“Que chinguen a su madre”

 

* Aquí, a las 12 de la noche del 8 de octubre del 2016 no hay tortugas ni está el mar. La travesía se ha cancelado y sólo queda la guerra que nos ocultan. Y Lenin Mondragón no hace pausas porque él mismo vive en una, la que se le ha endilgado a punta de miedo y que, poco a poco, ha aceptado y tratado de superar. Es hoy el valiente Lenin, a quien todos quieren abrazar pero quien lo consigue sólo siente las brasas de sus manos.  Sí, Lenin, que chinguen a su madre, si es que madre tienen.

 

Miguel Alvarado

Tixtla, Guerrero; 8 de octubre del 2016. Dos estudiantes ejecutados por un comando del cártel de los Rojos, en la carretera Chilpancingo-Tixtla, el 4 de octubre del 2016, le recuerdan a Ayotzinapa que nada ha cambiado pero que hay que seguir, a pesar de todo. Los tenis rojos de uno de ellos, con un disparo en el rostro, lo identificaron para siempre y así, una vez más, será lo que es.

“¡Ámonos, güey; ámonos, güey”, gritaba Julio César Mondragón Fontes mientras corría por los pasillos de su escuela, a las cinco y media de la tarde del 26 de septiembre del 2016, para abordar uno de los camiones que llevarían a los estudiantes al crucero de Santa Teresa, a las puertas de la ciudad que les cambió la vida por lo que siguió después.

Si uno se asoma bien, si se fija bien, ahí está la antena del Zopilote, antes de llegar al puesto de retenes de los militares en El Tomatal. Pero ahí no hay nada, sólo el primer rastro de Julio cuando destapó su teléfono, un LGL9 y le mandó un mensaje a su pareja, Marisa Mendoza, para avisarle. No hay nada detrás de esa barda sin accesos, sólo el cielo de Iguala que ese día balbuceaba el gol de equipo de Tercera División de los Avispones de Chilpancingo que les daba el triunfo en los campos sangrantes de la ciudad de las banderas, y que, nadie lo sabe, pero que al Chino, Sidronio Casarrubias, uno de los fundadores de los Guerreros Unidos, le hacía perder una apuesta salvaje. Monitoreando ese encuentro estaba David Cruz Hernández, otro Chino que trabajaba para Protección Civil de aquella ciudad en sus tiempos libres pero era al full jefe de halcones. La ciudad lo sabe. El ataque contra los Avispones fue una venganza de los Guerreros Unidos porque uno de los capos perdió una apuesta y nada más por eso David Josué García Evangelista, el Zurdito, perdió la vida porque sí.

Apasionado de los goles, ese jefecito apodado el Chino, con camioneta del municipio, recorrió la ciudad como sin saber a dónde ir mientras los normalistas eran atacados al pasar por el centro de Iguala, en una operación de contrainsurgencia llamada –dice Félix Santana, autor del libro La guerra que nos ocultan- llamada Yunque y Martillo que determinó la suerte de los estudiantes.

Cómo se metieron a la Juan N. Álvarez para intentar doblar en Periférico Norte por la parte más obstruida de la ciudad, nadie sabe o nadie lo dice, pero todo comenzó en Amilcingo, Morelos, cuando David Flores Maldonado, El Parca, asistió en calidad de secretario general del comité estudiantil a una reunión general de normales rurales en la escuela Emiliano Zapata. Iba con su novia, quien por entonces vivía en Aguascalientes.

“Entonces quiénes, compañeros, entonces quiénes harán la tarea de los 25 camiones para transportarnos a la ciudad de México para la marcha del 2 de octubre”, debatían en la cercanía de los círculos de las decisiones. El Parca todavía guardaba silencio cuando por lo menos Tenería y la propia Amilcingo dijeron que no, que no podían ni querían. No es que Ayotzinapa reclamara el derecho sobre los camiones pero El Parca llevaba a su novia y para él eso contaba mucho. Entonces David Flores Maldonado le dijo a ella, con esa forma que sólo entienden los que se enamoran, con el lenguaje del cuerpo y del cuello levantado con todo y camisa, le dijo a ella que lo observara porque iba a resolverlo todo con dos palabras.

El Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes recopiló su propia versión y a ellos les dijeron algunos asistentes a esa reunión que “íbamos a ser sede para que se juntaran todas las normales. El día de la marcha se tiene que llegar a una sola normal, de ahí se trasladan al DF […] “Así se decidió la sede, ya que llevamos una terna, se vierten argumentos a favor y en contra de las propuestas. Ayotzi tenía todas las condiciones para soportar a la Federación por una noche y brindar alimentos y transporte. Las otras propuestas de la terna eran Amilcingo y Tenería, pero se dijo que no podían soportar tanta gente ni obtener los vehículos suficientes para transportar a la Federación. Sabemos las condiciones de cada estado y de cada normal. Las normales óptimas son las de Guerrero, Oaxaca y Michoacán. Pero por la distancia era más fácil Tenería o Ayotzinapa. Ayotzi, hace 4 ó 5 años ya había sido sede, obtenido los recursos y los autobuses sin problema”.

Pero la verdad es otra. En esa jornada, convocada por la Federación Estudiantil de Campesinos Socialistas de México (FECSM) entre el 15 y 20 de septiembre del 2014 en Amilcingo, El Parca diría “Nosotros podemos”, mientras miraba a la novia con el gesto de quien lo tiene ya todo pero puede obtener más. Y ante los 300 ó 400 representantes de 13 escuelas normales, El Parca sonrió, prometiéndolo todo.

Ayotzi, representada por Flores Maldonado, se retiró de allí oliendo a muerto y el 24 de septiembre, en un viaje de prácticas al poblado de San Marcos en la Costa Grande de Guerrero, Bernardo Flores Alcaraz, Cochiloco, terminaría de decirles a los estudiantes la urgencia de cumplir.

Pero la esquina de la Juan N. Álvarez y Periférico Norte tampoco comenzó en Amilcingo, sino antes, el 31 de mayo del 2013 cuando fue asesinado el líder de la Unidad Popular de Guerrero, Arturo Hernández Cardona, por el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, un narco que llegó a la presidencia municipal sin esconder jamás que lo era. Porque para qué mentir en Iguala si los Guerreros Unidos eran hermanos de su esposa. Para qué cuando ese mismo Abarca fue capaz de meterle dos tiros a Cardona, uno en el pecho y otro en la cara, poniéndolo previsor en la tumba rascada por el propio muerto el día anterior. Cardona quedó allí, mientras en esa ebriedad a ráfagas Abarca bebía su cerveza Barrilito y daba órdenes a su director de la policía municipal. A Cardona lo hallaron luego, cuando a los sicarios del alcalde se les fue todo al diablo y algunos de los que habían secuestrado junto con Cardona huyeron para denunciarlo.

Entonces sí, aquella matanza –porque hubo otros dos muertos, Rafael Balderas y Ángel Román Ramírez- tomó la forma de la esquina de Periférico Norte y Juan N. Álvarez y sin entender lo que sería un año después, los estudiantes de Ayotzinapa llegaron a Iguala el 3 de junio del 2013 para reclamar la muerte de los ejecutados y, junto con docenas de integrantes de la Unidad Popular, destrozar, de paso, el palacio municipal de Iguala.

Abarca no perdió la compostura y con aire funeral ofreció diálogo para los deudos pero también advirtió que no renunciaría. Ese día los féretros fueron llevados al patio del palacio municipal, donde fueron velados apenas con poca tranquilidad. Algunos estudiantes estaban allí y prometieron a Sofía Lorena Mendoza, viuda de Hernández Cardona y ex regidora del PRD, que regresarían a su escuela por la banda de guerra para despedir con honores al líder social. Así lo hicieron y abordaron el transporte que los había llevado a Iguala, para ir y después volver.

Ese era el plan, pero algunos tenían otro y así se lo hicieron saber a la mujer de Hernández justo en la desolación de aquellos crímenes. Le dijeron que los estudiantes de Ayotzinapa, a partir de ese momento, estaban condenados a muerte si pisaban una vez más las tierras de Iguala. Los Guerreros Unidos le ordenaron por teléfono, para completar la amenaza, que se contactara con ellos para advertirles que ya no volvieran ese día pero tampoco ningún otro. Ella, dolorida pero asustada, llamó a los normalistas, que iban en plena carretera y les refirió que quien había llamado había descrito los vehículos en los que viajaban, la ropa que vestían y, en fin, el número a detalle de los alumnos. Hoy, Sofía teme por su vida porque las medidas cautelares que más o menos la protegían han caducado.

Y con esa advertencia los estudiantes no volvieron.

Eso lo sabía el Parca, quien fue advertido por un consejo de alumnos cuando, primero, aceptó que Ayotzinapa fuera sede de la reunión rumbo a la marcha de la ciudad de México en el aciago 2014 y después cuando enfiló a los normalistas para el rumbo de José Luis Abarca con la amenaza de muerte pesando sobre ellos un año antes.

Compa, no está bien que sea Iguala. Compa, no está bien que sea Iguala. Compa, no está bien que sea Iguala.

“Ya nos imaginábamos lo que podía pasar”, dijo uno de ellos a este reportero en septiembre del 2016.

Entonces los esperaban. “No planearon la noche de Iguala, la coordinaron militares y policías”, dijo en Ayotzinapa con toda la bronca en la voz, Mario González, padre de César, desaparecido, quien está ahí para reventar a quien se atreva a entregar alguna información. Está para eso, pero también para valorarla y reconocerla desde la suavidad de la piedra en la que se ha convertido este hombre vestido entonces, el 8 de octubre del 2016 a las 12 de la noche, con bermudas y playera fresca de turista. Luego, en uno de los cubis, Mario González preguntará cuánto cuesta el tabaco en Berlín y fumará uno, liado allí, en la litera de uno de los chicos, a las dos de la mañana.

– Cinco euros, aunque es una bolsa de la cual salen 50 cigarros –le responde alguien.

La esquina de Juan N. Álvarez y Periférico Norte comenzó antes de Iguala. Más antes, como se dice sin decir, en la negrura de la historia que ubica a las normales rurales como el verdadero objetivo del ejército y la Federación el 2 de octubre pero de 1968. Y más atrás todavía, se construyó esa esquina, no en Iguala sino en Chilpancingo, a principios de los años 60, recuerda Francisco Cruz, otro de los autores del libro La guerra que nos ocultan.

Después de los levantones, El Parca, un hombre afortunado porque viajaba en avión para ver a su novia en Aguascalientes, tenía una pantalla plana de televisión en su cuarto y una cama estilo colonial, llegaba a la escuela sonriendo a todos porque pensaba que nadie se había dado cuenta de lo que ha pasado, y creía que volver cantando a Ayotzinapa dos días después de las desapariciones y los homicidios serviría, por lo menos, para escanciar las tumbas de sus compañeros con el agua rabiosa del 26 de septiembre. “Tú te callas y yo te doy dinero”, decía El Parca a quienes se atrevía a cuestionarlo. Entonces lo dejaron solo porque avizoraron para él un destino de esos que se fotografían todos los días en los diarios de Iguala y Chilpancingo.

*

No, nadie está tirado en el lodo y a nadie le cortan la cara. Los huesos están enteros debajo de la piel, de los lagos hemáticos que nadie ha reventado ni reventarán sólo porque alguien lo imagina. Ismael Vázquez, Chesman, compañero en la normal de Ayotzinapa de Julio César, soñó con él a las ocho de la mañana del 27 de septiembre y lo recuerda desde las manos de Julio cubriéndole el rostro.

– Se pasaron de verga, carnal –le dijo aquella ensoñación a Chesman, antes de que despertara y volviera a la realidad de la que hasta ahora no ha vuelto porque ese mismo año, casi al mismo tiempo, también perdía a su madre por una enfermedad. Dos años después, Ismael depositaba una ofrenda en la tumba de su amigo y procuraba no estorbar a Afrodita, la madre, quien moviéndose entre las flores y el sepulcro hablaba para todos los que estaban en el panteón de Tecomatlán, en el Estado de México, como si estuviera sólo pensando.

-Mi hijo tan travieso –decía ella, atravesada por el dolor, acompañada también por el tío del joven, Cuitláhuac Mondragón- mi hijo tan travieso que me manda la lluvia, para que no vean que lloro.

Chesman se hace a un lado, juntándose con el grupo que lo arropa y lo invisibiliza mientras el escuadrón, formado enfrente, entonaba las consignas que se han gritado en las calles de todas las ciudades mexicanas.

“¡Ayotzi vive!”, gritaron ellos cuando arreciaba la lluvia y Afrodita decidía que era mejor usar las manos para acomodar el montón de flores. Pero eso, el “Ayotzi vive”, en este papel de bits apenas es el pálido reflejo de la humana potencia que da forma a la desesperación de quienes han sobrevivido y tienen la obligación de seguir haciéndolo. Ella por fin termina y ahora se aleja para volver a regresarse, poco después, y observar donde su hijo yace, abrazada porque sí a una mexicana venida de Berlín y que poco a poco encuentra que no ha dejado de serlo.

En esta combinación de verdor y lodo todo se ha detenido –eso por decir algo- cuando los ayotizi entonan con la voz ronca y profunda, que “Juuuulio vive, Juuuulio vive y vive, Juuuulio vive y vive y vive” y uno se pregunta cómo es que todos estamos aquí.

Después de la puerta cerrada del cementerio ya no hay nada, sólo la lluvia abatiendo la casa de la familia Mondragón y la iglesia de San Miguel sola, pero hasta el tope de flores porque ese día, también, el santo patrono ha salido en procesión por las calles del pueblo.

Si ya no hay nada entonces vámonos a Iguala.

*

“… pues que chinguen a su madre”, dijo Lenin Mondragón Fontes ante los estudiantes de Ayotzinapa, en el auditorio de la normal Raúl Isidro Burgos, refiriéndose a quienes investigan la muerte de su hermano.

Sentado ahí, en su silla desolada, sabe que el 4 de octubre del 2016 han ejecutado a dos normalistas más, en la carretera rumbo a Chilpancingo y que sus cuerpos han quedado, junto con otros cuatro, regados en la curva que allá se conoce como El Basurero. “Los sucesos violentos ocurrieron tras la visita del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, quien acudió esta mañana a Chilpancingo para inaugurar un centro de justicia integral para mujeres en medio de un impresionante dispositivo de seguridad para políticos y funcionarios”, dice una nota del reportero de la revista Proceso, Ezequiel Flores. Los estudiantes de Ayotzinapa eran Jonatan Hernández Morales y Filemón Tacuba Castro. De uno quedan los tenis rojos, fotografiados por las agencias locales y su tiro en la cara enrojecida. Del del otro, el nombre y el féretro que reposó en la escuela antes de ser llevado a su hogar, en Ayutla de los Libres.

Lenin Mondragón es un hombre combativo formado a la fuerza por un camino que él no escogió y por el que nadie de su familia pensó caminar. Ahora lo hace acompañado de una libreta donde apunta las palabras que los demás no dicen o no pronuncian correctamente. Las apunta y luego las suelta, cuando el turno de hablar regresa a él. Eso que hace nadie quiere hacerlo porque nadie quiere –aunque hay alguien que sí- porque nadie quiere ser parte de esa mentada de madre ensangrentada que a Lenin le ha tocado decir con la suavidad de lo cruento, mientras el rostro de su hermano, el Chilango, pintado en un mural pero jamás borrado de la memoria de unos y otros, observa para siempre y hasta que dure la pintura. Porque Julio, cómo decirlo.

Aquí, a las 12 de la noche del 8 de octubre del 2016 no hay tortugas ni está el mar. La travesía se ha cancelado y sólo queda la guerra que nos ocultan. Y Lenin Mondragón no hace pausas porque él mismo vive en una, la que se le ha endilgado a punta de miedo y que, poco a poco, ha aceptado y tratado de superar. Es hoy el valiente Lenin, a quien todos quieren abrazar pero quien lo consigue sólo siente las brasas de sus manos.  Sí, Lenin, que chinguen a su madre, si es que madre tienen.

Será duro, muy duro el regreso, la carretera de Iguala.

“Que chinguen a su madre”

Ayotzinapa, la guerra que nos ocultan

 

* Julio César Mondragón, tal vez sin saberlo, comprendió su destino cuando en vez de huir encaró a sus captores y posteriores asesinos y acató, sin chistar, la muerte infame que le dieron. Hoy, lo abrazo a él en su valentía y abrazo a su familia y su esposa en su dolor.

 

Alejandro Cardiel Sánchez/ Políticasmedia

Tixtla, Guerrero; 8 de octubre del 2016. Siento un nudo en la garganta. Las fotos que tengo a la vista, a menos de dos metros de distancia, son tremendas. Oigo pero no escucho lo que Miguel Ángel Alvarado menciona. Solamente pienso: “¿qué clase de persona puede hacer algo así y luego –como si nada- continuar con su vida?”. Trato de contener mis emociones y poner atención a la exposición. Pasan de las 22 horas y en el aula donde se presenta el libro La guerra que nos ocultan hay un silencio absoluto. Puedo escuchar la respiración de las personas detrás de mí. A mi lado una mujer llora. El shock, la rabia, la tristeza y la indignación general es evidente.

Horas antes llegamos a la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, Guerrero, a la Asamblea Nacional Popular realizada el 8 de octubre del 2016, donde se trataron las acciones en las que tomarán parte los padres de los estudiantes desaparecidos el 26 de septiembre del 2014.

Durante el desarrollo de las actividades de la Asamblea, se contempla que los padres de los normalistas asistan a la Feria del Libro de Guadalajara, lugar en el que, como candidato a la presidencia de la república, Enrique Peña Nieto no pudo mencionar tres libros que hubieran cambiado su vida.

En el transcurso del día camino por la escuela, conocida ya mundialmente por la desaparición forzada de 43 de sus alumnos y el asesinato sistemático de muchos otros –dos de esos crímenes cometidos en un supuesto asalto en el transporte público hace menos de una semana–.

Las instalaciones son austeras pero amplias. Es evidente, a simple vista, que pasaron el rastrillo y que limpiaron las áreas comunes hace menos de un día. Los estudiantes, en su mayoría descansando a la sombra de los árboles -es sábado- o en los arcos de los dormitorios permanecen indiferentes ante la presencia de los visitantes que deambulamos.

Llama mi atención la enorme cantidad de perros que hay en la escuela -conté al menos 20- todos completamente dóciles y acostumbrados al contacto humano. También la enorme cantidad de árboles que dan sombra en prácticamente todas las instalaciones. Hay, además de los perros, vacas, caballos y no sé qué cantidad más de animales; a algunos los veo cerca de los amplios invernaderos que se ven desde el comedor.

Comemos sopa de pasta, frijoles, carne de cerdo frita y una salsa verde que hace las delicias de la mesa. Posteriormente, la Asamblea transcurre sin mayores contratiempos, se da lectura a la relatoría y a los acuerdos tomados. Finaliza con el canto del Himno “Venceremos” y la invitación a la presentación del libro “La guerra que nos ocultan”, que se realizó más tarde en el Aula Magna.

Mientras tanto tenemos tiempo de conocer más a fondo las instalaciones, tomar fotos de los murales que ocupan la gran mayoría de los espacios de la escuela y de platicar con los estudiantes de la normal.

Me llama la atención un mural de Julio César Mondragón Fontes, en lo que seguramente es una bodega. A su lado hay un árbol de flores rojas de al menos 15 metros de la raíz a la copa, frondoso y lleno y vida. Me acerco a contemplar el rostro de “El Chilango” enmarcado de flores anaranjadas, azules, blancas y moradas con colibríes revoloteando a su alrededor. Este rostro, esta sonrisa, es la que llevo en mente cada que recuerdo el nombre de Julio César Mondragón. Procuro no relacionarlo con el rostro descarnado que vi en los diarios de circulación nacional cuando fue asesinado en el operativo que desapareció a 43 normalistas y dejó muertos, incluso, a jugadores del equipo de futbol Avispones, además de decenas de heridos.

 

La guerra que nos ocultan

 

Siento un nudo en la garganta y un fuego en la boca del estómago. No doy crédito a lo que veo. La saña con que trataron a Julio César escapa de mi comprensión. Las fotos del cuerpo, tirado a la vera del camino, a unos metros del C4 de Iguala y de la posterior autopsia son desgarradoras. Miguel Ángel Alvarado, con tono pausado, preciso e informado, explica el procedimiento mediante el cual se hicieron las incisiones con bisturí, cómo se efectuó el corte en el cuello de Julio César y cómo la piel fue arrancada de abajo hacia arriba hasta dejar sin rostro el cuerpo aún con vida de este, otrora, estudiante normalista.

Las fotos no dejan nada a la imaginación. Nos muestra las fracturas, las cuencas enucleadas, la saña de los asesinos. Nos prueba cómo esto no pudo haber sido hecho por la fauna del lugar -como han tratado de explicar las autoridades encargadas de la investigación-. Siento un nudo en la garganta, un fuego en la boca del estómago y ahora un calor que sube a mi cabeza. Siento el corazón en la frente. A mi lado una mujer llora. El shock, la rabia, la tristeza y la indignación general es evidente.

Cuitláhuac y Lenin Mondragón (tío y hermano de Julio César) abundan ante el auditorio en la información que da Miguel Ángel Alvarado López, el periodista y coautor del libro que se presenta. Al lado de Lenin Mondragón un jovencito de camisa blanca y de enorme parecido con Julio César contiene las lágrimas y desde atrás de sus lentes de armazón negro lanza una mirada triste a la cámara. Siento sus ojos clavados en los míos. Sin enfocar, tomo la fotografía justo un instante antes de que él desvíe la mirada hacia el reportero que en ese instante entra en materia e inicia con la presentación del libro.

“Están disparando amor”, dijo Julio César Mondragón en su última comunicación conocida. Con esas palabras podría resumirse lo que sucedió aquella noche y madrugada del 26-27 de septiembre del 2014. Disparar de manera indiscriminada contra estudiantes desarmados. Contra la población en general. Contra un equipo de futbol juvenil. Contra un taxi. Contra la vida.

Siento un nudo en la garganta. Félix Santana y Miguel Ángel Alvarado exponen su libro. Mencionan algo que recuerdo haber leído antes. Titanio, oro, uranio, empresas mineras canadienses, grupos paramilitares contratados por éstas para desplazar poblaciones mediante la compra a precio de risa, la intimidación o la violencia directa.

Hablan de los grandes yacimientos de minerales que se encuentran precisamente en los lugares en donde la violencia se ha disparado en los últimos años. La Cuenca de Burgos, Tlatlaya, Iguala, Veracruz y otros. Recuerdo de pronto el libro de Federico Mastrogiovanni, “Ni Vivos Ni Muertos. La desaparición forzada en México como estrategia de terror”. En ese libro se habla precisamente del proceso de gentrificación –esto es, el desplazamiento de la población originaria de una zona- y la desaparición forzada de personas precisamente en sitios donde abundan los recursos naturales. Hace especial mención de las zonas dominadas por los Zetas, el grupo de ex militares que tienen completamente dominada la zona de una de las reservas de gas shale más grandes del mundo –la Cuenca de Burgos-.

El silencio, en el Aula Magna de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa Guerrero, es absoluto. Miguel Ángel Alvarado hace una pausa para beber agua. Afuera pueden escucharse los grillos y las chicharras. Todos a mi alrededor respiramos de manera profunda. Escucho –y me escucho- cómo todos sacamos el aire. Estamos listos para el siguiente round.

Nos hablan de la violencia, producto del despojo de tierras que hacen las empresas mineras -sobre todo canadienses- en todo el territorio nacional. El control que tienen los cacicazgos locales que como pequeños virreyes deciden sobre la vida o la muerte de personas y poblaciones completas. Nos hablan de “escuadrones de la muerte” y “la naturalización de la barbarie”, que es precisamente el título del Capítulo VII de La Guerra que nos ocultan.

Recuerdo, de pronto, haber leído algo similar, “La pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la tierra”. Veo que en este caso aplica ciento por ciento. Al fin la memoria me dice que fue Eduardo Galeano quien da ese título a la primera parte de su libro “Las venas abiertas de América Latina”, donde consigna: “Ocurre que cuanto más ricas resultan esas tierras vírgenes, más grave se hace la amenaza que pende sobre sus vidas; la generosidad de la naturaleza los condena al despojo y al crimen” (Pág. 71). Escucho las historias de muerte y despojo que describen los autores y me doy cuenta con horror e indignación que Galeano se quedó corto en su análisis. O no. Sólo que parece que en México seguimos atrapados en un momento de la historia previo a… ‘la Independencia?

Siento un nudo en la garganta y un llanto atravesado. Siento en la boca del estómago “la misteriosa llama de la reina Loana”. Pienso que no estoy escribiendo de manera objetiva y de nueva cuenta pienso en Galeano cuando dice que “la objetividad es para los objetos”. Creo que nunca he estado más de acuerdo con un autor. Siento indignación, coraje, rabia y -ahora lo sé- miedo mientras escribo estas líneas.

Federico Mastrogiovanni habla en su libro “Ni Vivos Ni Muertos” de la operación “Nacht und Nebel”, (Noche y Niebla), implementada por los nazis para desaparecer a los disidentes del Sistema. Pienso también en la “Pedagogía del Terror” del que hablan en el Capítulo III de La guerra que nos ocultan. Siento miedo y al mismo tiempo la necesidad de escribir para vencer esa barrera que nos paraliza.

“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un sólo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Estas palabras de La biografía de Tadeo Isidoro Cruz, de Borges, han estado en mi mente desde que comencé a escribir estas líneas. El protagonista de esta ficción de Borges “comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe de acatar el que lleva adentro”.

Julio César Mondragón, tal vez sin saberlo, comprendió su destino cuando en vez de huir encaró a sus captores y posteriores asesinos y acató, sin chistar, la muerte infame que le dieron. Hoy, lo abrazo a él en su valentía y abrazo a su familia y su esposa en su dolor.

“Que sirva de algo”, escribió Miguel Ángel Alvarado en la dedicatoria que plasmó en el libro que adquirí en ese momento.

Leo la dedicatoria y no puedo sino pensar en esas palabras mientras escribo estas líneas. Ojalá sirvan de algo y que quien las lea considere en leer este libro lleno de historias de corrupción y violencia que hacen que historias como las de la Casa Blanca de Peña, o la de Videgaray en Malinalco, palidezcan y queden como cosa de niños ante el despojo, la violencia y la muerte causadas por las mineras canadienses y todos aquellos que han hecho de la muerte su modo de vida.

 

* http://politicasmedia.org/ayotzinapa-la-guerra-que-nos-ocultan/

Ayotzinapa, la guerra que nos ocultan

“Bienvenidos a la Media Luna”

 

* Mineras, narcos, soldados y luchas sociales convergen en Guerrero con la normal rural de Ayotzinapa como símbolo central de una resistencia contra el despojo y el genocidio. Este texto, parte del libro La guerra que nos ocultan, narra esa historia.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Alvarado

El director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, Abel Barrera Hernández, y el abogado de los padres de los 43 normalistas desaparecidos, Vidulfo Rosales Sierra, afrontan una investigación del Cisen porque en el primer círculo del gobierno federal los han calificado como radicales y se sospecha que tienen vínculos con grupos subversivos, aunque su biografía los muestre como lo que son: defensores de los derechos humanos en un estado que huele a muerte e impunidad: Guerrero.

Los dos se han convertido en blanco de campañas abiertas para desacreditar su trabajo y dividir al movimiento de Ayotzinapa, incluso a través de la filtración maliciosa de grabaciones que sólo habrían podido producir y luego difundir entes gubernamentales —o poderosos grupos de la iniciativa privada— con capacidad económico-financiera para intervenir sistemas de telecomunicaciones celulares y de telefonía fija.

A finales de noviembre de 2014, la persecución contra Barrera y Rosales levantó una ola de indignación entre organizaciones agrupadas en torno al seguimiento del Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, pero también en periodistas influyentes de la Ciudad de México.

Barrera sostiene desde hace mucho que en Guerrero hay una ocupación sistemática del Ejército, como si se tratara de una fuerza invasora, un plan para desactivar la lucha social, cualquiera que sea, y que la siembra de amapola por parte de minifundistas se usa como “justificación de la militarización que desde la época de la Guerra Sucia se implantó en las escarpadas sierras y montañas de Guerrero, que sirvió para la posteridad como modelo de guerra contrainsurgente que nos ha desangrado y nos ha colocado como una de las entidades más violentas, donde la vida tiene un precio ínfimo”.

Sus palabras resuenan proféticas, en casos como el del homicidio de Julio César Mondragón Fontes: “Los rebeldes mueren muy temprano y de pie a manos del Ejército, la motorizada y los judiciales”.

Para entender las palabras de Barrera y en parte lo que ha pasado es Ayotzinapa es necesario ubicar a la industria minera, minas y concesiones situadas en una franja de 232 kilómetros y que también se extienden a parte de Puebla, Morelos y Oaxaca. Guerrero, comunicado por el corredor carretero interoceánico Acapulco-Veracruz, hasta el Golfo de México, garantiza el transporte de minerales y estupefacientes.

Barrera y el Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan también han sido claros: en Guerrero, “la minería ha significado la esclavitud y la muerte de los pueblos indígenas. […] existe una explotación desmedida de los minerales […]. De 2005 a 2010 cerca de 200,000 hectáreas del territorio indígena de la Región Costa Montaña han sido entregadas por el gobierno federal a empresas extranjeras, a través de concesiones de 50 años, para que realicen actividades de exploración y explotación minera, sin tomar en cuenta el derecho al territorio y a la consulta de los pueblos indígenas”.

La oposición de organizaciones como Rema alcanzó a proyectos hidroeléctricos necesarios para la obtención del oro. Eso derivó en detenciones de dirigentes, pero también en una violencia nunca antes vista, tan sangrienta que las policías comunitarias de Guerrero tuvieron que luchar contra las mineras, como lo hizo la CRAC, porque las comunidades eran obligadas a abandonar las tierras. No hubo éxito luchando solos y poco a poco la delincuencia los controló con terror.

A mediados de la década de 2000, los guerrerenses descubrieron con horror que los criminales operaban ya como grandes aliados de las mineras. La brutalidad se hizo común en las zonas en las que estas se asentaban desde principios de esa década, cuando el panista guanajuatense Vicente Fox Quesada llegó a la Presidencia de la República.

Atraídos por las actividades que se desarrollaban en torno a las mineras, los capos de los cárteles entendieron que la industria extractora redituaba mayores ganancias que las drogas. Y fueron ellos los responsables, bajo situaciones muy oscuras, de “limpiar” pueblos enteros donde excavarían las mineras. Los sicarios se encargaron de aplastar cualquier intento de rebelión. Y empezaron a controlar actividades adyacentes, mientras el Estado aportaba soldados para consolidar la seguridad pública en las regiones mineras.

Los sicarios acabaron con cualquier intento de lucha contra las mineras. Por omisión o complicidad del Ejército y las policías, el sicariato se consolidó como elemento de control y los cárteles, transformados en mafias, empezaron a controlar actividades clave como el transporte de desecho en camiones de volteo y asuntos sindicales, sin renunciar al secuestro, la extorsión ni la siembra, distribución y exportación de drogas.

Los sicarios del crimen organizado usaron cualquier mecanismo de control social que tuvieron a la mano, empezando por el asesinato, para consolidar las operaciones de la industria minera trasnacional. Y quienes quisieron refugiarse en el silencio de sus casas empobrecidas e intentaron despreocuparse del problema más pronto que tarde descubrieron que la minería a gran escala y los muertos formaban un binomio implacable e inhumano.

Algunas historias parecen salidas de un cuento de terror, pero así son y con los mismos resultados: los muertos de un solo lado. La violencia envolvió a Guerrero.

“Bienvenidos a minera Media Luna. Es una compañía canadiense dedicada a la exploración y desarrollo de recursos de metales preciosos con un enfoque en oro. Es propietaria del 100% del proyecto de oro Morelos, ubicado a 180 kilómetros al suroeste de Ciudad de México”, dice la extractora Torex Gold de sí misma, que tiene subcontratos por lo menos con 15 empresas y 600 trabajadores solamente en Guerrero. En una superficie de 29 mil hectáreas está, entre otras, la mina El Limón-Guajes, al norte del Balsas.

“Si no tienes red, te matan, mueres en tu lucha”, advierte Evelia Bahena, quien durante cuatro años, entre 2007 y 2011, detuvo los trabajos de la Media Luna.

Las luchas campesinas buscaban negociar convenios porque no estaban en contra de la explotación sino del abuso. En realidad, los afectados tuvieron que batallar hasta con entregas simuladas de dinero y falsas firmas de acuerdos organizados por el gobierno de Guerrero, que repartía a medios locales fotos y boletines oficiales en los que promocionaba arreglos “fantasma” propuestos por mineras, como sucedió el 12 de diciembre de 2007, cuando burócratas estatales montaron una entrega de efectivo a los ejidatarios de Real de Limón, Fundición y algunos de Nuevo Balsas.

El director general de Promoción Industrial, Agroindustrial y Minera del estado, Carlos Enrique Ortega Cárdenas, representando además a la Media Luna, entregaba ese dinero a un desconocido que no era ejidatario, que nadie en la comunidad identificó. La cantidad, por supuesto, nunca llegó a los afectados. Lo que en realidad había pasado ese día era un rompimiento de negociaciones, publicado en diarios nacionales. Los medios de Guerrero recibieron un boletín donde se daba cuenta del teatro gubernamental, un disfraz de concordia porque detrás se agazapaban las primeras amenazas de muerte, denuncias contra ejidatarios y omisiones de las autoridades. De nada valieron las quejas dirigidas a la Delegación Regional de Derechos Humanos, como el oficio CODDEHUM-CRZN/116/2007-II en el que documentaban el hostigamiento de policías municipales armados, enviados por el alcalde perredista de Cocula, Jorge Guadarrama Ocampo (que estuvo en el cargo de 2007 a 2009), aliado de Teck Cominco, para reventar las asambleas ejidales.

La oposición se fortaleció pese a la presión del alcalde Guadarrama, cuya campaña política había sido estructurada, precisamente, desde la lucha contra la Media Luna, aunque nada más ganar dejó de fingir y apoyó a los canadienses, cuyo plan de trabajo incluía el traslado de dos pueblos, completitos, a una zona donde no estorbaran, pero también el patrocinio político para el alcalde, quien todavía no tomaba posesión y ya se alistaba para competir por una diputación local.

Guadarrama era amigo de Evelio Bahena Nava, padre de Evelia Bahena, quien vivió mucho tiempo en Estados Unidos, involucrado en temas ambientales y la defensa de migrantes desde Houston. Cuando regresó a Cocula se encontró con antiguas amistades que lo recibieron de la mejor manera. Uno de ellos era Guadarrama, todavía candidato perredista a la alcaldía. El señor Bahena se involucró en los recorridos por comunidades como La Fundición y Real de Limón, asentadas al pie del cerro donde la Media Luna desarrollaba proyectos de exploración, en los cuales había invertido diez años. Ejidatarios contratados por los ingenieros se interesaron en Bahena porque hablaba inglés. Ellos necesitaban presentar quejas a sus patrones que, alegando no hablar español, se negaban a entablar diálogo.

La defensa contra los canadienses comenzó desde el reclamo más insignificante, pues los comuneros sólo querían extender el tiempo de sus comidas en media hora. El repatriado les dijo que tenían derechos, que de una vez los exigieran y así comenzó todo, por media hora más. La barrera del idioma se superó, ya con vocero, quien rápidamente involucró a activistas de Houston como Bryan Parras, uno de los ambientalistas más reconocidos y cofundador del Texas Environmental Justice Advocacy Services (TEJAS), dedicada a la defensa ecológica y la justicia social.

Así, la resistencia inicial tomó una forma organizada. A los ejidatarios les enviaron el perfil empresarial de la extractora que Evelia Bahena les explicaba en las reuniones. Eventualmente ella sustituyó al padre, quien murió por enfermedad, aunque antes el activista había acudido a todas las instancias legales e informado al gobierno canadiense, el 3 de diciembre de 2008, sobre la Media Luna. El Consulado de Canadá en Houston registró esas visitas pero su interés era poco o nulo y lo único que hizo fue enviar a los guerrerenses un correo electrónico donde le enviaba la dirección en internet de la Gold Corp.

Y nada más.

Y es que al gobierno canadiense lo que hagan las empresas mineras bajo su bandera en otros países no le importa. Le importa, claro, que las dejen trabajar y obtener la mayor cantidad de minerales. En 2015, el embajador de Canadá, Pierre Alarie, les dijo a todos en la XXXI Convención Internacional de Minería, en Acapulco, que “los que se oponen a las mineras son grupos muy particulares, muy organizados, pero muy pequeños”.

En 2008 los campesinos contratados por Teck Cominco realizaban trabajos de exploración en condiciones extremas. Sus horarios estaban estipulados por sus jefes como “de día” y “de noche”, con jornadas de 12 horas, de siete de la mañana a siete de la noche y de siete de la noche a siete de la mañana, en un segundo turno. No tenían prestaciones y su salario era inferior al mínimo. La empresa llevaba explorando diez años y ni siquiera había arreglado el camino de acceso a la mina, que desde Real de Limón, en camioneta, consumía 40 minutos. Tampoco había inscrito a nadie en la seguridad social. Lo que los campesinos pedían a la minera era un arreglo equitativo por el arriendo de predios, un plan ecológico para no afectar a pueblos y habitantes, el cumplimiento de los acuerdos que se celebraran y el pago justo a quienes habían trabajado para ellos. Después, los reclamos fueron otros.

Las averiguaciones previas HID/AM/02/1227/2007, HID/AM/02/ 1225/2007 y HID/AM/02/1226/2007 del 19 de septiembre de 2007; la HID/AM/02/1197/2007, del 13 de septiembre de 2007; la HID/AM/02/1201/2007, del 14 de septiembre y la HID/AM/02/1558/2007 del 17 de septiembre de 2007, presentadas por los campesinos para denunciar a la extractora, no sirvieron de nada, excepto para que la Media Luna los amenazara con detenciones judiciales derivadas de denuncias de los canadienses ante la Procuraduría estatal, que se ampliaron y extendieron hacia febrero de 2008.

A los comuneros la justicia les cerró las puertas y se echó a andar un esquema de bloqueo para favorecer a la empresa. La Procuraduría dejó de informar a los afectados sobre las denuncias, impidió la recepción de documentos y no promovió ningún diálogo con la minera, que se mantuvo en silencio. El oficio dirigido a Derechos Humanos de Guerrero también revela amenazas de la Procuraduría Agraria para forzar pactos con la Media Luna a cambio de no retirar ni cancelar títulos ejidales a los campesinos, como se registró el 23 de enero de 2008. La misma Procuraduría Agraria impidió que visitadores acudieran a las asambleas para testificar los dichos de los ejidatarios.

 

Las fórmulas perfectas

 

La Media Luna tiene su emplazamiento en lo alto del cerro de La Joya, entre los pueblos de Nuevo Balsas, La Fundición y Real de Limón, en el municipio de Cocula, Guerrero, y cobija a esas comunidades en sus faldas, que veían trabajar a la minera, literalmente, encima de ellas. La primera acción real contra la Media Luna ocurrió cuando Evelia Bahena y los suyos cerraron el paso a los trabajadores. En realidad, no habían tomado las máquinas, que estaban dentro del perímetro de la empresa, pero el único paso, La Ceiba, fue bloqueado. En esa primera acción, en 2007, el Ejército intervino para desalojarlos a petición de los gerentes mineros. Los inconformes evitaron la confrontación escapando a los cerros, donde no podían encontrarlos, pero cuando los soldados se retiraban, el plantón volvía a levantarse hasta que, en diciembre de ese año, la minera despidió injustificadamente a treinta trabajadores.

La corrupción que una minera tan rica genera en una sociedad como esta alcanza todos los niveles. Con el edil Guadarrama pasó lo que siempre pasa. El perredista, nada más ganar los comicios, buscó llegar a acuerdos con la empresa y lo consiguió, aunque fue solamente uno: puso su precio y se lo pagaron. El municipio dio paso libre a los canadienses y el amigo de los ejidatarios se convirtió en uno de los activos más eficaces de la Media Luna, comprometida con él en un viaje político y que desde sus ganancias reales no daba más que migajas, limosna para un pedigüeño. Los ejidatarios se enteraron de que la minera hacía depósitos a las cuentas bancarias del alcalde y de quienes vendieron la lucha. Iban desde 100 mil pesos hasta un millón.

Que los políticos en Guerrero se alíen con las mineras es práctica obligada. Son ellas las que organizan elecciones y encabezan una tétrica mesa de acuerdos donde se sienta el narcotráfico. La fórmula La guerra que nos ocultan es sencilla: la mina dirige los comicios con los cárteles como su brazo armado. A cambio, un alcalde impuesto se compromete a no pedir nada a la empresa, ni para el municipio ni para beneficiar comunidades. No habrá caminos nuevos ni arreglarán los que ya están. Se olvidará de indemnizaciones y sólo se reubicarán pueblos, se harán obras cuando no haya alternativa.

La mutación de los cárteles, cuando sucedió, no tuvo marcha atrás. Al principio, cuando los opositores mineros se armaron de valor y se levantaron en 2007, no tenían miedo de los narcotraficantes, que incluso buscaban a líderes sociales para saber lo que estaba pasando. Al saber que la lucha era contra las mineras, los dejaban en paz. Eso, hasta que las propias extractoras comenzaron a afectarlos porque los terrenos para amapola y mariguana están también en la zona del oro.

“El narcotráfico ya no tenía dónde sembrar y sus ingresos se habían desplomado”, relata Evelia. Aunque sanguinarios, los cárteles no podían luchar contra una empresa supermillonaria, protegida por el gobierno y el aparato militar. No es que en Guerrero los cárteles hayan dejado de producir, sino que lo hacen en menor escala y trasladaron el negocio a Puebla, Estado de México, Morelos y otros estados.

La historia de Pablo Tomás Ortiz y Alma Nelly Martínez Román da forma a las palabras de la luchadora social. Conocido como El Chino o El Curita, había batallado siempre para ganarse la vida. De 35 años y originario de Mazatlán, nunca se quejó, sin embargo, y aprovechaba cualquier oportunidad para ganar dinero. Pero la mala suerte y apenas el bachillerato trunco que presentaba en solicitudes de empleo no le ayudaban mucho. Desempeñó cualquier cantidad de oficios, pero ninguno le pagaba lo que él quería.

Desde los siete años vivió en Manzanillo, Colima, porque su padre era cabo de Infantería de Marina y hasta allá lo trasladaron, con todo y familia. En 1995, cuando iba en tercer semestre del CETIS 84, Pablo Tomás tuvo que ponerse a trabajar. Tuvo empleos mal pagados y se convenció de que sólo un milagro lo sacaría de pobre.

Ese milagro ocurrió cuando se drogaba con cristal en Manzanillo, en la colonia San Pedrito, en compañía de su amigo Jesús N., El Chicho, en agosto de 2013. El Chicho lo miró y le dijo que se fuera a trabajar con él a Atzacala, Guerrero, donde tenía “un jale” en una minera llamada Media Luna, aunque eso significaba trabajar para un grupo llamado Guerreros Unidos.

—¿Y cuánto pagan? —le preguntó Pablo Tomás.

—Pues 15 mil pesos al mes.

Pablo se quedó boquiabierto y respondió que sí hasta cuando El Chicho le dijo que el trabajo consistía en matar, controlar drogas y levantones. Y cobrar la plaza, que incluía cuotas de los trabajadores. Así que se fueron a Atzcala en septiembre de 2013. Pablo conoció los pormenores del oficio. Fue presentado con sus compañeros, entre ellos uno apodado Cepillo o Terco. Previa capacitación, comenzó a ejercer. Llegó como jefe porque era amigo de El Chicho.

Su grupo cuidaba que los “contras” —Los Rojos— no entraran al pueblo y se apoderaran de la plaza. Le entregaron un cuerno de chivo, una pistola nueve milímetros y un Blackberry para que se comunicara con El 9 —que se llamaba Pedro Celso Montiel y andaba en una Lobo negra— y con El Chuky, un hombre pequeño pero sanguinario. Así comenzó. Controló las drogas. Alineó pueblos. Mató “contras”. Él dice que esto último lo hacían en un lugar específico.

—En la zona alta de una montaña que se le conocía como Cielo de Iguala, a espaldas de Pueblo Viejo.

A los de las minas les daban protección para que nadie secuestrara, matara o robara el transporte de minerales, “y como me gané la confianza de ellos me encargaron para que yo me hiciera cargo de los poblados de Balsas, La Fundición, colonia Valerio Trujano, además de Atzcala”.

Todo iba bien para Pablo Tomás Ortiz. Incluso se enamoró de una chica, Alma Nelly Martínez Román, quien había regresado de Chicago para radicar en su tierra natal. Se fueron a vivir juntos. Ella pronto se dio cuenta de lo que hacía su pareja y le pidió que la dejara ayudarlo. Con permiso de los jefes, la joven se integraría al equipo de cobranza que visitaba las mineras y a los comisarios de los pueblos cercanos. El colmo de la buena estrella llegó cuando le entregaron una camioneta Silverado 2013, blanca de nueva, pero con el inconveniente de que era robada. Tomás dijo a todo que sí, con tal de tenerla. Que tuviera cuidado, sí. Que allí no habría problemas porque con el gobierno de Guerrero estaba todo arreglado, sí. Que su licencia sería falsa, sí. Que tendría una credencial electoral chueca, sí. Que su nombre sería otro, Eduardo Villanueva Viviano, sí.

“Además de que traía sirenas de una empresa minera”, sí.

Alma Nelly también manejaba el vehículo. En ella realizaba las rutas de cobro mientras Pablo Tomás, ahora Eduardo Villanueva, organizaba al grupo, que iba creciendo. El Pollis, El Pechugas, El Banderas, El Niño, El Mimoso, El Jocky, El Moslo, El Greñas, El Morado, El Balazo y El Tripa lo habían fortalecido. Todo estuvo tranquilo, pues, hasta el 27 de septiembre de 2014, porque “la bronca más pesada que hemos tenido es el levantón de unos estudiantes”.

Esa fecha, a la una de la mañana, Pablo Tomás recibió una llamada de El 9, para que se fuera a la entrada de Mezcala, sobre la autopista Chilpancingo-Iguala, para que echara aguas porque iban a atorar a unos vehículos, al parecer de los “contras”. Pablo Tomás obedeció y se llevó una Expedition, dos armas y también a su chica. Llegaron al lugar y estuvieron un rato hasta que vieron pasar un tráiler seguido por dos autos. Segundos después, un poco más adelante, se desató una balacera comenzada por El 9, ideada como un distractor. Y es que kilómetros adelante otra célula de los Guerreros Unidos reportaba el levantón de estudiantes a quienes, le dijeron sus compañeros a Tomás, los llevaron a Cielo de Iguala, a espaldas de Pueblo Viejo. Nelly recuerda que El 9 también le pidió a Tomás que “cuidara el puente que está en Atzcala porque iba a sacar a su gente por el río”.

Esta versión la confirma el GIEI en su segundo informe, cuando asegura que la operación para detener a los estudiantes se extendió a un territorio de por lo menos 80 kilómetros, controlando la movilidad sobre la carretera Iguala-Chilpancingo desde la media noche hasta las 06:00 am, implementando bloqueos con tráileres: uno en la comunidad de Sabana Grande, Tepecuacuilco, a tres kilómetros del ataque contra Los Avispones, y otro a la altura de Mezcala, donde se reportaron dos heridos, lo que muestra un modus operandi coordinado para evitar la huida de los autobuses.

“Yo ya no supe nada”, dijo Pablo Tomás Ortiz a la Procuraduría estatal de Colima en la declaración fechada el 23 de octubre de 2014, pedida por la PGR con el oficio 4583/2014, el 28 de octubre de ese año. Sólo añadió que días después El 9 se comunicaba con él para decirle que se fuera de Atzcala.

Así lo hizo, pero antes pasó a cobrar cuotas, dejó a buen recaudo el armamento del grupo y se lanzó para Colima, junto con Nelly. La Media Luna denunció extorsiones del crimen organizado hasta por un millón de pesos al mes, pero El Curita sólo cobraba 50 mil pesos, los mismos que se llevó en la huida junto con la Silverado robada y una Beretta negra.

Pensaron también comprar droga para no quedarse sin dinero. Eso fue lo primero que hicieron al llegar a Colima. Se metieron a la colonia Tívoli y nada más estacionarse los encontró una patrulla. Les revisaron todo. Allí salieron los papeles falsos, la pistola, dos cargadores, una computadora que pertenecía a un funcionario de la Procuraduría de Guerrero. Y como los agentes no aceptaron un soborno de diez mil pesos, se los llevaron detenidos.

La estrella de El Curita terminó de apagarse.

El cobro de cuotas a mineras, dice Evelia Bahena, es en realidad parte del “contrato” que firman extractoras y cárteles para evitar, por ejemplo, alzamientos sociales que afecten a las empresas, “limpiar” tierras y pueblos y obtener protección.

El 3 de diciembre de 2007 Bahena y su grupo retuvieron tres máquinas y un tractor que operaban para el proyecto de exploración Los Guajes, la primera mina de Torex, a pesar de que no había ningún convenio firmado con la coalición de ejidos El Limón, que agrupaba a las comunidades de Campo Arroz, Balsas Norte —Nuevo Balsas—, Puente Sur-Balsas, Atzcala, el ejido de San Miguel, Fundición y Real de Limón, pertenecientes a Cocula. Para 2011 la inversión alcanzaba 500 millones de dólares y el arriendo de 507 hectáreas por 23 mil pesos anuales por cada una de ellas, en el ejido Nuevo Balsas por 30 años, dice el estudio de la Procuraduría Agraria de Guerrero, “Tierra que Brilla”, de 2012.

Antes de que Pablo Tomás llegara a Atzala, los ejidatarios de Bahena representaban en 2008 la mayoría en La Fundidora y Real de Limón, donde la minera no podía organizar asambleas ejidales a modo y tenían que suspenderlas. Sin ese convenio, la Media Luna no podía trabajar legalmente y eso la orillaba a corromper. A los ejidatarios les decía que rentaría las parcelas y que las pagaría como si estuviera sembrando, no extrayendo oro.

Los representados por Evelia exigieron primero el cumplimiento de promesas de la Media Luna sobre renta y permisos de trabajo, pero luego tuvieron que pelear por su tierra y para conservar la vida. La Media Luna ofreció 35 mil pesos anuales para 110 ejidatarios pero las pérdidas ecológicas fueron incuantificables. Esa oferta sonaba ridícula cuando los campesinos se enteraron de las ganancias de la empresa. Lograron que se les pagara algo más, 250 mil pesos y 300 mil a los de Nuevo Balsas, pero no hubo arreglo para lo ecológico. Los pobladores exigieron

“3 millones 140 mil pesos, de los cuales un millón sería para Real del Limón, 2 millones para Nuevo Balsas, 50 mil pesos para Atzcala y 90 mil para Puente Sur Balsas.

”Asimismo, la pavimentación de la carretera Balsas-La Fundición, monitoreos permanentes a sus manantiales, acondicionamiento de brechas, servicio médico con personal capacitado, computadoras para telesecundarias de La Fundición y Real del Limón, una cancha de basquetbol, 300 sueros antialacrán, muebles escolares, tinacos Rotoplas, láminas de asbesto y galvanizadas, así como la reubicación de La Fundición y Real del Limón”, escribía la reportera Amalia Román, del Diario 21.

La empresa ofreció 200 mil pesos para dos ejidos y 800 mil para el resto, pero a cambio de controlar el recurso. Los de Bahena no aceptaron y el acceso al cerro de La Joya se clausuró definitivamente. La minera, poco a poco, dejó de trabajar. Evelia ejecutaba exitosamente una estrategia de frentes comunes y pronto la lucha contra la Media Luna era apoyada por Amnistía Internacional. Sin embargo, para la mayoría de los mexicanos esta lucha pasó inadvertida y hasta ahora está silenciada.

Al mismo tiempo, la organización de Bety Cariño, Rema, promovía la resistencia y divulgaba triunfos contra corporaciones en todo el país. Desde allí estudiaron los delitos que las empresas fabrican a ejidatarios y terminaron conociéndolos mejor que nadie. Ese conocimiento de la voracidad también generó estrategias para protegerse de las amenazas de muerte que los opositores recibían habitualmente. El esfuerzo de los ejidatarios se construyó desde la unión, aunque siempre fueron los más débiles ante la ley.

La Media Luna terminó cerrando en Cocula y el 16 de diciembre de 2008 lo anunciaba oficialmente. Pero una cosa es que cerraran y otra que se fueran, porque una de las estratagemas consiste en hacer creer que abandonan para volver con otro nombre. Media Luna fue comprada por Torex —son los mismos, aunque cambien de nombre, dice Evelia— consciente del enorme beneficio de la inversión y animada porque sabía de más emplazamientos, como el hallado en 2012 al sur de Balsas, que representaba una segunda mina en 630 hectáreas y explotada a partir de 2013. Allí se encontró un depósito de 5.8 millones de onzas de oro, 115 mil 884 millones de pesos.

A pesar de las exorbitantes cantidades, las mineras en el país apenas entregan mil 87 millones de pesos para desarrollo comunitario y mil 171 millones para preservación del medio ambiente, según informa dice congratulándose la Camimex, como si se tratara de un logro formidable, aunque desde la perspectiva canadiense lo es porque sirve a las extractoras para ponerse la máscara de benefactores sociales y recibir reconocimientos públicos, como los distintivos que las acreditan como Empresas Socialmente Responsables, otorgados por el Centro Mexicano para la Filantropía, fundación que recaba donativos deducibles de impuestos.

La triada narco-minas-gobierno construyó un engranaje que funcionaba con el terror como combustible. La lista de luchadores sociales asesinados, como Bety Cariño, quien se convirtió en un emblema para quienes se enfrentaron a las extractoras, fue también un mensaje para el resto de los opositores. La estrategia de matarlos relacionándolos con actos delictivos desacreditaba a los líderes ante la opinión pública, poco informada y capaz de creer cualquier cosa.

En la lista de condenados a muerte seguía Evelia Bahena, quien enfrentó órdenes de aprehensión por secuestro, daños a propiedad privada y a las vías de comunicación. Y es que su movimiento es el único que ha logrado detener a una empresa de esa magnitud, pero a un costo muy elevado.

En los años en que frenó a la Media Luna sufrió cuatro atentados, pero sobrevivió a todo, incluso a un intento de linchamiento enfrente de los secretarios de Desarrollo Económico de Guerrero, Jorge Peña Soberanis y de Salud de Guerrero, Rubén Padilla Fierro, en 2009, cuando era gobernador Zeferino Torreblanca. Los funcionarios estaban en la comunidad de Balsas, en una gira organizada por los gerentes de la Media Luna para convencer a Evelia de hacer un trato. Allí estaban ella y sus ejidatarios, mezclados en la multitud que también se componía por acarreados de la mina.

El plan para matarla era audaz por increíble. Se echó a andar cuando, como por casualidad, a Bahena la separaron de su grupo. Uno de sus compañeros, Eligio Rebolledo, se dio cuenta de que la iban encapsulando y que, poco a poco, la sacaban del mitin. Ellos reaccionaron sacando sus armas y la rescataron rompiendo la ventanilla de un auto para resguardarla ahí. Los secretarios habían fingido estar distraídos y miraban a otro lado cínicamente. Aunque siempre negaron tener responsabilidad en ese intento, después se descubrió que la minera había pagado 50 mil pesos a un hombre para que azuzara a la multitud, reclamara a la luchadora social que por su culpa el pueblo no tenía trabajo y la colgaran enfrente de la policía. Evelia salvó la vida gracias a que sus compañeros apuntaron a los policías y a los funcionarios, amenazándolos. Los oficiales también sacaron sus armas y apuntaron a los campesinos. En medio de todo quedaron los señores secretarios.

—Si ella se muere, se mueren ustedes aquí también. ¿Quieren vivir? ¡Que viva ella! —les gritaron.

Sólo así se salvó. Peña Soberanis y Padilla Fierro, temblando de miedo, tuvieron que calmar la gresca, pero sólo porque ellos estaban La guerra que nos ocultan en peligro. Evelia escapó por un cerro y las pistolas fueron guardadas. El mismo Soberanis había reclamado un año antes, sin nombrar a Evelia, que “dos personas han hecho hasta lo imposible porque la minera se vaya con el cuento de la contaminación, con el cuento de que no están bien los contratos, con el cuento de que no le cumplieron con eso ni con lo otro, yo creo que no es posible eso, es cuestión de que entre la cordura un poco y que estas personas se retiren de ahí y que dejen que se den las negociaciones”. Decía que el origen de todo el problema era que los ejidatarios querían dinero en efectivo por sus tierras y rechazaban los proyectos productivos que se les había ofrecido. El secretario de Desarrollo Económico siempre fue un férreo defensor de la Media Luna.

La estrategia que más les funciona a las mineras es la alianza con la delincuencia, porque sus pérdidas son mínimas. Prefieren dar a los funcionarios 10 millones de pesos para que aplaquen las cosas en vez de destinarlos a los ejidatarios, porque a estos últimos no los pueden controlar. Un buen convenio con ellos es una pérdida para las empresas porque otras comunidades les exigirán lo mismo.

La defensa de la tierra obligó a Evelia Bahena a montar a caballo, quedarse a dormir en los cerros, comer lo que encontrara. Algunas cabalgatas eran nocturnas, por caminos donde no se veía nada. Así, confiados en el instinto del animal, viajaban por brechas propicias para emboscadas, como sucedió en los alrededores de La Fundición, cuando pistoleros los esperaron y les dispararon a quemarropa.

Otra vez Rebolledo le salvaría la vida. Había escuchado ruidos y sabía que había alguien emboscándolos. Todos amartillaron y desde la negrura se oyeron gritos.

—¡Entréganos a Evelia y no les pasará nada! —exigían los pistoleros.

La mujer logró escabullirse con la ayuda de sus compañeros, pero la emboscada le ratificó que la Media Luna no se detendría ante nada. Si quería seguir luchando, tendría que hacer cambios radicales para sobrevivir.

Al principio los cárteles se vieron afectados porque las tierras de amapola y mariguana también eran arrasadas, pero las mineras pactaron con ellos. A cambio de las tierras, les pidieron desalojar comunidades, secuestrar, asesinar e infundir miedo. Esa fue la estrategia usada en Carrizalillo, en la mina de Los Filos, donde la protesta ejidal iba ganando hasta que los cárteles mataron y secuestraron a los campesinos involucrados. Luego, los demás campesinos, al negociar, aceptaron incluso salir de sus tierras por voluntad propia, sin necesidad de pagos.

—Quien diga que el crimen organizado controla, miente —acusa Evelia— son las mineras para las cuales trabajan. Encontraron un método maravilloso para que los delincuentes hagan el trabajo sucio y el gobierno se lave las manos, porque ya no tienen necesidad de violar la ley, los derechos humanos.

En Cocula, a principios del marzo de 2008, el alcalde Guadarrama ni siquiera se ruborizaba cuando abordaba en público los desplazamientos y la venta de tierras. Sentado en su oficina, anunciaba las operaciones de la Media Luna y adelantaba la reubicación de los pueblos.

El gobierno tomó partido y se encargó de criminalizar a quienes rechazaron los tratos propuestos por la minera. “Llegar a la firma del convenio de arrendamiento entre Media Luna y los ejidatarios fue un largo y tortuoso camino”, decía el delegado de la Procuraduría Agraria en Guerrero, Fernando Jaimes Ferrel, en 2011.

El gobierno de Guerrero declaraba, en 2012, cuando se había alcanzado un acuerdo con el ejido Nuevo Balsas, que la oposición a la mina estaba formada por “gente mal informada, mal asesorada”.

La lucha de Evelia Bahena es repudiada y descalificada por todas las compañías mineras y sus aliados en los distintos gobiernos que hacen ver la necesidad de explotar yacimientos minerales para beneficio del país y las comunidades, y no pierden ocasión de victimizarse y ubicar al narcotráfico como el origen de todos los males. “Están equivocados”, es la frase recurrente de las multinacionales a pesar de que se ha documentado por todo el mundo una carnicería imparable por la obtención de territorio para extraer. Pero hay otros que comprueban las vivencias de Bahena y enumeran una larga lista de atropellos, despojos y homicidios en el país.

Activistas de la organización Otros Mundos afirman: “Las Fuerzas Armadas militarizan caminos, ciudades y regiones indígenas para controlar el descontento social y garantizar las inversiones de las empresas mineras, con violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Las autoridades locales y federales criminalizan la resistencia a abandonar las tierras y viviendas, las movilizaciones en las calles, las protestas públicas, los bloqueos, la toma de campamentos, la retención de equipo, las declaraciones de prensa y hasta las demandas legales. Las acusaciones son de terrorismo, delincuencia organizada, asociación delictuosa, atentados contra la paz, bloqueo al libre tránsito o a las vías de comunicación”.

Lo que pasa en Guerrero se refleja en todos los estados colindantes, aunque hay uno en particular que une a Tlatlaya la trama que involucra a los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. Ese reflejo de sangre es el sur mexiquense, la Tierra Narca que Enrique Peña heredó a Eruviel Ávila.

 

 

Vámonos para Tlatlaya, la tierra del uranio

 

Al sur de Toluca, a dos horas y media de la capital del Estado de México, está el Triángulo de la Brecha, la Tierra Caliente parida desde la vileza del crimen y los gobiernos federal y estatales que han mantenido a la región sumida en pobreza inexplicable, a pesar de ser una de las más ricas del país porque se puede sembrar casi cualquier cosa y su generosa dotación de agua garantiza agriculturas y ganaderías. Además, el subsuelo está repleto de plata, cobre, zinc, titanio, barita y metales radiactivos que se van al puerto michoacano de Lázaro Cárdenas o hasta Colima, escondidos en cargamentos de oro rumbo a China.

Ese territorio agrupa a cuatro municipios del Estado de México, 11 de Guerrero y tres de Michoacán, y se extiende por 50 mil kilómetros cuadrados patrullados siempre por soldados, narcotraficantes y paramilitares que ejercen las armas con saña contra campesinos que no sobrevivirían de no ser por las remesas que sus parientes, migrantes de ese edén, envían desde Estados Unidos.

No todos viven en pobreza. Algunos ganaderos y comerciantes han logrado considerables fortunas y por un tiempo pudieron defenderse o negociar treguas porque de otra forma no podrían permanecer allá. Al menos lo hicieron hasta que las mineras llegaron y comenzaron a extraer en gran escala. En el Estado de México el 9.8% del territorio está concesionado a mineras.

Nadie va al sur mexiquense si puede evitarlo. No es un aliciente la producción de oro por 4,848 toneladas extraídas desde 2009 sólo de seis municipios ni los tres mil 874 millones 614 mil 362 pesos que vale. Pero nadie va sin motivos importantes, ni siquiera el argentino Carlos Ahumada Kurtz, a quien dos capos de distintos cárteles han acusado de extraer uranio y mantener una tersa relación de negocios con los hermanos Olascoaga, líderes de La Familia Michoacana.

No, El Señor de los Sobornos, como le dicen al empresario, no va a Campo Morado en Arcelia aunque tenga razones de peso atómico para vigilar la producción de una de sus dos minas, El Colega, y cuya actividad se ha entretejido en Argentina con un escándalo de proporciones radiactivas que involucra a la ex presidenta de ese país, Cristina Fernández de Kirchner, en negociaciones con la superminera Barrick Gold, lista para operar megaproyectos por 10 mil millones de dólares en la comarca de San Luis, donde ahora vive Ahumada.

No es el crimen organizado lo que impide el desarrollo de las comunidades calentanas, donde el silencio de la sierra de Nanchititla, de Tejupilco y Luvianos en el Estado de México, hasta Arcelia y Totolapan permite trabajar sin detenerse a mineras como Farallón, Grupo México, Peñoles, Nyrstar y Blackfire Exploration, que no se inmutaron cuando más de 600 familias abandonaron casas y tierras porque no tenían nada para comer y porque paramilitares degollaban a los “contras” en las calles de sus pueblos, a la vista de todos.

Las extractoras ni siquiera cambiaron sus horarios cuando se enteraron de las tres matanzas imposibles de Caja de Agua en el cercano Luvianos —más de 100 muertos en un solo enfrentamiento nunca reportado en 2011, y cuyos cuerpos sacaron militares y policías en camiones de volteo, llevándolos quién sabe a dónde— y los sobrevuelos de un helicóptero Blackhawk que en abril de 2014 masacró a 30 personas entre San Martín Otzoloapan y Zacazonapan, también en el Estado de México, en el paraje que oriundos y fuereños llaman La Virgencita por una estatua que hay ahí. En ese lugar acampaban narcotraficantes que habían llegado para tomar el control de la zona, cerca de una mina de oro, plata, zinc y cobre —Tizapa— que pertenece a Peñoles.

Esos sicarios que no quisieron vivir en ningún pueblo eligieron el campo como casa, y para marzo de ese año ya había dejado pasar, sin intervenir, tres enfrentamientos. Uno, en el paraje de La Estancia en Luvianos, entre La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, dejaría 32 muertos. Otros dos, en Caja de Agua, con al menos 50 asesinados cada uno.

Pero el 25 de abril de 2014 nadie avisó al campamento de 30 narcotraficantes que una máquina de alta tecnología se dirigía a ellos, desde su base en Luvianos. Y cuando ubicó el objetivo abrió fuego, detenido en el aire. Casi al mismo tiempo cayeron esas 30 personas, aunque la ráfaga siguió al menos por tres minutos, dice un poblador del lugar que vio lo que pasaba. El Blackhawk dejó un tiradero de cadáveres que después otros levantaron y desaparecieron.

Esos vuelos son tan mortales como el imperio forjado por el Señor Pez, Johnny Hurtado Olascoaga, máximo líder de La Familia Michoacana y gran corruptor del 102 Batallón de Infantería, basamentado en San Miguel Ixtapan, Tejupilco, el mismo al que pertenecían los soldados que ejecutaron a 22 jóvenes en una bodega de la pequeña comunidad de San Pedro Limón, Tlatlaya, y que después etiquetaron de narcotraficantes. En esa bodega la señal de ataque que alguien había acordado con los soldados era una ráfaga a la hora convenida, una serie de tiros desde la oscuridad que a nadie mató porque iban al cielo, para tener un pretexto y atacar.

Por la cerrazón del Ejército, la alteración de la escena del crimen, la sinrazón para mantener el caso bajo reserva o congelado, la negativa de la PGR para investigar la cadena de mando del Ejército, la orden de abatir que dio a los soldados, y la tortura a tres sobrevivientes, las 22 muertes son incomprensibles si se desconoce la situación de Tierra Caliente, el desarrollo acelerado de la minería, la inconformidad que afecta a las empresas extractoras y, por lo mismo, el ocultamiento de que en Tlatlaya y Arcelia —municipio guerrerense con el que hace frontera— se gestaba un movimiento contra las mineras y los cárteles de la droga que se encargaban (encargan) de los negocios alternos a la minería.

Controlados hace años por los altos mandos de La Familia Michoacana, Arcelia y Tlatlaya también se han convertido en una de las zonas de mayor comercio o tráfico de armas ilegales, a pesar de los patrullajes del Ejército, la Marina y la Policía Federal. La presencia de las mineras representa para los cárteles un futuro promisorio.

Caminar por los cerros del Triángulo de la Brecha significa encontrase los cadáveres, ni siquiera enterrados, de quienes fueron abandonados en la nada para morir luego de ser levantados o castigados por los michoacanos —de los que el gobierno federal presume su extinción— o de vez en cuando por Los Rojos o los Guerreros Unidos, que esporádicamente pelean alguna plaza. Pero eso sucede cada vez menos porque, como en Guerrero, en el sur mexiquense el narcotráfico ya no es el único negocio de capos y sicarios, que han sabido pactar sentados en la misma mesa de negociaciones organizada por mineras, gobiernos locales, estatales y federales, Fuerzas Armadas, y los propios “contras”. Ahí tiene su origen el nuevo orden de la tierra narca mexiquense.

Recorrer los cerros de Nanchititla es lo mismo que ir a la zona de La Montaña en Guerrero o, mejor, a la comunidad de El Naranjo, en el municipio de Leonardo Bravo, donde en diciembre de 2015 se encontraron 19 cuerpos tirados, descompuestos, que al otro día, por dejarlos unas horas más ahí, amanecieron calcinados misteriosamente. La diferencia es que en las cañadas de Nanchititla no hay necesidad de incinerarlos. Allí los cuerpos se pudren al sol, comidos por zopilotes y otras faunas, abandonados con vida, sin brazos ni piernas, como castigo por enemigos, una falta o ejemplo cuando los rescates de un secuestro no son pagados.

Los que allá viven ya saben que si alguien es llevado al cerro morirá sin remedio. Nadie ha salido ni tampoco hay una contabilidad sobre aquel panteón al aire libre.

En Tlatlaya reconocen al Señor Pez como jefe indiscutible. Se han acostumbrado a la presencia de Olascoaga y su gente, que sientan su feudo en Arcelia, Guerrero, y por miedo o conveniencia han aprendido a respetarlo. Es visto como un protector, “un padre” —dice uno de los habitantes de San Pedro Limón—, porque resuelve los problemas de la comunidad, desde infidelidades hasta quebrantos económicos. Es él quien mete en cintura a esposos desobligados y con el viejo castigo de la tabla satisface peticiones de necesitados, cobra las deudas por otros.

También interviene en asuntos más delicados, si los pobladores se lo piden, como sucedió el 15 de enero de 2016 cuando familiares de 27 levantados, 16 originarios de El Salitre, cinco de Ajuchitlán, colocaron una manta y le suplicaron auxilio: “Sr. Pez, tus paisanos necesitamos de su apoyo ya que las fuerzas militares, estatal, y federales no han hecho nada por nuestras personas desaparecidas. Ahora más que nunca necesitamos de usted como siempre ha visto por su gente. Esperamos que esta ves no se la esepcion. Atentamente el pueblo de Arcelia”.

Los secuestrados fueron encontrados caminando por una brecha cercana al pueblo de La Gavia, aunque el gobierno atribuyó la liberación a la presión del Ejército. Los de Ajuchitlán eran maestros, pero allá se sabe que la mayoría de los secuestrados estaban involucrados en luchas sociales. Uno murió durante el cautiverio, José Eutimio Tinoco, un empresario local a quien llamaban El Rey de la Tortilla. No fue el único muerto, pues también falleció el director de la secundaria técnica de Santana del Águila, en Ajuchitlán, Joaquín Real Toledo, y aparecieron otros dos ejecutados en las inmediaciones.

Casualidad o no, al menos en ese caso el nombre de El Pez pareció resolver lo que policías y militares no pudieron o no quisieron. Algunas familias no denunciaron el plagio de sus parientes, pero acudieron a Hurtado Olascoaga porque lo consideraron más efectivo contra quienes habían perpetrado el plagio. Los Tequileros, renegados de La Familia Michoacana, difundieron luego un video donde asumían la responsabilidad y culpaban, con las víctimas frente a ellos, a Hurtado Olascoaga de la cancelación de 120 empleos en la refresquera Coca-Cola y del cierre de la mina Campo Morado, para entonces propiedad de la belga Nyrstar y que en noviembre de 2015 había detenido temporalmente las actividades mineras por un adeudo con transportistas locales por 14 millones de pesos, aunque luego se sabría quién y cómo se controla ese negocio en la Tierra Caliente. Los Tequileros son liderados por Raybel Jacobo de Almonte, asesino de políticos regionales como los regidores panistas María Félix Jaimes y Roberto García de Totoloapan y del dirigente del PRI Carlos Salanueva de la Cruz.

A cambio de ayuda El Pez pide muy poco a Arcelia, aunque en realidad es todo lo contrario: que lo escondan en las casas de los pueblos que domina cuando hay operativos o huye de grupos rivales; que no lo delaten y cumplan las reglas que ha impuesto en ese sur olvidado. Que guarden silencio para que todos sigan con vida haciendo negocios como allá se hacen. Sometimiento, pues.

Tlatlaya está a 176.5 kilómetros de Iguala, unas dos horas por carretera. Entre ellas se interpone la 35 Zona Militar, que despliega en esa última ciudad al 27 y al 41 batallones de Infantería. En una maraña de ríos y presas, a Tlatlaya le toca, por el lado mexiquense, el 102 Batallón de Infantería emplazado en San Miguel Ixtapa, Tejupilco, adscrito a la 22 Zona Militar. El 102 ha sido calificado como uno de los más corruptos del país porque algunos de sus soldados fueron aliados de El Señor Pez, quien pagó por una protección que en poco tiempo lo ha hecho tan intocable como los propios militares.

Tlatlaya y Arcelia están rodeados por los ríos San Felipe y Bejucos, al norte; el Cutzamala, Balsas y Palos Altos al suroeste y el río Sultepec al sureste, entre los más importantes. Cumplen también con otra de las condiciones para la extracción minera, la de las presas, con los embalses de El Gallo, Ixtapilla, Palos Altos, la presa Vicente Guerrero y pronto construirán El Pescado, cerca de Arcelia.

En Tlatlaya hay dos minas funcionando oficialmente, La Sierrita y Real de Belem, de oro, plata y plomo, pero sus habitantes viven el día a día sin saber o sin querer saber, que casi todas esas tierras ya están concesionadas desde los 35 permisos o más a mineras que esperan el mejor momento para iniciar operaciones.

El titanio se extrae recientemente en Luvianos de minas ubicadas entre los parajes de El Manguito, caserío de 54 personas, y Piedra Grande, con poco menos de 200 habitantes. Rancho Viejo es otra comunidad emblemática, vigilada obsesivamente por grupos armados, como si en sus cuevas o cerros hubiera algo más que las 400 personas o menos que allí viven. La mayoría de las minas son clandestinas y, aunque algunas están en poder de ejidatarios, casi todas han sido arrebatadas por paramilitares y sicarios, que las resguardan esperando a los nuevos dueños.

Luvianos es también uno de los centros más discretos de venta y distribución de armas, que también algunos ejidatarios, organizados no sólo para sembrar, compran a quien se las quiere vender, como sucedió a mediados de 2015 cuando tres tráileres se estacionaron en el pueblo y no se fueron sino hasta que terminaron de descargar el arsenal que transportaban.

En Arcelia, la canadiense Farallón Mining, con sede en Vancouver terminó por vender su negocio, pero antes le extrajo lo más que pudo porque obtuvo 38 mil 59 toneladas de zinc en 2009, “procedentes de su mina de oro, plata, plomo, cobre y zinc llamada Campo Morado, una de las once concesiones mineras a su nombre que comprenden aproximadamente una superficie de 57,411 hectáreas en este municipio”, escribió la reportera Lilián González para La Jornada Morelos.

Sidronio Casarrubias Salgado, El Chino y capo de los Guerreros Unidos, conoce muy bien a Johnny Hurtado Olascoaga y a su hermano, José Alfredo Hurtado, El Fresas, porque son los jefes máximos de La Familia Michoacana acantonada para septiembre de 2014 en la sierra de Nanchititla y con extensiones criminales en Taxco, el estado de Morelos y una parte de Michoacán. Ellos convirtieron el pueblo mágico de Valle de Bravo, donde los más ricos de México tienen sus casas de descanso, en una pesadilla cuando un mes antes de Ayotzinapa desataban el terror con levantones y secuestros, pero también con ejecuciones como parte de una limpieza sicaria que sólo sucede cuando se conquistan las plazas.

Casarrubias conocía demasiando bien al escurridizo Pez porque los Guerreros Unidos habían ganado la guerra por Iguala a La Familia y la habían expulsado con todo y el cadáver calcinado de su jefe local. Y también porque los dos cárteles tenían los mismos negocios y junto a las mineras generaban sus más grandes entradas económicas. El Pez amarró oscuros tratos con extractoras de la región para negociar la garantía que esas compañías necesitan contra ejidatarios insurrectos.

Johnny Hurtado es un hombre de cara ancha y sus 1.84 metros apenas equilibran su delgadez natural, sus cejas semipobladas. Con dermatitis, pero valiente o por lo menos con suerte, cortejó a la hija del director de Tránsito de Arcelia hasta que aceptó casarse con él, antes de que el 102 Batallón de Infantería matara al suegro, Mario Uriostegui Pérez, La Mona, durante un enfrentamiento en diciembre de 2013 donde quedaron muertos otros tres, también funcionarios de aquel municipio, acusados de narcotráfico.

Un encontronazo contra marinos en abril de 2014 y el asesinato del teniente de corbeta Arturo Uriel Acosta Martínez en el pueblo de Liberaltepec definirían el rumbo del Señor Pez, quien para entonces ya se había dado el lujo de comprar informantes dentro del Ejército.

El 102 se encargaría de ponerle más sangre a su historial en 2014, en una bodega de San Pedro Limón, en Tlatlaya, cuando El Pez ya era el jefe máximo de La Familia, luego de la captura de José María Chávez Magaña, El Pony. Las ejecuciones ahí sólo reafirmarían el poder del narcotraficante, intocable por alguna razón y que lo habían convertido, incluso antes de ser el número uno, en el más desafiante ante los soldados, cómo él mismo dejó ver en diciembre de 2013, cuando “el Mojarro y su grupo se hacían presentes a través de pancartas, dejadas sobre el cuerpo de dos hombres descuartizados en Teloloapan: ‘Secretario de la defensa y marina ahí les dejo su cena de navidad para que vean quien es la verga de Guerrero, mientras me divierto viendo sus pendejos elementos que me mandan en sus operativos. A mí me la pelan y les doy 24 horas para que se retiren si no los voy a empezar a matar en emboscadas pinches corporaciones de mierda, con su padre nunca van a poder. Atte. El pez y el M16. Viva la FM’ ”.

El Pez diseñó una estructura que le ayudaría a gobernar el sur mexiquense apoyado en su lugarteniente principal, El Fresas, heredero por derecho de sangre de la organización.

Otro personaje de importancia es Eduardo Hernández Vera, Lalo Mantecas, encargado de Luvianos y que en los últimos meses ha tomado el control, junto con su jefe, de casi todos los negocios de la región y se ha adueñado de los sindicatos mineros registrados ante la Confederaciones de Trabajadores de México, que ha aceptado la jetatura sicaria.

Maneja el transporte de mineral porque contrata camiones de carga con las extractoras, incluido el uranio de Campo Morado, y le ayuda a El Pez a imponer orden desde las listas de trabajadores que alguien les proporcionó. Tiene en su poder la distribución de materiales de construcción en la zona, que ya nadie puede utilizar si no se los compran a ellos. El nuevo emprendimiento tiene hasta una razón social y para no confundir le llamaron “El Sindicato”.

El Carly, otro de los brazos fuertes, asegura el sometimiento de los territorios del sur apoyado en un kaibil, El Salvador, encargado de operativos y cacerías humanas. Hasta La Familia Michoacana reconoce que en el Estado de México uno de los capos más importante era El Faraón o El Gallero, abatido en Querétaro en agosto de 2015. Jaime Vences Jaimes, en lo público un sanguinario Guerrero Unido, había logrado ubicarse por encima de las decisiones de los Casarrubias porque en realidad era un infiltrado de Los Rojos, enviado para fisurar lo que pudiera, y aunque lo hayan ultimado los marinos en San Juan del Río, en su tierra todos dicen que está vivo y ahora es un testigo protegido.

 

Carlos Ahumada, el uranio

 

El Chino Casarrubias y su grupo habían aprendido el oficio de limpiar pueblos, deshabitarlos, pero Ayotzinapa los había reventado. En realidad, ellos se reventaron solos y solos se pusieron al descubierto. Antes de Ayotzinapa, los Casarrubias habían llegado a la ciudad donde reside el gobernador mexiquense Eruviel Ávila y les gustó para quedarse.

Eligieron para vivir el municipio conurbado de Metepec y establecieron en el valle de Toluca su base de operaciones, al menos hasta mediados de octubre de 2014, según un reporte de la Marina entregado a la PGR el 15 de octubre de ese año, integrado escuetamente en un parte de presentación sobre las investigaciones por el levantamiento de los 43.

Allá tenían uno de sus hogares José Ángel El Mochomo y Mario Casarrubias Salgado, El Sapo Guapo, hermanos de Sidronio, quien ya preso dijo a la PGR que al menos Ángel y él vivían en el número 8 de La Joya de Metepec, un fraccionamiento que desde 2004 fue usado por narcos y familiares de capos recluidos en el penal federal del Altiplano. Desde allí dictaban las órdenes que en Iguala cumplían al pie de la letra los sicarios al mando de El Gil.

La llegada de los capos a Toluca no era fortuita. Habían buscado un camino para salir de Guerrero porque estaban copados por rojos y michoacanos. No tenían opciones, pues por Arcelia y el vecino municipio de Acapetlahuaya jamás pasarían, tampoco por Morelos, la tierra de Santiago Mazari, Carrete. El único corredor disponible era Ixtapan de la Sal, porque la policía municipal era aliada suya, tanto que hasta las armas les debían.

El Chino Casarrubias conocía demasiado bien a El Señor Pez y sabía que había comprado una gasolinera en Arcelia, donde “como seña existe mucha maquinaria pesada, desde góndolas, manos de chango, tráileres, carros de volteos, maquinaria que es utilizada en las minas, maquinaria que también es propiedad de Santana Ríos Baena, alias el Melonero, de las cuales el Pescado es socio de una, además, el Pescado es socio junto con Carlos Ahumada, el argentino que estuvo preso, y que es dueño de dos minas en el estado de Guerrero, de donde sacan uranio, una de las minas está en Campo Morado, Tierra Caliente, Guerrero, el cargamento es transportado en góndolas, pero como Ahumada trafica el uranio, lo esconde entre metales diversos y lo llevan a Lázaro Cárdenas, pero la mayoría va a el puerto [de] Colima, donde se entrega directamente a los barcos chinos […] esta mina también es explotada por una empresa canadiense, [y] agrego que cuando el Pescado está en peligro de ser detenido por alguna autoridad del gobierno, Carlos Ahumada auxilia con un helicóptero de su propiedad, el mismo helicóptero es también usado por El Fresas […], Ahumada, aparte de sacar el Uranio, le paga veinte mil pesos por góndola al Pescado…”, decía en una ampliación de declaración a la SEIDO el 18 de octubre de 2014. Cómo resultan las cosas que la declaración de Casarrubias la corroboraría con años de anticipo el propio Caros Ahumada Kurtz cuando publicó un libro, Derecho de Réplica, para defenderse de los videoescándalos en los que se involucró cuando se autograbó, en marzo de 2004, entregando dinero al líder perredista René Bejarano y que de fondo le asestaban un golpe político a Andrés Manuel López Obrador, en ese entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal.

La historia que Ahumada plasmó, deshonesta biografía exculpatoria repleta de mentiras a medias; sin embargo, decía la verdad cuando habló, como al acaso, de sus inversiones mineras en Arcelia, Guerrero: “Poco después hubo una depresión de la industria minera, lo que me obligó a cerrar la planta. Los precios del oro y la plata estaban por los suelos. Además, por disposición del gobierno federal, la Comisión de Fomento Minero […] había tomado la determinación de cerrar todas sus plantas de beneficio de minerales, que eran las que recibían el producto de los pequeños y medianos mineros; concretamente decidieron cerrar la planta de Pinzán Morado, en el municipio de Coyuca de Catalán en Guerrero”, dice Ahumada, aunque omite que uno de los contactos que permitieron que él se estableciera fue el del extinto gobernador guerrerense José Francisco Ruiz Massieu, uno de los impulsores más entusiastas de los megaproyectos mineros en Arcelia y quien inauguró el emprendimiento del argentino cuando este era un joven de 25 años.

La planta donde Ahumada dijo que le compraban su oro, Pinzán Morado, nunca cerró, aunque en 2015 estuvo en huelga. Hasta la fecha lleva más de 30 años trabajando de manera ininterrumpida a pesar de estar en el corazón de una zona con una larga historia de violencia, de guerrilleros del EPR y el ERPI contra militares y paramilitares desde 1996.

En febrero de 2015 los mineros de Pinzán Morado vivieron la violencia en carne propia cuando tres de ellos fueron levantados mientras se desarrollaba la huelga, que para ese entonces llevaba un mes.

Propiedad de Minera Camargo, una subsidiaria de la canadiense Cigma Metals Corporation, está en un territorio donde se ha documentado la presencia de grupos guerrilleros como el EPR desde 1996 y el ERPI dos años después.

Carlos Ahumada, después de huir a Cuba, donde lo aprehendieron y lo entregaron a su país adoptivo, estuvo en la cárcel durante tres años, acusado de fraude y lavado de dinero. Salió libre en 2007 y regresó a Argentina, donde lo primero que hizo fue reconstruir lo que había perdido en México. Y él, que extrañaba a sus equipos de futbol León y Santos Laguna, se instaló en la provincia de San Luis, “vinculada potencialmente a la extracción de uranio”, dice el diario Edición Abierta, el 13 de marzo de 2016 y que implica un beneficio de más de 10 mil millones de dólares en el que políticos argentinos de las más altas esferas están involucrados, favoreciendo a las subsidiarias de la minera Barrick. Ese uranio incalculable es, según la prensa argentina, el verdadero negocio de la ex presidenta Cristina Fernández.

El Mexicano o El Señor de los Sobornos volvió a transitar brechas empantanadas. Repitió tan bien su pasado que hoy es el directivo principal del equipo de futbol profesional de la Tercera División, el sorprendente Club Sportivo Estudiantes de San Luis, que ha escalado cuatro divisiones en tres años. Todos saben que fue amigo del todopoderoso, y ya fallecido Julio Grondona, ex presidente de la Asociación Argentina de Futbol, pero que eso no fue suficiente para evitar una sentencia de muerte financiera y deportiva contra el popular Talleres de Córdoba, del cual fue dirigente Ahumada, a quien acusaron de maniobras fraudulentas que derivaron en una detención por la Interpol, el 29 de junio de 2008, cuando escapaba oculto en el maletero del auto del ex futbolista Martín Vilallonga, un delantero de Racing que terminó como chofer del empresario.

Ahumada ha encabezado la gerencia de cinco clubes argentinos, pero cuatro de ellos han terminado fundidos en quebrantos absolutos. A él, en contraste, se le atribuye una fortuna de 500 millones de dólares y constantes viajes a Buenos Aires, México y China, según sus amistades. Todos se preguntan de dónde obtiene tanto dinero para sus proyectos.

Pero los aquelarres pamboleros de Ahumada eran sólo un hobbie, una distracción cara y mucho, que, sin embargo, no podía compararse con lo que venía. Y lo que venía era la superminera canadiense Barrick Gold, la mayor del mundo. Tres estados argentinos estaban involucrados en un proyecto en el que recibirían dos represas a cambio del uranio de la región, casi nada cuando sus aguas quedarían contaminadas para siempre por los residuos de cianuro que dejarían los procesos extractivos. Allí estaba negociando por lo menos un amigo de El Mexicano, el gobernador de la provincia de San Luis, Claudio Poggi, porque la Barrick había conseguido la autorización para operar siete megaproyectos de plata, oro y, por supuesto, uranio.

Dados los primeros pasos sucedió lo que siempre pasa. Ambientalistas de la región defendieron sus tierras y han detenido a la Barrick —cuyo valor en los mercados es de 50 mil millones de dólares y presume asesorías de George Bush padre—, beneficiada por otro lado por dos decretos secretos que la ex presidenta Fernández de Kirchner le otorgó “para que lleve a cabo la explotación en la zona Pascua Lama, extendida entre San Juan y la Tercera Región de Chile”.7 Ella se dejaba ver con el dueño de la Barrick, Peter Munk, a quien en una visita le confirió honores de un jefe de Estado.

Mientras Fernández presumía que su país era líder productor de uranio pero esquivaba sin éxito señalamientos de hacer negocios en Irán y China con ese mineral, se entretejía una trama de narcotráfico que involucraba, cómo no, a mexicanos y sus cárteles globalizados en un negocio más que redondo de efedrina que ya había cobrado la vida de tres empresarios farmacéuticos en Quilmes, al sur de Buenos Aires, el 13 de agosto de 2008, en realidad una venganza por arrebatar el mercado local a uno de los proveedores más importantes para los narcos mexicanos, Esteban Ibar Pérez Corradi.

A principios de 2016, Martín Lanatta, autor material de los asesinatos, acusó al ministro Aníbal Fernández de ser el autor intelectual de los homicidios, conocidos como el “Triple Crimen de General Rodríguez”. La Morsa —así le decían al político—, un ex jefe de Gabinete de Cristina Fernández, aspirante a gobernar Buenos Aires en 2015 e investigado ahora por un asunto de licitaciones irregulares, habría recibido del Señor de los Sobornos 5.2 millones de dólares por ese tráfico de efedrina que en 2008 habían disputado y controlado efímeramente los empresarios Sebastián Forza, Daniel Ferrón y Leopoldo Bina.

Como un siniestro personaje de série noire, Carlos Ahumada se ubicó otra vez en los reflectores de un caso que se ampliaba sangrientamente hasta llegar al gabinete de la ex mandataria Fernández. Sus contactos, algunos del más alto nivel, se volvieron contra él y por lo menos le reafirmaron la fama de “mafioso” que ya arrastraba.

De la mano de amistades políticas y repitiendo el patrón que lo colocó como uno de los empresarios favoritos de la actual secretaria federal de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, la mexicana Rosario Robles Berlanga, el Señor de los Sobornos realizó en Argentina inversiones en constructoras, equipos de futbol y transferencias de jugadores, así como casinos y proyectos de energía pero con dinero cuyo origen puede ser la delincuencia, afirmó el legislador argentino Gustavo Vera cuando pidió investigar las inversiones de Ahumada, quien ha reconocido por lo menos una reunión con el ministro Aníbal Fernández.

Por si algo faltara, la PGR envió una petición a la justicia argentina para indagarlo y aunque allá pensaron que se derivaba de la declaración de Casarrubias, después supieron que era por una extorsión contra Rosario Robles y que involucra un pagaré, ahora desaparecido, por 25 millones de dólares y con fecha del primero de agosto de 2003 con la firma de la funcionaria mexicana. El empresario había querido ejecutar ese documento, que además implica una demanda por 400 millones de pesos mexicanos contra el PRD.

El año de 2016 se ha reducido para Ahumada a uranio, futbol, efedrina y procesos con la justicia desde San Luis, Argentina; y a uranio, el Señor Pez, los Guerreros Unidos y una indagatoria de la PGR desde México. Las autoridades ya decían, desde 2004, que la fortuna del argentino podría estar ligada al narcotráfico porque su mina en Arcelia estaba en territorio de cárteles, pero sobre todo porque no había un origen claro del dinero que poseía.

Fue El Pony quien dio los primeros datos a la PGR sobre las actividades radiactivas de Carlos Ahumada en Campo Morado, y en las que involucró a un par de canadienses, aparentemente secuestrados por El Pez en 2004, socios de la empresa Maza Diamond Drilling de Mazatlán, México, y que luego fue contratada como proveedora de Farallón. La mina de Ahumada que produce uranio se llama El Colega o El Ciego y es El Pez quien se encarga de transportar el material a los puertos de Lázaro Cárdenas y Colima, donde se embarca rumbo a China.

Inmiscuido también en el secuestro de la madre de La dama de Iguala, el 28 de mayo de 2013, El Pony dirá cualquier cosa que pueda destruir el imperio de los Abarca y los Casarrubias. En ese plagio se identificó como hijo de El Chapo Guzmán cuando negociaba el rescate de Leonor Villa Ortuño, en Plaza Sendero de Toluca, una ciudad que a los narcotraficantes les sienta bien para ponerse de acuerdo. El Pony pedía bien poco: 10 millones de dólares, que “le pusieran” a un comandante de la policía llamado Mario Carvajal y la plaza de Iguala, completita. Según él, un pacto entre La Familia y El Chapo estaba en marcha para apoderarse de Guerrero e Iguala era uno de los botines principales. El Pony tenía motivos suficientes para odiar a los Casarrubias y a sus sicarios, en especial a El Chuky, porque encabezó un comando asesino para despedazar a los michoacanos en Zirándaro, Guerrero, como venganza por otras muertes, envuelta en una trama de narcopolítica que alcanzaba a Iguala y a la Tierra Caliente mexiquense. No está claro si El Chuky y sus comandos conseguirían sus objetivos, pero lo que sí está comprobado es la detención de ese sicario por parte de elementos del Ejército, el 25 de abril de 2009. Para variar, en septiembre de 2014 El Chuky estaba de vuelta en Iguala por si algo se ofrecía, libre quién sabe por qué.

La incursión guerrerense de Ahumada tuvo su antecedente en Oaxaca, cuando compró minas de antimonio en Los Tecojotes, asociado con su abogado, Efrén Cadena Hernández, entre 1985 y 1990. Esos esfuerzos lo dirigieron a la búsqueda de oro y así llegó a Arcelia dispuesto a encontrarlo. Lo hizo, y a Grupo México le compró La Suriana en el pueblo de Achotla, que también producía plata, y financiado por su hermano Roberto con 3 millones de dólares creó el Consorcio Minero Nacional la Suriana, que llegó a contabilizar 48 demandas en contra y que usaba el proceso de cianuración para obtener oro. Ese dinero provenía de la empresa de Roberto, Grupo Director de Empresas Mexicanas, una especie de caja pública donde 2 mil 500 personas depositaban ahorros.

La extracción minera envolvió a Arcelia y a Tlatlaya en miedo. Y cómo no, cuando comandos vestidos de militares entraron a pueblos para degollar sin razón aparente, como sucedió en la comunidad de El Guayabo, ni siquiera de 800 habitantes, la madrugada del 8 de febrero de 2016.

Hombres armados sacaron de sus casas a los hermanos Ciro y Arnulfo Verástegui Araujo para torturarlos en plena calle, dispararles a bocajarro y después cortarles el cuello ante la mirada de los todos los habitantes. Después fueron por uno más, Ubaldo Arellano, y repitieron la operación.

El Guayabo ha sido lugar de enfrentamientos y ejecuciones. Lo mismo les pasa a otras dos comunidades vecinas, El Cubo y El Remanse, asediadas desde el terror y el asesinato y que junto a otras de San Miguel Totolapan registraron mil 300 desplazados hasta julio de 2013.

Esos pueblos habían bloqueado la carretera Arcelia-Altamirano en protesta contra detenciones de la Marina. Después tomaron tiendas y robaron alimentos porque no tenían para comer. Entonces llegaron grupos armados y amenazaron a la gente, que prefirió dejar sus casas. Las autoridades siempre culparon a narcotraficantes y sus siembras de amapola en la región. El 21 de marzo de 2016, otro Verástigui de El Guayabo era asesinado en Totolapan. Ernesto estaba en una fiesta cuando lo ejecutaron. Después se sabría que los Verástigui fueron muertos para poner ejemplo para todos los que apoyan a los “contras”.

Esas muertes, enfrentamientos y desplazados adquieren otra connotación cuando se sabe que debajo de Arcelia —con todo y las minas de Campo Morado y La Suriana— y desde Tlatlaya y hasta Iguala hay una reserva de oro, plata, plomo, zinc y cobre por 30 millones de toneladas, más otras 70 que hace más de 20 años se sabe que están y que ahora son más codiciadas por la extracción de uranio.

“Para ilustrar el poder que ha alcanzado en México el crimen organizado, basta decir que Los Caballeros Templarios controlan la exportación de mineral de hierro a China, y La Familia Michoacana estaría involucrada en el contrabando al mismo país de uranio, elemento imprescindible para la perspectiva y utilidad geoestratégica, proveniente de una mina en Guerrero, en el municipio de Arcelia”, escribió el periodista Sergio González Rodríguez.

En 2013, Manuel Olivares, secretario técnico de la Red Guerrerense de Derechos Humanos (Redgro), relacionó la violencia en Coyuca de Catalán y San Miguel Totoloapan con las concesiones mineras que esperan ser explotadas. “Hay uranio, entonces se sospecha que la intención de fondo es despoblar la sierra para que las empresas mineras puedan ejercer sus concesiones”.

Esa extracción, con uranio o sin él, ha causado ya muertes por enfermedad, documentadas por los activistas de Otros Mundos cuando dicen que “se registraron ocho muertos en 2007, y 120 en 2012 por cáncer en Arcelia, Guerrero, originados por la minera de Campo Morado (Nyrstar)”.

Todo el sur conoce la colusión entre el jefe de La Familia Michoacana y las mineras. Pero el secretario general local de la Sección XVII del Sindicato Nacional de Mineros, Roberto Hernández Mojica, y cuya huelga ha detenido por ocho años las operaciones del Grupo México en Taxco, Guerrero, sabe además que el narcotráfico controla la sección de la Confederación de Trabajadores de México que se encarga de los mineros en la Tierra Caliente mexiquense.

“Hace cinco años nosotros, junto con la viuda de Lucio Cabañas y otros compañeros, tumbamos la estatua de Lucio Cabañas que está en el patio de Ayotzinapa a marrazos —dice Roberto Hernández cuando se acuerda de los normalistas y su tragedia— porque ese busto lo habían esculpido portando corbata. Pero ese detalle significaba un acto de burla de un cacique de la región, Héctor Vicario Castrejón, diputado local, a quien alguien había invitado como padrino de generación de los muchachos cuando en realidad era enemigo de la escuela. Porque cómo es posible que aparezca un maestro rural, todos conocen a Cabañas, con corbata”.

Los mineros en huelga de Taxco han mantenido contacto con los comités de Ayotzinapa desde hace algunos años e intercambian experiencias, formas de apoyo mutuo. Los estudiantes acompañan a los de Taxco en sus marchas y lo mismo pasa cuando los normalistas los necesitan. Mineros y muchachos han marchado en Tixtla e Iguala y conmemoran juntos algunos aniversarios, como el de Vicente Guerrero o el de los estudiantes asesinados. Sucedía igual con simpatizantes de Nestora Salgado, una lideresa comunitaria de Olinalá, Guerrero, encarcelada por acusaciones de secuestro —liberada en marzo de 2016—, que acudían a las asambleas informativas de los padres de los desaparecidos para pedir ayuda a la normal y apoyo a las organizaciones involucradas.

“Unimos fuerzas porque nos identificamos bien con ellos, aunque la alta sociedad diga que son bandoleros, pero sin saber realmente”, dice Roberto Hernández, quien define a Ayotzinapa como un lugar hermoso a pesar del deterioro y reconoce que los pueblos indígenas, sobre todo de la Costa Chica y La Montaña (desde Acatlán, precisa), han entablado una lucha contra las mineras para defender sus tierras y asentamientos.

De los muertos, ni hablar cuando ellos mismos tienen 65 en las minas de Pasta de Conchos, el 19 de febrero de 2006 en Coahuila y otros casos en Nacozari, Sonora, y Fresnillo, Zacatecas. En realidad, hay cerca de 2 mil mineros muertos en supuestos accidentes de los que nadie se responsabiliza.

Disfrazados de cetemistas, los narcotraficantes están realizando los trabajos alternos en las minas de la Tierra Caliente de Arcelia y Tlatlaya, dice Roberto Hernández, por ejemplo en Campo Morado, donde los narcos tienen más de 100 góndolas. Se había llegado a un acuerdo en el que ellos acarreaban y las mineras extraían hasta que los cárteles exigieron todo, mineros incluidos. Ni siquiera un paro temporal pudo arreglar nada. El transporte ya se le había cedido al narco y el resto era cuestión de tiempo. Sin saber, los mineros de Taxco fueron a Villa Hidalgo, Arcelia, a ver a los supuestos sindicalizados para intercambiar experiencias de trabajo. Allá vieron al segundo de a bordo.

“¿Y saben lo que nos propuso? —dice Hernández—. Nos dijeron que ellos no sabían nada de sindicalismo y que mejor los de Taxco nos uniéramos a ellos”.

Y es que el contacto con el que los mineros se habían reunido, creyendo que era sindicalista, resultó ser El Fresas, José Alfredo Hurtado Olascoaga, hermano de El Señor Pez.

—Si se vienen ahorita con nosotros y se afilian a la CTM —les dijeron a los de Guerrero—, para mañana tienen arreglado su problema sindical.

El Pez, la ley torcida del sur mexiquense, ha capitalizado en dos años, y con los restos de un cártel que el gobierno insiste en declarar acabado, el trabajo de José María Chávez Magaña, El Pony, el supuesto hijo de El Chapo Guzmán, y de todos los grupos narcotraficantes que han pasado por esa región. Su influencia llega hasta Toluca, pero lo mismo se adentra en Iguala que toca las puertas de Morelos, Puebla y la Ciudad de México. El poder de Hurtado fue consolidado, a fuerza o convencidos, por la estructura política de la región, y los habitantes de allá involucran en torno a él a los ex alcaldes de Amatepec, Alfredo Vences Jaimes; a su sucesor, el actual edil José Félix Gallegos Hernández; a Eulogio Giles Gutiérrez, alcalde de Tlatlaya; a Lino García Gama, alcalde de Tejupilco, y a los guerrerenses Francisco Prudencio Hernández Basave, ex edil de Ixcapuzalco y a Eleuterio Aranda Salgado, ex presidente de Canuto A. Neri. Arcelia, su bastión, le ha dado todo y también los alcaldes de ahí lo han protegido, como el ex presidente Taurino Vázquez Vázquez y su sucesor Adolfo Torales Catalá.

En marzo de 2016, El Pez escapó por enésima vez a una embocada y desmintió los rumores de abatimiento, como siempre lo hace. Preparó una revancha el 20 de marzo, en la feria de Totolapan, Guerrero, donde uno de sus comandos acribilló a mansalva a los asistentes, matando a cuatro e hiriendo a siete.

Ese es el Taxco minero alcanzado por el cártel de La Familia Michoacana, que ha insistido en entrar a Guerrero por la puerta de Iguala.

Turística como pocas, la ciudad y la rica iglesia de Santa Prisca, tapizada de oro y plata, es apenas un adorno para tarjeta postal que la obliga a cumplir con su denominación de “pueblo mágico”, una invención del gobierno federal para sacar partido a los lugares más bonitos pero que esconden muy bien sus propias ejecuciones, como sucedió con el asesinato de 15 presuntos sicarios que viajaban en un auto gris sin placas el 15 de junio de 2010, y que según los militares se resistieron a un cateo desatando una balacera por 40 minutos en la que todos ellos terminaron muertos. Los vecinos de la casa 32 en la calle de Moisés Carvajal, en el barrio del Panteón, aseguran que eran jóvenes que habían llegado a Taxco y trabajaban en diversos oficios, pero las 13 armas largas, los dos artefactos explosivos y las cinco pistolas decomisadas parecieron en su momento pruebas suficientes de sus malos pasos, a pesar que testigos afirman haberlos visto correr por las calles, perseguidos por soldados, tratando de esconderse. No hubo cateo previo, aseguran, pero sí una cacería en la que incluso participaron tanquetas, dos Hummer y 30 militares.

Reportes periodísticos afirmaron que los ejecutados pertenecían a un grupo de Édgar Valdez Villareal, La Barbie, y que los soldados sólo reaccionaron tras la ejecución de uno de los suyos, en mayo de ese año, y del hallazgo de 55 cadáveres en el respiradero de una mina abandonada.

Aunque al principio se supo que dos soldados habían muerto, sólo se aceptó un herido. No lo calificaron de “moderado”, como hicieron con el estudiante de Ayotzinapa en el Hospital Cristina. Lo que sí hicieron fue decir que realizaban un “reconocimiento terrestre” y que fueron agredidos.

La reportera Paloma Montes, de la organización Somos el Medio, encontró que la misma Sedena acepta 2 mil 745 agresiones en el sexenio de Felipe Calderón y 112 hasta 2013, con Peña Nieto. Hasta ese año, dice ella, había 23 casos de agresiones contra el Ejército que terminaban con más de diez muertos en el bando rival y cuyas identidades eran protegidas como si fueran secreto de Estado, reservadas por cinco años por la propia Sedena. Nadie sabe, por ejemplo, cómo se llamaban los ejecutados de Taxco. Por otro lado, el Ejército utiliza el término “enfrentamiento” cuando las batallas se desarrollan entre grupos delictivos. Ellos, los militares, sólo sufren “agresiones”.

Como siempre hacen cuando hay muertos y están presentes, los militares esperaron a las autoridades civiles para atestiguar el levantamiento de cuerpos, en esa casa que, según ellos, era de seguridad. Luego partieron a su base, en la cercana Iguala, donde los efectivos del 27 Batallón de Infantería descansaron tan pronto terminaron de despachar el papeleo y los informes de rigor.

 

La tecnología no miente

 

La desaparición de 43 estudiantes normalistas en Iguala, así como el asesinato de otros de sus compañeros, y el fusilamiento de 22 jóvenes en el municipio mexiquense de Tlatlaya tienen necesariamente una respuesta que comienza en el pasado y cuyo resultado es siempre el mismo, la impunidad; de ninguna manera representan casos aislados, por más que el gobierno destine a la gran prensa recursos millonarios para desviar la atención.

Y a esos casos del pasado y la impunidad deben sumarse las masacres de Chilpancingo, el 30 de diciembre de 1960; de Iguala, el 30 de diciembre de 1962; de Atoyac de Álvarez, el 18 de mayo de 1967; de Acapulco, el 20 de agosto de 1967; de Yolotla, el 9 de febrero de 1993; de Aguas Blancas, el 28 de junio de 1995, y de El Charco, el 7 de junio de 1998.

La impunidad aparece como una denominación de origen. Casi cada uno de esos crímenes ha conmocionado a los mexicanos y ha desafiado el sentido común, mientras la violencia alcanza su máxima expresión con el secuestro y desaparición de los 43 jóvenes normalistas de Ayotzinapa y el asesinato brutal de tres de sus compañeros.

El 25 de abril de 2016, en la Universidad del Claustro de Sor Juana, el GIEI presentó su segundo y último informe. En él describía que desde marzo de 2015 solicitaron un análisis de las llamadas, lugares, antenas, comunicaciones entre los estudiantes e inculpados como elementos centrales para las actividades de búsqueda, como lo constata la investigación 001-2015, que cuenta con vasta información de telefonía en sábanas y mapas de relaciones, pero hasta el momento no han sido analizadas de manera integral.

La información de redes técnicas y mapas georreferenciados sobre la que durante nueve meses trabajó el GIEI fue contrastada con la de la Dirección General de Cuerpo Técnico de Control (DGCTC) de la SEIDO y la Dirección General de Análisis Táctico (DGAT) de la Coordinación de investigación de Gabinete (CIG) de la División de Investigación (DI) de la Policía Federal dependiente de la Comisión Nacional de Seguridad de la SEGOB.

Los expertos independientes analizaron 42 líneas telefónicas de funcionarios, policías de Iguala y Cocula, personas acusadas de pertenecer al cártel de Guerreros Unidos, 19 números telefónicos de los normalistas desaparecidos, entre ellos las líneas telefónicas de Jorge Antonio Tizapa Legideño, Carlos Iván Ramírez Villareal, José Eduardo Bartolo Tlatempa, Julio César López Patolzin, Jorge Luis González Parral, Magdaleno Rubén Lauro Villegas y Jorge Aníbal Cruz Mendoza, que registraron actividad después de las 23:00, momento en que fueron detenidos.

En 40 de las 608 páginas que conforman el II informe del GIEI se describen la comunicación, horarios y ubicación geográfica de cada una de las líneas telefónicas. Y es así como se corrobora lo expresado en el primer informe y se llega a nuevas conclusiones, como, por ejemplo, que durante la noche del 26 de septiembre —como se relató antes— seis policías de Iguala tuvieron comunicación con un número identificado como “Caminante”, quien habría coordinado las operaciones, auxiliado por las 25 antenas o radiobases verificadas en campo y autenticadas con la información de Radiomóvil DIPSA S.A. de C.V. y Pegaso Telecomunicaciones (Movistar). Pero también trazaron las rutas por la cual se desplazaron la policía de Cocula, Guerreros Unidos, el alcalde José Luis Abarca, su secretario particular y los estudiantes desaparecidos.

De las siete líneas telefónicas de los normalistas, en cuatro casos cambiaron el IMEI, que es el código pregrabado en los teléfonos móviles; este número identifica al aparato de forma exclusiva a nivel mundial y es transmitido al comunicarse; si bien algunos no registraron coordenadas al emitir contacto, en todos los casos se generó actividad después del supuesto instante en que los jóvenes fueron aprehendidos, y quienes sí registraron localización geográfica fueron ubicados en las cercanías del Palacio de Justicia, Loma de Coyotes, Cocula, cerca de la comandancia de la policía en Iguala.

Se tiene registrada actividad unos minutos después, a la 23:56 y 23:57 del 26 de septiembre, 00:33, 01:00 y 01:16 o la madrugada del 27 de septiembre, e incluso días como el 30 de septiembre, 4 de octubre, 28 de noviembre. Y el celular de Jorge Aníbal Cruz Mendoza continúa con el flujo de comunicación los meses de diciembre de 2014, enero, febrero, marzo y abril de 2015; incluso el 9 de febrero hay un enlace con un familiar de este estudiante desaparecido.

Pero el desdén de las autoridades federales ha obstaculizado las investigaciones. La situación lo refleja: ni con la tecnología a su alcance, la inteligencia institucional y la enorme cantidad de recursos destinados para la investigación policiaca se ha delineado una línea de trabajo sólida para esclarecer qué pasó con los estudiantes desaparecidos ni hay pistas claras sobre los verdugos de Julio César Mondragón Fontes.

El 15 de octubre de 2014, la PGR recibió una extraña advertencia, después de que Eliana García Laguna, directora general de Prevención de Delito y Servicios a la Comunidad Encargada de la Subprocuraduría de Derechos Humanos Prevención del Delito y Servicios a la Comunidad, le dijera por teléfono a Éricka Ramírez Ortiz, agente del Ministerio Público de la Federación y Fiscal Especial “A”, adscrita a la Unidad Especializada en Investigación de Delito en materia de Secuestro, de la SEIDO, que uno de los lesionados el 26 de septiembre de 2014 se recuperaba lentamente en un hospital de Puebla.

Eso era lo de menos porque era lo que se esperaba, que la mayoría de los lesionados sanara por lo menos físicamente. Lo que no se esperaba era que uno de los teléfonos celulares de uno de los normalistas desaparecidos registrara actividad casi 20 días después de los levantamientos.

Ese número era el 7475459992, el cual había contactado al 7451172337. Esos dos números se perdieron para siempre en la maraña de datos que los teléfonos celulares salpicaron para todos lados y que hasta la fecha no han sido ordenados ni explorados por ninguna de las instancias investigadoras o coadyuvantes. Quienes más se acercaron fueron los del GIEI, que pudieron trazar, inteligentemente, un mapa general de los teléfonos de los 43 normalistas desaparecidos.

Los dos números reportados casi al acaso por la PGR estaban relacionados con otra sábana de llamadas, la que corresponde al número 7471493586, registrada por Telcel a nombre de Jorge Luis González Parral, Charra, desaparecido el 26 de septiembre de 2014.

Pero nadie supo que ese número celular ya no lo usaba Charra porque ese equipo telefónico era, desde pocos días antes, propiedad de Julio César Mondragón Fontes, quien se lo había comprado, y las actividades que registraron los expertos del GIEI de esa dirección telefónica no eran de Charra, sino de Julio César, quien a través de ese LG L9 narraría a su esposa, Marisa Mendoza, en tiempo real, lo más oscuro de aquella noche igualteca. Incluso el teléfono de ella, el 5539093717, aparece grabado ya, el 25 de septiembre de 2014 a las 19:45:11.

Los expertos del GIEI, acribillados por el Estado mexicano y con todo en contra para obtener información, tuvieron en su poder esa sábana de llamadas con el número 7471493586, primero propiedad de Charra y después de Julio César, y supieron que la actividad telefónica de ese número continuó después de la muerte de este último.

El GIEI sólo pudo confirmar que esa actividad duró hasta el 30 de septiembre de 2014, pero ese mismo número siguió registrando acciones y coordenadas hasta el 4 de abril de 2015. El GIEI, sin saber que Charra ya no portaba ese aparato, concluyó que “Su última activación de antenas la realiza el día 26 de septiembre de 2014 a las 21:23:49 mediante el uso de datos, desde Antena Álvaro Obregón (Centro de Iguala), con el IMEI 353649051469880. Se detectó actividad el día 30 de septiembre de 2014 a las 18:58:23 mediante el uso de datos, desde Antena Calvario, haciendo uso de un IMEI distinto, 35490904501880, cuya numeración es inválida y que no permite rastrear el equipo utilizado. Esta es la última actividad para el número de Jorge Luis.

”La información del día 30 también fue descrita por PF. En la investigación no se registran actividades que hubieran llevado a determinar quién utilizaba el teléfono. El cambio de IMEI muestra que el chip del teléfono fue cambiado a otro aparato, probablemente por alguno de los perpetradores”.

Sí, en la investigación del GIEI todo está bien excepto que el dueño del teléfono 7471493586 era Julio César Mondragón Fontes y que la actividad celular se registró hasta los primeros cuatro meses de 2015. Con esto, Julio César se convertirá en una de las claves para explicar esa noche, porque las coordenadas que generaron las actividades después del 30 de septiembre de 2014, y que el GIEI no obtuvo, condujeron a un viaje sin desvíos hacia las entrañas de uno de los campos militares más importantes del país, en la Ciudad de México.

“Bienvenidos a la Media Luna”

“Están disparando, amor”

 

* Esta es parte de la historia de cómo el normalista de Ayotzinapa, Julio César Mondragón, torturado, desollado y asesinado la madrugada del 27 de septiembre del 2014 en Iguala, Guerrero, adquirió un celular, un LGL9, con el que trazó el mapa de sus ubicaciones, desde el 25 de septiembre del 2014, y pudo, como nadie, describir lo que ocurrió la noche del 26 de septiembre. Julio se convirtió en “símbolo oculto” de Ayotzinapa y los movimiento sociales de Guerrero y el país. Héroe sin rostro, Julio y su equipo celular han descubierto algunos misterios. Esta es la historia de ese celular y del mapa que de él se desprendió, y que forma parte del libro “La guerra que nos ocultan”, editado por Planeta en el 2016.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Alvarado

Allí está Iguala de la Independencia, a cuatro horas y media de la Ciudad de México, rodeada de cerros, custodiada por una bandera gigante que apenas ondea, chorreada en el calor a la mitad del año. Sus calles, excepto las avenidas que la circundan y que allá llaman periféricos, son angostas y casi intransitables porque el comercio se desborda en ellas, sobre todo en el centro, sobre todo en la Juan N. Álvarez.

Siendo la tercera ciudad en importancia de Guerrero y cuna de la historia mexicana, es pequeña y, según el INEGI, hasta 2016 tenía 140 mil 363 habitantes, aunque son más pero no se han contado. En realidad la gente va y viene por otras razones que no tienen nada que ver con el comercio común. Ruta de narcotraficantes, es uno de los primeros puntos donde recalan los desplazados por sicarios y mineras de los pueblos de la región; también es la principal proveedora de extractoras. Debiera ser rica desde el razonamiento más superficial que ubica a esas empresas como benefactoras, derramadoras de bondades en donde llegan.

Debiera, pero no, porque para marzo de 2016 había 50 bandas peleando a muerte por Guerrero, seis de las cuales se disputaban las calles y alrededores de Iguala, incluidas dos de reciente parto: Espartanos y Tequileros, versiones recargadas de los Guerreros Unidos y La Familia Michoacana dispuestas a todo. Una guerra declarada se anunciaba en narcomantas por toda la ciudad el 28 de marzo y anticipaba el baño de sangre que ya todos conocían y que, no se sabe cuándo, terminó por instalarse en el día a día igualteco, donde era normal que personal de bomberos y Protección Civil estuviera armado para acribillar normalistas, meter cuerpos en bolsas negras, amontonarlos en el patio del ayuntamiento y limpiar a manguerazos las calles anegadas en sangre.

Lo que ha dejado el 26 de septiembre en Iguala es horror y nada más. Las costumbres cambiaron, incluso las más sencillas. Antes de ese día se podía caminar en la madrugada y algunos establecimientos jamás cerraban, a pesar de conocerse el origen narcotraficante de autoridades y policías. Otros dicen que no, que andar a esas horas era imposible en una ciudad cercada por cadáveres.

Pero ahí está Iguala, inconmovible con sus narcolaboratorios de goma de opio y fosas clandestinas en la colonia San Miguelito, donde dos esqueletos y cuatro putrefactos fueron hallados y denunciados el 10 de abril de 2014 por el subteniente Pirita del 27 Batallón de Infantería, que junto al 41 Batallón de Infantería son las fulgurantes medallas de la ciudad. Sus soldados montan día y noche dos retenes, uno en la salida a Chilpancingo, a la altura de la colonia El Tomatal, y el otro rumbo a Taxco, en el puente El Enano, que anuncia que más adelante ese control militar ha establecido un campamento.

Ahí está la esquina que hacen Periférico Norte y Juan N. Álvarez y sus dos monumentos para los normalistas caídos de Ayotzinapa, Julio César Ramírez y Daniel Solís. Todavía en enero de 2016 círculos rojos pintados en las paredes señalaban los agujeros de las balas en esa escuadra. Nadie los toca o los remienda porque a un año y medio son todavía pruebas para la PGR —que sólo encontró un casquillo cuando fue a investigar— y ni los árboles cercanos han sanado, acribillados porque la puntería de los pistoleros no encontró por suerte más cuerpos humanos

Un anuncio sobre la desaparición de los 43 todavía cuelga del poste cercano en la Juan N. Álvarez, que se adentra en la ciudad y es la ruta que siguieron los jóvenes intentando el escape. Porque quién quiere meter tres camiones de pasajeros al centro de Iguala si sabe que no podrán pasar. No se necesita mucho para entender, mirando la primera cuadra, que hasta en auto es imposible hacer buen tiempo, menos escapar si encima se quiere levantar a alguien en medio de una verbena de la presidenta del DIF, por ejemplo. Y si los policías persiguen, la única razón para meterse ahí es que el resto de las calles están bloqueadas.

También está, en el número 153 de la Juan N. Álvarez, el Hospital Cristina, apenas una construcción de dos pisos pintada de verde claro, cuyas ventanas reflejan las nubes, excepto una, rota adrede o por accidente. Allí, el 27 de septiembre de 2014, cerca de la una de la mañana estuvieron 25 estudiantes pidiendo atención y refugio. Nada consiguieron, excepto que los soldados los fotografiaran y les dijeran que tuvieran “güevos”. La PGR llegó al Cristina el 13 de noviembre de 2014 para recolectar sangre seca, muestras de tejido, cualquier cosa que los normalistas hubieran dejado, hasta envolturas de alimentos o papeles usados para contener hemorragias, pero poco pudo hacer, al menos el especialista en dactiloscópica forense Alberto Rosas Fernández, porque “el lugar no fue preservado debido a que ya había sido limpiado”, escribió en su informe con folio 82878, dentro de la carpeta central de investigaciones.

Si uno camina, si cree que puede, más adelante está el autolavado Los Peques, propiedad de los hermanos Osiel, Víctor, Mateo, Salvador y Orbelín Benítez Palacios, a quienes todos en Iguala y hasta la PGR relacionan con los Guerreros Unidos pero que ya eran viejos cuando estos llegaron. Desde siempre han controlado la distribución de droga en la región y a los Beltrán Leyva les enseñaron los recovecos que guarda la ciudad. Eran poderosos y hasta posiciones políticas tenían, como lo demostraba el síndico César Chávez Salgado en el ayuntamiento de José Luis Abarca, integrante formal de ese sicariato.

Es Iguala, desdibujada por los expedientes de la PGR, llena de pistas desperdiciadas, pasadas por alto a propósito o porque alguien ya se cansó. Y ahí sigue la ciudad, atravesada en el centro por la calle Guerrero, con su Súper Farmacia Leyva, que está abierta las 24 horas. Esa calle pasa a un lado del ayuntamiento, calcinado por un incendio desde el 22 de octubre de 2014, cuando se desquitaba la furia contra el edificio evacuado días antes. A ese palacio le cuelgan aún pintas que dicen “Ayotzi Vive” y la manta gigante donde están los muertos y sus compañeros, frente al campamento de Los Otros Desaparecidos, languideciendo de infortunio luego del asesinato de su militante más activo, Miguel Ángel Jiménez Blanco, fundador de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), el 9 de agosto de 2015. Es el mismo palacio donde activistas y defensores de derechos humanos han declarado que “el enemigo en común de toda la lucha es la minera” y donde los normalistas de Ayotzinapa protestaron el 3 de junio de 2013, junto a otras organizaciones sociales, contra José Luis Abarca por la desaparición del fundador de la Unidad Popular de Iguala, Arturo Hernández Cardona. Mientras gritaban en la calle, con el edificio desalojado, la mujer del desaparecido reconocía el cuerpo de su esposo en la morgue.

Ya los árboles adornados con el rostro de los estudiantes no impresionan a los oriundos, aunque si se puede no se pasa por ahí, por la explanada donde María de los Ángeles Pineda Villa, la ex primera dama de la ciudad, bailó la canción del “El Cangrejito Playero” en compañía de sus amigos militares mientras los normalistas entraban a la ciudad.

Ahí sigue la ciudad, impávida como la mole del Hotel del Andariego, donde los narcos se reunían a veces para repartir las ganancias mensuales, pagar a jefes sicarios y de paso a los policiacos y a algunos funcionarios locales. En los cuartos de ese hotel se encerraban Raúl Núñez Salgado, El Camperra —chofer de Mario Casarrubias, El Sapo Guapo, con su extravagante diente de oro donde alguien con mucha paciencia le grabó una “R”—, y El Pechugas para contar el dinero, guardado en sobres con el nombre de sus destinatarios y que el primero entregaba personalmente para evitar malos entendidos.

Y esos paquetes: 2 millones 200 mil pesos distribuidos cada vez —las cantidades siempre variaron— como habían acordado los capos Casarrubias. Trescientos mil pesos para El Gil, que lo dividía en las manos del subdirector de la policía de Cocula, César Nava, el verdadero jefe de esa institución —y quien el 26 y 27 de septiembre “había faltado por incapacidad médica”— y sus agentes corrompidos; 350 mil pesos al May; 80 mil pesos al Cholo y 140 mil al Walter, un traidor al preferir la jefatura de Los Rojos; y al comandante Francisco Salgado Valladares, jefe de la policía de Iguala, 600 mil pesos.

Es la Iguala en cuyas calles todavía el 30 de septiembre de 2014 las autoridades encontraron a otros 14 normalistas, con lo que la lista de desaparecidos se redujo a los 43. Deambulando por Iguala, después de las balaceras, unos habían encontrado refugio con vecinos de buen corazón y otros se habían escondido durante horas, hasta que se sintieron menos inseguros y se aventuraron para pedir ayuda. Y con su Súper Farmacia Leyva convertida en mirador para ver asesinados, la ciudad es la misma donde Julio César Mondragón Fontes, El Chilango, platicaba con su esposa Marisa Mendoza por celular, el 26 de septiembre de 2014.

—Están disparando, amor —le dijo él, a las 21:27, cuando se encontraba con sus compañeros a una cuadra del centro de Iguala.

El mensaje, redactado con la premura de quien se protege de una balacera, es la pintura del paso a paso de una de las víctimas a quien menos caso se ha hecho, la descripción del camino que lo llevará a la muerte. También representa el destino de cientos de guerrerenses y luchadores sociales en todo el país opuestos a la lógica privatizadora que impone, reprimiendo, la Federación.

Julio César, de 22 años, maestro en formación, había tenido tiempo de dedicar una canción a Marisa, “Ámame más”, del grupo juvenil Breiky, a las 15:30 de ese día, antes de partir con sus compañeros. Ella escribiría un año después en las redes sociales: “¡La sigo recordando con mucho amor! ¡Julio, te extraño! ¡Cómo hubiera querido que no llegara este día!”.

Y aunque algunos han declarado que Julio le prometió que si salía con vida dejaría la normal, la suerte estaba echada. Omar García, también estudiante de Ayotzinapa, sobreviviente de la segunda balacera y uno de los más activos mediáticamente, afirma que al joven lo mataron porque, además de todo, tuvo el valor de escupir a la cara de sus captores, aunque no ha dicho cómo se enteró.

Julio César expresaba el amor por su escuela de diversas formas, pero con Marisa pudo sincerarse y aceptar, como un niño, que Ayotzinapa era importante para él. Tanto, que murió por ayudar a sus compañeros, pudiendo echar a correr, escaparse.

—Tengo miedo de decir esto, pero me empieza a gustar vivir en la normal —le dijo a Marisa, a las 20:51 del 26 de septiembre de 2014, cuando ella le escribía desde Tlaxcala, porque estaba de vacaciones.

 

Julio César compra el LG L9

 

Al joven lo persiguieron aun después de desollarlo y siguieron sus pasos excavando en su pasado digital, lo que se sabe gracias a las coordenadas grabadas en su teléfono, robado el día de su muerte, un LG L9 que el propio Julio César consideraba “demasiado equipo”.

Él había perdido su anterior celular y estuvo una temporada sin aparato hasta que el 24 de septiembre encontró quién le vendiera uno, por mil 700 pesos. Le emocionaba volver a hablar con su mujer y planeaban reunirse en los días próximos. Quien le vendió el teléfono fue otro estudiante de Ayotzinapa, también desaparecido, Jorge Luis González Parral.

El tío de Julio César, Cuitláhuac, recuerda que ese joven ya había vendido algunos equipos entre los muchachos de la escuela. González Parral, a quien apodaban Charra, era originario del municipio de Xalpatláhuac, a 127 kilómetros de Tixtla, a una hora 53 minutos por carretera, en la Alta Montaña de Guerrero, y que no sobrepasa los 12 mil habitantes. De 21 años, Charra nunca supuso que el número que le dio a Julio César, el 7471493586, y sus actividades, registradas en una sábana de llamadas de la compañía Telcel (Radiomóvil DIPSA, S.A. de C.V.), se convertirían en un asunto de seguridad nacional.

Esa base de datos telefónica fue entregada a la PGR el 31 de agosto de 2015, cinco días después de requerirla. Allí, en las 132 hojas foliadas con el logotipo azul de Telcel, y en las que se imprimió una leyenda naranja en el centro de cada una, colocado por la PGR, que dice “CONFIDENCIAL”, el camino de Julio César se puede seguir entre combinaciones de tiempo, coordenadas y números celulares. Lo que se obtiene es que quienes descubrieron y reportaron el cadáver del estudiante, presentes en el levantamiento del cuerpo y que siempre se han declarado al margen, están más involucrados de lo que aceptan públicamente. Y esa participación, esta vez, puede probarse.

El general de división y titular de la Sedena, Salvador Cienfuegos Zepeda, negará tercamente la responsabilidad de sus soldados el 26 y 27 de septiembre porque ignora que un juez ya permitió en una ocasión a familiares de desaparecidos entrar a campos militares a buscarlos, y eso consta en el Acuerdo del Noveno Tribunal Colegiado en Materia Penal del Primer Circuito, correspondiente a la sesión del 12 de junio de 2014 sobre la Queja Penal 29/2014, con Miguel Ángel Aguilar López como magistrado ponente.

El 24 y 25 de mayo de 2007, Edmundo Reyes y Gabriel Cruz, vinculados al Ejército Popular Revolucionario (EPR), fueron detenidos por la Unidad Policiaca de Operaciones Especiales de Oaxaca y militares. La indagatoria indica que los levantados fueron llevados “de manera velada” a la Procuraduría de aquel estado y después trasladados por soldados al Campo Militar Número Uno en la Ciudad de México. A partir de ese momento se les perdió el rastro, pero los familiares consiguieron que “en términos del artículo 103 de la Ley de Amparo, se procede declarar FUNDADA la queja a fin de que el Juez Cuarto de Distrito de Amparo en Materia Penal en el Distrito Federal, deje sin efectos el auto de tres de abril de dos mil catorce, en el juicio de amparo indirecto […], 1) ordene a las autoridades responsables se trasladen a los lugares de posible detención u ocultamiento, en especial, determine la búsqueda en las principales instalaciones militares; 2) ordene a la autoridad ministerial tome comparecencia a los funcionarios de la PGR, a funcionarios estatales o mandos militares, que hubieren estado en funciones en mayo de dos mil siete, a fin de que declaren en relación a los hechos; así como ordene a las autoridades competentes informen sobre la inhumación de cadáveres en los centros de detención o zonas militares que pudieran coincidir con la de las víctimas, para en su caso practicar diligencias de identificación forense”.

Lo anterior, aunque sigue pendiente su ejecución, fue resuelto por “el Noveno Tribunal Colegiado en Materia Penal del Primer Circuito, por unanimidad de votos de los magistrados, Miguel Ángel Aguilar López (presidente y ponente), Emma Meza Fonseca y Guadalupe Olga Mejía Sánchez”, es precedente directo de que las puertas de zonas y bases militares pueden abrirse desde las leyes civiles.

El secretario de la Defensa, Salvador Cienfuegos Zepeda, ni con todo el respaldo del Estado y las puertas cerradas para siempre de los cuarteles en Iguala o el lejano Campo Militar 1A de la Ciudad de México, en Lomas de Sotelo, podrá refutar los datos que Telcel recabó diligentemente y que envió a la SEIDO, para integrarlos en el expediente AP-PGR-SEIDO-UEIDMS-01-2015, y a la Unidad Especializada en Investigación en Materia de Secuestro, para el expediente SECUESTRO OF-SEIDO-UEIDMS-FE-D-11284-2015. O lo hará, pero no se sabe cómo.

Al menos cuatro mensajes de dos vías desde el celular de Julio César se encargan de demostrar que la Presidencia, la PGR y el Ejército mienten y encubren. Cienfuegos ha sostenido un discurso de furia que defiende lo que él señala como los derechos de soldados y militares de rango. Se ha empeñado en esa línea transitando todos los matices hasta llegar a lo grotesco, y cuando los investigadores del GIEI —seleccionados por la CIDH— y los padres de los desaparecidos le exigieron entrar a los campos dijo que no porque no había nada que ver.

La postura del Ejército se endureció más todavía y el vocero de Cienfuegos Zepeda, Juan Ibarrola, sentenciaba a rajatabla el 17 de enero de 2015 que “la seguridad nacional no se negocia con un grupo de culeros que controlan cuatro o cinco municipios”, frase célebre recordada por el periodista Carlos Fazio en la columna “El arriba nervioso y el abajo que se mueve”, el 19 de enero de 2015, en La Jornada. Padres e investigadores estuvieron limitados a las declaraciones de poco más de 40 soldados detalladas en el expediente de unas 54 mil fojas que sobre el caso armó la PGR.

Charra y otros dos desaparecidos son de un pueblo donde aparentemente no hay nada. Pero Xalpatláhuac, gobernado hasta 2015 por el PRD, es una de las zonas que más preocupan al Cisen y a la Presidencia porque hay guerrilla, dice el gobierno públicamente, y por eso se ha vigilado permanentemente a dos sacerdotes católicos de esa región, Mario Campos Hernández y Melitón Santillán Cruz, de la Costa Chica, a quienes relacionó con grupos insurgentes y autodefensas, pero también con Ayotzinapa.

Y es que Campos es uno de los fundadores originales de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC), el grupo de autodefensas que cuida la normal “Raúl Isidro Burgos” y que ha buscado, desde 2013, organizar a comunidades de Guerrero y Oaxaca para resistir y defenderse de la violencia. Los estudiantes nacidos en Xalpatláhuac son el hermano de Charra, Doriam González Parral, Kínder, de 19 años, y Jorge Aníbal Cruz Mendoza, Chivo. Marcial Pablo Baranda, primo de los González, hacía grupo con ellos, aunque venía de la Costa Chica. Todos fueron levantados.

La “verdad histórica” del ex procurador Murillo hace de Charra protagonista de los supuestos sucesos en el basurero de Cocula, pues uno de los sicarios, al reconstruir esa versión, lo identifica llamándolo Flaquito. La filmación de la PGR lo insertó en la opinión pública poniendo su foto a cuadro mientras Agustín García Hernández, El Chereje, sicario de los Guerreros Unidos, narraba una historia que sólo Murillo le podía creer. Para el presunto asesino, Flaquito o Charra había llegado vivo al tiradero y allí el miedo lo había obligado a identificar a Bernardo Flores Alcaraz, Cochiloco, estudiante de segundo año y a quien la Federación señala de pertenecer a Los Rojos.

“Los que quedaron vivos estaban de este lado —dice El Chereje cuando lo obligan a reconstruir los hechos—. Entonces El Flaquito, que fue casi de los primeros, estaba aquí, como por aquí, y él dijo que él iba a decir, que no le hiciéramos nada. Entonces se levantó y se puso aquí… se puso aquí, estaba con las manos en la cabeza y ya comenzó a decir que el mentado Cochiloco era el que… este… el que tenía la culpa de que ellos estuvieran aquí, y que era el encargado. Entonces se le dijo que se levantara y que buscara entre los chavos que todavía estaban ahí… y este… entonces comenzó a buscar y nos dijo: él es el único que tiene el pelo largo. Y El Cochiloco estaba aquí, estaba aquí, estaba… este… sus manos en la cabeza… de esta forma, acomodado así, estaba así. Cuando lo reconoció se le hizo que se hincara, igual, de la misma manera. Pues ya se hincó y se puso aquí, igual así nomás y se puso así. Y dijo que había otro que era infiltrado, entonces igual”.

Para la PGR todos los caminos llevaban a Cocula. Si El Chereje no hubiera declarado, la PGR ya tenía listo el pretexto de una llamada anónima —de un hombre de unos 45 años—, recibida el 26 de octubre, que les allanaba el camino porque, afirmaba con la veracidad que sólo la Federación puede distinguir de las malas bromas, “respecto de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapan, ya estaban muertos” y sus restos tirados en el basurero de Cocula. Con El Chereje o sin él, el destino de las investigaciones era, literalmente, la basura.

Parte de la trama se puede armar, entenderse desde los celulares y sábanas de registros, pues ubican rastros de manera indiscutible, como sucedió con otro alumno, Jorge Aníbal Cruz Mendoza, Chivo, quien mandó un mensaje a su casa diciendo (transcripción literal): “mamá me puede poner una recarga me urge”, a la 1:16 del 27 de septiembre, cuando la versión de la PGR lo hacía quemándose en el basurero.

Como se relató antes, Julio César Mondragón Fontes había perdido su teléfono celular y llevaba días sin uno. No podía comunicarse a su casa ni hablar con su esposa Marisa ni con su pequeña hija, Melisa. Sin embargo, uno de sus compañeros, José Luis González Parral, Charra, ofreció venderle uno, el 24 de septiembre de 2014. Julio César probó el aparato ese mismo día y se comunicó con su esposa para decirle que alguien le vendía un equipo. Decidieron comprarlo y, al otro día, el 25, ya era dueño de un LG L9 que usaría sólo dos días, el 25 y el 26 de septiembre.

guerra

La reconstrucción del último día de Julio César desde su nuevo aparato celular comienza a las 00:36 del 26 de septiembre de 2014, cuando envió un mensaje a su pareja, que repetiría a las 04:14 y a las 09:52. Entre ellos había zozobra porque no sabían si podrían verse, como estaban planeando.

Antes de ir a Iguala, Julio César tramitaba un permiso para dejar por unos días la normal de Ayotzinapa. Ya había conseguido uno, precisamente para el 25 de septiembre, pero como era por tres días lo rechazó porque no le daría tiempo de ver a su familia.

El 26 de septiembre Telcel registró una conexión a internet en el teléfono de Julio César a las 06:56 y media docena de entradas más ese día entre las 12:15 y las 12:33. Las coordenadas de 17 grados 34 minutos 5 segundos de latitud Norte y 99 grados, 24 minutos 3 segundos de longitud Oeste ubicaron al normalista en Tixtla y muestran cómo quien posee un equipo es rastreado desde su actividad celular por la proveedora del servicio.

El trazo que generó Julio César aclara algunos pasajes de esa noche, abriendo una cloaca hacia las profundidades del Estado mexicano que sólo podía explorarse desde testimonios de sobrevivientes, inaceptables para el gobierno, sospechas o datos cruzados que terminaban en callejones sin salida. Abierto ese infierno por los registros de la compañía Telcel, cuatro contactos al teléfono del estudiante lo recorrerán hasta el fondo. Y es que la sábana de Telcel obedece a una regla sencilla: las coordenadas que se generan cuando alguien envía un mensaje de cualquier tipo, accede a internet, llama o contesta, indican su posición geográfica.

Antes, el 24 de septiembre, el estudiante se conectó con su esposa Marisa a las 19:32 y platicaron hasta las 20:35. Él avisaba que le vendían ese teléfono y que por lo pronto se lo prestaban para probarlo. Se pusieron de acuerdo y decidieron adquirirlo. A las 21:06, Charra pedía de vuelta el equipo.

—Salúdame a Melisa y esperemos que todo salga bien —escribió Julio César, despidiéndose de su familia.

En la noche del 25 de septiembre, la pareja volvió a comunicarse y Julio César avisaba feliz que ya era dueño del celular gracias al dinero que ella le había enviado para comenzar a pagarlo. Le contaba las actividades del día, por ejemplo, que a las 9:30 había acompañado al Comité de Lucha en salidas y que habían regresado tarde, cerca de las cinco y media. El programa de Telcel terminaba de registrar ese momento con un mensaje de ella a las 19:45 desde el poblado de Contla, Tlaxcala.

Después, el descanso para todos, porque al otro día debían reunir camiones para llevar a estudiantes de todo el país a la Ciudad de México. Originalmente ese compromiso no era para Ayotzinapa, pero la normal entró al quite porque la escuela designada no quiso molestar al gobierno de su entidad, con el que tenía acuerdos que no deseaba arruinar.

Así, en la tarde fresca del viernes 26 de septiembre, al terminar las labores, entre 90 y 100 jóvenes abordaban dos autobuses. Casi todos eran estudiantes de primero y subían a dos Estrella de Oro que ya estaban en la escuela. Eran los camiones 1568 y 1531.

La “Isidro Burgos” se había comprometido con la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM) para conseguir 20 camiones —según la versión aceptada de la propia escuela— y trasladar a mil 300 alumnos a la Ciudad de México el 2 de octubre. Eso se había pactado en una reunión, entre el 15 y 20 de septiembre de 2014, en la normal “Emiliano Zapata” de Amilcingo, Morelos, donde participaron 13 rurales: Saucillo de Chihuahua; Aguilera de Durango; San Marcos de Zacatecas; Cañada Honda de Aguascalientes; Normal Indígena y Tiripetío de Michoacán; Tenería de Tenancingo, Estado de México; Panotla de Tlaxcala; Ayotzinapa de Guerrero; Tamazulpan de Oaxaca; Mactumactzá de Chiapas; Teteles y la propia Amilcingo.

A la normal de Tenería le había tocado conseguir el transporte, pero sus representantes declinaron porque les ataban las manos los acuerdos que esa normal llamaba “de cooperación y ayuda” con el gobierno del Estado de México. Su negativa dejaba a los de Guerrero como única opción para resolver el espinoso tema del traslado.

Ayotzinapa aceptó que los mexiquenses se hicieran a un lado sabiendo que no sería fácil cumplir. Ya no podía echarse atrás. Encima, debía proporcionar alimento y hospedaje para 100 asistentes por escuela durante tres días a partir del 30 de septiembre. Los preparativos estaban en marcha y para alojar a tantos se usarían los espacios de la normal como dormitorios gigantescos.

Según reportes del GIEI, los alumnos que vivían cerca regresarían a sus casas el sábado 27 y el domingo 28 de ese mes para ahorrar, porque habían acordado eliminar las comidas del viernes, sábado, domingo y lunes en la escuela para que los invitados pudieran alimentarse.

La Policía Federal sabía desde el 22 de septiembre que los jóvenes buscaban camiones en las ciudades vecinas, sobre todo en Chilpancingo.

Tan bien enterados estaban que el 23 habían impedido el levantamiento de unidades y reforzaban operativos en los alrededores de la escuela. Los alumnos conocían el despliegue y por eso no habían salido el 24, pero al otro día fueron a Huitzuco, donde consiguieron dos transportes.

De todas formas, el resultado era desolador para los jóvenes. No tenían nada y eso los obligaría a movilizar a tope lo que Julio César llamó “recurso humano… nosotros”, así que se decidió que para el 26 saldrían casi todos los de primer año, a quienes se les contó la generalidad del plan.

Rapados como novatada, Los Pelones, como les llamaban a los nuevos, serían llevados a su bautizo de fuego. Todos sabían que tarde o temprano tendrían que ir y no chistaron. Un alumno, Cornelio Copeño, confirmó luego la secrecía a medias en torno al viaje, coordinado por Cochiloco, El Carrillas e Iván Cisneros, quienes hicieron un primer intento por salir a las tres de la tarde, aunque esa operación fue reventada por la policía, que les impidió el paso. Los normalistas se reagruparon para intentarlo nuevamente y eligieron ir al crucero de Huitzuco, a 110 kilómetros de Tixtla y cerca de Iguala, porque ya habían tenido suerte ahí.

A las 0:37 del 26 de septiembre, Julio César informó a Marisa por chat que Ayotzinapa pretendía que los autobuses tomados también fueran usados para el 20 de noviembre. Esa perspectiva —tantos camiones— resquebrajaba los planes de la pareja para reunirse, aunque él prometía obtener permiso y salir unos días.

—Las actividades ahorita están full. Quieren 25 autobuses para la marcha. Pero ya negocié con El Acapulco, de Orden y Disciplina —decía Julio César, siempre optimista y poniendo al tanto a Marisa, maestra de una primaria en el Distrito Federal, sobre sus actividades en la normal.

Y sobre otras cosas, como el incidente de una iguana enorme:

—La atrapamos en el río, junto con unos compañeros que la querían vender, pero como soy el jefe de grupo decidí dejarla ir. La atrapé cuando bajó a tomar agua, se enojaba y quería morder, pero con una varita sostuve su cabeza y así la agarré.

Marisa reía y se espantaba ante la descripción de un animal tan grande. Le decía a su pareja que había hecho lo correcto.

La mañana del 26 de septiembre y, luego, a las 13:05, Marisa le preguntaba a Julio César dónde estaba.

—Estoy en Módulos, trabajando —respondió.

A las 15:48, Julio César recibía una llamada desde el 7541085987, proveniente de la calle Miguel Hidalgo, en Xalpatláhuac. Las coordenadas de 17 grados, un minuto y 22 segundos de latitud Norte y 99 grados, 19 minutos y 50 segundos de longitud Oeste ponían al interlocutor en una construcción que hace esquina con la calle de Tres Cruces. No se ve más desde el espionaje público de Google, usado por la PGR para ubicar coordenadas en sus investigaciones.

A las 17:31, el joven usó un rato internet. Las coordenadas de su teléfono —17 grados, 34 minutos y 5 segundos de latitud Norte y 99 grados, 24 minutos y 3 segundos de longitud Oeste— lo ubicaron en Tixtla.

A las 17:32, Julio avisaba de nuevo:

—Oye, amor, voy a salir a actividad.

Era la hora de irse y su esposa no volvería a saber de él sino hasta las 20:17, cuando el LG L9 lo registró en la dirección de Prima Romero 204, coordenadas de 18 grados, 17 minutos y 31 segundos latitud Norte y 99 grados, 27 minutos y 34 segundos de longitud Oeste, a un lado de la autopista Iguala-Acapulco.

Antes, Cochiloco había abordado el camión 1568 junto con unos 50 alumnos y Julio César, quien no formaba parte del equipo de responsables de la actividad, subía al 1531 con otros 30 compañeros, aproximadamente. De ellos, seis alumnos eran de segundo y dos de tercero. La Secretaría de Seguridad Pública precisó la salida de los estudiantes desde Ayotzinapa a las 17:59 en la tarjeta informativa 02370 y luego el C4 de Chilpancingo y todos los niveles de gobierno fueron avisados.

—¡’Ámonos, guëy; ’ámonos, güey! —se despedía Julio César de sus amigos antes de abordar el autobús, corriendo por los pasillos y gritando, con su playera roja en la mano, agitándola mientras decía adiós.

*

Ismael Vázquez Vázquez, Chesman, oriundo de Tixtla, era compañero de habitación de Julio César en el dormitorio G, donde compartían el metro cuadrado que les tocaba a cada uno de los nueve estudiantes de ese cubículo, y ese día había sido seleccionado para ir porque sabía manejar vehículos grandes. Pero al final se quedaría junto con otros 20 alumnos de primero porque no se sentía bien, por lo que asumió tareas de guardia mientras esperaba el regreso de sus compañeros. La razón principal por la que Ismael se quedaba era su madre, quien estaba enferma y por esos días acudía a tratamientos de diálisis en hospitales locales. Él estaba al pendiente de ella y se comunicaban constantemente.

Chesman había conocido a Julio César y se habían hecho amigos nada más entrar a la normal. Habían formado un grupo en el que se integraba el estudiante Daniel Solís Gallardo, que el 26 de septiembre también iría a Iguala a fin de encontrarse con los sobrevivientes de la escuela en la esquina de Juan N. Álvarez y Periférico Norte, cerca de la medianoche, pero lo que halló fue una bala con su nombre. De esa amistad sólo quedarían el recuerdo de Solís cuando donó sangre para la madre de Chesman, el 25 de septiembre, y las fotos que se habían tomado en el parque central de Tixtla, sentados los tres en una banca, por la tarde, después de tomar aguas frescas, mirando la iglesia del pueblo.

—¡‘Ámonos, guëy; ‘ámonos güey! —decía Julio César cuando se iba como brigadista para Iguala y los autobuses arrancaban bajo la lluvia, si bien había un sol esplendoroso.

*

El trazo del viaje desde el celular de Julio César se ha construido a partir de las coordenadas que su celular registró en la sábana de llamadas de Telcel, desde una conversación que el normalista sostuvo por internet con su pareja, en tiempo real, mientras se desarrollaba la masacre, declaraciones de normalistas recabadas por el GIEI, reportes telefónicos al 066 realizados esa noche, las bitácoras o listas de asistencia de quienes trabajaron ese día en el C4 y desde la tarjeta informativa 002683889 que generó el cerebro de Iguala, que siempre supo lo que estaba pasando y notificó a todas las policías y al Ejército los movimientos de los estudiantes y calló cuando sucedieron las balaceras.

A las 19:34 el equipo de Julio César lo ubicaba en el crucero de Santa Teresa, a 15 kilómetros de Iguala. Cochiloco había decidido separar los autobuses para ver si tenían suerte desde dos puntos. Él iría a la caseta de cobro de la autopista Iguala-Cuernavaca en el camión 1568, y a Julio César, en el 1531, le tocaría quedarse en el crucero. El 1568 que llegó a la caseta de Iguala se estacionó en la curva sur, a 300 metros de la garita de peaje, donde vieron tres patrullas federales, además de una motocicleta, presuntamente propiedad de agentes de inteligencia del Ejército mexicano, así como un vehículo rojo que los vigilaban.

Un militar —después se sabría quién era y qué hizo— declaró a la PGR haber realizado tareas de observación sobre los normalistas desde una moto y vestido de civil, cuando arribaron al crucero y la caseta. Esa información la envió al comandante jefe del Batallón 27 (B27), así como al cuartel de la 35 Zona Militar. Las tres patrullas federales que también estaban en la garita detuvieron entre cinco y seis autobuses que llegaban a Iguala por la caseta de cobro, provenientes de Cuernavaca; les impidieron el paso y los obligaron a regresar. Los pasajeros bajaban y atravesaban a pie la caseta. Así evitaron que las unidades fueran tomadas.

Mientras, Julio y sus amigos habían aparcado cerca de la autopista y de una torre de transmisiones de unos 30 metros de altura, a campo abierto, la “Torre del Zopilote”, donde sólo hay brechas. De todas formas no pudieron evitar la vigilancia de los federales, que habían enviado una patrulla para monitorearlos. Además de los estudiantes, sólo la Policía Federal sabía que el camión de Julio estaba ahí. Las coordenadas del joven marcaban 18 grados, 13 minutos y 56 segundos de latitud Norte y 99 grados, 31 minutos y 30 segundos de longitud Oeste, a unos 700 metros del lugar donde el equipo de futbol Los Avispones sería atacado después.

El grupo de Julio César reportaba a Cochiloco, a las 20:10, el paso del camión Costa Line 2513 con 28 pasajeros proveniente de Chilpancingo. Los estudiantes tomarían ese autobús en el crucero a Huitzuco, antes de que saliera hacia Cuernavaca por la caseta de cobro. No se puede ubicar la hora de llegada de Julio César a la Torre del Zopilote, pero a las 19:37 su grupo se movió, acercándose a Iguala mientras recibía un mensaje de su esposa.

—Estoy conectado —le dijo Julio César a las 20:17—, o se acaba mi pila o se acaba mi saldo.

—¿En dónde estás? —tecleaba Marisa.

—En la carretera Acapulco-Iguala, la Y griega.

—¿Y qué haces allá? —quiso saber Marisa.

—Estamos esperando que pase un autobús para secuestrarlo y juntando piedras para defendernos de los policías, que ya están merodeando por acá —fue la respuesta, aparecida en pantalla a las 20:21.

En tanto platicaban se desarrollaba alrededor de los estudiantes, cerrándose sobre ellos, un operativo en el que hasta bomberos e integrantes de Protección Civil estarían armados para cazarlos. Julio César lo veía, pero no se daba cuenta de la magnitud de ese despliegue.

De pronto, abrió los ojos.

Cochiloco llegó a la caseta de Iguala-Cuernavaca cerca de las 19:10 y los estudiantes que detuvieron el Costa Line 2513, cerca de las 19:40, pactaron con el chofer para entrar a Iguala y dejar a los pasajeros a una cuadra de la Terminal Camionera del Sur, antes de enfilar a Ayotzinapa. Subieron al 2513 nueve estudiantes —Vidulfo Rosales, el abogado de los padres de los 43 desaparecidos, precisaba que eran ocho; otras versiones cuentan diez— y en menos de 20 minutos estaban en la central. Pero el operador, desbaratando el trato, entró a los andenes, donde bajó de prisa pretextando que volvería. Bajó y habló con los guardias de seguridad, “que a su vez hablaban por sus teléfonos y radios”, según ha narrado el periodista norteamericano John Gibler, quien ha documentado como nadie los sucesos de aquella noche.

A las 20:35 los normalistas comprobaban que estaban encerrados y, asustados pero furiosos, rompían las ventanas del camión para salir. La policía no entró a la terminal, pero la rodeaba, escondiéndose. Los encerrados habían llamado a los grupos de Cochiloco y Julio César, y también alertaron a la normal, que no tardó en enviar dos Urban con más estudiantes, aunque tardarían casi hora y media en llegar. Siete minutos antes de las 21:00, Julio César y sus amigos volvían al camino atendiendo esa llamada de auxilio, armados de piedras y palos, preparándose para un posible enfrentamiento con municipales y guardias de la central camionera.

Cochiloco y el grupo de Julio llegaron casi al mismo tiempo, entre las 21:12 y las 21:16, y se estacionaron en las afueras de la terminal.

A las 20:56 Julio César advertía de nuevo a Marisa que pronto se quedaría sin batería. Él, abiertos ya los ojos hacia la negrura donde estaba el operativo, trasmitía escuetamente la intuición que le hacía decir, casi para él mismo, desde el lado del teléfono que le tocaba:

—Ya se armaron los madrazos —informaba a su esposa a las 21:07. Un minuto después escribía, nervioso y desolado—: Espero librarla.

El celular lo ubicaba, a las 21:23, en la avenida Álvaro Obregón número 11, cerca del Centro Joyero, propiedad del alcalde Abarca, y a una cuadra de la terminal, en la esquina de Salazar y Galeana.

La acera de Obregón 11 fue la última ubicación del joven que dio su teléfono, conectado a internet desde el 7471493586, que emitía el IMEI 35364905146988 cuando entraba a la red, y el 353649051469880 cuando mantenía otro tipo de comunicación. La última actividad que registró coordenadas entró a las 21:23, una llamada desde la calle de Ascensión 9-15, en Tixtla, que no tuvo respuesta.

Cuando llegaron a la terminal para rescatar a sus compañeros, ya estaban libres, fuera de la unidad 2513. Cochiloco decidió tomar tres autobuses ahí, dos Costa Line, el 2010, el 2510, y dejar el averiado 2513. Además, tomaron un Estrella Roja Ecotur 3278, al cual subieron 14 estudiantes.

Todo esto fue registrado por el C4 después de recibir llamadas desde el 066 que informaban la intención de los normalistas de llevarse los camiones. A las 21:26 se enviaron unidades de la policía estatal; según la declaración ante la PGJ del jefe de la policía de Iguala, Felipe Flores, se atendió una llamada a las 21:22 que informaba el secuestro de autobuses. Minutos después, a las 21:24 se había comunicado con el capitán Dorantes, de la Policía Federal, para ponerlo al tanto.

El Sistema Estatal de Información Policial de la Subdirección Estatal de Emergencias 066 y Denuncia Anónima 089 clasificó el inicio de los enfrentamientos de esa noche como “disturbio estudiantil”. A las 21:22 el 066 recibía peticiones de apoyo registradas en la tarjeta 002683889, porque “está un grupo de estudiantes ayotzinapos, los cuales se quieren introducir a la Estrella Blanca”. Dos minutos después, ese reporte llegaba a la Policía Preventiva y el policía segundo Alejandro Tenescalco Mejía se encargaba de recibirlo.

A las 21:24, otra llamada anónima confirmaba la presencia de jóvenes al 066 porque decía que “ya están de agresivos con las personas”. Pero en ese momento estaba ya en marcha un operativo contrainsurgente que justificaría cada una de las acciones policiacas contra los normalistas. Un minuto después otra llamada denunciaba: “Cuarenta jóvenes se quieren llevar autobuses con pasajeros”, y la secuencia de la tarjeta informativa registraba que la policía estatal se trasladaba a la central al mando del coordinador operativo de la zona, José Adame Bautista.

Las denuncias telefónicas siguieron. A las 21:26 “un señor” dijo que ya se llevaban dos camiones Estrella Blanca. Esto no era cierto porque no hubo ningún autobús de esas características y parecía más un informe para confundir y después justificar. A las 20:30 otra denuncia decía: “se encuentran los ayotzinapos agrediendo a la gente”, “se encuentran en el interior de la Estrella de Oro”, lo que tampoco era verdad. Unos segundos después el C4 calló y no generó comunicaciones en los siguientes 15 minutos, justamente el periodo de tiempo en el que se desarrollaba la primera balacera. Pero también calló cuando la segunda sucedía, cerca de la medianoche, junto con los asesinatos en la ciudad, y se coordinaba la desaparición de los 43 estudiantes.

El C4 elaboraba en su particular idioma la relación de hechos y registraba lo que quería y cuando quería. Los propios soldados, desde su declaración ante la PGR, aceptan que el Ejército estuvo en el C4, y que además el 27 Batallón había salido a patrullar la ciudad, siguiendo a los estudiantes con la supuesta orden de no enfrentarlos, pero reportando y testificando, tomando fotos para documentar los puntos de ataque. El Ejército no los combatió, pero tampoco ayudó a pesar de recibir información en tiempo real y apostar personal camuflado de civil.

Todos reunidos y a la espera del contingente que avanzaba desde la normal, los jóvenes sabían que era momento de irse. Tenían cinco camiones y se pusieron en marcha, aunque ya tenían encima a la policía y el operativo contrainsurgente abiertamente iniciado.

Según el sistema de videograbación de la terminal, a las 21:23 salió el Costa Line 2012 y, tres minutos después, a las 21:26, lo hacía el 2510. Cerraba la caravana el Estrella de Oro 1568. Los tres autobuses avanzaron sobre Hermenegildo Galeana rumbo a Periférico Norte, adentrándose en el corazón de Iguala.

Por su lado, el Estrella de Oro 1531 dio vuelta con dirección a Periférico Sur, lo mismo que el Estrella Roja Ecotur 3278, que salió por la parte trasera de la terminal a las 21:26, como registró el esquema del GIEI en su informe sobre los sucesos. Los cinco autobuses tomaron dos trayectorias. Tres unidades salieron al norte, sobre Galena —que más adelante se convierte en Juan N. Álvarez— y dos en ruta contraria, para tomar la carretera a Chilpancingo.

“A ellos les dicen que los llevan a Chilpancingo, nunca van a Chilpancingo. Los desvían y los llevan a Iguala […]; la intención, según los estudiantes, incluso los vivos, los que se salvaron, era interrumpir el evento donde iba a haber el supuesto, porque tampoco sé si iba a suceder o no, el supuesto lanzamiento de esta señora como candidata a la presidencia municipal, por lo menos eso les habían dicho a ellos”, sostuvo el ex procurador Jesús Murillo en una entrevista con Carmen Aristegui el 19 de octubre de 2014.3

Vidulfo Rosales afirma que para este momento llegaban patrullas municipales a la terminal con la encomienda de evitar que los estudiantes se llevaran los camiones, y que fue ahí cuando se registró el primer choque contra los policías, a quienes lanzaron piedras para ahuyentarlos. A esa hora también terminaba el baile de la señora Pineda y la multitud se desparramaba por la plaza principal.

 

 

“Están disparando, amor”

El turno de los soldados

 

* Este relato es una parte de la historia que el asesinato de Julio César Mondragón Fontes, normalista de Ayotzinapa, en Iguala, desató después del 27 de septiembre del 2014. Su teléfono celular, robado esa madrugada, arrojó una actividad posterior a esa muerte de 30 contactos, hasta el 4 de abril del 2015, que arrojan las coordenadas del Campo Militar 1A en la ciudad de México, en Lomas de Sotelo. ¿Quiénes marcaron a un equipo celular que pertenece a un asesinado? ¿Por qué al menos cuatro de ellas se ubican en ese campo y por qué otras tantas dejan coordenadas en las inmediaciones del Cisen? La trama, investigada y escrita por los reporteros Francisco Cruz, Félix Santana y Miguel Ángel Alvarado, y narrada completa en el libro La Guerra que nos Ocultan, revela una de las mayores conspiraciones de violencia y genocidio en México.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Ángel Alvarado

Toluca, México; 8 de agosto del 2016. Hace dos años, el 26 de septiembre del 2014, estudiantes de la normal rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero, fueron levantados y desaparecieron en Iguala, sin que nadie pudiera explicarlo. Eran 43. Además, tres de sus compañeros murieron esa noche, cuando intentaban salir de esa ciudad junto con el resto de sus compañeros, asesinados por policías. Otras tres personas fueron victimadas porque se encontraban en el lugar incorrecto, en el momento más inoportuno.

Uno de esos tres normalistas asesinados era Julio César Mondragón Fontes, nacido en Tenancingo, Estado de México, un incipiente líder estudiantil que se preparaba para presidir, en un futuro cercano, la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), la cual aglutina a casi 6 mil 600 estudiantes de las 16 normales rurales en funciones del país. Junto con su familia, se había trazado un plan de estudios y disciplina escolar para conseguirlo. Julio César Mondragón quería hacer historia en Ayotzinapa pero también cambiar cosas, empezando por las propias normales rurales.

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Su asesinato cortó esos sueños de tajo y al mismo tiempo la familia Mondragón Mendoza fue arrojada a un abismo de crueldad, trámites burocráticos e ineficacia policiaca que empantanó el caso de Julio César mostrándoles, en carne propia, que en México se desarrolla una guerra que el gobierno ha ocultado por años.

A los 43 normalistas la PGR “los mató” desde la investigación que realizó, ubicándolos incinerados por sicarios en el basurero municipal de Cocula, Guerrero, la madrugada del 27 de septiembre y con eso pretendió cerrar el caso más relevante sobre violencia y desapariciones forzadas en la historia de México.

El homicidio de Julio César, torturado y desollado antes de morir, merecía una investigación aparte que dos años después no ha llegado a ningún lado. A Julio César la PGR lo olvidó a propósito, pero también el resto de los involucrados, por diferentes razones, hicieron lo mismo.

Eso, para empezar, aunque Julio César Mondragón siempre fue, desde el principio, la clave para responder algunas interrogantes, las más importantes, sobre lo sucedido en Iguala y la responsabilidad de los militares que esa noche patrullaron, “sin meter las manos”, la ciudad acribillada.

Eso, y el robo del teléfono del normalista, esa misma noche.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos ha dicho, en su informe sobre la muerte de Julio César, que el estudiante había filmado con su teléfono celular las balaceras de la noche del 26 de septiembre del 2014, y que costaron la vida de dos de sus compañeros, en la esquina de la Juan N. Álvarez y Periférico Norte, en la ciudad de Iguala, Guerrero. Ese teléfono celular fue robado después de que Julio César fuera asesinado en el Camino del Andariego, en la Ciudad Industrial de aquella zona.

Por otro lado, el informe final de los expertos del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes recogió una lista de los normalistas que fueron a Iguala esa jornada y que llevaban teléfonos celulares. A Julio César Mondragón Fontes no lo incluyeron en ella y dieron por sentado que el chico no llevaba aparato telefónico.

Eso significa que la CNDH, sabiendo que Julio César llevaba un teléfono, no compartió esa información con el GIEI, a quien se le ocultaron esos datos. Porque el GIEI tenía la sábana de llamadas del teléfono de Julio César, pero no sabía que pertenecía a él, pues el normalista lo había comprado recientemente, entre el 24 y 25 de septiembre del 2014, a otro estudiante, José Luis González Parral, Charra o Flaquito, y con él había reiniciado comunicación con Marisa Mendoza, su esposa.

Esas conversaciones, que abarcan los días 24, 25 y 26 de septiembre, reconstruyen en tiempo real los sucesos de Iguala desde la versión de un normalista asesinado, pues Julio César narró como pudo, bajo una lluvia de balas, a su horrorizada esposa, el paso de los estudiantes por el centro de Iguala, minuto a minuto. Las coordenadas que esa conversación arrojaron lo ubican moviéndose en la ciudad, mapeándose él mismo con precisión inapelable.

Sin embargo, ese celular de Julio César, que antes perteneció a Charra, apenas iniciaba sus registros telefónicos con la muerte del estudiante, porque la sábana de Telcel que esa compañía entregó a la PGR para su investigación, el 31 de agosto del 2015, contenía 30 actividades, la última de las cuales estaba fechada el 4 de abril del 2015.

Los expertos del GIEI, creyendo que el teléfono lo usaba Charra, obtuvieron la misma sábana telefónica, pero con una diferencia fundamental: que la fecha de corte para los registros correspondía al 30 de septiembre del 2014, cuando ese equipo, un LGL9 se conectó a internet.

El GIEI, entonces, ignoró siempre que las actividades de ese teléfono continuaron y que pertenecía a Julio, no a Charra.

Que la CNDH supiera, quién sabe cómo, que Julio César Mondragón tenía un teléfono celular y que había filmado escenas de esa noche y que no lo reportara a los expertos del GIEI, se convierte en una de las omisiones más graves. La PGR está en posesión de la sábana de llamadas con actividad hasta el 4 de abril del 2015, pero por algún motivo no reportó completos los hallazgos en ese equipo, después del 30 de septiembre del 2014, a los expertos del GIEI.

El número telefónico que Julio César Mondragón Fontes portaba el 26 de septiembre del 2014 era el 7471493586. Recordemos: era suyo porque lo había comprado a José Luis González Parral, quien aparece como titular de la línea en el documento que Telcel-Dipsa entregó a la PGR, en una Contestación de Oficio integrada en la Averiguación Previa AP-PGR-SEIDO-UEIDMS-01-2015*26-08-205, de la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro OF-SEIDO-UEIDMS-FE-D-11284-2015.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos ha sido cuestionada cada vez que que aborda un caso de la naturaleza del asesinato del normalista de Ayotzinapa, Julio César Mondragón Fontes, torturado, desollado y asesinado la madrugada del 27 de septiembre del 2014 en el Camino del Andariego, en la Ciudad Industrial de Iguala, Guerrero. Este es un crimen que puede clasificarse como de lesa humanidad y permitiría la participación de organizaciones internacionales para investigar legalmente. La CNDH atribuye ese desollamiento, la pérdida de la piel del rostro del normalista, a la acción de la fauna nociva del lugar, perros y ratas. Con el caso de Julio César Mondragón, la Comisión Nacional de Derechos Humanos cometió errores y omisiones que la propia instancia enumeró en su Comunicado de Prensa  CGCP/195/16.

El primero punto de ese comunicado sostiene que “La CNDH aclara técnica y científicamente las contradicciones y resuelve las controversias sobre las causas de la muerte del normalista Julio César Mondragón Fontes y de la ausencia de piel en su rostro y cuello. Sus peritos se reúnen con los equipos periciales del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y de la Procuraduría General de la República (PGR)”.

Sin embargo, la CNDH no acreditó ningún perito para participar en la segunda necropsia de Julio César y no pudo hacer ni una sola prueba directa sobre los restos del normalista. La información que tiene es insuficiente porque quienes practicaron esos exámenes fueron los forenses argentinos y los peritos de la PGR. Los investigadores de la CNDH solamente se reunieron con ellos, como apuntan muy bien ellos mismos: “Sus peritos se reúnen con los equipos periciales del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y de la Procuraduría General de la República (PGR)”.

Entonces, los peritos de la CNDH sólo observaron. Sólo por eso es imposible para la Comisión sostener su propia aseveración: “La dictaminación de la CNDH aborda aspectos fundamentales que no fueron considerados en las peritaciones oficiales, ni en las del EAAF y del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI)”.

De todas maneras, el reporte de la Comisión concuerda con los expertos forenses argentinos sobre la causa de la muerte de Julio César: traumatismo cráneo-encefálico y no por disparo de arma de fuego en la cabeza, como lo sugería el perito del GIEI, Francisco Etxeberria, quien señaló en su momento que “en ausencia de las partes blandas faciales y teniendo en cuenta la existencia de múltiples fracturas craneales, no se puede descartar que el agente contundente al que se atribuye la muerte sea incluso un impacto de proyectil de arma de fuego, ya que dicho trauma o traumas revisten una importante energía para haber generado fracturas irradiadas a la base del cráneo. […] Recordamos en este punto que en el cuero cabelludo conservado no se describen heridas contusas y por ello no cabe considerar que se hubieran producido golpes o traumatismos en la bóveda craneal que justifiquen el nivel de las fracturas existentes. […] Es posible que dichas fracturas se hubieran producido por el tránsito de un proyectil en la estructura ósea de la cara y base del cráneo sin lesionar el cráneo de forma directa”.

Esas balas, apuntaba el especialista, podrían ser de un rifle G3 alemán Heckler and Koch.

Lo que la CNDH no dijo fue que la segunda necropsia se hizo para, entre otras cosas, descartar la teoría de las balas del G3.

El cuarto punto de la CNDH concluye que “Julio César Mondragón Fontes fue torturado y asesinado brutalmente. Le ocasionaron 64 fracturas en 40 huesos de cráneo, cara, tórax y columna vertebral. 13 de los 14 huesos de su cara fueron fracturados. Le causaron diversas contusiones profundas en tórax y abdomen. Pese a todo, realizó maniobras de defensa”. Estas aseveraciones las refuerza con el sexto punto, donde indica que al menos fueron 11 los participantes en la muerte del normalista, incluido Víctor Hugo Benítez Palacios, uno de los miembros de Los Peques, dueños en Iguala del autolavado Los Peques y fundadores del cártel del mismo nombre, que hasta hoy controla en esa región la distribución y venta de droga. Sin tener pruebas concluyentes, la CNDH ubica a esos 11 como miembros del cártel del narcotráfico Guerreros Unidos.

Pero regresemos al quinto punto que la CNDH propone como parte de sus conclusiones, porque es uno de los más endebles, elaborado desde la sujeción que esa instancia demuestra tener cuando se trata de temas donde están involucrados militares y policías federales. La CNDH dice que “La causa de la ausencia de piel en el rostro y en el cuello de Julio César Mondragón Fontes fue la intrusión de fauna depredadora. No hubo acción humana. Su cadáver estuvo expuesto a la fauna nociva por casi 7 horas después de su muerte. […] En el caso particular, no existe ningún indicio médico forense, en el resto del cuello ni de la cara que indique un desprendimiento intencional de la piel. […] En consecuencia, para la CNDH, las lesiones de cara y cuello, incluidas de las tres pequeñas zonas en cuestión, fueron producidas por la intrusión de la fauna depredadora, de las investigaciones realizadas no derivan elementos que sustenten conclusión diversa”, informaba a la prensa José Trinidad Larrieta, de la Oficina Especial de la CNDH sobre el caso Iguala, el 11 de julio del 2016

La CNDH es desafiante. Sí, pero de cualquier lógica médica cuando afirma que el rostro fue comido por animales y que una de las pruebas que la llevan a dictaminar así es que las ropas del normalista no están manchadas de sangre. Y desglosa, sin ningún problema ético, una serie de acontecimientos que, según ellos, explicará parte de la muerte de Julio César.

Un video, una recreación interactiva apoya las palabras de José Trinidad Larrieta. Ese video contiene algunas fotos tomadas del cuerpo tirado de Julio en la terracería del Camino del Andariego, una locación ubicada en la Zona Industrial de Iguala, atrás de las oficinas regionales del SAT y del Hotel del Andariego, que da nombre a ese paraje. Ese Camino está a no más de cuatro minutos caminando de las instalaciones del C4 iguatleco, que esa noche y madrugada tenía allí dos cámaras de video asignadas, denominadas “C4”, y que nunca funcionaron.

El día que la Comisión Nacional de Derechos Humanos presentó su reporte final, no mostró todo el material fotográfico disponible y apenas se conformó con hacer paneos a las fotos menos explícitas, que resultaron tomas demasiado alejadas del cuerpo y el rostro.

La serie completa de fotografías que muestran la masacre perpetrada en el cuerpo del normalista Julio César Mondragón Fontes fueron conseguidas por Sayuri Herrera, abogada de la familia Mondragón Mendoza, y estaban en poder del perito Vicente Díaz de la Fiscalía de Guerrero, quien la mañana del 27 de septiembre del 2014 fue comisionado para retratar los restos de Julio. Guardadas en el escritorio del perito, en una USB, hasta que una orden judicial las liberara, esa serie de fotos muestra una realidad que la Comisión Nacional de Derechos Humanos conoce y omitió, o peor, pasó por alto en su investigación.

Las fotos son 13, en poder del Semanario Nuestro Tiempo y de quienes esto escriben, y sólo tres de ellas muestran tomas generales del lugar donde fue hallado Julio César. Las otras 10 son acercamientos, de los cuales tres corresponden al cuerpo entero del normalista, vestido aún, tirado en esa terracería.

Dos más registran heridas del cuerpo.

Otras dos, heridas en un brazo y una pierna.

Y otras tres son primeros planos al rostro desollado del normalista.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos no mostró al público esa totalidad, mucho menos las últimas tres fotos del rostro sin piel y prefirió una animación que no ofrece una idea, ni siquiera lejana, de la muerte que sufrió el estudiante.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos se aprovechó de la opinión pública mexicana e internacional interesada que ignoraba, hasta ahora, la existencia de esa evidencia fotográfica. La CNDH manipuló esa ausencia informativa y por eso dijo lo que quiso, como quiso y le convino porque sabía que no había nadie en el país que pudiera contradecirla. El equipo argentino de forenses, lejos, en su patria, poco pudo declarar, a excepción de su propio comunicado. El GIEI, terminado su trabajo en México, no se involucraría más allá de lo que ya ha investigado.

Sin decir que ese material existe, la CNDH se justificó desde el principio para no mostrar ni mencionar el resto de las fotos. También aprovechó para, de pasada, reavivar el rumor de que Julio César habría sido parte de una célula narcotraficante: “La CNDH estima que la exposición en medios electrónicos de comunicación masiva de una fotografía del cadáver de Julio César Mondragón Fontes representó para su familia un acto revictimizante, agravado por el hecho de que también se difundió en medios de comunicación la interpretación del supuesto desollamiento como un mensaje entre cárteles de la droga, lo que haría suponer el involucramiento de Julio César en actividades criminales […] No indica que haya sido un desprendimiento intencional de la piel […] fue por intrusión de fauna predadora, no hubo acción humana […]”, dijo Larrieta.

Pero la Comisión Nacional de Derechos Humanos no contaba que otros frentes informativos serían abiertos para conocer la historia del normalista Julio César Mondragón. La CNDH se ha prestado para que los gobiernos de todos los niveles se exculpen, al final de las investigaciones, de las responsabilidades que en algunos casos la propia CNDH les ha imputado, como sucedió con los militares participantes en la masacre de Tlatlaya, Estado de México, el 30 de junio del 2014, matanza por la que finalmente ninguno de ellos está preso o sigue proceso alguno. Carlos Fazio, experto en temas de exterminio y genocidio, señaló el 19 de julio del 2016 en un artículo, “Tlatalya, impunidad militar”, en el diario La Jornada, que “la falta de verdad y justicia que prevalece en éste y otros casos ha hecho que en vez de que las fuerzas armadas se vean obligadas a una rendición de cuentas a cargo de civiles, se haya desatado un ataque no sólo contra las víctimas sobrevivientes en Tlatlaya y sus representantes, sino incluso contra la propia CNDH, a la que se ha presionado para que se retracte de su informe y declare inocentes a los militares que intervinieron en la matanza”.

Pero las fotos.

En ellas, donde el perito de Iguala Vicente Díaz muestra acercamientos al rostro y cuello de Julio César Mondragón, se aprecia lo siguiente:

Un corte en forma de gota, en el pecho del normalista, de bordes nítidos y dirección controlada, realizado con un objeto punzocortante con las características de un bisturí. Quien hizo ese corte demuestra que tiene entrenamiento previo.

Ese corte, según cirujanos plásticos y dermatólogos, tiene una razón de ser. Y es que es una forma de asegurar que el colgajo del rostro no se rompa o se parta y pueda ser extraído en una sola pieza, con el menor daño posible. Quien diseccionó la piel de Julio César comenzó entonces desde ese corte en forma de gota, con dirección controlada y dejó cortes nítidos.

Los cortes y las lesiones de Julio César fueron interpretados por varios médicos, uno de ellos Ricardo Loewe, especialista en lesiones y muertes por tortura, quien entregó a la familia Mondragón Mendoza un estudio con conclusiones que en esa ruta de saber qué pasó, chocan de frente con las de la CNDH y con los reportes de los periciales de Iguala, firmados el 27 y 28 de septiembre de septiembre del 2014.

El trabajo de Loewe, público desde la fecha de su entrega, en agosto del 2015, dice que “Llama la atención que el agente de la PGJG concluya que el lugar donde fue levantado el cadáver de Julio César Mondragón no correspondiera al sitio de la muerte, a pesar del lago hemático que aparece junto al cadáver, como se puede apreciar en la foto 1. Este lago hemático muestra, además, que las lesiones fueron producidas en vida de la víctima. Es de importancia fundamental señalar la observación del agente de la procuraduría, de que las lesiones en cara y cuello son nítidas y fueron producidas por un agente cortante, lo que se confirma por las imágenes fotográficas N° 2.

”Este mismo documento reporta el hallazgo de equimosis (moretones) en ambos costados y el hipocondrio, que se corresponden con las imágenes fotográficas N° 3 y con el hallazgo necróptico de costillas rotas y de hematomas en el abdomen. Esto indica que la víctima recibió golpes –el informe médico legal reporta que con un objeto plano, ya sea con la empuñadura de un arma, o con una bota– que le produjeron una hemorragia interna. Digamos de paso que el lago hemático en el suelo y los hallazgos de hemorragia interna, así como del corazón “vacío” indican que una causa de la muerte, si no la más importante, fue la hemorragia.

”Vayamos al informe de la autopsia, firmada por el Dr. Carlos Alatorre y fechada el 27 de septiembre de 2014.

”El informe forense dice que el cadáver tenía “pupilas dilatadas…”, mientras que el funcionario de la PGR menciona el desprendimiento total de tejido blando de la cara, con lesiones “corto abulsivas” (sic). La falta de profesionalismo produce manifestaciones grotescas.

”Salta a la vista el punto número 3, en el que se diagnostica que la “herida” (las alteraciones post mortem no reciben el nombre de heridas; son destrucciones de tejidos, mutilaciones) de la cara y cuello fue producida post mortem. En contra de lo reportado por el agente de la PGRG, describe los bordes como “exfacelados (sic) e irregulares” y con marcas de caninos. Agrega en el punto 5 que el pabellón auricular izquierdo tenía signos de haber sido “masticado por fauna del lugar” ¿Cómo se esfacelaron cortes poco antes descritos como bordes nítidos? ¿Cómo establece el patólogo que el globo ocular fue enucleado después de la muerte de la víctima? ¿Cómo estableció el patólogo que la mutilación de cara y cuello fue producida post mortem?”.

Loewe dice lo anterior apoyado en imágenes que el equipo legal de la familia Mondragón Mendoza le hizo llegar. El médico presenta, para comparar, imágenes de cadáveres a los que animales depredadores les han comido la cara y algunas partes del cuerpo. Las diferencias entre éstas y el cuerpo de Julio César son abismales. El estudio, por otro lado, está disponible para quien lo quiera consultar en el sitio https://nuestrotiempotoluca2.wordpress.com/2016/08/07/el-informe-loewe/ del Semanario Nuestro Tiempo.

Loewe concluye que “el estudiante normalista Julio César Mondragón Fontes fue torturado y ejecutado extrajudicialmente. La mutilación de su cara corresponde a la de otras víctimas de terrorismo, supuestamente perpetrado por el “crimen organizado”. Como ya lo expresé públicamente, el cadáver de la víctima, un líder estudiantil incómodo para el sistema, fue utilizado como mensaje para quien ose oponerse a la autoridad. El punto principal de divergencia es si la mutilación fue pre o post mortem; en mi opinión, la respuesta está en el lago hemático. En cuanto al médico perito Alatorre, se hizo cómplice de la tortura al omitir su denuncia”.

Una segunda opinión, la del médico cirujano Ángel Alvarado Gutiérrez, ratifica punto por punto las opiniones de Loewe, sobre todo una de las más importantes, que la muerte de Julio César pudo deberse a la hemorragia presentada.

¿Por qué la CNDH se ha arriesgado a presentar un informe desestructurado desde su inicio?

“La dictaminación pericial de la CNDH, implicó el análisis de las constancias que obran en el expediente; un minucioso estudio metodológico de los peritajes existentes, del acervo fotográfico y de la bibliografía universal especializada en el tema; la inspección del lugar de los hechos; la asistencia, en calidad de visora, a la diligencia de exhumación y segunda necropsia al cadáver de Julio César Mondragón Fontes. La CNDH procuró contar con todos los elementos que le permitieran dilucidar científicamente cada aspecto del fallecimiento de Julio César, señaladamente, los cuestionados y controvertidos”, dijo Larrieta displicentemente.

Para la familia Mondragón Mendoza el problema central no radica en la confrontación con la CNDH, aunque es importante señalar sus errores. La familia de Julio César sabe que la razón fundamental es saber quién o quiénes mataron a su familiar, y por qué, y dejar de lado esa abstracción en la que se ha convertido el reclamo de los padres de los 43 normalistas desaparecidos de Ayotzinapa y de los chicos muertos esa cruenta jornada.

Porque decir que fue el Estado ya no es suficiente, aunque esta vez puede probarse que ese Estado responsable tiene nombre y apellido y se le puede demandar en instancias nacionales y extranjeras. Por eso la importancia de que asesinato de Julio César Mondragón Fontes sea considerado crimen de lesa humanidad.

Para la CNDH, el normalista Julio César Mondragón quiso escapar de la esquina de Periférico Norte y Juan N. Álvarez, cuando un comando atacó a los estudiantes por segunda vez. Líder estudiantil, participaba en asambleas de movimiento sociales en Guerrero a las que acudía como invitado, representando a su escuela, como las que realizaba ese 2014 el Movimiento Popular Guerrerense, una en Acapulco en la propia escuela normal. Orador impecable en actos públicos, de inmediato fue reconocido por luchadores sociales como Evelia Bahena, una de las pocas opositoras vivas a megaproyectos mineros en Cocula y que detuvo por cuatro años las actividades de las superminera canadiense Media Luna. “Un estudiante así no sería capaz de huir y dejar a sus compañeros en peligro”, dice ella.

Sobre esto último hay diferentes versiones que apuntan a que Julio César habría intentado escapar en el momento de la segunda balacera y en ese correr fue capturado por quienes disparaban. Pero hay otra versión, una que el propio Julio escribió de él mismo, adelantándose a lo que esa anoche podría pasar y que se la contó a su propia esposa, en tiempo real, en esa conversación que sostuvieron el 26 de septiembre del 2014, mientras los estudiantes entraban a Iguala. Julio César se había dado cuenta desde el principio que eran vigilados por las fuerzas de seguridad, por todas ellas. Pero a su esposa le dijo, sin ningún tipo de duda, que no abandonaría a sus compañeros desde que se registraron las primeras balaceras. Esta es una pequeña parte de la conversación por chat que el teléfono de Marisa Mendoza grabó para siempre con su esposo mientras éste atravesaba el centro de Iguala, junto con los tres camiones de los normalistas: Marisa tenía grabado a Julio en sus contactos como “Esposito” y ella respondía como “Marisa Mc” (Mendoza Cahuatzin, son sus apellidos completos):

26 de sep., 9:27 PM – Esposito: estan disparando amor

26 de sep., 9:30 PM – Marisa Mc: El tr ecribio en tu fab

26 de sep., 9:30 PM – Marisa Mc: Fb

26 de sep., 9:27 PM – Esposito: probablemebte pierda la vida

26 de sep., 9:31 PM – Marisa Mc: Amor.por favot

26 de sep., 9:31 PM – Marisa Mc: Te cuidado

26 de sep., 9:31 PM – Marisa Mc: Tr amo y no.quiero.perdrrt

26 de sep., 9:31 PM – Marisa Mc (mensaje con emoticones).

26 de sep., 9:28 PM – Esposito: cuida a mi hijita

26 de sep., 9:28 PM – Esposito: dile que me perdone

26 de sep., 9:32 PM – Marisa Mc: Amorrrr

26 de sep., 9:29 PM – Esposito: nos estan reprimiendo

26 de sep., 9:32 PM – Marisa Mc: Vete de ese lugar

26 de sep., 9:32 PM – Marisa Mc: Por favor

26 de sep., 9:32 PM – Marisa Mc (mensaje con emoticones).

26 de sep., 9:30 PM – Esposito: lo siento

26 de sep., 9:30 PM – Esposito: es tarde

26 de sep., 9:30 PM – Esposito: desmadramos una patruya

26 de sep., 9:31 PM – Esposito: nos vienen correteando

26 de sep., 9:31 PM – Esposito: andan disparando

26 de sep., 9:34 PM – Marisa Mc: Estas.loco si te quedas

26 de sep., 9:34 PM – Marisa Mc: Entiende q te vayas

26 de sep., 9:31 PM – Esposito: cuidate y cuiada a mi hija

26 de sep., 9:31 PM – Esposito: dile que la amo

26 de sep., 9:31 PM – Esposito: bie

26 de sep., 9:34 PM – Marisa Mc: Julio por favor no.me.dejes asi

26 de sep., 9:35 PM – Marisa Mc (mensaje con emoticones).

26 de sep., 9:32 PM – Esposito: cuidate

26 de sep., 9:32 PM – Esposito: me voy

26 de sep., 9:32 PM – Esposito: me carga la verga

26 de sep., 9:35 PM – Marisa Mc: Cuidate

26 de sep., 9:32 PM – Esposito: no puedo irme

26 de sep., 9:32 PM – Esposito: mis amigos estqn en peligro

26 de sep., 9:36 PM – Marisa Mc: Pero.piensa en ti ya no pienses en.loa demas

26 de sep., 9:36 PM – Marisa Mc: Por favor ya no seas.necio y vetebde ese.lugar

26 de sep., 9:36 PM – Marisa Mc (mensaje con emoticones).

26 de sep., 9:39 PM – Esposito: ya amor matarona a uno

26 de sep., 9:44 PM – Marisa Mc: A uno??? Quien?? Normalista o polisia??

26 de sep., 9:42 PM – Esposito: normalosta

26 de sep., 9:48 PM – Marisa Mc: No inventes pero.esta bien o.murio???

26 de sep., 11:59 PM – Marisa Mc: Mi.amor.por favor.en.cuanto veas ewte msj avisame de que estas bien

“Están disparando, amor”, le dijo Julio César a su esposa atravesando Iguala. La pila del normalista estaba casi agotada, como él mismo le anunciaba a las 20:56, antes de que empezara todo:

26 de sep., 8:56 PM – Esposito: mi pila se me va a acabar.

Una crónica del escritor Tryno Maldonado, quizás la mejor investigación periodística realizada hasta ahora sobre el paso de los normalistas por el centro de Iguala, y recogida en el libro “Ayotzinapa. El rostro de los desaparecidos”, corrobora que Julio César Mondragón Fontes llegó a salvo a la esquina de Juan. N Álvarez y Periférico y que desde allí llamó por teléfono o lo intentó, aunque no se sabe a quién, pero desde uno prestado. Ni Maldonado ni la mayoría de los compañeros de Julio César supieron que éste había perdido su celular y que acababa de comprar otro. Quien ha corroborado esa compra es Israel Vázquez Vázquez, Chesman, un amigo en Ayotzinapa de Julio César, y recuerda que éste había perdido su teléfono original y la adquisición del LGL9.

Mientras los policías atacaban a los estudiantes los soldados del 27 Batallón de Infantería recorrían la ciudad. Recababan información en tiempo real porque controlaron el C4 desde el comienzo de los ataques. Nunca se ha podido comprobar la participación activa de los soldados esa noche, a pesar de que la PGR tomó declaraciones a los militares. Esas declaraciones nunca fueron liberadas a la opinión pública, pero están contenidas en los tomos 19 y 20 de la versión electrónica, sin censura, que elaboró la Procuraduría federal, en poder de los reporteros Francisco Cruz, Félix Santana y Miguel Ángel Alvarado. Los soldados acudieron ante investigadores de la PGR el 3 y 4 de diciembre del 2014, a declarar en calidad de testigos y allí narraron lo que cada uno de ellos hizo.

Esas declaraciones iniciaron en la página 295.

El subteniente de Infantería, Fabián Alejandro Pirita dijo, en la página 472 del tomo 19, disco 2, de la averiguación previa A.P.: PGR/SEIDO/UEIDMS/871/2014, que el C4 es manejado por el Pelotón de Infantería al mando del teniente Joel Gálvez.

En la página 504, Eduardo Mota Esquivel, soldado de Infantería, declaró que fue comisionado para ver qué estaba pasando frente al Palacio de Justicia  de Iguala. Mota Esquivel es operado del Sistema de Inscripción de Archivos Arcanos, un sistema de correos electrónicos de máxima seguridad usados por el ejército mexicano. Declaró que el teniente Joel Gálvez le daba las órdenes  y que fue ese mismo Gálvez quien se quedó con las fotos que Mota Esquivel tomó de los sucesos en ese puente. Mota, después de estar allí, regresó a su cuartel y guió a los soldados en su camino para inspeccionar lo que había pasado en el puente y en el Crucero de Santa Teresa.

Pero quien comenzó a revelar las verdaderas funciones del 27 Batallón fue el soldado de Infantería Rodolfo Antonio López Aranda, y no se anduvo por las ramas: “Recuerdo que dormí aproximadamente una hora y recibo una llamada vía radio de parte del Teniente dando la instrucción que saldríamos de nueva cuenta eran aproximadamente las seis de la mañana del día veintisiete de septiembre de dos mil catorce para esa hora ya se había hecho el cambio de turno por lo que estaba al mando el Teniente Jorge Ortiz Canales, salimos dos camionetas de reacción, la segunda camioneta era tripulada por Eliel Silva Chávez el teniente me ordenó que se patrullara las calles de esta ciudad de Iguala, asimismo nos dirigimos a verificar una denuncia donde refieren que se encontraba un cuerpo sin vida de una persona de sexo masculino el cual se encontraba en una posición viendo hacia arriba, me percaté que el cadáver le habían arrancado la piel del rostro, la lengua se la habían cortado y no tenía ojos, observo que uno de los ojos se encontraba a un lado, contaba con ropa siendo ésta un pantalón de mezclilla, playera al parecer roja o blanca, tenis color blanco con negro, sin ninguna otra pertenencia, recibimos la instrucción de peinar la zona para verificar si había indicios, posteriormente mi teniente da aviso a las autoridades correspondientes para realizar el levantamiento del cuerpo, llegando elementos de la policía estatal al lugar y el Semefo, nosotros en todo momento dimos seguridad perimetral con la finalidad de que no se contaminara el lugar, siendo aproximadamente las diez de la mañana recibo la orden de parte del teniente que regresara el personal a las instalaciones del 27 Batallón de Infantería”.

Al soldado de infantería Rodolfo Antonio López Aranda, que a la una de la mañana del 27 de septiembre patrullaba las calles de Iguala e iba al hospital general para verificar los nombres de los heridos internado esa noche y que a las cinco de la mañana regresaba a su cuartel para despertar una hora más tarde para volver a las calles no dice, se le olvidó decir que desde su base militar hasta el Camino del Andariego, con tráfico y a las 12 del día, un vehículo se tarda entre 15 y 20 minutos en completar ese trayecto.

Eso no lo dice, pero a cambio señala otra cosa.

– Que refiera el declarante la función del C4 –le preguntan los de la PGR en el interrogatorio al que fue llamado.

– Son militares encubiertos que aportan información de lo que acontece en las calles, asimismo tienen el control de las cámaras de seguridad que se encuentran instaladas en la Ciudad de Iguala –respondió el soldado de Infantería Rodolfo Antonio López Aranda, a rajatabla.

Pero si el soldado López Aranda quiso decir toda la verdad, quien la dijo en realidad fue el teniente de Infantería, Joel Gálvez Santos, quien relató a los investigadores de la PGR haber recibido 9 llamadas telefónicas desde el C4 de la ciudad de Iguala entre las 19:30 del 26 de septiembre del 2014 y las 10 ó 12 horas del 27 de septiembre, en las que obtuvo información sobre todos los movimientos de los normalistas, los muertos, los heridos y por último enterarse del asesinato de Julio César Mondragón Fontes antes que nadie.

El teniente Joel Gálvez Santos apuntó en su declaración que trabajaba en el Centro de Información, Instrucción y operaciones del C4 y que sus labores “son recibir y remitir informes que recibo del C4, del gobierno del Estado. El día 26 de septiembre de 2014 me dediqué a realizar un informe durante gran parte del día, ya que se había volteado una pipa que trasladaba sustancias químicas altamente peligrosas, por lo que mi día transcurrió sin novedad y aproximadamente a las 19:30 horas del día 26 de septiembre del año 2014, recibí una llamada proveniente del C4, en específico del Sargento Cano, del cual no recuerdo su nombre completo pero era la persona que se encontraba trabajando en el C4 ese día, me informó que dos autobuses con estudiantes, específicamente normalistas de Ayotzinapa, provenientes de Chilpancingo, Guerrero, habían arribado a esta ciudad, uno de los dos autobuses se encontraba en el cruce de carreteras conocido como Rancho del Cura, mismo que se encuentra a 15 minutos de este municipio, el segundo autobús estaba en la caseta de cobros número tres del tramo carretero Iguala-Puente de Ixtla, de inmediato como en todas y en cada una de las llamadas que recibo informé a mi superior quien ese día se encontraba laborando, siendo el coronel José Rodríguez Pérez y al cuartel general de la 35 Zona Militar la cual mencioné los hechos reportados por el Sargento Cano, quien se encontraba en el C4.

Para Gálvez Rocha resulta normal que militares estén en el C4 y que desde allí comuniquen al 27 Batallón los pormenores diarios. El relato de Gálvez sobre las 9 llamadas es fundamental. El secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, ha negado repetidamente la entrada a todos para investigar los campos militares. Dos años después será difícil encontrar algo, pero lo que no puede ser borrado es la crónica del teniente Gálvez, quien hila en su declaración la segunda llamada: “[…] la recibí aproximadamente a las 21 horas mediante la cual el sargento Cano me informó que el camión que se encontraba en la caseta de cobros número tres del tramo carretero- Iguala-Puente de Ixtla, se había dirigido a la terminal de autobuses Estrella Blanca, la cual se ubica en el cruce delas calles Ignacio Manuel Altamirano con Salazar, lugar en el que los estudiantes se habían apoderado de dos autobuses de pasajeros y destruyendo otro, inmediatamente informé con el parte informativo al Coronel José Rodríguez  Pérez, de la misma forma  la 35 Zona Militar antes mencionada […]”.

La tercera llamada le llegó a Gálvez entre las 21:30 y las 22:00, dice él. Otra vez será el sargento Cano quien le diga que la policía municipal de Iguala se confrontaba con los estudiantes. El ejército supo, entonces, que a los normalistas de Ayotzinapa los atacaba la policía municipal justo cuando sucedían las primeras balaceras. El ejército, teniendo la información, decidió no intervenir aunque otros testigos referirán que tenían militares en las calles vestidos de civil y que por lo menos uno de ellos siguió a pie a los camiones de los normalistas en su ruta de la muerte rumbo al centro de Iguala.

Esa tercera llamada para Gálvez llegó entre las 21:30 y las 22:00, y le confirmaban que “[…] los normalistas les estaban tirando piedras a los policías, por lo que (el sargento Cano) ordena al soldado de nombre Eduardo Mota Esquivel que realizara un recorrido en el Periférico […]”.

El recorrido de Mota será excusa para la cuarta llamada desde el C4 al 27 Batallón. El teniente Gálvez respondió a ese reporte y narró que el soldado Mota Esquivel, en recorrido por ese Periférico letal, hizo contacto con él “[…] informándome vía telefónica, aproximadamente a las 22 horas con 30 minutos, que frente al nuevo palacio de Justicia había un autobús con los normalistas a bordo, el cual estaba rodeado por varas patrullas de la policía municipal quienes estaban encapuchados en camionetas rotuladas y el uniforme de policías municipales, así mismo que los policías ordenaban con groserías a los normalistas que se bajaran del camión de pasajeros haciendo caso omiso dichos normalistas por lo que elementos de la policía municipal arrojaron gas lacrimógeno, de la misma forma le informé al coronel José Rodríguez Pérez de los hechos de los cuales me había informado vía telefónica el soldado Mota, informé inmediatamente al personal de la 35 Zona Militar […]”.

La quinta llamada provenía, nuevamente, del C4. El sargento informaba al ejército, a las 23:10, que en el hospital general de Iguala, el Jorge Soberón Acevedo, había heridos. El teniente Gálvez informó a su superior y a la 35 Zona Militar, “[…] por lo que el coronel (Rodríguez Pérez) ordena que la fuerza de reacción salga a verificar dicha información suscitada en el hospital mencionado, regresando el teniente Vázquez, que iba al mando de esa fuerza de reacción, lo sé porque personalmente fue quien me informó que en dicho hospital se encontraban tres personas del sexo masculino heridas por impacto de arma de fuego, la primera persona presentaba de nombre Érick Santiago López, quien presentaba un disparo provocado por un proyectil de arma de fuego en el lado derecho, el segundo de nombre Andrés Daniel Martínez Hernández, quien presentaba un disparo de arma de fuego en la cabeza sin especificar el lugar exacto, esta información se le informó al coronel José Rodríguez y a la 35 Zona Militar […]”.

Si a estas alturas a los investigadores de la PGR les quedaban dudas aún de dónde se encontraba el sargento Cano, fueron resueltas por el teniente Gálvez, quien dijo, a botepronto, que “[…] La sexta llamada la recibí a las 23:40 por parte del Sargento Cano, quien se encontraba en el C4, en la cual me informó que en el entronque de la carretera federal Iguala-Chilpancingo, Santa Teresa, había vehículos que presentaban disparos de arma de fuego, informé al coronel Rodríguez de los hechos ocurridos en el entronque de Santa Teresa, en ese momento el coronel José Rodríguez le ordenó al teniente Roberto Vázquez Hernández que se trasladara a dicho lugar para verificar la información, el teniente salió para realizar el patrullaje y media hora después me informó (en la séptima llamada) que había dos taxis con impactos de arma de fuego, un autobús de la empresa Castro Tours en el cual viajaban jugadores del equipo de futbol los Avispones de Chilpancingo y que había un jugador muerto, el chofer del autobús había recibido un impacto de arma de fuego en la cabeza […]”.

Las otras dos llamadas cierran el relato de la noche más aciaga para Ayotzinapa y para Julio César Mondragón. Escueto pero conciso, el teniente Gálvez pone todos los clavos a una historia que siempre tuvo la PGR y que por sus particulares razones no dio a conocer. ¿Un asunto de seguridad nacional?

La octava llamada, dice Gálvez, “[…] la recibí aproximadamente a las una de la mañana del día 27 de septiembre del 2014, por parte del sargento Cano, quien me informa que sujetos armados habían ingresado al hospital María Cristina el cual se ubica sobre la calle Juan N. Álvarez de la colonia del mismo nombre de Iguala, Guerrero, que habían sacado a las enfermeras y se encontraban en el interior de dicho hospital armados […] La novena llamada la recibí aproximadamente entre 10 y 12 horas del día 27 de septiembre del año 2014 en la cual el sargento Cano, quien se encontraba en el C4, me informó que en la colonia Industrial se encontraba el cuerpo de una persona sin vida, ahora sé que era el normalista de nombre Julio César Mondragón Fontes, alias El Chilango, a quien le quitaron la piel en la parte del rostro, enseguida informé al coronel José Rodríguez Pérez y a la 35 Zona, siendo el coronel Rodríguez quien ordenó que saliera la fuerza de reacción al mando del teniente Ortiz Canales para verificar la información que nos había proporcionado personal que se encontraba laborando en el C4 […]”.

La participación de los soldados no concluiría allí. Todavía el coronel Rodríguez Pérez, un toluqueño comisionado al infierno de Iguala confirmaría lo dicho por sus subalternos y, más aún, proporcionaría los nombres completos de quienes estuvieron operando físicamente en el C4 la jornada del 26 y 27 de septiembre.

Y si alguien dudaba que por ser ésa una jornada excepcionalmente violenta los soldados se habían saltado los protocolos civiles, el sargento primero de Infantería, Carlos Díaz Espinoza, declaró con desparpajo que “Sé que hay personal comisionado de este 27 Batallón de Infantería (en el C4). […] Yo estuve comisionado en dicho lugar por un tiempo aproximado de 7 meses, en el año 2012”. Su trabajo, remata, era “informar a la 35 Zona Militar […] de cualquier acontecimiento de importancia, ya sea por muerte de personas o enfrentamientos generados por proyectiles de armas de fuego. Y, por último, sólo reafirma lo que ya se sabe: que esos militares en el C4 nunca rendían información a autoridades civiles.

La declaración más importante es la del coronel José Rodríguez Pérez, quien se presentó como testigo ante la agente del ministerio público de la PGR, Verenice Neria Sotelo, el 4 de diciembre del 2014, y terminó por delinear la participación del ejército en la jornada de Iguala.

De 57 años para ese entonces, Rodríguez dijo ser originario de Toluca y tener 13 meses viviendo en Iguala, en la Unidad Militar Habitacional. Dijo que su instrucción escolar era de Bachillerato y comenzó a contar, como consta en la página 366 del expediente A.P: PGR/SEIDO/UEIDMS/871/2014 de la Procuraduría federal.

“Como Comandante del Batallón, dentro de mis actividades realizo el adiestramiento del personal, actividades a instalaciones vitales, como son presas hidroeléctricas, tenemos bases de operaciones las cuales se encuentran en la sierra, campañas contra los enervantes, que tengo aproximadamente seiscientas personas a mi mando, que en lo que respecta a los hechos de los días 26 y 27 de septiembre del dos mil catorce quiero declarar que tuve conocimiento que había un grupo de estudiantes esta información la recibí a través del C-4 funciona de dos formas una de ellas es que solo ve las pantallas y otro tiene un monitor en el cual solo se percata de ver y escuchar las denuncias, que se reciben, sin embargo ninguna de las personas que se encuentran en el C-4 reciben directamente la información, el personal que se encuentra en el C-4 responden a los nombres de Sargento Segundo de Infantería Felipe González Cano, Cabo de Infantería Alejandro Soberanes Antonio, Soldado de Infantería David Aldegundo González Cabrera y Soldado de Infantería José Manuel Rebolledo de Laya, los elementos que corresponden a los OBIS (Órganos de Búsqueda de Información), son personas de civiles quienes nos informan de las situaciones que ocurren dentro del municipio de Iguala. Por lo que respecta al día 26 de septiembre del 2014, era conocido por los medios de comunicación que la presidenta del DIF iba a rendir un Informe de actividades además de que recibí una invitación, yo nunca acudo a ese tipo de actividades sino que mando a un representante, en este ‘caso envié a Paul Escobar López quien es Capitán Segundo de Infantería en atención a la invitación realizada por la esposa del presidente Municipal de Iguala, por lo que a  mí no me realizó ningún reporte en relación a los hechos ocurridos ese día, pues al parecer no se había presentado ninguna eventualidad, a mí, solo me realizo un informe ,de actividades, sin embargo, se había designado a una persona de nombre Ezequiel Carrera Rifas, quien es cabo de lnfantería (como persona que pertenece al OBI); a que cubriera el evento que  se iba a llevar a cabo en la plaza de las Tres Garantías, sin embargo, se le ordenan que se traslade a la Caseta de Cobro de la autopista de Iguala a Puente de Ixtla para que verificara la· información de que se encontraban los estudiantes en la caseta, de ahí, se informa que solamente se encontraban los estudiantes en la caseta boteando, información que se corrobora con el personal que se encuentra en el C-4, de ahí nos informan que un grupo de estudiantes, quienes ya venían a bordo de un camión se trasladaban a la Central de Autobuses Estrella Blanca, la que se encuentra en el Mercado, que al llegar ahí se reporta que quieren llevarse un autobús y que el personal no lo permite y comienzan a destrozar el autobús se apoderan de otros dos autobuses diferentes […]”.

El resto fue mero trámite. Rodríguez Pérez pormenorizó los eventos de aquella noche y corroboró las versiones de sus subalternos: las misiones al crucero de Santa Teresa, las “visitas” a los hospitales Cristina y Soberón Acevedo y hasta dio cuenta de los soldados que no estuvieron en Iguala por razones diversas esa jornada.

Acto seguido, como dice la Representación Social de la Federación, vinieron las preguntas, entre ellas sobresalen las siguientes:

– ¿Quién se encuentra a cargo del C-4? –pregunta la PGR al general.

– El C-4 se encuentra a cargo del Gobierno del Estado y él es el responsable de su operación –respondía el coronel.

– ¿Tiene conocimiento de cómo se encuentra integrado el C-4?

– Lo desconozco por que el responsable del C4 como lo dije anteriormente es el Gobierno del

Estado de Guerrero.

– ¿Hay personal militar en el C-4? –le preguntaban al coronel.

– Sí, cuatro personas en virtud de un convenio que se realizó con el Gobierno del Estado de Guerrero a fin de coadyuvar y apoyar a las autoridades en la seguridad, los cuales se turnan en dos elementos por turnos de veinticuatro horas, los cuales no tienen injerencia alguna técnicamente en el C4, solo son observadores- responde el coronel.

– ¿Cuál es el procedimiento de selección para el personal que se designa SEDENA para el C-4?

– No hay un procedimiento establecido, sin embargo, se selecciona al personal con las características que se consideran pertinentes que es la discreción y que sean confiables, practicándoles un examen de confianza que posteriormente se les aplica cada seis meses.

– ¿Cuántos elementos de la SEDENA, en específico del Batallón 27 se encuentran asignados al C4?

– Cuatro personas.

– ¿Qué personal de SEDENA se encontraba en las instalaciones del C-4 el día 26 de septiembre del año 2014? –le preguntaron al coronel.

– Dos elementos de nombres Soldado de Infantería DAVID ALDEGUNDO GONZÁLEZ CABRERA y Sargento Segundo de Infantería FELIPE GONZÁLEZ CANO –respondió Rodríguez Pérez.

– ¿Qué personal de SEDENA se encontraba en las instalaciones del C-4 el día 27 de septiembre  del

año 2014?

– Soldado de Infantería JOSÉ MANUEL REBOLLEDO DE LA OLLA Y Cabo de Infantería ALEJANDRO SOBERANIS ANTONIO.

– ¿A qué hora tiene la primer noticia en relación a los hechos que se estaban suscitando con los estudiantes?

– Alrededor de la diecinueve treinta horas.

– ¿A quién instruyó para que verificaran los hechos que fueron reportados por los elementos de SEDENA que se encuentran en el C-4?

– No envió a nadie pues el mismo OBI como ya lo dije en mi declaración y el mismo C4 nos sigue dando información.

– ¿Se llevan registros de los reportes emitidos por personal de SEDENA que se encuentran asignado en el C-4?

– Sí, tenemos aIgunos reportes.

– ¿Cuenta con registros del C-4 de los días 26 y 27 de septiembre, del 2014?

– No tenemos porque el responsable del C4 como lo dije es el Gobierno del Estado de Guerrero.

– ¿Desde el 26 de septiembre de 2014 se han realizado cambios respecto del personal que se  encuentra asignado al C4? –le preguntaron al general Rodríguez.

– No, el personal asignado se encuentra en apoyo y como ya lo dije para apoyar en la seguridad cuando lo solicite el gobierno del Estado- respondió el coronel.

Así, el coronel, negándolo todo, resolvió la cuestión.

 

Desde el infierno

 

Los puntos 7, 8 y 9 de las conclusiones de la CNDH refieren “8 nuevas Observaciones y Propuestas a diversas autoridades, 4 a la Procuraduría General de la República, 3 a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) y 1 a la Fiscalía General del Estado de Guerrero. [  ] Se observa y propone a la PGR una profunda investigación de los hechos en los que la CNDH ha evidenciado que Julio César Mondragón Fontes fue denigrado, afectado en su seguridad personal, privado de la libertad, ostensiblemente dañado en su integridad física y privado del derecho a la vida. [ ] La CNDH pide a la PGR se actúe en contra de los 11 adicionales partícipes de los hechos”.

El punto 10 de la CNDH es una trampa, ni siquiera disfrazada de buenas intenciones: “Se propone a la PGR que el Dictamen Médico Forense y Criminalístico de la CNDH se ofrezca como prueba ante los Tribunales de Guerrero”.

¿Las pruebas que ofrece la CNDH, que ni siquiera un perito pudo acreditar para los estudios forenses de Julio César, serán usadas por la PGR que, por otro lado, entregó a la propia Comisión para que elaborara su dictamen?

Expertos en laberintos burocráticos, los miembros de la CNDH hicieron recomendaciones a diestra y siniestra. A los policías que investigan, a quienes atienden a los afectados, a la Fiscalía de Guerrero, a todos, excepto a los militares, a quienes ni por asomo menciona.

El último punto es solamente un remate que exige atención especial para la familia afectada, dos años después del asesinato, y que representa un chiste del que sólo la CNDH puede reírse.

La tortura, desollamiento y asesinato de Julio César Mondragón no es el fin de esa historia. Es apenas el principio de una trama que, esta vez, establece una ruta directa al infierno que representa el Campo Militar 1A, en Lomas de Sotelo, en la Ciudad de México.

Y para llegar a él sólo se necesita el teléfono celular de Julio César Mondragón, un LGL9, “demasiado equipo”, dijo él a su esposa Marisa Mendoza, el 25 de septiembre del 2014, cuando pudieron comprárselo al normalista Charra, desaparecido junto sus 42 compañeros en la llamada Noche de Iguala.

Ese teléfono es el mismo que la CNDH urge para recuperar y del que al GIEI se le negó la sábana de llamadas completa, que tiene en su poder la PGR desde mediados del 2015. Ese teléfono, que registró 30 actividades a partir del 27 de septiembre del 2016, hasta el 4 de abril del 2015. Ese mismo equipo celular que recibió 4 mensajes de dos vías, desde el interior del Campo Militar 1A, en Lomas de Sotelo, en la ciudad de México.

En octubre del 2015, después de encontrar la localización que las coordenadas arrojaban, se escribió en los apuntes que configuraron una parte del libro La guerra que nos ocultan, que “es un terreno baldío, una especie de triángulo de terracería”.

Y lo era, sólo que estaba dentro del Campo Militar 1A en la ciudad de México, en la colonia Lomas de Sotelo. Cuatro llamadas fueron realizadas desde allí, desde distintos números y a distintas horas, y siempre contactaron con el equipo celular de Julio César Mondragón Fontes, después de muerto.

La primera de esas actividades sucedió el 23 de octubre del 2014, cuando un mensaje de dos vías, marcado así por los registros de Telcel-Dipsa, entregado a la PGR el 31 de agosto del 2015, hizo contacto con el número de Julio, el 7471493586. El que llamaba lo hizo desde el 5511425164 a las 14:23:57, en las coordenadas de 19° 26′ 14″ N 099° 14′ 20″ W, verificables desde el espionaje público de Google Maps y cuya localización, ya se dijo, dio el Campo Militar 1A.

La segunda actividad sucedió el 25 de octubre, desde el número 5551865625 contactando al equipo de Julio, a las 10:01:21, en las coordenadas de 19° 26′ 14″ N 099° 14′ 20″ W, también desde el Campo Militar 1 A.

La tercera actividad se registró el 27 de octubre del 2014 cuando el número 5513606680 contactó al teléfono de Julio César, a las 9:57:59, desde las coordenadas de 19° 26′ 14″ N 099° 14′ 20″ W, otra vez en el Campo Militar 1A.

La cuarta actividad fue el primero de diciembre del 2014 desde el número 5518155210 contactando al teléfono de Julio César con un mensaje de dos vías a las 11:40:03 desde el Campo Militar 1A, en las coordenadas 19° 26′ 14″ N 099° 14′ 20″ W.

Hay más, ubicaciones cercanas por 50 metros al Cisen, por ejemplo, o llamadas desde las inmediaciones del Campo Militar referido: quien tiene en su poder ese teléfono trazó una ruta por la que, supuso, habría transitado Julio César Mondragón Fontes antes de morir y que llevó a quienes desde las sombras investigaban su pasado digital, hasta Xalpatláhuac, cerca de Ayutla de los Libres, en la región de La Montaña. El dueño original del equipo, Charra, es oriundo de Xalpatláhuac.

La Comisión Nacional de Derechos Humanos erró incluso desde su supuesta buena voluntad.

Hay más. La CNDH y los soldados afirman que el lugar donde hallaron el cuerpo de Julio César estaba resguardado. Las fotos del perito Vicente Díaz dicen otra cosa. El lugar estaba asegurado pero sólo por cintas amarillas que dicen “Escena del Crimen” y “Prohibido el Paso” y no hay trazas de los soldados, que para la hora en que los peritos tomaban nota ya se habían ido. Hay, de cualquier manera, cuatro personas caminando alrededor del cuerpo de Julio César, tres hombres, dos de ellos portando armas largas y una mujer. Dos de los hombres llevan papeles en las manos. La playera negra que viste uno de ellos dice, en la espalda “No pase. Escena de crimen. Periciales”. Ese hombre lleva guantes azules y habla por teléfono celular. Los forenses llegaron al lugar del crimen a las 9:55.

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A un lado del cuerpo de Julio César Mondragón está su ojo izquierdo, arrancado de cuajo, con todo y nervio óptico, que originó uno de los reclamos más fuertes de la familia, enterada hasta el 2016 que el ojo del muchacho había sido guardado en su propio pecho, cuando le practicaron la primera autopsia. Otra cosa que nadie supo responder fue el robo de la ropa que vestía Julio. Desaparecida, forma parte de los misterios que rodean la muerte del estudiante de Ayotzinapa.

Entonces, ¿a los muchachos los levantaron los soldados?

¿Quién o quiénes mataron a Julio César Mondragón Fontes?

¿Qué fue de la piel del rostro de Julio César?

¿Fueron los soldados quienes robaron el LGL9 del normalista?

¿Quién hizo contacto desde el Campo Militar 1A de la ciudad de México al equipo de Julio César cuatro veces?

Ahora es el turno de los soldados.

El turno de los soldados

Cerco de sicarios

* La Procuraduría de Guerrero supo por sus propias indagatorias qué había pasado la Noche de Iguala, el 26 y 27 de septiembre del 2014, casi de inmediato. La PGR, que atrajo el caso días después, empantanó con sus hipótesis un camino que ya estaba avanzado y que incluso reconocía la existencia de un quinto camión horas después de los sucesos.

 

Miguel Alvarado1

Toluca, México; 22 de julio del 2016. La PGR registró un Acuerdo de Recepción de Copias Certificadas de Auto de Formal Prisión, el 17 de octubre del 2014, en la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro, desde la causa penaI 172/2014. Ese Acuerdo constataba la recepción de 193 fojas útiles como copias certificadas, que contenían los autos de formal prisión en contra de 22 policías municipales de Iguala, 19 de los cuales habían sido reconocidos por algunos normalistas de Ayotzinapa que sobrevivieron a la noche del 26 de septiembre del 2014. Los policías habían dado positivo en pruebas de rodizonato de sodio, que identifica a quien dispara un arma de fuego. El envío de esas 193 fojas fue suscrito por “el licenciado Mario Maravilla Peña, Primer Secretario de Acuerdos del Juzgado primero de Primera Instancia en materia Penal del Distrito Judicial de Tabares, la que contiene Auto de Formal Prisión, dentro de la causa penal 172/2014”.

Según ese documento, Salvador Herrera Román, Alejandro Andrade de la Cruz, Hugo Salgado Wences, Hugo Hernández Arias, Zulai Marino Rodríguez, Mario Cervantes Contreras, Baltazar Martínez Casarrubias, Nicolás Delgado Arellano, Abraham Julián Acevedo Popoca, Juan Luis Hidalgo Pérez, Iván Armando Hurtado Hernández, Fernando Delgado Sánchez, Rubén Alday Marín, Arturo Calvario Villalba, Raúl Cisneros García, Marco Antonio Ramírez Urban, Oswaldo Arturo Vázquez Castillo, José Vicencio Flores, Emilio Torres Quezada, Fausto Bruno Heredia, Miguel Ángel Hernández Morales y Margarita Contreras Castillo recibieron auto de formal prisión el 7 de octubre del 2014, por el homicidio calificado de los normalistas Daniel Solís Gallardo y Jhosiván Guerrero de la Cruz.

En las primeras horas, después de esos asesinatos, se había confundido la identidad de uno de los normalistas, a quien en vías de reconocerlo posteriormente, la entonces Procuraduría estatal de Guerrero había señalado como Jhosiván Guerrero de la Cruz. Fueron los familiares del joven muerto quienes señalarían el error y dirían que en realidad Jhosiván era Julio César Ramírez Nava.

Los dos normalistas fueron abatidos en la esquina de Periférico Norte y la calle Juan N. Álvarez, la noche del 26 de septiembre del 2014, pero a la PGR se le pasó la identidad de Ramírez Nava. “Así lo resolvió y firma el suscrito Licenciado Javier Villalobo Ramos, agente del Ministerio Público de la Federación adscrito a la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada, quien actúa en forma legal con dos testigos de ley con quienes firma y da fe”, dice el papel donde dictan auto de formal prisión por el asesinato de un muchacho a quien en realidad la policía y los medios de comunicación mataron dos veces.

Los restos del normalista de Ayotzianpa, Jhosiván Guerrero de la Cruz, fueron identificados hasta el 17 de septiembre del 2015 por la Universidad de Innsbruk en Austria y la PGR corregiría ese error de identidad el 5 de octubre del 2014. Así, entre malentendidos de “buena fe”, la PGR transitó los oscuros caminos de Iguala, haciendo caso a llamadas anónimas y delaciones sin rostro que, sin embargo, nunca fueron tan exageradas como los incendios de Cocula. Mientras, en el sur del Estado de México pobladores de Luvianos, sobre todo, reportaban inusuales movilizaciones de grupos armados pertenecientes a cárteles de La Familia Michoacana y de Los Guerreros Unidos, que iban en caravana custodiando personas sometidas. Pocos se atrevieron a mirar de cerca a esas personas y quienes vieron no tendrán, al menos por ahora, más allá de su palabra, la forma de demostrar quiénes eran esos prisioneros.

El normalista Daniel Solís Gallardo era de Zihuatanejo y tenía 18 años. Le decían El Chino y era soltero. A Julio César Ramírez la PGR lo describe como delgado, de tez morena clara, cabello negro corto, frente mediana, cejas pobladas, ojos cafés claros, nariz medina recta, boca mediana, labios medianos, mentón cuadrado, sin bigote. Cuando el agente del ministerio público de Iguala llegó a la esquina de la Juan N. Álvarez y Periférico Norte, se encontró con que ya estaban allí los soldados del 27 Batallón de Infantería, además de policías estatales, resguardando el lugar.

Para ese momento –la mañana del 27 de septiembre- la circulación ya se había normalizado pero a los cadáveres los rodeaban autos siniestrados y que allí quedaron, reventados por las balas de los municipales de Iguala y Cocula. Estaba una Nissan Urvan blanca, con franjas amarillas y naranja y con placas HBF83-14 de Guerrero. También se encontraban un Chevy color arena, placas MBC-9797 del Estado de México y una moto azul tipo Scooter, de la marca Yamaha, con placas F408W. A esos autos la PGR los catalogó como indicios Uno, Dos y Tres. El Cuarto, sin embargo, era un normalista “[…] en posición de cúbito ventral con su extremidad cefálica dirigida al lado oriente, sus extremidades superiores ambas flexionadas y dirigidas hacia la cabeza, las extremidades inferiores en extensión y separadas ligeramente y hacia el lado poniente, dándose fe que dicho cadáver viste una playera de color rojo, pants color azul marino con franjas laterales en blanco y rojo, y calza huaraches de correa de color café, con orientación oeste […]”.

Tanta descripción apenas alcanzó a los peritos para ubicar en un espacio físico a quien en un principio llamaron “cadáver desconocido” y junto al cual ubicaron dos casquillos percutidos calibre .223 de la marca Águila, dorados como el oro. Casquillos, había más, y por lo menos 20 se encontraron posteriormente, demasiado pocos porque ya bomberos, policías municipales, empleados de Protección Civil y sicarios habían barrido la calle Juan N. Álvarez y la esquina de Periférico Norte, según vecinos del lugar, quienes los vieron y oyeron usar chorros de agua para, piedra por piedra, limpiar sangre y restos.

Luego, ya sobre la plancha metálica de la morgue del Servicio Médico Forense, las autoridades dijeron que ese cadáver era de tez morena, cabello negro corto, ojos café claro, entre 18 y 23 años y que tenía una “[…] herida abrasiva localizada en ángulo externo del mismo lado de 1.3 por 0.3 centímetros; entrada en hemicara derecha de 0.8 a 6 centímetros de la línea media anterior […] de las cuales se dan fe”.

En la calle y casi enseguida estaba el otro cadáver, al que marcaron como Indicio 6, que llevaba una sudadera verde, playera gris, pantalón azul y zapatos negros. Las lesiones que le causaron la muerte fueron producidas por bala, un disparo a nivel de la barbilla y otra en el tórax.

El primer cuerpo era el de Julio César Ramírez Nava y el segundo el de Daniel Solís Gallardo. Los dos eran amigos en la escuela de Ayotzinapa de Julio César Mondragón Fontes, asesinado también en Iguala, en el Camino del Andariego, en la zona industrial de aquella ciudad. Los dictámenes de necropsia de los tres fueron realizados por el médico forense perito Julio César Valladares. De Daniel Solís concluyó que murió por la herida de bala en el tórax; de Ramírez Nava dijo que su muerte se debió a un disparo que recibió en la cara y de Julio César Mondragón Fontes que la fauna local le había comido el rostro, aunque señaló que había muerto por traumatismo craneoencefálico.

Luego, los padres de Julio César Ramírez Nava precisarían sobre su hijo, al tenerlo muerto frente a ellos, como describe fríamente el reporte de la PGR: que era el tercero, que tenía 23 años, soltero y estudiaba en la Raúl Isidro Burgos. Que el 26 de septiembre había hablado con su madre, Bertha Nava, para decirle que estaba en Iguala apoyando a sus compañeros agredidos por policías y que había un muerto, pero que él estaba bien. Esa comunicación se cortó y no fue sino hasta la mañana del 29 de septiembre que la madre pudo enviar un mensaje al celular del joven y marcó dos veces, ya sin respuestas. Fue el Comité de Alumnos de Ayotzinapa el que informó a esos padres sobre un muerto y la desaparición, hasta el 30 de septiembre, de 57 alumnos.

En la morgue los esposos reconocieron a Julio César Ramírez porque tenía una cicatriz en forma de espiral en la espalda, otra en la pierna izquierda y dos en la nariz. Pero no había necesidad de marcas para saber que era su hijo, a pesar de la lesión terrible y lo amoratado que tenía el rostro.

La Fiscalía de Guerrero recabó casi de inmediato la declaración de algunos estudiantes, que narraron atropelladamente algunos hechos, como el normalista Yonifer Pedro Barrera Cardoso 2, que armó su relato desde la desgracia de haber dejado tirados a sus compañeros y no saber de más de la mitad de quienes iban con él. Escondido junto con otros en las calles o en las casas de vecinos que les dieron refugio algunas horas, los supervivientes tenían sólo jirones, restos de lo sucedido y entre todos configuraron parte de aquella noche.

Yonifer Pedro Barrera declaró el 27 de septiembre que 120 alumnos salieron de Ayotzinapa en dos camiones Estrella de Oro que tenían los normalistas en la escuela, junto con dos choferes que voluntariamente los ayudaban, rumbo a Iguala. Iban chicos de primero, segundo, tercero y cuarto grados. Dice que llegaron a las nueve de la noche  la terminal y que allí pidieron a dos choferes que llevaran otros tantos camiones a la normal, porque previamente se habían puesto de acuerdo con ellos, aclara otro estudiante, Alejandro Torres. Este chico, junto con su compañero Miguel Ángel Espino, fue uno de los primeros en afirmar que en las rutas mortales que siguieron los de Ayotzinapa había cinco camiones, meses antes de que periodistas y la PGR dieran con él y le atribuyeran importancia. Espino se salvó porque sufriría un colapso que lo sacaría del cerco de sicarios cuando una ambulancia lo condujo al hospital para que recibiera atención.

A los choferes los convencieron para ir a la normal a dejar los camiones y hacer otro viaje más, que llevaría a algunos estudiantes a un lugar de la Costa Chica, el 30 de septiembre, en una gira de prácticas. Sin precisar cuáles, dice que los camiones se metieron por la calle Juan N. Álvarez y que otros tomaron rumbo a Chilpancingo.

Entonces todo empezó a la altura del Zócalo igualteco.

Los que se metieron al centro de Iguala vieron, pocos minutos después, que la policía municipal les cerraba el paso con las patrullas 17, 18, 20 y 27. Otros estudiantes han señalado a las patrullas 3, 6, 8, 11, 16, 028 y 302, donde al final subirían a algunos normalistas.

En el camión que le tocó, Yonifer Pedro Barrera iba sentado en la parte trasera y desde allí pudo ver a 25 de sus compañeros que bajaron para hablar con los aproximadamente 30 policías, pero que nada más pisar la calle, fueron recibidos a balazos. El chofer de esa unidad arrancó y algunos de los estudiantes tuvieron que seguir a pie. Estaban en el centro de la ciudad y la columna de tres camiones avanzaba rumbo a Periférico Norte. Los chicos a pie no lograron subir nuevamente y se dispersaron en las calles siguientes. Por unos minutos, muy pocos, pareció que los policías se quedaban atrás pero de pronto, a la altura de una mini-bodega de Aurrerá, a metros de conseguir salir a ese Periférico, una patrulla volvió a salirle al paso a esa vanguardia estudiantil, cerrando el camino. Más normalistas bajaron y a pedradas ahuyentaron a los policías. Los alumnos quisieron mover la patrulla con puro esfuerzo físico y en esas estaban cuando aparecieron cinco o seis patrullas más, ha dicho Yonifer, quien a 150 metros de los uniformados ha constatados las ráfagas de metralla que los policías les dirigieron.

Se cubrieron pero el normalista Brayan Baltazar ha visto cómo a su compañero, a quien le apodan La Garra, le brota sangre de la cabeza y ha caído al piso para no moverse más.

A los chicos los camiones apenas les sirvieron de refugio. Salieron con las manos en alto “para que vieran que no teníamos nada, pero los policías siguieron disparando y vi que uno de mis compañeros estaba tirado adelante del autobús, ya herido por los disparos que habían hecho los policías, a quien pude reconocer que sólo recuerdo con el apodo del güero”, dijo por su lado Yonifer.

De primer año, El Güero estaba vivo y los normalistas gritaron a los policías para que pidieran una ambulancia. Un intento de uno de los estudiantes por acercarse al herido terminó en otra lluvia de balas. El herido debió esperar para que, de nueva cuenta, otros cuatro estudiantes intentaran ir por él. Con las manos arriba para que los policías no los atacaran, llegaron a él y lo rodearon para cubrirlo antes de que los municipales les advirtieran que se tiraran al suelo porque iban a disparar. Nada más decirlo, otra andanada hizo retroceder a los jóvenes, que regresaron a la parte trasera del camión para darse cuenta de que cada minuto que pasaba llegaban más municipales.

Para ese momento había otro estudiante herido, con un rozón a la altura del pecho.

Veinte minutos más tarde, según los cálculos de los agazapados, llegaba la ambulancia. Los chicos la escucharon desde lejos y cuando llegó grabaron la escena con sus celulares. Algunos pudieron hacerlo porque sus pilas aún tenían energía. Cómo es este país que los policías que tiroteaban a los estudiantes, quien sabe por qué, permitieron que El Güero fuera trasladado. El normalista salió del cerco porque su herida se convirtió en salvoconducto pero otros no corrieron con la misma suerte. Otro estudiante enfermo de los pulmones agravó su condición hasta un punto crítico y la petición de sus compañeros por una ambulancia sólo halló burlas de los policías. Pero al final las súplicas surtieron efecto y el enfermo fue trasladado en una patrulla.

Cómo es este país que media hora después los policías se retiraron y los normalistas salieron de su refugio. Los policías se habían ido levantando la mayoría de los casquillos percutidos. Los alumnos filmaron la sangre de los heridos, contaron los casquillos, señalándolos con piedras y vieron que el tercer camión era el que presentaba los mayores daños: sangre en la palanca de velocidades y el pasillo, vidrios destrozados y abajo, en la calle, una pared enrojecida.

Después llegó la prensa. Llegaron alumnos de apoyo desde Ayotzinapa y otras personas que, enteradas de la persecución, querían ayudar. Luis Pérez fue uno de los normalistas que se había desplazado desde Ayotzinapa tras los mensajes de ayuda de quienes ya estaban en Iguala y solicitaban apoyo. Él y otros 13 llegaron en una Urvan y en eso estaban. Los recién llegados preguntaban qué había pasado y trataban de obtener un relato más o menos claro de los sucesos.

En eso estaban.

Unos daban entrevistas y otros se consolaban buscando alguna explicación, esperando que personal de la Procuraduría llegara para recabar evidencias e iniciar diligencias. En eso, desde Periférico Norte, una nueva metralla se abatió sobre ellos. Una camioneta Lobo blanca con un hombre atrás y después un auto Ikon negro que primero disparó desde una cámara fotográfica y después, como si hubiera sido una señal, alguien abrió fuego.

El normalista Yonifer ha vuelto a su refugio entre los camiones pero ha visto cómo uno de sus compañeros ha recibido un balazo en la boca. Yonifer fue uno de los 25 que corrieron rumbo al Sanatorio Cristina llevando al nuevo herido y que terminaron refugiándose en ese hospital, después de que les fuera negada todo tipo de ayuda. Cerca de diez minutos estuvieron esperando que algún taxi llevara al herido a otro lado pero si alguno pasó no se detuvo. Mejor llegaron los soldados, ordenando a los jóvenes juntarse todos en la planta baja para cachearlos. Los militares no encontraron armas pero no permitieron a los jóvenes quedarse ahí. Yonifer dice que los soldados llamaron una ambulancia, la cual nunca llegó, y que mejor ellos, ya en la calle, pudieron localizar a 14 de sus compañeros, refugiados entre los autos estacionados y que recibieron ayuda de un vecino luego de brincar una barda y agazaparse en un terreno baldío. Estuvieron allí hasta las cinco de la mañana, cuando los encontró la policía estatal. Yonifer dice haber visto a tres normalistas muertos en la equina de Periférico Norte y Juan N. Álvarez.

Pero faltaban otros dos camiones, que habían seguido una ruta más directa rumbo a Tixtla, tomando desde la Central camionera un camino que los sacaría a la autopista Iguala-Chilpancingo. En uno de esos dos camiones iba El Pato, un normalista a cuyo celular entró una llamada de auxilio. Eran sus compañeros, los que se habían ido por el centro de Iguala, que informaban sobre los ataques y que ya había un muerto. Miedo y coraje se apoderaron de los estudiantes, quienes decidieron seguir un tramo más, pero justo enfrente del Palacio de Justica, pasando un puente, fue “cuando observamos que una camioneta de la policía municipal se encontraba atravesada, por lo que el chofer se detuvo totalmente y […] descendió de la unidad, y empezó a platicar con los policías municipales, enseguida los compañeros y yo decidimos bajarnos voluntariamente del autobús, ya abajo nos empezaron a insultar, diciéndonos “hijos de su pinche madre se van a morir como perros”, recordó el estudiante Alejandro Torres, quien junto con otros 14 muchachos iba en una unidad.

Los normalistas, a seis metros de los policías, buscaron piedras para defenderse pero éstos les aventaron la luz de sus lámparas y les apuntaron con sus armas a los pechos. La discusión subió de tono y los normalistas decidieron retroceder y corrieron 500 metros. Para ese momento la circulación ya se había normalizado y eso dio oportunidad para el escape. Se metieron al monte y poco después hallaron una casa abandonada, donde se refugiaron por unos 40 minutos, hasta que decidieron dirigirse a la caseta de cobro cercana. Esos 14 chicos fueron testigos directos de lo que les pasó a quienes no pudieron huir porque, dice el normalista Alejandro Torres, al pasar de nuevo cerca del Palacio de Justicia y los camiones detenidos por la policía, vieron desde su angustia hasta trece patrullas rodeando esos autobuses. Miraron impávidos hasta que fueron descubiertos y tres unidades, prendiendo las torretas, volvieron a perseguirlos. Metidos otra vez al monte, los jóvenes pudieron perder a sus perseguidores por media hora más, hasta que la inercia los llevó de nuevo a la carretera. Decidieron no abordar su autobús, ahora abandonado, por temor a que hubiera policías adentro. Entonces se encaminaron a la ciudad pero antes de llegar vieron que venían de frente dos patrullas municipales, una de las cuales, la número 2, era conducida por una mujer que, nada más verlos, se las arrojó encima. Los estudiantes saltaron y salieron indemnes de aquella intentona. Las patrullas se volvieron y una nueva persecución se inició, aunque esta vez sería sólo por 400 metros porque los alumnos decidieron detenerse y enfrentarlos. La respuesta de los uniformados fue una lluvia de balas, después de insultarlos. Otra vez el monte, otra vez la oscuridad para salvar la vida hasta que el sol del 27 de septiembre alumbró las veredas y los normalistas pudieron recibir ayuda de la policía estatal.

 

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1 Este trabajo se hizo con la participación directa de Francisco Cruz Jiménez y Félix Santana, quienes, por igual, el crédito de la realización.

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2 Este reportaje está descrito desde las declaraciones de los estudiantes de Ayotzinapa presentes la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre del 2014, Yonifer Pedro Barrera, Cornelio Copeño Cerón, Luis Uriel Gómez Avelino, Alejandro Torres Pérez, Brayan Baltazar Medina, Luis Pérez Martínez y Miguel Ángel Espino Honorato, asentadas en el Expediente 112/2014-1, contenido en la averiguación previa AP.PGR/SEIDO/UEIDMS/816/2014.

Cerco de sicarios

Iguala: los instrumentos secretos

* Los crímenes de lesa humanidad en los que se enmarca la Noche de Iguala serán resueltos sólo por organismos de justicia internacional y será ahí donde Felipe Calderón y Peña Nieto tendrán que rendir cuentas.

 

Félix Santana Ángeles

Toluca, México; 19 de mayo del 2016. En un documento de 605 páginas el domingo 24 de abril de 2016 el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) entregó su Segundo y último informe sobre Ayotzinapa, avances y nuevas conclusiones sobre la investigación, búsqueda y atención a víctimas. Este documento se sumaría a las más 500 páginas de su informe anterior.

En esa lectura queda evidenciado el nivel de descomposición institucional por el que atraviesa la justicia mexicana y su vergonzoso desempeño en la que debería ser la investigación criminal más cuidada en la historia de nuestro país, por la exposición mediática que ha tenido a nivel mundial.

La realidad superó la ficción y la incompetencia institucional nos enseñó cómo se resuelven los crímenes más horrendos en nuestro país, es decir, basándose en llamadas telefónicas anónimas que fueron los cimientos para construir “verdades históricas”, torturando albañiles que hasta el momento han sido señalados por la autoridad como responsables de la desaparición de los 43 estudiantes normalistas y el asesinato de 6 personas la noche del 26 y 27 de septiembre del 2014 en la ciudad de Iguala, Guerrero.

La fragmentación en al menos 25 averiguaciones previas esparcidas por varios estados de la república mexicana por la PGR que, además de irracional ha obstaculizado la defensa jurídica e impedido avances significativos que permitan esclarecer la agresión, se suma la dilación de los interrogatorios y las diligencias o incluso el abierto impedimento para entrevistar directamente a efectivos militares, miembros del 27 Batallón de Infantería: sí, toda la fuerza del Estado se ha volcado pero para impedir conocer la verdad y a sus responsables, lo cual aumenta las sospechas de la activa participación de los aparatos de inteligencia política y de represión.

En medio de la campaña de hostigamiento en contra de los miembros del GIEI, patrocinada evidentemente por sectores de la derecha que en algunos alcanzaba las oficinas del gobierno federal, los expertos internacionales lograron hacer dos jugadas magistrales antes de su partida. Por un lado, la publicación de 22 recomendaciones para mejorar el sistema de investigación mexicano, que van desde el rediseño institucional (recomendación 5), hasta potenciar su capacidad analítica (recomendación 6), atravesando por limitar la corrupción por parte de las autoridades (recomendación 15) o detener la tortura como el método por excelencia para obtener información (recomendación 3). Este vasto catálogo de malas prácticas explica la ausencia de funcionarios del gobierno mexicano durante la presentación del informe, pues a nadie le gusta que lo exhiban en sus incapacidades.

La segunda jugada fue exhibir con un video a Tomás Zerón de Lucio, director en Jefe de la Agencia de Investigación Criminal (AIC) de la PGR, es decir, el responsable de resolver el caso Ayotzinapa, realizando una diligencia –secreta- el 28 de octubre de 2014 en el río San Juan, lugar en el que un día después los servicios de inteligencia mexicanos “encontrarían” supuestos restos de los estudiantes desaparecidos, tergiversando la realidad y dejando una estela de dudas en las que se dicho personaje y su equipo habrían “sembrado” las osamentas para sustentar su verdad histórica.

De los cientos de huesos hallados por la PGR -sin la participación del GIEI- y enviados a Innsbruk para su plena identificación, quedó demostrado que sólo el ADN del joven Alexander Mora correspondería, sin embargo, la pregunta pertinente es a quién pertenecen los otros restos y de dónde sacaron el hueso que sólo identificó al estudiante presuntamente calcinado.

Ante la presión política que exigían la renuncia inmediata de Zerón de Lucio por los señalamientos del GIEI en su contra y sin temor al ridículo, el titular de la AIC aseguró que, efectivamente, habría sacado de la SEIDO a Agustín García Reyes, alias El Chereje, autor material de arrojar los restos de los estudiantes al río San Juan, sin el conocimiento de su abogado defensor ni registro en los expedientes de la investigación, pero enfatizó que no actuó fuera del marco de la ley.

El informe del GIEI instruido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos es un avance significativo en la investigación para esclarecer la noche del 26 de septiembre de 2014 porque identifica personajes y líneas de investigación que deberían ser retomados por las instituciones gubernamentales, sin embargo, a casi dos años de distancia ha quedado claro que si el caso Ayotzinapa se esclareciera, no será el gobierno de Peña Nieto el que lo haga, no sólo por su evidente incompetencia, sino por su probable participación.

Los crímenes de lesa humanidad en los que se enmarca la Noche de Iguala serán resueltos sólo por organismos de justicia internacional y será ahí donde Felipe Calderón y Peña Nieto tendrán que rendir cuentas sobre la necropolítica que implementaron como instrumento secreto del gobierno para contener y reprimir a los movimientos sociales utilizando a las fuerzas armadas, combinadas con el crimen organizado con prácticas de contrainsurgencia, que allanaron el camino para extraer sin resistencia recursos naturales como oro, plata, uranio y titanio y entregarlos a empresas trasnacionales que operan en las zonas donde las masacres y despojos se volvieron recurrentes.

Iguala: los instrumentos secretos