Pedro Limón, Tlatlaya, y que después etiquetaron de narcotraficantes. En esa bodega la señal de ataque que alguien había acordado con los soldados era una ráfaga a la hora convenida, una serie de tiros desde la oscuridad que a nadie mató porque iban al cielo, para tener un pretexto y atacar.

Por la cerrazón del Ejército, la alteración de la escena del crimen, la sinrazón para mantener el caso bajo reserva o congelado, la negativa de la PGR para investigar la cadena de mando del Ejército, la orden de abatir que dio a los soldados, y la tortura a tres sobrevivientes, las 22 muertes son incomprensibles si se desconoce la situación de Tierra Caliente, el desarrollo acelerado de la minería, la inconformidad que afecta a las empresas extractoras y, por lo mismo, el ocultamiento de que en Tlatlaya y Arcelia —municipio guerrerense con el que hace frontera— se gestaba un movimiento contra las mineras y los cárteles de la droga que se encargaban (encargan) de los negocios alternos a la minería.

Controlados hace años por los altos mandos de La Familia Michoacana, Arcelia y Tlatlaya también se han convertido en una de las zonas de mayor comercio o tráfico de armas ilegales, a pesar de los patrullajes del Ejército, la Marina y la Policía Federal. La presencia de las mineras representa para los cárteles un futuro promisorio.

Caminar por los cerros del Triángulo de la Brecha significa encontrase los cadáveres, ni siquiera enterrados, de quienes fueron abandonados en la nada para morir luego de ser levantados o castigados por los michoacanos —de los que el gobierno federal presume su extinción— o de vez en cuando por Los Rojos o los Guerreros Unidos, que esporádicamente pelean alguna plaza. Pero eso sucede cada vez menos porque, como en Guerrero, en el sur mexiquense el narcotráfico ya no es el único negocio de capos y sicarios, que han sabido pactar sentados en la misma mesa de negociaciones organizada por mineras, gobiernos locales, estatales y federales, Fuerzas Armadas, y los propios “contras”. Ahí tiene su origen el nuevo orden de la tierra narca mexiquense.

Recorrer los cerros de Nanchititla es lo mismo que ir a la zona de La Montaña en Guerrero o, mejor, a la comunidad de El Naranjo, en el municipio de Leonardo Bravo, donde en diciembre de 2015 se encontraron 19 cuerpos tirados, descompuestos, que al otro día, por dejarlos unas horas más ahí, amanecieron calcinados misteriosamente. La diferencia es que en las cañadas de Nanchititla no hay necesidad de incinerarlos. Allí los cuerpos se pudren al sol, comidos por zopilotes y otras faunas, abandonados con vida, sin brazos ni piernas, como castigo por enemigos, una falta o ejemplo cuando los rescates de un secuestro no son pagados.

Los que allá viven ya saben que si alguien es llevado al cerro morirá sin remedio. Nadie ha salido ni tampoco hay una contabilidad sobre aquel panteón al aire libre.

En Tlatlaya reconocen al Señor Pez como jefe indiscutible. Se han acostumbrado a la presencia de Olascoaga y su gente, que sientan su feudo en Arcelia, Guerrero, y por miedo o conveniencia han aprendido a respetarlo. Es visto como un protector, “un padre” —dice uno de los habitantes de San Pedro Limón—, porque resuelve los problemas de la comunidad, desde infidelidades hasta quebrantos económicos. Es él quien mete en cintura a esposos desobligados y con el viejo castigo de la tabla satisface peticiones de necesitados, cobra las deudas por otros.

También interviene en asuntos más delicados, si los pobladores se lo piden, como sucedió el 15 de enero de 2016 cuando familiares de 27 levantados, 16 originarios de El Salitre, cinco de Ajuchitlán, colocaron una manta y le suplicaron auxilio: “Sr. Pez, tus paisanos necesitamos de su apoyo ya que las fuerzas militares, estatal, y federales no han hecho nada por nuestras personas desaparecidas. Ahora más que nunca necesitamos de usted como siempre ha visto por su gente. Esperamos que esta ves no se la esepcion. Atentamente el pueblo de Arcelia”.

Los secuestrados fueron encontrados caminando por una brecha cercana al pueblo de La Gavia, aunque el gobierno atribuyó la liberación a la presión del Ejército. Los de Ajuchitlán eran maestros, pero allá se sabe que la mayoría de los secuestrados estaban involucrados en luchas sociales. Uno murió durante el cautiverio, José Eutimio Tinoco, un empresario local a quien llamaban El Rey de la Tortilla. No fue el único muerto, pues también falleció el director de la secundaria técnica de Santana del Águila, en Ajuchitlán, Joaquín Real Toledo, y aparecieron otros dos ejecutados en las inmediaciones.

Casualidad o no, al menos en ese caso el nombre de El Pez pareció resolver lo que policías y militares no pudieron o no quisieron. Algunas familias no denunciaron el plagio de sus parientes, pero acudieron a Hurtado Olascoaga porque lo consideraron más efectivo contra quienes habían perpetrado el plagio. Los Tequileros, renegados de La Familia Michoacana, difundieron luego un video donde asumían la responsabilidad y culpaban, con las víctimas frente a ellos, a Hurtado Olascoaga de la cancelación de 120 empleos en la refresquera Coca-Cola y del cierre de la mina Campo Morado, para entonces propiedad de la belga Nyrstar y que en noviembre de 2015 había detenido temporalmente las actividades mineras por un adeudo con transportistas locales por 14 millones de pesos, aunque luego se sabría quién y cómo se controla ese negocio en la Tierra Caliente. Los Tequileros son liderados por Raybel Jacobo de Almonte, asesino de políticos regionales como los regidores panistas María Félix Jaimes y Roberto García de Totoloapan y del dirigente del PRI Carlos Salanueva de la Cruz.

A cambio de ayuda El Pez pide muy poco a Arcelia, aunque en realidad es todo lo contrario: que lo escondan en las casas de los pueblos que domina cuando hay operativos o huye de grupos rivales; que no lo delaten y cumplan las reglas que ha impuesto en ese sur olvidado. Que guarden silencio para que todos sigan con vida haciendo negocios como allá se hacen. Sometimiento, pues.

Tlatlaya está a 176.5 kilómetros de Iguala, unas dos horas por carretera. Entre ellas se interpone la 35 Zona Militar, que despliega en esa última ciudad al 27 y al 41 batallones de Infantería. En una maraña de ríos y presas, a Tlatlaya le toca, por el lado mexiquense, el 102 Batallón de Infantería emplazado en San Miguel Ixtapa, Tejupilco, adscrito a la 22 Zona Militar. El 102 ha sido calificado como uno de los más corruptos del país porque algunos de sus soldados fueron aliados de El Señor Pez, quien pagó por una protección que en poco tiempo lo ha hecho tan intocable como los propios militares.

Tlatlaya y Arcelia están rodeados por los ríos San Felipe y Bejucos, al norte; el Cutzamala, Balsas y Palos Altos al suroeste y el río Sultepec al sureste, entre los más importantes. Cumplen también con otra de las condiciones para la extracción minera, la de las presas, con los embalses de El Gallo, Ixtapilla, Palos Altos, la presa Vicente Guerrero y pronto construirán El Pescado, cerca de Arcelia.

En Tlatlaya hay dos minas funcionando oficialmente, La Sierrita y Real de Belem, de oro, plata y plomo, pero sus habitantes viven el día a día sin saber o sin querer saber, que casi todas esas tierras ya están concesionadas desde los 35 permisos o más a mineras que esperan el mejor momento para iniciar operaciones.

El titanio se extrae recientemente en Luvianos de minas ubicadas entre los parajes de El Manguito, caserío de 54 personas, y Piedra Grande, con poco menos de 200 habitantes. Rancho Viejo es otra comunidad emblemática, vigilada obsesivamente por grupos armados, como si en sus cuevas o cerros hubiera algo más que las 400 personas o menos que allí viven. La mayoría de las minas son clandestinas y, aunque algunas están en poder de ejidatarios, casi todas han sido arrebatadas por paramilitares y sicarios, que las resguardan esperando a los nuevos dueños.

Luvianos es también uno de los centros más discretos de venta y distribución de armas, que también algunos ejidatarios, organizados no sólo para sembrar, compran a quien se las quiere vender, como sucedió a mediados de 2015 cuando tres tráileres se estacionaron en el pueblo y no se fueron sino hasta que terminaron de descargar el arsenal que transportaban.

En Arcelia, la canadiense Farallón Mining, con sede en Vancouver terminó por vender su negocio, pero antes le extrajo lo más que pudo porque obtuvo 38 mil 59 toneladas de zinc en 2009, “procedentes de su mina de oro, plata, plomo, cobre y zinc llamada Campo Morado, una de las once concesiones mineras a su nombre que comprenden aproximadamente una superficie de 57,411 hectáreas en este municipio”, escribió la reportera Lilián González para La Jornada Morelos.

Sidronio Casarrubias Salgado, El Chino y capo de los Guerreros Unidos, conoce muy bien a Johnny Hurtado Olascoaga y a su hermano, José Alfredo Hurtado, El Fresas, porque son los jefes máximos de La Familia Michoacana acantonada para septiembre de 2014 en la sierra de Nanchititla y con extensiones criminales en Taxco, el estado de Morelos y una parte de Michoacán. Ellos convirtieron el pueblo mágico de Valle de Bravo, donde los más ricos de México tienen sus casas de descanso, en una pesadilla cuando un mes antes de Ayotzinapa desataban el terror con levantones y secuestros, pero también con ejecuciones como parte de una limpieza sicaria que sólo sucede cuando se conquistan las plazas.

Casarrubias conocía demasiando bien al escurridizo Pez porque los Guerreros Unidos habían ganado la guerra por Iguala a La Familia y la habían expulsado con todo y el cadáver calcinado de su jefe local. Y también porque los dos cárteles tenían los mismos negocios y junto a las mineras generaban sus más grandes entradas económicas. El Pez amarró oscuros tratos con extractoras de la región para negociar la garantía que esas compañías necesitan contra ejidatarios insurrectos.

Johnny Hurtado es un hombre de cara ancha y sus 1.84 metros apenas equilibran su delgadez natural, sus cejas semipobladas. Con dermatitis, pero valiente o por lo menos con suerte, cortejó a la hija del director de Tránsito de Arcelia hasta que aceptó casarse con él, antes de que el 102 Batallón de Infantería matara al suegro, Mario Uriostegui Pérez, La Mona, durante un enfrentamiento en diciembre de 2013 donde quedaron muertos otros tres, también funcionarios de aquel municipio, acusados de narcotráfico.

Un encontronazo contra marinos en abril de 2014 y el asesinato del teniente de corbeta Arturo Uriel Acosta Martínez en el pueblo de Liberaltepec definirían el rumbo del Señor Pez, quien para entonces ya se había dado el lujo de comprar informantes dentro del Ejército.

El 102 se encargaría de ponerle más sangre a su historial en 2014, en una bodega de San Pedro Limón, en Tlatlaya, cuando El Pez ya era el jefe máximo de La Familia, luego de la captura de José María Chávez Magaña, El Pony. Las ejecuciones ahí sólo reafirmarían el poder del narcotraficante, intocable por alguna razón y que lo habían convertido, incluso antes de ser el número uno, en el más desafiante ante los soldados, cómo él mismo dejó ver en diciembre de 2013, cuando “el Mojarro y su grupo se hacían presentes a través de pancartas, dejadas sobre el cuerpo de dos hombres descuartizados en Teloloapan: ‘Secretario de la defensa y marina ahí les dejo su cena de navidad para que vean quien es la verga de Guerrero, mientras me divierto viendo sus pendejos elementos que me mandan en sus operativos. A mí me la pelan y les doy 24 horas para que se retiren si no los voy a empezar a matar en emboscadas pinches corporaciones de mierda, con su padre nunca van a poder. Atte. El pez y el M16. Viva la FM’ ”.

El Pez diseñó una estructura que le ayudaría a gobernar el sur mexiquense apoyado en su lugarteniente principal, El Fresas, heredero por derecho de sangre de la organización.

Otro personaje de importancia es Eduardo Hernández Vera, Lalo Mantecas, encargado de Luvianos y que en los últimos meses ha tomado el control, junto con su jefe, de casi todos los negocios de la región y se ha adueñado de los sindicatos mineros registrados ante la Confederaciones de Trabajadores de México, que ha aceptado la jetatura sicaria.

Maneja el transporte de mineral porque contrata camiones de carga con las extractoras, incluido el uranio de Campo Morado, y le ayuda a El Pez a imponer orden desde las listas de trabajadores que alguien les proporcionó. Tiene en su poder la distribución de materiales de construcción en la zona, que ya nadie puede utilizar si no se los compran a ellos. El nuevo emprendimiento tiene hasta una razón social y para no confundir le llamaron “El Sindicato”.

El Carly, otro de los brazos fuertes, asegura el sometimiento de los territorios del sur apoyado en un kaibil, El Salvador, encargado de operativos y cacerías humanas. Hasta La Familia Michoacana reconoce que en el Estado de México uno de los capos más importante era El Faraón o El Gallero, abatido en Querétaro en agosto de 2015. Jaime Vences Jaimes, en lo público un sanguinario Guerrero Unido, había logrado ubicarse por encima de las decisiones de los Casarrubias porque en realidad era un infiltrado de Los Rojos, enviado para fisurar lo que pudiera, y aunque lo hayan ultimado los marinos en San Juan del Río, en su tierra todos dicen que está vivo y ahora es un testigo protegido.

 

Carlos Ahumada, el uranio

 

El Chino Casarrubias y su grupo habían aprendido el oficio de limpiar pueblos, deshabitarlos, pero Ayotzinapa los había reventado. En realidad, ellos se reventaron solos y solos se pusieron al descubierto. Antes de Ayotzinapa, los Casarrubias habían llegado a la ciudad donde reside el gobernador mexiquense Eruviel Ávila y les gustó para quedarse.

Eligieron para vivir el municipio conurbado de Metepec y establecieron en el valle de Toluca su base de operaciones, al menos hasta mediados de octubre de 2014, según un reporte de la Marina entregado a la PGR el 15 de octubre de ese año, integrado escuetamente en un parte de presentación sobre las investigaciones por el levantamiento de los 43.

Allá tenían uno de sus hogares José Ángel El Mochomo y Mario Casarrubias Salgado, El Sapo Guapo, hermanos de Sidronio, quien ya preso dijo a la PGR que al menos Ángel y él vivían en el número 8 de La Joya de Metepec, un fraccionamiento que desde 2004 fue usado por narcos y familiares de capos recluidos en el penal federal del Altiplano. Desde allí dictaban las órdenes que en Iguala cumplían al pie de la letra los sicarios al mando de El Gil.

La llegada de los capos a Toluca no era fortuita. Habían buscado un camino para salir de Guerrero porque estaban copados por rojos y michoacanos. No tenían opciones, pues por Arcelia y el vecino municipio de Acapetlahuaya jamás pasarían, tampoco por Morelos, la tierra de Santiago Mazari, Carrete. El único corredor disponible era Ixtapan de la Sal, porque la policía municipal era aliada suya, tanto que hasta las armas les debían.

El Chino Casarrubias conocía demasiado bien a El Señor Pez y sabía que había comprado una gasolinera en Arcelia, donde “como seña existe mucha maquinaria pesada, desde góndolas, manos de chango, tráileres, carros de volteos, maquinaria que es utilizada en las minas, maquinaria que también es propiedad de Santana Ríos Baena, alias el Melonero, de las cuales el Pescado es socio de una, además, el Pescado es socio junto con Carlos Ahumada, el argentino que estuvo preso, y que es dueño de dos minas en el estado de Guerrero, de donde sacan uranio, una de las minas está en Campo Morado, Tierra Caliente, Guerrero, el cargamento es transportado en góndolas, pero como Ahumada trafica el uranio, lo esconde entre metales diversos y lo llevan a Lázaro Cárdenas, pero la mayoría va a el puerto [de] Colima, donde se entrega directamente a los barcos chinos […] esta mina también es explotada por una empresa canadiense, [y] agrego que cuando el Pescado está en peligro de ser detenido por alguna autoridad del gobierno, Carlos Ahumada auxilia con un helicóptero de su propiedad, el mismo helicóptero es también usado por El Fresas […], Ahumada, aparte de sacar el Uranio, le paga veinte mil pesos por góndola al Pescado…”, decía en una ampliación de declaración a la SEIDO el 18 de octubre de 2014. Cómo resultan las cosas que la declaración de Casarrubias la corroboraría con años de anticipo el propio Caros Ahumada Kurtz cuando publicó un libro, Derecho de Réplica, para defenderse de los videoescándalos en los que se involucró cuando se autograbó, en marzo de 2004, entregando dinero al líder perredista René Bejarano y que de fondo le asestaban un golpe político a Andrés Manuel López Obrador, en ese entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal.

La historia que Ahumada plasmó, deshonesta biografía exculpatoria repleta de mentiras a medias; sin embargo, decía la verdad cuando habló, como al acaso, de sus inversiones mineras en Arcelia, Guerrero: “Poco después hubo una depresión de la industria minera, lo que me obligó a cerrar la planta. Los precios del oro y la plata estaban por los suelos. Además, por disposición del gobierno federal, la Comisión de Fomento Minero […] había tomado la determinación de cerrar todas sus plantas de beneficio de minerales, que eran las que recibían el producto de los pequeños y medianos mineros; concretamente decidieron cerrar la planta de Pinzán Morado, en el municipio de Coyuca de Catalán en Guerrero”, dice Ahumada, aunque omite que uno de los contactos que permitieron que él se estableciera fue el del extinto gobernador guerrerense José Francisco Ruiz Massieu, uno de los impulsores más entusiastas de los megaproyectos mineros en Arcelia y quien inauguró el emprendimiento del argentino cuando este era un joven de 25 años.

La planta donde Ahumada dijo que le compraban su oro, Pinzán Morado, nunca cerró, aunque en 2015 estuvo en huelga. Hasta la fecha lleva más de 30 años trabajando de manera ininterrumpida a pesar de estar en el corazón de una zona con una larga historia de violencia, de guerrilleros del EPR y el ERPI contra militares y paramilitares desde 1996.

En febrero de 2015 los mineros de Pinzán Morado vivieron la violencia en carne propia cuando tres de ellos fueron levantados mientras se desarrollaba la huelga, que para ese entonces llevaba un mes.

Propiedad de Minera Camargo, una subsidiaria de la canadiense Cigma Metals Corporation, está en un territorio donde se ha documentado la presencia de grupos guerrilleros como el EPR desde 1996 y el ERPI dos años después.

Carlos Ahumada, después de huir a Cuba, donde lo aprehendieron y lo entregaron a su país adoptivo, estuvo en la cárcel durante tres años, acusado de fraude y lavado de dinero. Salió libre en 2007 y regresó a Argentina, donde lo primero que hizo fue reconstruir lo que había perdido en México. Y él, que extrañaba a sus equipos de futbol León y Santos Laguna, se instaló en la provincia de San Luis, “vinculada potencialmente a la extracción de uranio”, dice el diario Edición Abierta, el 13 de marzo de 2016 y que implica un beneficio de más de 10 mil millones de dólares en el que políticos argentinos de las más altas esferas están involucrados, favoreciendo a las subsidiarias de la minera Barrick. Ese uranio incalculable es, según la prensa argentina, el verdadero negocio de la ex presidenta Cristina Fernández.

El Mexicano o El Señor de los Sobornos volvió a transitar brechas empantanadas. Repitió tan bien su pasado que hoy es el directivo principal del equipo de futbol profesional de la Tercera División, el sorprendente Club Sportivo Estudiantes de San Luis, que ha escalado cuatro divisiones en tres años. Todos saben que fue amigo del todopoderoso, y ya fallecido Julio Grondona, ex presidente de la Asociación Argentina de Futbol, pero que eso no fue suficiente para evitar una sentencia de muerte financiera y deportiva contra el popular Talleres de Córdoba, del cual fue dirigente Ahumada, a quien acusaron de maniobras fraudulentas que derivaron en una detención por la Interpol, el 29 de junio de 2008, cuando escapaba oculto en el maletero del auto del ex futbolista Martín Vilallonga, un delantero de Racing que terminó como chofer del empresario.

Ahumada ha encabezado la gerencia de cinco clubes argentinos, pero cuatro de ellos han terminado fundidos en quebrantos absolutos. A él, en contraste, se le atribuye una fortuna de 500 millones de dólares y constantes viajes a Buenos Aires, México y China, según sus amistades. Todos se preguntan de dónde obtiene tanto dinero para sus proyectos.

Pero los aquelarres pamboleros de Ahumada eran sólo un hobbie, una distracción cara y mucho, que, sin embargo, no podía compararse con lo que venía. Y lo que venía era la superminera canadiense Barrick Gold, la mayor del mundo. Tres estados argentinos estaban involucrados en un proyecto en el que recibirían dos represas a cambio del uranio de la región, casi nada cuando sus aguas quedarían contaminadas para siempre por los residuos de cianuro que dejarían los procesos extractivos. Allí estaba negociando por lo menos un amigo de El Mexicano, el gobernador de la provincia de San Luis, Claudio Poggi, porque la Barrick había conseguido la autorización para operar siete megaproyectos de plata, oro y, por supuesto, uranio.

Dados los primeros pasos sucedió lo que siempre pasa. Ambientalistas de la región defendieron sus tierras y han detenido a la Barrick —cuyo valor en los mercados es de 50 mil millones de dólares y presume asesorías de George Bush padre—, beneficiada por otro lado por dos decretos secretos que la ex presidenta Fernández de Kirchner le otorgó “para que lleve a cabo la explotación en la zona Pascua Lama, extendida entre San Juan y la Tercera Región de Chile”.7 Ella se dejaba ver con el dueño de la Barrick, Peter Munk, a quien en una visita le confirió honores de un jefe de Estado.

Mientras Fernández presumía que su país era líder productor de uranio pero esquivaba sin éxito señalamientos de hacer negocios en Irán y China con ese mineral, se entretejía una trama de narcotráfico que involucraba, cómo no, a mexicanos y sus cárteles globalizados en un negocio más que redondo de efedrina que ya había cobrado la vida de tres empresarios farmacéuticos en Quilmes, al sur de Buenos Aires, el 13 de agosto de 2008, en realidad una venganza por arrebatar el mercado local a uno de los proveedores más importantes para los narcos mexicanos, Esteban Ibar Pérez Corradi.

A principios de 2016, Martín Lanatta, autor material de los asesinatos, acusó al ministro Aníbal Fernández de ser el autor intelectual de los homicidios, conocidos como el “Triple Crimen de General Rodríguez”. La Morsa —así le decían al político—, un ex jefe de Gabinete de Cristina Fernández, aspirante a gobernar Buenos Aires en 2015 e investigado ahora por un asunto de licitaciones irregulares, habría recibido del Señor de los Sobornos 5.2 millones de dólares por ese tráfico de efedrina que en 2008 habían disputado y controlado efímeramente los empresarios Sebastián Forza, Daniel Ferrón y Leopoldo Bina.

Como un siniestro personaje de série noire, Carlos Ahumada se ubicó otra vez en los reflectores de un caso que se ampliaba sangrientamente hasta llegar al gabinete de la ex mandataria Fernández. Sus contactos, algunos del más alto nivel, se volvieron contra él y por lo menos le reafirmaron la fama de “mafioso” que ya arrastraba.

De la mano de amistades políticas y repitiendo el patrón que lo colocó como uno de los empresarios favoritos de la actual secretaria federal de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, la mexicana Rosario Robles Berlanga, el Señor de los Sobornos realizó en Argentina inversiones en constructoras, equipos de futbol y transferencias de jugadores, así como casinos y proyectos de energía pero con dinero cuyo origen puede ser la delincuencia, afirmó el legislador argentino Gustavo Vera cuando pidió investigar las inversiones de Ahumada, quien ha reconocido por lo menos una reunión con el ministro Aníbal Fernández.

Por si algo faltara, la PGR envió una petición a la justicia argentina para indagarlo y aunque allá pensaron que se derivaba de la declaración de Casarrubias, después supieron que era por una extorsión contra Rosario Robles y que involucra un pagaré, ahora desaparecido, por 25 millones de dólares y con fecha del primero de agosto de 2003 con la firma de la funcionaria mexicana. El empresario había querido ejecutar ese documento, que además implica una demanda por 400 millones de pesos mexicanos contra el PRD.

El año de 2016 se ha reducido para Ahumada a uranio, futbol, efedrina y procesos con la justicia desde San Luis, Argentina; y a uranio, el Señor Pez, los Guerreros Unidos y una indagatoria de la PGR desde México. Las autoridades ya decían, desde 2004, que la fortuna del argentino podría estar ligada al narcotráfico porque su mina en Arcelia estaba en territorio de cárteles, pero sobre todo porque no había un origen claro del dinero que poseía.

Fue El Pony quien dio los primeros datos a la PGR sobre las actividades radiactivas de Carlos Ahumada en Campo Morado, y en las que involucró a un par de canadienses, aparentemente secuestrados por El Pez en 2004, socios de la empresa Maza Diamond Drilling de Mazatlán, México, y que luego fue contratada como proveedora de Farallón. La mina de Ahumada que produce uranio se llama El Colega o El Ciego y es El Pez quien se encarga de transportar el material a los puertos de Lázaro Cárdenas y Colima, donde se embarca rumbo a China.

Inmiscuido también en el secuestro de la madre de La dama de Iguala, el 28 de mayo de 2013, El Pony dirá cualquier cosa que pueda destruir el imperio de los Abarca y los Casarrubias. En ese plagio se identificó como hijo de El Chapo Guzmán cuando negociaba el rescate de Leonor Villa Ortuño, en Plaza Sendero de Toluca, una ciudad que a los narcotraficantes les sienta bien para ponerse de acuerdo. El Pony pedía bien poco: 10 millones de dólares, que “le pusieran” a un comandante de la policía llamado Mario Carvajal y la plaza de Iguala, completita. Según él, un pacto entre La Familia y El Chapo estaba en marcha para apoderarse de Guerrero e Iguala era uno de los botines principales. El Pony tenía motivos suficientes para odiar a los Casarrubias y a sus sicarios, en especial a El Chuky, porque encabezó un comando asesino para despedazar a los michoacanos en Zirándaro, Guerrero, como venganza por otras muertes, envuelta en una trama de narcopolítica que alcanzaba a Iguala y a la Tierra Caliente mexiquense. No está claro si El Chuky y sus comandos conseguirían sus objetivos, pero lo que sí está comprobado es la detención de ese sicario por parte de elementos del Ejército, el 25 de abril de 2009. Para variar, en septiembre de 2014 El Chuky estaba de vuelta en Iguala por si algo se ofrecía, libre quién sabe por qué.

La incursión guerrerense de Ahumada tuvo su antecedente en Oaxaca, cuando compró minas de antimonio en Los Tecojotes, asociado con su abogado, Efrén Cadena Hernández, entre 1985 y 1990. Esos esfuerzos lo dirigieron a la búsqueda de oro y así llegó a Arcelia dispuesto a encontrarlo. Lo hizo, y a Grupo México le compró La Suriana en el pueblo de Achotla, que también producía plata, y financiado por su hermano Roberto con 3 millones de dólares creó el Consorcio Minero Nacional la Suriana, que llegó a contabilizar 48 demandas en contra y que usaba el proceso de cianuración para obtener oro. Ese dinero provenía de la empresa de Roberto, Grupo Director de Empresas Mexicanas, una especie de caja pública donde 2 mil 500 personas depositaban ahorros.

La extracción minera envolvió a Arcelia y a Tlatlaya en miedo. Y cómo no, cuando comandos vestidos de militares entraron a pueblos para degollar sin razón aparente, como sucedió en la comunidad de El Guayabo, ni siquiera de 800 habitantes, la madrugada del 8 de febrero de 2016.

Hombres armados sacaron de sus casas a los hermanos Ciro y Arnulfo Verástegui Araujo para torturarlos en plena calle, dispararles a bocajarro y después cortarles el cuello ante la mirada de los todos los habitantes. Después fueron por uno más, Ubaldo Arellano, y repitieron la operación.

El Guayabo ha sido lugar de enfrentamientos y ejecuciones. Lo mismo les pasa a otras dos comunidades vecinas, El Cubo y El Remanse, asediadas desde el terror y el asesinato y que junto a otras de San Miguel Totolapan registraron mil 300 desplazados hasta julio de 2013.

Esos pueblos habían bloqueado la carretera Arcelia-Altamirano en protesta contra detenciones de la Marina. Después tomaron tiendas y robaron alimentos porque no tenían para comer. Entonces llegaron grupos armados y amenazaron a la gente, que prefirió dejar sus casas. Las autoridades siempre culparon a narcotraficantes y sus siembras de amapola en la región. El 21 de marzo de 2016, otro Verástigui de El Guayabo era asesinado en Totolapan. Ernesto estaba en una fiesta cuando lo ejecutaron. Después se sabría que los Verástigui fueron muertos para poner ejemplo para todos los que apoyan a los “contras”.

Esas muertes, enfrentamientos y desplazados adquieren otra connotación cuando se sabe que debajo de Arcelia —con todo y las minas de Campo Morado y La Suriana— y desde Tlatlaya y hasta Iguala hay una reserva de oro, plata, plomo, zinc y cobre por 30 millones de toneladas, más otras 70 que hace más de 20 años se sabe que están y que ahora son más codiciadas por la extracción de uranio.

“Para ilustrar el poder que ha alcanzado en México el crimen organizado, basta decir que Los Caballeros Templarios controlan la exportación de mineral de hierro a China, y La Familia Michoacana estaría involucrada en el contrabando al mismo país de uranio, elemento imprescindible para la perspectiva y utilidad geoestratégica, proveniente de una mina en Guerrero, en el municipio de Arcelia”, escribió el periodista Sergio González Rodríguez.

En 2013, Manuel Olivares, secretario técnico de la Red Guerrerense de Derechos Humanos (Redgro), relacionó la violencia en Coyuca de Catalán y San Miguel Totoloapan con las concesiones mineras que esperan ser explotadas. “Hay uranio, entonces se sospecha que la intención de fondo es despoblar la sierra para que las empresas mineras puedan ejercer sus concesiones”.

Esa extracción, con uranio o sin él, ha causado ya muertes por enfermedad, documentadas por los activistas de Otros Mundos cuando dicen que “se registraron ocho muertos en 2007, y 120 en 2012 por cáncer en Arcelia, Guerrero, originados por la minera de Campo Morado (Nyrstar)”.

Todo el sur conoce la colusión entre el jefe de La Familia Michoacana y las mineras. Pero el secretario general local de la Sección XVII del Sindicato Nacional de Mineros, Roberto Hernández Mojica, y cuya huelga ha detenido por ocho años las operaciones del Grupo México en Taxco, Guerrero, sabe además que el narcotráfico controla la sección de la Confederación de Trabajadores de México que se encarga de los mineros en la Tierra Caliente mexiquense.

“Hace cinco años nosotros, junto con la viuda de Lucio Cabañas y otros compañeros, tumbamos la estatua de Lucio Cabañas que está en el patio de Ayotzinapa a marrazos —dice Roberto Hernández cuando se acuerda de los normalistas y su tragedia— porque ese busto lo habían esculpido portando corbata. Pero ese detalle significaba un acto de burla de un cacique de la región, Héctor Vicario Castrejón, diputado local, a quien alguien había invitado como padrino de generación de los muchachos cuando en realidad era enemigo de la escuela. Porque cómo es posible que aparezca un maestro rural, todos conocen a Cabañas, con corbata”.

Los mineros en huelga de Taxco han mantenido contacto con los comités de Ayotzinapa desde hace algunos años e intercambian experiencias, formas de apoyo mutuo. Los estudiantes acompañan a los de Taxco en sus marchas y lo mismo pasa cuando los normalistas los necesitan. Mineros y muchachos han marchado en Tixtla e Iguala y conmemoran juntos algunos aniversarios, como el de Vicente Guerrero o el de los estudiantes asesinados. Sucedía igual con simpatizantes de Nestora Salgado, una lideresa comunitaria de Olinalá, Guerrero, encarcelada por acusaciones de secuestro —liberada en marzo de 2016—, que acudían a las asambleas informativas de los padres de los desaparecidos para pedir ayuda a la normal y apoyo a las organizaciones involucradas.

“Unimos fuerzas porque nos identificamos bien con ellos, aunque la alta sociedad diga que son bandoleros, pero sin saber realmente”, dice Roberto Hernández, quien define a Ayotzinapa como un lugar hermoso a pesar del deterioro y reconoce que los pueblos indígenas, sobre todo de la Costa Chica y La Montaña (desde Acatlán, precisa), han entablado una lucha contra las mineras para defender sus tierras y asentamientos.

De los muertos, ni hablar cuando ellos mismos tienen 65 en las minas de Pasta de Conchos, el 19 de febrero de 2006 en Coahuila y otros casos en Nacozari, Sonora, y Fresnillo, Zacatecas. En realidad, hay cerca de 2 mil mineros muertos en supuestos accidentes de los que nadie se responsabiliza.

Disfrazados de cetemistas, los narcotraficantes están realizando los trabajos alternos en las minas de la Tierra Caliente de Arcelia y Tlatlaya, dice Roberto Hernández, por ejemplo en Campo Morado, donde los narcos tienen más de 100 góndolas. Se había llegado a un acuerdo en el que ellos acarreaban y las mineras extraían hasta que los cárteles exigieron todo, mineros incluidos. Ni siquiera un paro temporal pudo arreglar nada. El transporte ya se le había cedido al narco y el resto era cuestión de tiempo. Sin saber, los mineros de Taxco fueron a Villa Hidalgo, Arcelia, a ver a los supuestos sindicalizados para intercambiar experiencias de trabajo. Allá vieron al segundo de a bordo.

“¿Y saben lo que nos propuso? —dice Hernández—. Nos dijeron que ellos no sabían nada de sindicalismo y que mejor los de Taxco nos uniéramos a ellos”.

Y es que el contacto con el que los mineros se habían reunido, creyendo que era sindicalista, resultó ser El Fresas, José Alfredo Hurtado Olascoaga, hermano de El Señor Pez.

—Si se vienen ahorita con nosotros y se afilian a la CTM —les dijeron a los de Guerrero—, para mañana tienen arreglado su problema sindical.

El Pez, la ley torcida del sur mexiquense, ha capitalizado en dos años, y con los restos de un cártel que el gobierno insiste en declarar acabado, el trabajo de José María Chávez Magaña, El Pony, el supuesto hijo de El Chapo Guzmán, y de todos los grupos narcotraficantes que han pasado por esa región. Su influencia llega hasta Toluca, pero lo mismo se adentra en Iguala que toca las puertas de Morelos, Puebla y la Ciudad de México. El poder de Hurtado fue consolidado, a fuerza o convencidos, por la estructura política de la región, y los habitantes de allá involucran en torno a él a los ex alcaldes de Amatepec, Alfredo Vences Jaimes; a su sucesor, el actual edil José Félix Gallegos Hernández; a Eulogio Giles Gutiérrez, alcalde de Tlatlaya; a Lino García Gama, alcalde de Tejupilco, y a los guerrerenses Francisco Prudencio Hernández Basave, ex edil de Ixcapuzalco y a Eleuterio Aranda Salgado, ex presidente de Canuto A. Neri. Arcelia, su bastión, le ha dado todo y también los alcaldes de ahí lo han protegido, como el ex presidente Taurino Vázquez Vázquez y su sucesor Adolfo Torales Catalá.

En marzo de 2016, El Pez escapó por enésima vez a una embocada y desmintió los rumores de abatimiento, como siempre lo hace. Preparó una revancha el 20 de marzo, en la feria de Totolapan, Guerrero, donde uno de sus comandos acribilló a mansalva a los asistentes, matando a cuatro e hiriendo a siete.

Ese es el Taxco minero alcanzado por el cártel de La Familia Michoacana, que ha insistido en entrar a Guerrero por la puerta de Iguala.

Turística como pocas, la ciudad y la rica iglesia de Santa Prisca, tapizada de oro y plata, es apenas un adorno para tarjeta postal que la obliga a cumplir con su denominación de “pueblo mágico”, una invención del gobierno federal para sacar partido a los lugares más bonitos pero que esconden muy bien sus propias ejecuciones, como sucedió con el asesinato de 15 presuntos sicarios que viajaban en un auto gris sin placas el 15 de junio de 2010, y que según los militares se resistieron a un cateo desatando una balacera por 40 minutos en la que todos ellos terminaron muertos. Los vecinos de la casa 32 en la calle de Moisés Carvajal, en el barrio del Panteón, aseguran que eran jóvenes que habían llegado a Taxco y trabajaban en diversos oficios, pero las 13 armas largas, los dos artefactos explosivos y las cinco pistolas decomisadas parecieron en su momento pruebas suficientes de sus malos pasos, a pesar que testigos afirman haberlos visto correr por las calles, perseguidos por soldados, tratando de esconderse. No hubo cateo previo, aseguran, pero sí una cacería en la que incluso participaron tanquetas, dos Hummer y 30 militares.

Reportes periodísticos afirmaron que los ejecutados pertenecían a un grupo de Édgar Valdez Villareal, La Barbie, y que los soldados sólo reaccionaron tras la ejecución de uno de los suyos, en mayo de ese año, y del hallazgo de 55 cadáveres en el respiradero de una mina abandonada.

Aunque al principio se supo que dos soldados habían muerto, sólo se aceptó un herido. No lo calificaron de “moderado”, como hicieron con el estudiante de Ayotzinapa en el Hospital Cristina. Lo que sí hicieron fue decir que realizaban un “reconocimiento terrestre” y que fueron agredidos.

La reportera Paloma Montes, de la organización Somos el Medio, encontró que la misma Sedena acepta 2 mil 745 agresiones en el sexenio de Felipe Calderón y 112 hasta 2013, con Peña Nieto. Hasta ese año, dice ella, había 23 casos de agresiones contra el Ejército que terminaban con más de diez muertos en el bando rival y cuyas identidades eran protegidas como si fueran secreto de Estado, reservadas por cinco años por la propia Sedena. Nadie sabe, por ejemplo, cómo se llamaban los ejecutados de Taxco. Por otro lado, el Ejército utiliza el término “enfrentamiento” cuando las batallas se desarrollan entre grupos delictivos. Ellos, los militares, sólo sufren “agresiones”.

Como siempre hacen cuando hay muertos y están presentes, los militares esperaron a las autoridades civiles para atestiguar el levantamiento de cuerpos, en esa casa que, según ellos, era de seguridad. Luego partieron a su base, en la cercana Iguala, donde los efectivos del 27 Batallón de Infantería descansaron tan pronto terminaron de despachar el papeleo y los informes de rigor.

 

La tecnología no miente

 

La desaparición de 43 estudiantes normalistas en Iguala, así como el asesinato de otros de sus compañeros, y el fusilamiento de 22 jóvenes en el municipio mexiquense de Tlatlaya tienen necesariamente una respuesta que comienza en el pasado y cuyo resultado es siempre el mismo, la impunidad; de ninguna manera representan casos aislados, por más que el gobierno destine a la gran prensa recursos millonarios para desviar la atención.

Y a esos casos del pasado y la impunidad deben sumarse las masacres de Chilpancingo, el 30 de diciembre de 1960; de Iguala, el 30 de diciembre de 1962; de Atoyac de Álvarez, el 18 de mayo de 1967; de Acapulco, el 20 de agosto de 1967; de Yolotla, el 9 de febrero de 1993; de Aguas Blancas, el 28 de junio de 1995, y de El Charco, el 7 de junio de 1998.

La impunidad aparece como una denominación de origen. Casi cada uno de esos crímenes ha conmocionado a los mexicanos y ha desafiado el sentido común, mientras la violencia alcanza su máxima expresión con el secuestro y desaparición de los 43 jóvenes normalistas de Ayotzinapa y el asesinato brutal de tres de sus compañeros.

El 25 de abril de 2016, en la Universidad del Claustro de Sor Juana, el GIEI presentó su segundo y último informe. En él describía que desde marzo de 2015 solicitaron un análisis de las llamadas, lugares, antenas, comunicaciones entre los estudiantes e inculpados como elementos centrales para las actividades de búsqueda, como lo constata la investigación 001-2015, que cuenta con vasta información de telefonía en sábanas y mapas de relaciones, pero hasta el momento no han sido analizadas de manera integral.

La información de redes técnicas y mapas georreferenciados sobre la que durante nueve meses trabajó el GIEI fue contrastada con la de la Dirección General de Cuerpo Técnico de Control (DGCTC) de la SEIDO y la Dirección General de Análisis Táctico (DGAT) de la Coordinación de investigación de Gabinete (CIG) de la División de Investigación (DI) de la Policía Federal dependiente de la Comisión Nacional de Seguridad de la SEGOB.

Los expertos independientes analizaron 42 líneas telefónicas de funcionarios, policías de Iguala y Cocula, personas acusadas de pertenecer al cártel de Guerreros Unidos, 19 números telefónicos de los normalistas desaparecidos, entre ellos las líneas telefónicas de Jorge Antonio Tizapa Legideño, Carlos Iván Ramírez Villareal, José Eduardo Bartolo Tlatempa, Julio César López Patolzin, Jorge Luis González Parral, Magdaleno Rubén Lauro Villegas y Jorge Aníbal Cruz Mendoza, que registraron actividad después de las 23:00, momento en que fueron detenidos.

En 40 de las 608 páginas que conforman el II informe del GIEI se describen la comunicación, horarios y ubicación geográfica de cada una de las líneas telefónicas. Y es así como se corrobora lo expresado en el primer informe y se llega a nuevas conclusiones, como, por ejemplo, que durante la noche del 26 de septiembre —como se relató antes— seis policías de Iguala tuvieron comunicación con un número identificado como “Caminante”, quien habría coordinado las operaciones, auxiliado por las 25 antenas o radiobases verificadas en campo y autenticadas con la información de Radiomóvil DIPSA S.A. de C.V. y Pegaso Telecomunicaciones (Movistar). Pero también trazaron las rutas por la cual se desplazaron la policía de Cocula, Guerreros Unidos, el alcalde José Luis Abarca, su secretario particular y los estudiantes desaparecidos.

De las siete líneas telefónicas de los normalistas, en cuatro casos cambiaron el IMEI, que es el código pregrabado en los teléfonos móviles; este número identifica al aparato de forma exclusiva a nivel mundial y es transmitido al comunicarse; si bien algunos no registraron coordenadas al emitir contacto, en todos los casos se generó actividad después del supuesto instante en que los jóvenes fueron aprehendidos, y quienes sí registraron localización geográfica fueron ubicados en las cercanías del Palacio de Justicia, Loma de Coyotes, Cocula, cerca de la comandancia de la policía en Iguala.

Se tiene registrada actividad unos minutos después, a la 23:56 y 23:57 del 26 de septiembre, 00:33, 01:00 y 01:16 o la madrugada del 27 de septiembre, e incluso días como el 30 de septiembre, 4 de octubre, 28 de noviembre. Y el celular de Jorge Aníbal Cruz Mendoza continúa con el flujo de comunicación los meses de diciembre de 2014, enero, febrero, marzo y abril de 2015; incluso el 9 de febrero hay un enlace con un familiar de este estudiante desaparecido.

Pero el desdén de las autoridades federales ha obstaculizado las investigaciones. La situación lo refleja: ni con la tecnología a su alcance, la inteligencia institucional y la enorme cantidad de recursos destinados para la investigación policiaca se ha delineado una línea de trabajo sólida para esclarecer qué pasó con los estudiantes desaparecidos ni hay pistas claras sobre los verdugos de Julio César Mondragón Fontes.

El 15 de octubre de 2014, la PGR recibió una extraña advertencia, después de que Eliana García Laguna, directora general de Prevención de Delito y Servicios a la Comunidad Encargada de la Subprocuraduría de Derechos Humanos Prevención del Delito y Servicios a la Comunidad, le dijera por teléfono a Éricka Ramírez Ortiz, agente del Ministerio Público de la Federación y Fiscal Especial “A”, adscrita a la Unidad Especializada en Investigación de Delito en materia de Secuestro, de la SEIDO, que uno de los lesionados el 26 de septiembre de 2014 se recuperaba lentamente en un hospital de Puebla.

Eso era lo de menos porque era lo que se esperaba, que la mayoría de los lesionados sanara por lo menos físicamente. Lo que no se esperaba era que uno de los teléfonos celulares de uno de los normalistas desaparecidos registrara actividad casi 20 días después de los levantamientos.

Ese número era el 7475459992, el cual había contactado al 7451172337. Esos dos números se perdieron para siempre en la maraña de datos que los teléfonos celulares salpicaron para todos lados y que hasta la fecha no han sido ordenados ni explorados por ninguna de las instancias investigadoras o coadyuvantes. Quienes más se acercaron fueron los del GIEI, que pudieron trazar, inteligentemente, un mapa general de los teléfonos de los 43 normalistas desaparecidos.

Los dos números reportados casi al acaso por la PGR estaban relacionados con otra sábana de llamadas, la que corresponde al número 7471493586, registrada por Telcel a nombre de Jorge Luis González Parral, Charra, desaparecido el 26 de septiembre de 2014.

Pero nadie supo que ese número celular ya no lo usaba Charra porque ese equipo telefónico era, desde pocos días antes, propiedad de Julio César Mondragón Fontes, quien se lo había comprado, y las actividades que registraron los expertos del GIEI de esa dirección telefónica no eran de Charra, sino de Julio César, quien a través de ese LG L9 narraría a su esposa, Marisa Mendoza, en tiempo real, lo más oscuro de aquella noche igualteca. Incluso el teléfono de ella, el 5539093717, aparece grabado ya, el 25 de septiembre de 2014 a las 19:45:11.

Los expertos del GIEI, acribillados por el Estado mexicano y con todo en contra para obtener información, tuvieron en su poder esa sábana de llamadas con el número 7471493586, primero propiedad de Charra y después de Julio César, y supieron que la actividad telefónica de ese número continuó después de la muerte de este último.

El GIEI sólo pudo confirmar que esa actividad duró hasta el 30 de septiembre de 2014, pero ese mismo número siguió registrando acciones y coordenadas hasta el 4 de abril de 2015. El GIEI, sin saber que Charra ya no portaba ese aparato, concluyó que “Su última activación de antenas la realiza el día 26 de septiembre de 2014 a las 21:23:49 mediante el uso de datos, desde Antena Álvaro Obregón (Centro de Iguala), con el IMEI 353649051469880. Se detectó actividad el día 30 de septiembre de 2014 a las 18:58:23 mediante el uso de datos, desde Antena Calvario, haciendo uso de un IMEI distinto, 35490904501880, cuya numeración es inválida y que no permite rastrear el equipo utilizado. Esta es la última actividad para el número de Jorge Luis.

”La información del día 30 también fue descrita por PF. En la investigación no se registran actividades que hubieran llevado a determinar quién utilizaba el teléfono. El cambio de IMEI muestra que el chip del teléfono fue cambiado a otro aparato, probablemente por alguno de los perpetradores”.

Sí, en la investigación del GIEI todo está bien excepto que el dueño del teléfono 7471493586 era Julio César Mondragón Fontes y que la actividad celular se registró hasta los primeros cuatro meses de 2015. Con esto, Julio César se convertirá en una de las claves para explicar esa noche, porque las coordenadas que generaron las actividades después del 30 de septiembre de 2014, y que el GIEI no obtuvo, condujeron a un viaje sin desvíos hacia las entrañas de uno de los campos militares más importantes del país, en la Ciudad de México.

“Bienvenidos a la Media Luna”

La Niña Blanca

 

* Le decían el Comandante Pantera. Se llamaba Jonathan Legaria Vargas y vivía en Coacalco. Era rico porque también era líder espiritual del culto de la Santa Muerte hasta que lo acribillaron, el 31 de julio del 2008, en las calles de aquel municipio violentísimo. En el lugar del crimen, la policía investigadora levantó al menos ciento cincuenta cartuchos percutidos calibres 2.23 para armas AR-15 y 7.62 para AK-47, además de calibres nueve y cuarenta y cinco milímetros de armas cortas”, escribe el periodista Francisco Cruz en el libro Tierra Narca, editado por Planeta en el 2010 y que recoge esta historia.

 

Francisco Cruz Jiménez

Los ajustes de cuentas, los levantones, la tortura y el secuestro tradicional se caracterizan por una violencia cada día más inhumana. Los excesos en Coacalco de Berriozábal se documentan por día y por familia: Viernes 10 de abril de 2009. La PGJEM inició la averiguación previa CO/I/1232-2009 por el asesinato de Roberto Elías Martínez de la Vega, oficial de Tránsito municipal de Ecatepec y quien durante tres años sirvió como escolta del obispo de la diócesis local, Onésimo Cepeda.

En los primeros minutos de la madrugada de ese día, sobre el bulevar Coacalco, esquina con la vía José López Portillo, frente a la clínica número noventa y ocho del IMSS, a la altura del pueblo de Villa de las Flores, un comando que viajaba en una Lincoln Navigator dio alcance a un Ford Fusion que conducía Martínez de la Vega, se le emparejó, le cerró el paso y abrió fuego. El oficial perdió el control de su Ford blanco sin placas. Abatido dentro del vehículo, la víctima se impactó contra la acera de la clínica del IMSS. Se aclaró de inmediato que desde el 5 de febrero anterior el agente municipal había causado baja del equipo de escoltas del obispo, que había ingresado a la policía en 2005 y que desde su separación del equipo del obispo no regresaba a trabajar.

Peritos investigadores de la Procuraduría estatal contaron al menos cien impactos de arma de fuego. En el ataque murieron otras dos personas. Una cuarta, que estuvo en el lugar equivocado a la hora equivocada, porque sólo acudió a la clínica para ayudar a trasladar a la esposa de uno de sus vecinos, fue atendida en los servicios de urgencia y enviada al hospital de zona de Xoco, donde finalmente murió.

El tableteo de las armas duró al menos tres minutos. Desde las ventanas de la clínica se veían los cuerpos de las víctimas y a una cuarta corriendo en busca de auxilio. Uno de los cuerpos quedó tirado frente al Fusion blanco, el cual a su vez quedó atravesado sobre el bulevar, irónicamente frente a una funeraria; el conductor murió al volante; otro cuerpo yacía frente a la reja del estacionamiento de urgencias de la clínica, y el cuarto, Eduardo, que nada tenía que ver con los tripulantes del Ford, alcanzó a entrar a urgencias. Llevaba en la cabeza tres balas de cuerno de chivo. Su traslado a Xoco fue inmediato, pero los médicos de ni siquiera tuvieron tiempo de ayudarlo a bien morir.

Fue inútil el operativo que se montó posteriormente con agentes encapuchados y policías que no paraban de correr. La agencia local Central Noticiosa Mexicana (CNM) difundió en uno de sus despachos informativos: “El hospital quedó sitiado, nadie podía entrar ni salir, los cuerpos fueron levantados rápidamente, más de un centenar de casquillos fueron contados en el lugar, al llegar los policías encontraron, dentro del Fusion, el cuerpo de una persona; más tarde se sabría que se trataba del escolta del obispo. […] El occiso era hermano de Ernesto Martínez de la Vega, cazado a bordo de su patrulla SP-20 al recibir ráfagas de AR-15, junto con su pareja Rubén López, el viernes 28 de noviembre de 2008. Ambos —escoltas de El Payo o El Alacrán Bernardino Sánchez Gómez, padre del alcalde David Sánchez Isidoro— murieron en la escena del crimen. En esa ocasión fueron encontrados ciento cincuenta casquillos percutidos, la patrulla recibió por lo menos cien balazos. […] La masacre ocurrió a dos calles de distancia sobre el mismo bulevar Coacalco esquina Dalias, en Villa de las Flores”.

Los hechos se dieron así: eran cuarto para las tres de la mañana ya del sábado 29. Los policías municipales Ernesto Martínez de la Vega y Rubén Ávila López, de cuarenta y tres, y treinta y nueve años de edad, respectivamente, fueron agredidos desde otro automóvil cuando circulaban por el bulevar Coacalco. El vehículo llegó por atrás y varios delincuentes dispararon a los uniformados con armas de grueso calibre, entre ellas AR-15.

“El silencio de la madrugada”, contó un testigo, “fue roto con una ráfaga de metralla que se prolongó por varios segundos, seguida de un breve silencio, y posteriormente se escucharon nuevamente balazos, detonaciones que se oyeron hasta el municipio de Tultepec.”

Meses antes, el 12 de febrero de ese año, Juan Mario, otro de los diez hermanos Martínez de la Vega, jefe del sector segundo de la policía municipal de Coacalco y comandante del Grupo Escorpión de ésta, sobrevivió a un atentado que sufrió minutos después de salir de su casa en la Unidad Habitacional CTM San Pablo, en Tultepec.

Ese día, a las ocho de la mañana, cuando abordaba su auto, un Ford Fiesta negro, para ir a trabajar, fue interceptado en el área de estacionamiento por dos sujetos que iban en una motocicleta. El pasajero sacó un arma y disparó, pero Juan Mario tuvo tiempo para repeler la agresión con el arma de cargo que llevaba entre las piernas. Luego se informó que el chaleco antibalas le había salvado la vida. Recibió un rozón de bala en el costado derecho, por el que fue trasladado precisamente a la clínica noventa y ocho del IMSS frente a la que casi dos meses después asesinarían a su hermano Roberto Elías. Por el atentado fallido se inició la averiguación previa CUA/III/543/2009.

La delincuencia se expande constante y temerariamente en Coacalco. Los criminales lanzan ataques donde y contra quien menos esperan las autoridades judiciales. No hay un rincón de las sesenta y nueve comunidades de Coacalco que esté a salvo. Una ejecución apenas se empieza a investigar cuando otra ya está en las planas de los diarios.

Cada grupo delictivo que entra a la guerra por el territorio impone condiciones. Coacalco está asolado por los cárteles de la droga y por las bandas de la delincuencia del fuero común. El camino está despejado para los asesinos, lo cual se puso de manifiesto con mayor nitidez el jueves 31 de julio de 2008, un día después del secuestro del comandante Roberto Bermúdez Rojas.

La madrugada de ese 31 de julio, el líder espiritual del culto de La Santa Muerte, el predicador Jonathan Legaria Vargas —mejor conocido por sus alias de Comandante Endoque, El Padrino o Comandante Pantera—, fue acribillado en las calles de Coacalco. En el lugar del crimen, la policía investigadora levantó al menos ciento cincuenta cartuchos percutidos calibres 2.23 para armas AR-15 y 7.62 para AK-47, además de calibres nueve y cuarenta y cinco milímetros de armas cortas. Disparos hubo muchos más, pero los curiosos levantaron y se llevaron, como souvenir, casquillos percutidos, un recuerdo de las balas que le quitaron la vida al representante en la Tierra de La Santa Muerte o La Niña Blanca, como la llaman también.

Endoque fue asesinado al filo de las dos y diez de la mañana cuando viajaba a bordo de una camioneta Cadillac Escalade, con imágenes de su culto pegadas a lo largo de la carrocería, sobre carriles centrales de la vía José López Portillo, frente al centro comercial Plaza Las Palmas, en la colonia Guadalupe Victoria.

La industria de la muerte en las calles de Coacalco no era desconocida para este hombre siempre bien armado, predispuesto a la violencia y radicado en el municipio vecino de Tultitlán, donde en diciembre de 2007 levantó una gigantesca imagen en honor a La Santa Muerte, un culto ya popular y que, en un país necesitado de esperanza, se había extendido con rapidez.

La figura sin rostro de La Santa Muerte, de unos veintidós metros de altura, realizada en metal, cartón y resinas y con una túnica en blanco y negro, quedó instalada (sin permisos de uso de suelo) en pleno centro de Tultitlán, en la colonia Santa María Coatepec, sobre un terreno donado por su propietario como agradecimiento a su recuperación de un cáncer, que atribuyó a un milagro. El objetivo era crear allí un santuario.

Condenado y calificado de espantoso el monumento por la Iglesia católica, que se refiere a su devoción como diabólica y de gravísimas consecuencias para los fieles que ingenuamente siguen sus preceptos, Endoque se tomó un año al cabo del cual sorprendió aquel diciembre de 2007 a los habitantes de Tultitlán, como a los de Coacalco, con la enorme efigie.

Gracias a un programa de radio que se transmitía por la madrugada, Endoque y sus excentricidades, como la de su automóvil, eran bien conocidos en Coacalco. El culto a La Santa Muerte en el templo de Tultitlán había incluso superado al de los seguidores organizados que alzaban la voz y sus plegarias desde el barrio de Tepito, en el Distrito Federal, a través de la autollamada Iglesia Santa, Católica, Apostólica, Tradicional, Mex-USA, pero que carecía de reconocimiento como culto, por lo menos por parte de la Secretaría de Gobernación.

La guerra contra el grupo de Tepito, el auto, la estatua y el programa radiofónico dieron a Endoque una presencia permanente de Tultitlán a Coacalco. Aunque fuera por curiosidad, cada domingo a mediodía, desde que oficialmente se inauguró el templo el 27 de enero de 2008, cientos de seguidores acudían a las misas en honor a La Niña Blanca, celebradas por el predicador Endoque. Su vestimenta negra o blanca pulcra y sus collares multicolores, como las ceremonias de sanación y limpias de purificación con ramas de pirul, llamaron siempre la atención de sus enemigos y de sus seguidores.

Sin embargo, el manto de La Santa Muerte no fue suficiente para protegerlo en el violento Coacalco: aquella madrugada del 31 de julio fue acribillado mientras viajaba acompañado por dos mujeres. Una de ellas, de treinta y un años, identificada con el nombre de Marisol Rivera, recibió diez impactos de bala, pero se salvó. La otra, María de la Luz Medrano Guzmán, salió ilesa.

Las versiones de los testigos, transeúntes que cenaban en taquerías y restaurantes sobre la López Portillo, automovilistas que circulaban a esas horas de la madrugada y agentes de la Secretaría de Seguridad Pública municipal que acudieron al lugar advirtieron que dos camionetas tipo Suburban blancas, con logotipos de la AFI, habían intentado cerrar el paso al automóvil de Endoque desde la avenida Eje 8 en Coacalco.

Armado, el predicador avanzó unos trescientos metros, pero los conductores de las camionetas, más hábiles, lo alcanzaron y los compañeros de éstos abrieron fuego. Endoque también disparó. El cadáver del líder espiritual quedó recostado sobre el asiento del conductor. Más tarde se sabría que lo mataron pistoleros de la banda de Los Panaderos.

La Niña Blanca

Una Cadillac de 60 mil dólares

 

* Coacalco era, hace pocos años, uno de los municipios mexiquenses con los mayores índices de bienestar, junto con Metepec, este último en el valle de Toluca. Pero los dos, al mismo tiempo, también eran –lo siguen siendo- bastiones del narcotráfico. El periodista Francisco Cruz documentó lo anterior en el libro Tierra Narca, editado por Planeta en el 2010. Esta es la historia.

 

Francisco Cruz Jiménez

En el moderno territorio de Coacalco de Berriozábal, a duras penas pasa un gobierno sin escándalos del crimen organizado. Si Alejandro Gamiño y su sobrina Julieta Villalpando mostraron la cara oculta del narcotráfico, el nepotismo y el desaseo administrativo, el trienio de Augusto Alejandro Sánchez Domínguez (2000-2003) se desdibujó dramáticamente en 2002, cuando una investigación del periódico El Universal descubrió que Coacalco estaba convertido en un santuario de secuestradores, que los cabecillas de una de las bandas habían trabajado como policías y que hasta la familia de un juez rentó una de las casas de seguridad de donde fueron rescatadas dos víctimas: los comerciantes José Eliú Pagés Gallardo y Juan Manuel Pérez Vega.

La bomba estalló el sábado 22 de junio de 2002. En su edición de ese día, el rotativo publicó un trabajo firmado por Silvia Otero y Juan Manuel Barrera: “Lloró al ver a la policía. José Eliú Pagés Gallardo fue rescatado después de seis meses de cautiverio. Terminaron golpes, amenazas de muerte, cadenas que lo mantuvieron atado de pies y manos a una cama. […] En la misma casa donde este comerciante vivió el drama de su secuestro había otro hombre: Juan Manuel Pérez Vega, quien padeció durante dieciocho días las mismas condiciones que impusieron sus plagiarios: cadenas, vendas en los ojos, golpes.

[…] La libertad de ambos se tasó en veinticinco millones de pesos, diez de los cuales tendría que pagar la familia de José Eliú. […] Los dos fueron secuestrados por la misma banda detenida este viernes por el plagio de media hora del comerciante Óscar Pérez, privado de su libertad en el interior de un Sanborns. Los comerciantes secuestrados sobrevivían en su cautiverio en una casa aún en obra negra del municipio de Coacalco”.

De la liberación derivaron otras noticias. Un día después se dio a conocer que un jefe de la Policía Judicial estatal y otro de la municipal eran investigados por nexos con la banda de secuestradores de Coacalco.

Y la noticia dio todavía para más: una de las casas de seguridad de los plagiarios, en el pueblo de San Lorenzo Tetlixtac, descubierta en Coacalco por policías de la Ciudad de México, resultó ser propiedad de un juez calificador o cívico de Ecatepec. El juez fue identificado con nombre y apellidos: Daniel Díaz Medina, quien negó todo vínculo aunque, con apoyo de la policía municipal, dio la orden de detener a dos reporteros cuando fotografiaban la casa. “Yo nada más vengo a ver la situación de unos señores”, advirtió un sorprendido Díaz Medina. Pero agentes de la policía, bajo el mando de su director Juan Manzur Chávez, remitieron a los periodistas al Ministerio Público, ante la presión del juez, quien pretendía acusarlos de “allanamiento de morada” por intentar asomarse al interior de la casa que rentaron a los secuestradores.

El mismo sábado 22, Luis Roberto Pérez-Gil Bretón, jefe de la Policía Judicial del estado y asignado al Grupo de Recuperación de Vehículos en Ciudad Satélite, Naucalpan, se dio a la fuga al enterarse de que había sido delatado por los secuestradores. Vecinos del lugar denunciaron ante reporteros del portal esmas.com de Televisa que, desde hacía tiempo, “se habían percatado de que varios sujetos, algunos armados, llegaban y se reunían en la casa. Tenían un mes, y al mes hicieron ellos una reunión y yo le dije a mi vecina: ‘Oye, están tomando los vecinos y vayan a tirar balazos’, y me dijo ella: ‘No te espantes, ellos toman precauciones’; se llaman, se decían que eran judiciales”.

La arrendadora de la vivienda, Marina Espinosa, suegra del juez calificador, y su familia abandonaron de inmediato el domicilio contiguo a la casa de seguridad.

El fiscal antisecuestros de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF), José de Jesús Jiménez Granados, dijo a la prensa que había sospechas fundamentadas de que los integrantes de la banda de secuestradores trabajaban por encargo de narcotraficantes mexiquenses, además de que, por su cuenta, elegían a algunas víctimas entre empresarios y comerciantes.

“Fue impactante encontrarlos [a los dos secuestrados], los tenían como si fueran animales y no hombres, pues para ellos eran simples mercancías, relató Víctor Montaño Alcocer, jefe de sector de Álvaro Obregón que encabezó el operativo por parte de la Secretaría de Seguridad Pública. […] Detalló que al llegar a la casa el resto de la banda ya se había marchado, ni siquiera tuvieron tiempo de cerrar la reja.

[…] En el baño de la casa se localizó a Juan Manuel. Su compañero de encierro, José Eliú, estaba en una de las recámaras, encadenado a una cama, el único mobiliario de la vivienda. Estaban totalmente golpeados, nos platicaron que les pegaban a diario y recibían amenazas de muerte. Entraron en crisis cuando nos vieron, el que estaba en la recámara y fue secuestrado desde diciembre lloró al saber que quedaría libre. La buena fortuna le llegó a través de Óscar Pérez, quien ya en manos de sus plagiarios y al ser trasladado a esa casa de seguridad logró golpear al líder de la banda y pedir ayuda a una mujer, quien a su vez alertó a la policía. Así, los presuntos secuestradores fueron detenidos, con un arsenal que incluía tres rifles AK-47 y cerca de cuatrocientas balas.”

Antes de que el caso concluyera, que la averiguación previa fuera consignada a un juez en el Reclusorio Norte y que se anunciara la destitución del juez cívico Díaz Medina, los supuestos delincuentes —entre ellos Ricardo Noguera Galeana, El Arroz, ex comandante de motopatrullas en Acapulco; Moisés Jiménez Paredes o Hugo Izquierdo Yepes, El Hugo, ex policía preventivo mexiquense; y Roberto Moreno, identificado como elemento de la AFI— pretendían obtener sus veinticinco millones de pesos.

Una semana después, el miércoles 26 de junio, el procurador mexiquense Alfonso Navarrete Prida negó que elementos de la AFI hubieran sido secuestradores, pero literalmente se le hizo bolas el asunto cuando intentó explicar a los reporteros que los dos empresarios no estaban secuestrados, sino retenidos o privados de su libertad en prenda, para obligarlos a pagar deudas de actividades ilícitas.

Nunca pudo o quizá no quiso explicar qué era la “otra cosa”, pero en su edición del jueves 27 de aquel junio de 2002 el periódico La Jornada reprodujo las declaraciones de Navarrete: “No se trataba específicamente de un secuestro, pues la retención de los empresarios José Pagés Gallardo y Juan Manuel Pérez Vega en realidad se trató de otra cosa”. Al corregir la información, afirmó que, incluso y de acuerdo con declaraciones recabadas por distintos testigos, se conoció que a uno de los dos retenidos “desde hace varios meses lo tenían en calidad de prenda para obligar al pago de las cantidades ilícitas que se debían”.

Si fue una u otra cosa, el caso fue que al agente Pérez-Gil lo despidieron de la corporación.

La realidad desmintió las palabras de Navarrete: José Eliú había sido secuestrado la mañana del 30 de diciembre de 2001, por tres delincuentes que se ostentaron como agentes judiciales federales. “Le mostraron unas charolas y se lo llevaron. Así empezaron seis meses de negociaciones”, escribió Otero. Primero, agregó, lo llevaron a una casa de seguridad en Tlalpan y de allí hasta Coacalco, donde fue rescatado. José permaneció ciento setenta y dos días encadenado, de pies y manos, a una cama. “Casi todos los días lo golpeaban, pues su familia no lograba juntar el rescate… y así llegó a pensar en el suicidio. No sabía que su padre ya había pagado un millón de pesos, como garantía de que los secuestradores esperarían a recibir todo el dinero.”

Esas situaciones, con una delincuencia organizada fuera de control, son las que infunden miedo a los viejos y pacíficos habitantes de Coacalco de Berriozábal, Narcoacalco, como lo llaman los jóvenes preparatorianos y algunos policías que trabajan por necesidad.

Como colofón, en las primeras horas de la mañana del sábado 15 de octubre de 2005 a Silvia Otero le tocó cubrir, para El Universal, parte de una noticia sobre el hallazgo de cuatro muertos con impactos de bala, una persona lesionada, tres armas de fuego calibre nueve milímetros y cocaína, en un departamento del edificio G 11, Circuito Misioneros en Ciudad Satélite, Naucalpan.

En el departamento, propiedad del ex agente Luis Roberto Pérez-Gil Bretón, los peritos también encontraron varios vasos con bebidas, una botella de tequila abierta, un billete de doscientos pesos doblado a la mitad con residuos de polvo blanco, que era cocaína, dos ceniceros con colillas de cigarrillos, algunas revistas y un papel con un mensaje escrito por Pérez-Gil: “Manolo, tenía que hacerlo, me iban a matar, bye”. Nadie supo nunca a qué Manolo se refería el asesino-suicida.

Los muertos fueron identificados como Luis Roberto Pérez-Gil Bretón, ex policía judicial mexiquense, adscrito al Grupo de Recuperación de Vehículos, cesado en 2002 por proteger a un grupos de agentes federales dedicados al secuestro, y ex federal adscrito a la PGR; Francisco Rangel Blázquez, coordinador de Transporte Urbano y Vialidad del Ayuntamiento de Tlalnepantla; Miguel Ángel Mendoza Guevara, segundo subcomandante y jefe del Departamento de Guardias de la AFI, sobre quienes recaían sospechas por venta de plazas en la Procuraduría estatal; y Francisco Mejía Becerra, técnico judicial del Juzgado Cuarto Familiar de la adscripción Coacalco-Ecatepec.

Herido en un brazo y en la cabeza, el ex agente federal Omar Alberto Morales Patiño, y en ese momento primer comandante en el estado de Chiapas, fue internado en el hospital de Traumatología de Lomas Verdes en la Ciudad de México. En 2002 había sido detenido en el Distrito Federal por una orden de captura que giró un juez en Chihuahua, relacionada con un homicidio, y ese mismo año se le investigó por acusaciones de supuestos vínculos con el narcotráfico.

“Se puso loco, no sé qué pasó, Roberto [Pérez-Gil] empezó a matar a todos y luego se disparó”, relató Morales Patiño en sus primeras declaraciones.

“Hay un cadáver [el de Pérez-Gil] sosteniendo una pistola, los cuatro están muertos y hay un lesionado que dice que este sujeto fue el que comenzó con el tiroteo, sus lesiones no ponen en riesgo su vida”, comentó a los reporteros Juan Carlos Vargas, rescatista y paramédico de Naucalpan.

De acuerdo con un comunicado de la Procuraduría mexiquense, al parecer, luego de estar consumiendo bebidas embriagantes —se ocultó lo del consumo de cocaína—, uno de los asistentes sacó un arma de fuego y disparó contra sus compañeros, “para después él privarse de la vida de un disparo en la cabeza”. Fuentes de la dependencia informaron a El Universal que Luis Roberto Pérez-Gil baleó a sus tres acompañantes, aunque luego se sabría que, al menos dos de las víctimas (Pérez-Gil y Mejía Becerra), usaron las armas. Por estos hechos se inició la averiguación previa NJ//II/4048/05-10. César Díaz, reportero del periódico Reforma que tuvo acceso a la averiguación previa MJ/II/4048/05, precisó: “Morales Patiño declaró que arribaron al departamento al filo de las seis de la mañana, estaban consumiendo bebidas alcohólicas, y comenzaron a discutir sobre una venta de plazas que al parecer no se había concretado o entregado y que es la línea de investigación que la Procuraduría mexiquense tenía hasta la tarde de ayer”.

Luego salieron otros detalles: cinco balas se alojaron en el cuerpo de Rangel: dos en la frente y tres en el pecho; otras seis hicieron blanco en Mejía Becerra —quien tuvo tiempo de sacar su arma y disparar—, pero nada se dijo sobre las versiones sobre el séptimo disparo (el de gracia) que tenía en la cabeza; Mendoza Guevara recibió al menos dos balazos en el pecho. Durante al menos veinte minutos, Morales Patiño fingió estar muerto. Con su austriaca Glock nueve milímetros a buen resguardo, Pérez-Gil hizo diecisiete disparos. Éste y Mendoza eran adictos a la cocaína. Pérez-Gil se suicidó después una plática con su ex esposa.

El domingo 16 de octubre, el procurador Navarrete Prida informó a la prensa que se habían hecho trece disparos, reconoció que hubo drogas y alcohol y aceptó lo de las versiones de un problema de dinero, relacionado con un intento de venta de plazas en la PGJEM. En resumen, precisó que las dos líneas de investigación en torno al cuádruple homicidio eran un ajuste de cuentas del narcotráfico o la posible venta de plazas.

La camioneta Cadillac Escalade de sesenta mil dólares, color arena, propiedad del ex agente Pérez-Gil, quedó estacionada frente al edificio G 11.

Una Cadillac de 60 mil dólares

Cerco de sicarios

* La Procuraduría de Guerrero supo por sus propias indagatorias qué había pasado la Noche de Iguala, el 26 y 27 de septiembre del 2014, casi de inmediato. La PGR, que atrajo el caso días después, empantanó con sus hipótesis un camino que ya estaba avanzado y que incluso reconocía la existencia de un quinto camión horas después de los sucesos.

 

Miguel Alvarado1

Toluca, México; 22 de julio del 2016. La PGR registró un Acuerdo de Recepción de Copias Certificadas de Auto de Formal Prisión, el 17 de octubre del 2014, en la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro, desde la causa penaI 172/2014. Ese Acuerdo constataba la recepción de 193 fojas útiles como copias certificadas, que contenían los autos de formal prisión en contra de 22 policías municipales de Iguala, 19 de los cuales habían sido reconocidos por algunos normalistas de Ayotzinapa que sobrevivieron a la noche del 26 de septiembre del 2014. Los policías habían dado positivo en pruebas de rodizonato de sodio, que identifica a quien dispara un arma de fuego. El envío de esas 193 fojas fue suscrito por “el licenciado Mario Maravilla Peña, Primer Secretario de Acuerdos del Juzgado primero de Primera Instancia en materia Penal del Distrito Judicial de Tabares, la que contiene Auto de Formal Prisión, dentro de la causa penal 172/2014”.

Según ese documento, Salvador Herrera Román, Alejandro Andrade de la Cruz, Hugo Salgado Wences, Hugo Hernández Arias, Zulai Marino Rodríguez, Mario Cervantes Contreras, Baltazar Martínez Casarrubias, Nicolás Delgado Arellano, Abraham Julián Acevedo Popoca, Juan Luis Hidalgo Pérez, Iván Armando Hurtado Hernández, Fernando Delgado Sánchez, Rubén Alday Marín, Arturo Calvario Villalba, Raúl Cisneros García, Marco Antonio Ramírez Urban, Oswaldo Arturo Vázquez Castillo, José Vicencio Flores, Emilio Torres Quezada, Fausto Bruno Heredia, Miguel Ángel Hernández Morales y Margarita Contreras Castillo recibieron auto de formal prisión el 7 de octubre del 2014, por el homicidio calificado de los normalistas Daniel Solís Gallardo y Jhosiván Guerrero de la Cruz.

En las primeras horas, después de esos asesinatos, se había confundido la identidad de uno de los normalistas, a quien en vías de reconocerlo posteriormente, la entonces Procuraduría estatal de Guerrero había señalado como Jhosiván Guerrero de la Cruz. Fueron los familiares del joven muerto quienes señalarían el error y dirían que en realidad Jhosiván era Julio César Ramírez Nava.

Los dos normalistas fueron abatidos en la esquina de Periférico Norte y la calle Juan N. Álvarez, la noche del 26 de septiembre del 2014, pero a la PGR se le pasó la identidad de Ramírez Nava. “Así lo resolvió y firma el suscrito Licenciado Javier Villalobo Ramos, agente del Ministerio Público de la Federación adscrito a la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada, quien actúa en forma legal con dos testigos de ley con quienes firma y da fe”, dice el papel donde dictan auto de formal prisión por el asesinato de un muchacho a quien en realidad la policía y los medios de comunicación mataron dos veces.

Los restos del normalista de Ayotzianpa, Jhosiván Guerrero de la Cruz, fueron identificados hasta el 17 de septiembre del 2015 por la Universidad de Innsbruk en Austria y la PGR corregiría ese error de identidad el 5 de octubre del 2014. Así, entre malentendidos de “buena fe”, la PGR transitó los oscuros caminos de Iguala, haciendo caso a llamadas anónimas y delaciones sin rostro que, sin embargo, nunca fueron tan exageradas como los incendios de Cocula. Mientras, en el sur del Estado de México pobladores de Luvianos, sobre todo, reportaban inusuales movilizaciones de grupos armados pertenecientes a cárteles de La Familia Michoacana y de Los Guerreros Unidos, que iban en caravana custodiando personas sometidas. Pocos se atrevieron a mirar de cerca a esas personas y quienes vieron no tendrán, al menos por ahora, más allá de su palabra, la forma de demostrar quiénes eran esos prisioneros.

El normalista Daniel Solís Gallardo era de Zihuatanejo y tenía 18 años. Le decían El Chino y era soltero. A Julio César Ramírez la PGR lo describe como delgado, de tez morena clara, cabello negro corto, frente mediana, cejas pobladas, ojos cafés claros, nariz medina recta, boca mediana, labios medianos, mentón cuadrado, sin bigote. Cuando el agente del ministerio público de Iguala llegó a la esquina de la Juan N. Álvarez y Periférico Norte, se encontró con que ya estaban allí los soldados del 27 Batallón de Infantería, además de policías estatales, resguardando el lugar.

Para ese momento –la mañana del 27 de septiembre- la circulación ya se había normalizado pero a los cadáveres los rodeaban autos siniestrados y que allí quedaron, reventados por las balas de los municipales de Iguala y Cocula. Estaba una Nissan Urvan blanca, con franjas amarillas y naranja y con placas HBF83-14 de Guerrero. También se encontraban un Chevy color arena, placas MBC-9797 del Estado de México y una moto azul tipo Scooter, de la marca Yamaha, con placas F408W. A esos autos la PGR los catalogó como indicios Uno, Dos y Tres. El Cuarto, sin embargo, era un normalista “[…] en posición de cúbito ventral con su extremidad cefálica dirigida al lado oriente, sus extremidades superiores ambas flexionadas y dirigidas hacia la cabeza, las extremidades inferiores en extensión y separadas ligeramente y hacia el lado poniente, dándose fe que dicho cadáver viste una playera de color rojo, pants color azul marino con franjas laterales en blanco y rojo, y calza huaraches de correa de color café, con orientación oeste […]”.

Tanta descripción apenas alcanzó a los peritos para ubicar en un espacio físico a quien en un principio llamaron “cadáver desconocido” y junto al cual ubicaron dos casquillos percutidos calibre .223 de la marca Águila, dorados como el oro. Casquillos, había más, y por lo menos 20 se encontraron posteriormente, demasiado pocos porque ya bomberos, policías municipales, empleados de Protección Civil y sicarios habían barrido la calle Juan N. Álvarez y la esquina de Periférico Norte, según vecinos del lugar, quienes los vieron y oyeron usar chorros de agua para, piedra por piedra, limpiar sangre y restos.

Luego, ya sobre la plancha metálica de la morgue del Servicio Médico Forense, las autoridades dijeron que ese cadáver era de tez morena, cabello negro corto, ojos café claro, entre 18 y 23 años y que tenía una “[…] herida abrasiva localizada en ángulo externo del mismo lado de 1.3 por 0.3 centímetros; entrada en hemicara derecha de 0.8 a 6 centímetros de la línea media anterior […] de las cuales se dan fe”.

En la calle y casi enseguida estaba el otro cadáver, al que marcaron como Indicio 6, que llevaba una sudadera verde, playera gris, pantalón azul y zapatos negros. Las lesiones que le causaron la muerte fueron producidas por bala, un disparo a nivel de la barbilla y otra en el tórax.

El primer cuerpo era el de Julio César Ramírez Nava y el segundo el de Daniel Solís Gallardo. Los dos eran amigos en la escuela de Ayotzinapa de Julio César Mondragón Fontes, asesinado también en Iguala, en el Camino del Andariego, en la zona industrial de aquella ciudad. Los dictámenes de necropsia de los tres fueron realizados por el médico forense perito Julio César Valladares. De Daniel Solís concluyó que murió por la herida de bala en el tórax; de Ramírez Nava dijo que su muerte se debió a un disparo que recibió en la cara y de Julio César Mondragón Fontes que la fauna local le había comido el rostro, aunque señaló que había muerto por traumatismo craneoencefálico.

Luego, los padres de Julio César Ramírez Nava precisarían sobre su hijo, al tenerlo muerto frente a ellos, como describe fríamente el reporte de la PGR: que era el tercero, que tenía 23 años, soltero y estudiaba en la Raúl Isidro Burgos. Que el 26 de septiembre había hablado con su madre, Bertha Nava, para decirle que estaba en Iguala apoyando a sus compañeros agredidos por policías y que había un muerto, pero que él estaba bien. Esa comunicación se cortó y no fue sino hasta la mañana del 29 de septiembre que la madre pudo enviar un mensaje al celular del joven y marcó dos veces, ya sin respuestas. Fue el Comité de Alumnos de Ayotzinapa el que informó a esos padres sobre un muerto y la desaparición, hasta el 30 de septiembre, de 57 alumnos.

En la morgue los esposos reconocieron a Julio César Ramírez porque tenía una cicatriz en forma de espiral en la espalda, otra en la pierna izquierda y dos en la nariz. Pero no había necesidad de marcas para saber que era su hijo, a pesar de la lesión terrible y lo amoratado que tenía el rostro.

La Fiscalía de Guerrero recabó casi de inmediato la declaración de algunos estudiantes, que narraron atropelladamente algunos hechos, como el normalista Yonifer Pedro Barrera Cardoso 2, que armó su relato desde la desgracia de haber dejado tirados a sus compañeros y no saber de más de la mitad de quienes iban con él. Escondido junto con otros en las calles o en las casas de vecinos que les dieron refugio algunas horas, los supervivientes tenían sólo jirones, restos de lo sucedido y entre todos configuraron parte de aquella noche.

Yonifer Pedro Barrera declaró el 27 de septiembre que 120 alumnos salieron de Ayotzinapa en dos camiones Estrella de Oro que tenían los normalistas en la escuela, junto con dos choferes que voluntariamente los ayudaban, rumbo a Iguala. Iban chicos de primero, segundo, tercero y cuarto grados. Dice que llegaron a las nueve de la noche  la terminal y que allí pidieron a dos choferes que llevaran otros tantos camiones a la normal, porque previamente se habían puesto de acuerdo con ellos, aclara otro estudiante, Alejandro Torres. Este chico, junto con su compañero Miguel Ángel Espino, fue uno de los primeros en afirmar que en las rutas mortales que siguieron los de Ayotzinapa había cinco camiones, meses antes de que periodistas y la PGR dieran con él y le atribuyeran importancia. Espino se salvó porque sufriría un colapso que lo sacaría del cerco de sicarios cuando una ambulancia lo condujo al hospital para que recibiera atención.

A los choferes los convencieron para ir a la normal a dejar los camiones y hacer otro viaje más, que llevaría a algunos estudiantes a un lugar de la Costa Chica, el 30 de septiembre, en una gira de prácticas. Sin precisar cuáles, dice que los camiones se metieron por la calle Juan N. Álvarez y que otros tomaron rumbo a Chilpancingo.

Entonces todo empezó a la altura del Zócalo igualteco.

Los que se metieron al centro de Iguala vieron, pocos minutos después, que la policía municipal les cerraba el paso con las patrullas 17, 18, 20 y 27. Otros estudiantes han señalado a las patrullas 3, 6, 8, 11, 16, 028 y 302, donde al final subirían a algunos normalistas.

En el camión que le tocó, Yonifer Pedro Barrera iba sentado en la parte trasera y desde allí pudo ver a 25 de sus compañeros que bajaron para hablar con los aproximadamente 30 policías, pero que nada más pisar la calle, fueron recibidos a balazos. El chofer de esa unidad arrancó y algunos de los estudiantes tuvieron que seguir a pie. Estaban en el centro de la ciudad y la columna de tres camiones avanzaba rumbo a Periférico Norte. Los chicos a pie no lograron subir nuevamente y se dispersaron en las calles siguientes. Por unos minutos, muy pocos, pareció que los policías se quedaban atrás pero de pronto, a la altura de una mini-bodega de Aurrerá, a metros de conseguir salir a ese Periférico, una patrulla volvió a salirle al paso a esa vanguardia estudiantil, cerrando el camino. Más normalistas bajaron y a pedradas ahuyentaron a los policías. Los alumnos quisieron mover la patrulla con puro esfuerzo físico y en esas estaban cuando aparecieron cinco o seis patrullas más, ha dicho Yonifer, quien a 150 metros de los uniformados ha constatados las ráfagas de metralla que los policías les dirigieron.

Se cubrieron pero el normalista Brayan Baltazar ha visto cómo a su compañero, a quien le apodan La Garra, le brota sangre de la cabeza y ha caído al piso para no moverse más.

A los chicos los camiones apenas les sirvieron de refugio. Salieron con las manos en alto “para que vieran que no teníamos nada, pero los policías siguieron disparando y vi que uno de mis compañeros estaba tirado adelante del autobús, ya herido por los disparos que habían hecho los policías, a quien pude reconocer que sólo recuerdo con el apodo del güero”, dijo por su lado Yonifer.

De primer año, El Güero estaba vivo y los normalistas gritaron a los policías para que pidieran una ambulancia. Un intento de uno de los estudiantes por acercarse al herido terminó en otra lluvia de balas. El herido debió esperar para que, de nueva cuenta, otros cuatro estudiantes intentaran ir por él. Con las manos arriba para que los policías no los atacaran, llegaron a él y lo rodearon para cubrirlo antes de que los municipales les advirtieran que se tiraran al suelo porque iban a disparar. Nada más decirlo, otra andanada hizo retroceder a los jóvenes, que regresaron a la parte trasera del camión para darse cuenta de que cada minuto que pasaba llegaban más municipales.

Para ese momento había otro estudiante herido, con un rozón a la altura del pecho.

Veinte minutos más tarde, según los cálculos de los agazapados, llegaba la ambulancia. Los chicos la escucharon desde lejos y cuando llegó grabaron la escena con sus celulares. Algunos pudieron hacerlo porque sus pilas aún tenían energía. Cómo es este país que los policías que tiroteaban a los estudiantes, quien sabe por qué, permitieron que El Güero fuera trasladado. El normalista salió del cerco porque su herida se convirtió en salvoconducto pero otros no corrieron con la misma suerte. Otro estudiante enfermo de los pulmones agravó su condición hasta un punto crítico y la petición de sus compañeros por una ambulancia sólo halló burlas de los policías. Pero al final las súplicas surtieron efecto y el enfermo fue trasladado en una patrulla.

Cómo es este país que media hora después los policías se retiraron y los normalistas salieron de su refugio. Los policías se habían ido levantando la mayoría de los casquillos percutidos. Los alumnos filmaron la sangre de los heridos, contaron los casquillos, señalándolos con piedras y vieron que el tercer camión era el que presentaba los mayores daños: sangre en la palanca de velocidades y el pasillo, vidrios destrozados y abajo, en la calle, una pared enrojecida.

Después llegó la prensa. Llegaron alumnos de apoyo desde Ayotzinapa y otras personas que, enteradas de la persecución, querían ayudar. Luis Pérez fue uno de los normalistas que se había desplazado desde Ayotzinapa tras los mensajes de ayuda de quienes ya estaban en Iguala y solicitaban apoyo. Él y otros 13 llegaron en una Urvan y en eso estaban. Los recién llegados preguntaban qué había pasado y trataban de obtener un relato más o menos claro de los sucesos.

En eso estaban.

Unos daban entrevistas y otros se consolaban buscando alguna explicación, esperando que personal de la Procuraduría llegara para recabar evidencias e iniciar diligencias. En eso, desde Periférico Norte, una nueva metralla se abatió sobre ellos. Una camioneta Lobo blanca con un hombre atrás y después un auto Ikon negro que primero disparó desde una cámara fotográfica y después, como si hubiera sido una señal, alguien abrió fuego.

El normalista Yonifer ha vuelto a su refugio entre los camiones pero ha visto cómo uno de sus compañeros ha recibido un balazo en la boca. Yonifer fue uno de los 25 que corrieron rumbo al Sanatorio Cristina llevando al nuevo herido y que terminaron refugiándose en ese hospital, después de que les fuera negada todo tipo de ayuda. Cerca de diez minutos estuvieron esperando que algún taxi llevara al herido a otro lado pero si alguno pasó no se detuvo. Mejor llegaron los soldados, ordenando a los jóvenes juntarse todos en la planta baja para cachearlos. Los militares no encontraron armas pero no permitieron a los jóvenes quedarse ahí. Yonifer dice que los soldados llamaron una ambulancia, la cual nunca llegó, y que mejor ellos, ya en la calle, pudieron localizar a 14 de sus compañeros, refugiados entre los autos estacionados y que recibieron ayuda de un vecino luego de brincar una barda y agazaparse en un terreno baldío. Estuvieron allí hasta las cinco de la mañana, cuando los encontró la policía estatal. Yonifer dice haber visto a tres normalistas muertos en la equina de Periférico Norte y Juan N. Álvarez.

Pero faltaban otros dos camiones, que habían seguido una ruta más directa rumbo a Tixtla, tomando desde la Central camionera un camino que los sacaría a la autopista Iguala-Chilpancingo. En uno de esos dos camiones iba El Pato, un normalista a cuyo celular entró una llamada de auxilio. Eran sus compañeros, los que se habían ido por el centro de Iguala, que informaban sobre los ataques y que ya había un muerto. Miedo y coraje se apoderaron de los estudiantes, quienes decidieron seguir un tramo más, pero justo enfrente del Palacio de Justica, pasando un puente, fue “cuando observamos que una camioneta de la policía municipal se encontraba atravesada, por lo que el chofer se detuvo totalmente y […] descendió de la unidad, y empezó a platicar con los policías municipales, enseguida los compañeros y yo decidimos bajarnos voluntariamente del autobús, ya abajo nos empezaron a insultar, diciéndonos “hijos de su pinche madre se van a morir como perros”, recordó el estudiante Alejandro Torres, quien junto con otros 14 muchachos iba en una unidad.

Los normalistas, a seis metros de los policías, buscaron piedras para defenderse pero éstos les aventaron la luz de sus lámparas y les apuntaron con sus armas a los pechos. La discusión subió de tono y los normalistas decidieron retroceder y corrieron 500 metros. Para ese momento la circulación ya se había normalizado y eso dio oportunidad para el escape. Se metieron al monte y poco después hallaron una casa abandonada, donde se refugiaron por unos 40 minutos, hasta que decidieron dirigirse a la caseta de cobro cercana. Esos 14 chicos fueron testigos directos de lo que les pasó a quienes no pudieron huir porque, dice el normalista Alejandro Torres, al pasar de nuevo cerca del Palacio de Justicia y los camiones detenidos por la policía, vieron desde su angustia hasta trece patrullas rodeando esos autobuses. Miraron impávidos hasta que fueron descubiertos y tres unidades, prendiendo las torretas, volvieron a perseguirlos. Metidos otra vez al monte, los jóvenes pudieron perder a sus perseguidores por media hora más, hasta que la inercia los llevó de nuevo a la carretera. Decidieron no abordar su autobús, ahora abandonado, por temor a que hubiera policías adentro. Entonces se encaminaron a la ciudad pero antes de llegar vieron que venían de frente dos patrullas municipales, una de las cuales, la número 2, era conducida por una mujer que, nada más verlos, se las arrojó encima. Los estudiantes saltaron y salieron indemnes de aquella intentona. Las patrullas se volvieron y una nueva persecución se inició, aunque esta vez sería sólo por 400 metros porque los alumnos decidieron detenerse y enfrentarlos. La respuesta de los uniformados fue una lluvia de balas, después de insultarlos. Otra vez el monte, otra vez la oscuridad para salvar la vida hasta que el sol del 27 de septiembre alumbró las veredas y los normalistas pudieron recibir ayuda de la policía estatal.

 

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1 Este trabajo se hizo con la participación directa de Francisco Cruz Jiménez y Félix Santana, quienes, por igual, el crédito de la realización.

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2 Este reportaje está descrito desde las declaraciones de los estudiantes de Ayotzinapa presentes la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre del 2014, Yonifer Pedro Barrera, Cornelio Copeño Cerón, Luis Uriel Gómez Avelino, Alejandro Torres Pérez, Brayan Baltazar Medina, Luis Pérez Martínez y Miguel Ángel Espino Honorato, asentadas en el Expediente 112/2014-1, contenido en la averiguación previa AP.PGR/SEIDO/UEIDMS/816/2014.

Cerco de sicarios

Quiéreme mucho

* “Quiéreme mucho y dame un beso”, decía la tabla con la que el guardaespaldas del director de Seguridad Pública, Felipe Flores Vázquez, corregía las faltas de los policías que trabajaban para los Guerreros Unidos y cometían errores, menores, pero que afectaban el trabajo de “los intocables” en la ciudad de Iguala, en el 2014.

 

Miguel Alvarado 1

Toluca, México; 28 de mayo del 2016. La Policía Federal Ministerial apresó a una parte de los policías municipales de Iguala en Tlaxcala, cuando el ejército mexicano los adiestraba para sus guerras locales en las instalaciones del Quinto Regimiento de Caballería, en el Campo Militar 23-b de Mazaquiahuac. Allí andaban, muy quitados de la pena, Édgar Vieyra Pereda, El Taxco; Alejandro Mota Roldán, El Mota, Santiago Socorro Mazón Cedillo; Héctor Aguilar Ávalos, El Chombo; Verónica Bahena Cruz; Alejandro Lara García, El Cone; Édgar Magdaleno Navarro Cruz; Leodan Fuentes Pineda El Mataviejitas; Enrique Pérez Carreto y Óscar Augusto Pérez Carreto. 2

Les aseguraron carteras y celulares; el dinero y la morralla. Les recogieron memorias electrónicas y credenciales electorales y se los llevaron a todos a la Ciudad de México el 14 de octubre del 2014. Desde el 27 de septiembre del 2014 los policías de Iguala habían sido desarmados. Ese día, trepados en camionetas de la policía estatal, se los llevaron al Centro de Adiestramiento Regional Policial (Crapol), donde les dijeron que les pasarían lista. Nada más trasponer esas paredes les dijeron la verdad: que estaban en proceso de investigación.

Entre esos detenidos había muchos que no estuvieron de servicio la noche del 26 de septiembre, y ahora había que probar su participación. Algunos, francos, habían asistido al Informe de la presidenta del DIF, María de los Ángeles Pineda. La reconstrucción de la Noche de Iguala arrancó con más fantasmas que certezas pero con cuatro testigos encapuchados que llegaron para señalar policías y retirarse en helicóptero, nada más terminar esa tarea.

La Federación todavía dormía, lejana, el sueño de lo injusto. El secretario de la Defensa Nacional, el general de división Salvador Cienfuegos Zepeda, dirá mucho después, el 4 de mayo del 2016, que Ayotzinapa ha sido el caso más manoseado e hizo creer que sus fuerzas armadas han implantado el orden donde hay ponerlo. Después, ni siquiera cínico, dirá al reportero de El Siglo de Torreón, Jorge Pérez Arellano, que “hay mucha confusión y una clara intención de involucrar al Ejército, donde ya se comprobó que no tuvieron ni acción ni omisión, eso está explicado, minuto a minuto, de lo que hicieron los soldados esa noche y madrugada trágica […] En 98% de los golpes al crimen ha estado el Ejército” […] “cerca de 79% de los mexicanos confían o confían mucho en sus fuerzas armadas”. Ya después Cienfuegos dijo que descansa cuando puede, que pasa tiempo con su familia y que los principales enemigos de México son la corrupción y la impunidad.

Enrique Pérez Carreto era policía de la Secretaría de Seguridad Pública en Iguala desde el 2007 y no ganaba mal en comparación con los municipales de Cocula porque los 4 mil 300 pesos quincenales eran lo doble que les pagaban a los otros, aunque Iguala siempre ha sido por lo menos más sicaria que el resto de Guerrero, excepto Acapulco y a veces Chilpancingo, que reporta sus puntuales baños de sangre.

En esa Iguala vivió y trabajó Pérez Carreto, adscrito al Centro de Operaciones Estratégicas hasta que se le atravesó el 26 de septiembre del 2014. Dice que estaba en un curso ese día y que el 27 lo único que hizo fue ir al mercado con su esposa. Trabajaba bajo las órdenes del policía segundo, el comandante Alejandro Tenescalco, a quien el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) recomendó investigar a fondo y que para esas fechas tenía a su mando a 110 policías. Había otro turno, con igual número de elementos, que comandaba el oficial Gonzalo Romero, de descanso ese día 26. El jefe de ambos era el subdirector operativo Francisco Salgado Valladares, quien respondía a su vez al secretario de Seguridad Pública del municipio, Felipe Flores Velázquez, un hombre con pinta de bonachón y buena gente, encanecido y embigotado pero siempre dispuesto a obedecer a su único jefe, el alcalde José Luis Abarca. 3

La policía de Iguala tenía 20 patrullas que operaban cuatro comandantes. Las unidades 016, 07, 03, 02, 018 las operaba Tenescalco mientras que la 020 y 022 estaban al mando de Bruno Díaz. El comandante Mota tenía la 024 y la 027 la usaban el comandante Hidalgo y Emilio. Por último, el comandante Andrade tenía la 028. La mayoría eran Lobo y pero también había Cheyenne.

Enrique Pérez era hermano de La Sombra, el también policía Óscar Augusto Pérez Carreto, y confirmó que en el curso que tomaba en Tlaxcala había también policías de Pilcaya y Huitzuco. Nunca supo o no quiso saber que Los Guerreros Unidos estaban en Iguala ni tampoco supo del apellido Casarrubias. Nada sabía este policía pero hubo otros que sabían más y comenzaron a desgranar una mala radiografía de aquella noche, llena de blancos pero sobre todo de profunda negrura que hasta la fecha no se puede escudriñar adecuadamente. Esos que sabían dijeron que los comandantes Valladares, Tenescalco, Díaz y Mota –ese último acompañado por el gendarme Eduardo Vieyra Pereyda- habían acudido al Segundo Informe de Actividades de la presidenta del DIF, María de los Ángeles Pineda Villa, y que los estudiantes de la normal de Ayotzinapa habían irrumpido violentamente en el centro. Una patrulla atravesada y un disparo al aire de un compañero, dijo la policía Verónica Bahena Cruz, iniciaron la batalla, porque esa noche eso fue para los policías de Iguala. Sin embargo, Bahena no había estado ahí porque estaba de vacaciones. Pero alguien a Verónica le contó esa versión, y ella dice además que los comandantes Valladares, Tenescalco, Díaz y Mota trasladaron a los normalistas detenidos con el juez de barandillas.

A partir de aquí la ruta de investigación de la PGR querrá probar la culpabilidad del alcalde de Iguala, sus policías y Los Guerreros Unidos, pretexto perfecto pero infame que invisibilizó, otra vez, a las supermineras canadienses a las que no se les ha hecho ningún cuestionamiento o pesquisa porque, disfrazadas de generadoras de progreso, tienen la protección de la Federación y sus militares, que aterran incluso desde su inmovilidad. Y en ese silencio de oro, que también es radiactivo en otras latitudes de Guerrero, la policía Verónica Bahena, que en realidad desempeñaba un cargo administrativo, dirá a su interrogador en la PGR que “sé por los medios de comunicación que el Presidente Municipal Jose Luis Abarca y su esposa María de los Ángeles Pineda, ya tienes nexos con los Guerreros Unidos, ya que dicen son familiares de (la) señora”.

El comandante Alejandro Mota Román, a quien algunos de sus compañeros ubicaron en el mitin de la señora Pineda Villa, aceptó que pertenecía a Los Bélicos, que definió como un grupo de reacción certificado por la policía federal. Asignado a la patrulla 27 y al Grupo Uno, tuvo a su cargo dos policías, Mario Cervantes Contreras y Édgar Vieyra Pereyda. Este último, también parte de Los Bélicos, asegura que ese grupo se había disuelto tres meses antes por falta de recursos. Mota Román declaró que el 26 de septiembre del 2014 estaba cambiando la batería de su radio en la comandancia -después de patrullar por la mañana y comer a las tres de la tarde- entre las 8 y las 9 de la noche, cuando llegó un joven denunciando que le habían robado una moto negra. Esa petición de auxilio, que atendió de inmediato quién sabe por qué, lo llevó a la Universidad UPN, en la colonia San José, donde hizo un rondín por una hora, tiempo en el que el C4 le avisaba que en la terminal de autobuses habían tomado dos camiones y robaban a transeúntes en la calle de Galeana. Le dijeron que eran encapuchados y que los tres camiones se habían metido por Galeana y continuado en la prolongación de Juan N. Álvarez. Con él iban los policías Mario Cervantes, quien conducía, y el propio Édgar Vieyra.

Lo común, según el policía Santiago Socorro Mazón Cedillo, era que los estudiantes de Ayotzinapa pidieran dinero en carreteras y casetas de peaje, y “muchas veces les brindábamos seguridad, a pesar de que esta actividad de estos estudiantes siempre fue de manera pacífica estábamos un rato en donde se encontraban los estudiantes y luego nos retiráramos”.

Pero esa noche el comandante Mota sabía, desde donde estaba él, cuántas patrulla se habían anotado para perseguir a los autobuses: la patrulla 12 del comandante Raúl Cisneros; la 18 de Alejandro Tenescalco y la 02, del director de la policía municipal, Fausto Bruno Heredia. Todavía se tardó una hora más en desplazarse al centro de Iguala porque encontró una moto como la que estaba buscando, así que llevó a los sospechosos a barandillas –luego resultó que no eran los que buscaban- y ya después se metió al centro, a las 22:10. Lo hizo con calma porque primero fueron a cenar y después pasaron por la terminal para asomarse en Altamirano, Salazar, Galeana y Aldama, hasta la calle Ruiz Cortines, donde dobló hacia Periférico Sur y después tomó Periférico Poniente. Bélico al fin y al cabo, respondió al C4 que estaba cerca de Periférico Sur y 24 de Febrero cuando le dijeron que había gente armada en ese rumbo. Estaba más que cerca porque a 100 ó 200 metros “[…] observé del lado izquierdo pegado al canal un aglomeramiento de personas jóvenes las cuales al ver la presencia de la patrulla y la torreta encendida se echaron a correr hacia el Cerro de la Veinticuatro de febrero por un callejón al bajarme de la unidad junto con mis elementos observamos que no iban armados pero sí llevaban piedras en las manos […]”.

Mota regresó a su patrulla y se fue al oriente por Periférico Sur para llegar a la glorieta de los Héroes de la Independencia. Eran las 22:45 cuando otra vez el C4 tronó desde sus entrañas electrónicas que había sujetos armados rondando por la colonia Pajaritos. La insistencia del Centro de Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo en que los policías encontrarían grupos armados nunca fue confirmada por los policías que, al contrario, veían a jóvenes con palos y piedras que escapaban cuando veían una patrulla como sucedió en esa colonia, donde se echaron a correr rumbo a los montes antes de que el comandante Mota pudiera llegar. Después, junto con las patrullas 24, de Emilio Torres Quezada, la 12 de Raúl Cisneros, la 21 “de Juan Carlos”, la 18 de Alejandro Tenescalco, la 20, de Fausto Bruno y 26 al mando de Juan Luis Hidalgo, se dedicaron a patrullar en convoy los periféricos siempre bajo alerta debido a la insistencia de C4 sobre armados en las calles.

Se fueron por Periférico Norte y llegaron a la altura de Juan N. Álvarez, frente a un negocio llamado “Hielos Laurita”. Mota dice que vio una aglomeración que tomaba fotos pero nadie se bajó. Después otra vez al centro y entre las 23:00 y la medianoche lo citaron en las instalaciones de la PFP Sector Caminos, en el poblado de Tuxpan, porque ahí querían verlos a todos el secretario de Seguridad Pública y el comisario de la PFP. El comandante Mota pinta una Iguala donde sus policías no dispararon una sola vez o por lo menos él no los ha visto y donde los espectrales hombres armados han echado a correr antes de que ellos los vean. No habla de normalistas sino de hombres jóvenes. Mota no ha visto nada, excepto “una bola de gente” en la esquina donde ya había dos muertos para antes de las 12. Se ha dirigido, obediente, a esa reunión en la PFP, él y quienes iban en las patrullas 005, 0011, 012, 18, 020, 21, 24, 26, 27, 28 y otras que no reconoció, además de unas cinco motocicletas. Es una buena coartada la versión de Mota, porque su declaración, tomada el 16 de octubre del 2014, ubica a los policías encerrados en esas instalaciones por tres o cuatro horas, aunque sus jefes nunca llegaran. A las tres o cuatro de la mañana los gendarmes comenzaron a retirarse, aunque una nueva orden los reuniría en el Crapol, a las 6:00, cuando llegaron el secretario de Seguridad Pública Municipal, Felipe Flores Velázquez y el procurador Iñaki Blanco para desarmarlos y, en pocas palabras, detenerlos porque habían disparado contra normalistas de la escuela de Ayotzinapa y había decenas de desaparecidos.

En ese primer grupo había unas 115 personas a quienes se les aplicó una prueba para saber si habían jalado el gatillo. El policía Mota salió negativo de ese examen. Los cuatro testigos de las balaceras que alguien apersonó en las instalaciones con el rostro cubierto, señalaron a agentes como Juan Luis Hidalgo Pérez, a Calvario Villalba y a Hugo Salgado Wences, de la patrulla 26, así como a Alejandro Andrade de la Cruz, Nicolás Delgado Arellano y Abraham Julián Acevedo Popoca, de la unidad 28, quienes fueron los primeros inculpados.

La diligencia de desarmar policías y tomar datos terminó a las ocho de la noche y hasta dejaron ir a algunos. Poco después, a un grupo de municipales les llegó la orden para trasladarse a Tlaxcala pues estaban convocados para un curso con los soldados. Allá fueron, pero también allá los capturaron.

Honorio Antúnez Osorio, El Patachín, otro policía de Iguala, comenzó por poner rostro y nombre a Los Bélicos, el Grupo de Reacción Inmediata de José Luis Abarca y de entre sus compañeros señaló a quienes pertenecían, en su declaración ministerial, el 17 de octubre del 2014: Francisco Salgado Valladares, subdirector operativo de la municipal; Héctor Aguilar, Leodan Pineda Fuentes, El Mataviejitas o Sargento Cebollas; Alejandro Lara, Alejandro Mota, Édgar Navarro, Santiago Mazón.

“Quiéreme mucho y dame un beso”, decía la tabla con la que el guardaespaldas del director de Seguridad Pública, Felipe Flores Vázquez, corregía las faltas de los policías que trabajaban para los Guerreros Unidos y cometían errores, menores, pero que afectaban el trabajo de “los intocables” en la ciudad. De vez en cuando sucedía que alguno de estos era detenido en los retenes y puestos de revisión instalados en las salidas de la ciudad y era entonces cuando ese guardaespaldas intervenía. Le decían El Hummer y se llevaba a los policías que habían errado a un taller mecánico, La Bloquera, donde componían las unidades municipales. A los policías también los componía, aunque a golpes y eran Los Bélicos los encargados de administrar el castigo, al antiguo estilo del narco. El Patachín dijo todo lo que le fue posible y en una sola sentada involucró al comandante de Cocula, Ignacio Aceves, junto con su escolta, Óscar Rodríguez, El Oscarín, trabajando al lado de Los Bélicos pero repartiendo droga, levantando y ejecutando bajo órdenes directas de Francisco Salgado Valladares.

El 17 de octubre del 2014 la PGR ordenó una revisión física de 24 policías de Iguala y Cocula detenidos y de Raúl Núñez Salgado, El Camperra, contador de los Guerreros Unidos. 4 Los encargados de hacerlo fueron nueve peritos médicos oficiales y sus resultados arrojaron que todos, menos siete, “presentan lesiones que no ponen en peligro la vida y tardan en sanar menos de quince días”. Los golpeados fueron El Camperra y los policías municipales César Yáñez Castro; Roberto Pedrote Nava, Jesús Parra Arroyo, José Antonio Flores Train, Julio César Mateos Rosales, Nelson Román Rodríguez, Alberto Aceves Serrano, Óscar Veleros Segura, Ignacio Aceves Rosales, Jorge Luis Manjarrez Miranda, Édgar Vieyra Pereyda, Alejandro Mota Román, Santiago Socorro Mazón Cedillo, Héctor Aguilar Ávalos, Verónica Bahena Cruz, Alejandro Lara García y Enrique Pérez Carreto, con escoriaciones y moretones en párpados, labios, orejas, brazos, pecho, espalda, la región del esternón y piernas.

 

II

El policía de Cocula, Alberto Aceves Serrano ubicó bien a los municipales de Iguala que estuvieron en la comandancia la noche del 26 de septiembre del 2016. Desde fotografías que la PGR le mostró y junto con datos proporcionados por su compañero Honorio Antúnez, recordó a Alejandro Lara, Santiago Socorro, Alejandro Mota,  Édgar Navarro, Enrique y Óscar Pérez Carreto, La Sombra; Édgar Vieyra, Neftalí Pérez, El Pan Crudo; Juan Carlos Delgado, El Toxicológico; Alejandro Mejía Meza, El Grano de Oro; Agustín Cuevas, El Quequis.

A Óscar Augusto Pérez Carreto no había cómo ayudarlo porque hasta su acta matrimonial estaba en contra suya. Su esposa lo visitó detenido el 17 de octubre y para acreditarse presentó ese documento. Si alguien en la PGR lo leyó, supo de inmediato que Óscar Augusto estaba en problemas porque uno de sus padrinos en aquel acto civil fechado el 29 de julio de 199 en Tepecoacuilco de Trujano, a 15 minutos de Iguala, era Osiel Benítez Palacios, uno de los seis hermanos dueños del reparto de la droga en la región, un mini-cártel hecho y derecho al servicio de quien más pague. Dueños del autolavado Los Peques, centro de reunión pero también de ejecuciones de narcotraficantes y empleados de la minera Media Luna, los hermanos Benítez Palacios estaban involucrados en el levantamiento de los 43 normalistas porque una versión señalaba que los supuestos infiltrados del cártel de Los Rojos iban en realidad por ellos, y que llegaron a las puertas de su casa para disparar a quemarropa contra todo lo que se moviera. Hasta hubo una muerta, la mujer del aseo que estaba allí sin deberla ni temerla. Esa versión tardaría en ser investigada aunque servía, por lo menos, para relacionar a esos Peques, amigos y socios de los hermanos Casarrubias, titulares indiscutibles del sicariato de los Guerreros Unidos antes de septiembre del 2014. Osiel Benítez aparecía en esa añeja acta matrimonial diciendo que tenía 29 años y era obrero viviendo en unión libre en esa Iguala donde todo es lo que parece.

Esta es parte de la trama de “la verdad histórica” que la PGR ha querido establecer como la única y para siempre, porque la realidad de lo que pasó esa noche fue otra, y no se limita solamente al 26 y 27 de septiembre. Lo que en realidad pasó fue la respuesta a una serie de acontecimientos que se desarrollaban en Guerrero, pero también en el resto del país, y que encontró su punto más cruento en la escuela de Ayotzinapa.

 

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1 Este texto se realizó con las aportaciones periodísticas de Francisco Cruz Jiménez y Félix Santana Ángeles, El crédito es, por partes iguales, también para ellos dos.

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2 Acuerdo de Recepción de Puesta a Disposición, del 15 de octubre del 2014, ante la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro y el oficio de puesta a disposición número PGR/AIE/PFM/UAIORPFM/TLAX/MM/2448/2014, del 14 de agosto del 2014, integrados en el Expediente A.P. PGRISEIDO/UEIDMS/816/2014 de la PGR.

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3 Este reportaje está elaborado con las declaraciones de los policías Leodan Fuentes Pineda, Alejandro Lara García, Édgar Vieyra Pereyda, Enrique Pérez Carreto, Óscar Augusto Pérez Carreto, Alejandro Mota Román, Verónica Bahena Cruz, Édgar Magdaleno Navarro Cruz, Santiago Socorro Mazón Cedillo y Héctor Aguilar Ávalos, ante la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro, de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada de la Procuraduría General de la República, el 1 de octubre del 2014.

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4 Dictamen de Integridad Física con número de folio 75881. Averiguación previa PGR/SEIDO/UEIDMS/816 014 y Oficio SEIDO/UEIDMS/FE-D/964/2014.

Quiéreme mucho

El Camperra

* A Raúl Núñez Salgado le decían El Camperra y a él le gustaba que lo hicieran. Dueño de la carnicería El Chambarete desde 1997, se hizo amigo de los jefes de Guerreros Unidos y pasó de simple mandadero a operar como una especie de tesorero que repartía pagos en la región, respaldado por todos los Casarrubias.

 

Miguel Alvarado 1

Toluca, México; 12 de julio del 2016. A Raúl Núñez Salgado halcones y sicarios de los Guerreros Unidos en Iguala respetaban porque pagaba sus escuálidas nóminas, y le tenían más miedo porque tenía grabada una “R” en uno de sus dientes y una mujer tatuada en el hombro izquierdo, junto con la leyenda Kiko, que por su amistad con Mario Casarrubias, El Sapo Guapo, uno de los capos de aquel cártel en el 2014.

A Núñez Salgado le decían El Camperra y a él le gustaba que lo hicieran. Dueño de la carnicería El Chambarete desde 1997, se hizo amigo de los jefes de Guerreros Unidos y pasó de simple mandadero a operar como una especie de tesorero que repartía pagos en la región, respaldado por todos los Casarrubias. Los marinos lo atraparon en Acapulco, donde se hospedaba en el hotel Nilo y pasaba el tiempo apostando en un casino Play City, mientras trataba de vender 299 dosis de cocaína, el 14 de octubre del 2014, poco después del levantamiento de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.

Los  marinos tuvieron que pelear cuerpo a cuerpo con él para someterlo. Si lo que dicen ellos es verdad, Núñez perdió la razón y, ya dominado, se golpeaba él solo contra el metal del vehículo en el que lo llevaban, amenazando a los marinos con denunciarlos ante Derechos Humanos. De que eso haya pasado sólo se tiene la palabra de los involucrados, pero también el examen médico de El Camperra, asentado en la declaración ministerial del inculpado, el 16 de octubre del 2014 ante la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro, de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada de la Procuraduría General de la República, integrada a la averiguación previa A.P.: PGR/SEIDO/UEIDMS/2014, que investiga la desaparición forzada de la normal Raúl Isidro Burgos.

El examen médico era parco pero elocuente. Ojos rojos, ojos morados, al igual que los párpados y atrás de las orejas. Antebrazos, hombro izquierdo y manos magulladas, así como pectorales y región infraescapular. También moretones en la región renal izquierda. Esos fueron los resultados que ese examen arrojó de quien se encargara de pagar por un tiempo las nóminas sangrientas de los Guerreros Unidos, metido para eso en el Hotel del Andariego, un hostal ubicado justo a las espaldas del Camino del Andariego, donde el normalista de Ayotzinapa Julio César Mondragón Fontes fue hallado por soldados la madrugada del 27 de septiembre del 2014, torturado, desollado y muerto.

El Camperra sabía también cómo estaban repartidas las plazas de esa zona y dijo que Gildardo López Astudillo, El Gil, se encargaba de Iguala; que a El May, un sicario que trabajó Iguala, le confiaron luego la plaza de Teloloapan; a José Luis Ramírez, El Churros, le tocaba Buenavista hasta que desertó y Taxco era controlado por El Cholo, quien después entregó ese mando a El Charal.

Si El Walter no hubiera tenido problemas con El Mochomo, José Ángel Casarrubias, todavía seguiría como jefe de Tepecoacuilco y Huitzuco, pero no fue así y El Cholo se convirtió en el dueño de aquellos lugares. El Cholo no es sino uno de los hermanos de la banda de sicarios, narcomenudistas y distribuidores de Los Peques, que operan en Iguala desde los tiempos de los Beltrán Leyva y que venden su conocimiento al mejor postor. Alejandro Palacios Benítez es a quien versiones periodísticas atribuyen también el apodo de El Patrón, y que policías de Huitzuco que se llevaron a estudiantes de Ayotzinapa enfrente del Palacio de Justica de Iguala, mencionaron como el autor de las órdenes de esas desapariciones.

Raúl Núñez dijo después, en una ampliación de su declaración 2, el 17 de octubre del 2014, que el 26 de septiembre, a las siete de la noche estaba comiendo en un local enfrente de la terminal de Iguala. Conocía a la dueña, a quien identificó como la señora Paguis. Ese lugar le sirvió de observatorio porque desde ahí pudo ver que un camión daba vuelta en Periférico para entrar a la calle de Galeana. Avanzó hasta detenerse frente a la terminal y cuando lo hizo descendieron quienes El Camperra describe como “[…] encapuchados, otros sin playera y otros paliacates en el rostro y observé que la gente que se encontraba adentro de la Central empezó a correr y observé que las personas que descendieron del autobús comenzaron a romper los vidrios de las instalaciones de la Central Camionera y atrás de ellos venían tres autobuses no recuerdo la línea pero por las ventanas se observaba que iban a bordo los estudiantes de Ayotzinapan, los cuales se fueron por la calle Galeana hacia el centro de Iguala, por lo que ya no observé hacia dónde se dirigieron y pasaron aproximadamente 8 minutos y se escucharon detonaciones de armas de fuego, por lo que me retiré del lugar […]”.

La versión de El Camperra ubica entonces cuatro camiones llegando a la terminal de Iguala y a ningún policía municipal rondando las cercanías. El relato sobre el arribo de los normalistas a esa ciudad no concuerda con ningún otro, ni tampoco con las imágenes de las cámaras de la Central, liberadas por la PGR y trasmitidas por televisión abierta, que muestran dos camiones de normalistas y a ellos bajando en tropel pero sin causar destrozos. Raúl Núñez Salgado también dijo que los Guerreros Unidos se reunían a veces con el alcalde José Luis Abarca, quien les pedía ayuda para resolver algunos problemas, como una invasión de tianguistas al zócalo de la ciudad, a principios de septiembre del 2014. En la oficina de la presidencia del ayuntamiento, Abarca les diría a Gildardo López Astudillo, El Gil, a José Luis Ramírez, El Churros y a El Camperra, que le echaran la mano para quitárselos de encima.

 

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1 Este reportaje fue realizado gracias a la participación directa de Francisco Cruz Jiménez y Félix Santana Ángeles, quienes llevan, por partes iguales, la firma de autores.

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2 Ampliación de declaración ministerial del inculpado Raúl Núñez Salgado, alias “El Camperra”. Averiguación Previa A.P.: PGR/SEIDO/UEIDMS/816/2014

El Camperra