Ayotzinapa, la guerra que nos ocultan

 

* Julio César Mondragón, tal vez sin saberlo, comprendió su destino cuando en vez de huir encaró a sus captores y posteriores asesinos y acató, sin chistar, la muerte infame que le dieron. Hoy, lo abrazo a él en su valentía y abrazo a su familia y su esposa en su dolor.

 

Alejandro Cardiel Sánchez/ Políticasmedia

Tixtla, Guerrero; 8 de octubre del 2016. Siento un nudo en la garganta. Las fotos que tengo a la vista, a menos de dos metros de distancia, son tremendas. Oigo pero no escucho lo que Miguel Ángel Alvarado menciona. Solamente pienso: “¿qué clase de persona puede hacer algo así y luego –como si nada- continuar con su vida?”. Trato de contener mis emociones y poner atención a la exposición. Pasan de las 22 horas y en el aula donde se presenta el libro La guerra que nos ocultan hay un silencio absoluto. Puedo escuchar la respiración de las personas detrás de mí. A mi lado una mujer llora. El shock, la rabia, la tristeza y la indignación general es evidente.

Horas antes llegamos a la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, Guerrero, a la Asamblea Nacional Popular realizada el 8 de octubre del 2016, donde se trataron las acciones en las que tomarán parte los padres de los estudiantes desaparecidos el 26 de septiembre del 2014.

Durante el desarrollo de las actividades de la Asamblea, se contempla que los padres de los normalistas asistan a la Feria del Libro de Guadalajara, lugar en el que, como candidato a la presidencia de la república, Enrique Peña Nieto no pudo mencionar tres libros que hubieran cambiado su vida.

En el transcurso del día camino por la escuela, conocida ya mundialmente por la desaparición forzada de 43 de sus alumnos y el asesinato sistemático de muchos otros –dos de esos crímenes cometidos en un supuesto asalto en el transporte público hace menos de una semana–.

Las instalaciones son austeras pero amplias. Es evidente, a simple vista, que pasaron el rastrillo y que limpiaron las áreas comunes hace menos de un día. Los estudiantes, en su mayoría descansando a la sombra de los árboles -es sábado- o en los arcos de los dormitorios permanecen indiferentes ante la presencia de los visitantes que deambulamos.

Llama mi atención la enorme cantidad de perros que hay en la escuela -conté al menos 20- todos completamente dóciles y acostumbrados al contacto humano. También la enorme cantidad de árboles que dan sombra en prácticamente todas las instalaciones. Hay, además de los perros, vacas, caballos y no sé qué cantidad más de animales; a algunos los veo cerca de los amplios invernaderos que se ven desde el comedor.

Comemos sopa de pasta, frijoles, carne de cerdo frita y una salsa verde que hace las delicias de la mesa. Posteriormente, la Asamblea transcurre sin mayores contratiempos, se da lectura a la relatoría y a los acuerdos tomados. Finaliza con el canto del Himno “Venceremos” y la invitación a la presentación del libro “La guerra que nos ocultan”, que se realizó más tarde en el Aula Magna.

Mientras tanto tenemos tiempo de conocer más a fondo las instalaciones, tomar fotos de los murales que ocupan la gran mayoría de los espacios de la escuela y de platicar con los estudiantes de la normal.

Me llama la atención un mural de Julio César Mondragón Fontes, en lo que seguramente es una bodega. A su lado hay un árbol de flores rojas de al menos 15 metros de la raíz a la copa, frondoso y lleno y vida. Me acerco a contemplar el rostro de “El Chilango” enmarcado de flores anaranjadas, azules, blancas y moradas con colibríes revoloteando a su alrededor. Este rostro, esta sonrisa, es la que llevo en mente cada que recuerdo el nombre de Julio César Mondragón. Procuro no relacionarlo con el rostro descarnado que vi en los diarios de circulación nacional cuando fue asesinado en el operativo que desapareció a 43 normalistas y dejó muertos, incluso, a jugadores del equipo de futbol Avispones, además de decenas de heridos.

 

La guerra que nos ocultan

 

Siento un nudo en la garganta y un fuego en la boca del estómago. No doy crédito a lo que veo. La saña con que trataron a Julio César escapa de mi comprensión. Las fotos del cuerpo, tirado a la vera del camino, a unos metros del C4 de Iguala y de la posterior autopsia son desgarradoras. Miguel Ángel Alvarado, con tono pausado, preciso e informado, explica el procedimiento mediante el cual se hicieron las incisiones con bisturí, cómo se efectuó el corte en el cuello de Julio César y cómo la piel fue arrancada de abajo hacia arriba hasta dejar sin rostro el cuerpo aún con vida de este, otrora, estudiante normalista.

Las fotos no dejan nada a la imaginación. Nos muestra las fracturas, las cuencas enucleadas, la saña de los asesinos. Nos prueba cómo esto no pudo haber sido hecho por la fauna del lugar -como han tratado de explicar las autoridades encargadas de la investigación-. Siento un nudo en la garganta, un fuego en la boca del estómago y ahora un calor que sube a mi cabeza. Siento el corazón en la frente. A mi lado una mujer llora. El shock, la rabia, la tristeza y la indignación general es evidente.

Cuitláhuac y Lenin Mondragón (tío y hermano de Julio César) abundan ante el auditorio en la información que da Miguel Ángel Alvarado López, el periodista y coautor del libro que se presenta. Al lado de Lenin Mondragón un jovencito de camisa blanca y de enorme parecido con Julio César contiene las lágrimas y desde atrás de sus lentes de armazón negro lanza una mirada triste a la cámara. Siento sus ojos clavados en los míos. Sin enfocar, tomo la fotografía justo un instante antes de que él desvíe la mirada hacia el reportero que en ese instante entra en materia e inicia con la presentación del libro.

“Están disparando amor”, dijo Julio César Mondragón en su última comunicación conocida. Con esas palabras podría resumirse lo que sucedió aquella noche y madrugada del 26-27 de septiembre del 2014. Disparar de manera indiscriminada contra estudiantes desarmados. Contra la población en general. Contra un equipo de futbol juvenil. Contra un taxi. Contra la vida.

Siento un nudo en la garganta. Félix Santana y Miguel Ángel Alvarado exponen su libro. Mencionan algo que recuerdo haber leído antes. Titanio, oro, uranio, empresas mineras canadienses, grupos paramilitares contratados por éstas para desplazar poblaciones mediante la compra a precio de risa, la intimidación o la violencia directa.

Hablan de los grandes yacimientos de minerales que se encuentran precisamente en los lugares en donde la violencia se ha disparado en los últimos años. La Cuenca de Burgos, Tlatlaya, Iguala, Veracruz y otros. Recuerdo de pronto el libro de Federico Mastrogiovanni, “Ni Vivos Ni Muertos. La desaparición forzada en México como estrategia de terror”. En ese libro se habla precisamente del proceso de gentrificación –esto es, el desplazamiento de la población originaria de una zona- y la desaparición forzada de personas precisamente en sitios donde abundan los recursos naturales. Hace especial mención de las zonas dominadas por los Zetas, el grupo de ex militares que tienen completamente dominada la zona de una de las reservas de gas shale más grandes del mundo –la Cuenca de Burgos-.

El silencio, en el Aula Magna de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa Guerrero, es absoluto. Miguel Ángel Alvarado hace una pausa para beber agua. Afuera pueden escucharse los grillos y las chicharras. Todos a mi alrededor respiramos de manera profunda. Escucho –y me escucho- cómo todos sacamos el aire. Estamos listos para el siguiente round.

Nos hablan de la violencia, producto del despojo de tierras que hacen las empresas mineras -sobre todo canadienses- en todo el territorio nacional. El control que tienen los cacicazgos locales que como pequeños virreyes deciden sobre la vida o la muerte de personas y poblaciones completas. Nos hablan de “escuadrones de la muerte” y “la naturalización de la barbarie”, que es precisamente el título del Capítulo VII de La Guerra que nos ocultan.

Recuerdo, de pronto, haber leído algo similar, “La pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la tierra”. Veo que en este caso aplica ciento por ciento. Al fin la memoria me dice que fue Eduardo Galeano quien da ese título a la primera parte de su libro “Las venas abiertas de América Latina”, donde consigna: “Ocurre que cuanto más ricas resultan esas tierras vírgenes, más grave se hace la amenaza que pende sobre sus vidas; la generosidad de la naturaleza los condena al despojo y al crimen” (Pág. 71). Escucho las historias de muerte y despojo que describen los autores y me doy cuenta con horror e indignación que Galeano se quedó corto en su análisis. O no. Sólo que parece que en México seguimos atrapados en un momento de la historia previo a… ‘la Independencia?

Siento un nudo en la garganta y un llanto atravesado. Siento en la boca del estómago “la misteriosa llama de la reina Loana”. Pienso que no estoy escribiendo de manera objetiva y de nueva cuenta pienso en Galeano cuando dice que “la objetividad es para los objetos”. Creo que nunca he estado más de acuerdo con un autor. Siento indignación, coraje, rabia y -ahora lo sé- miedo mientras escribo estas líneas.

Federico Mastrogiovanni habla en su libro “Ni Vivos Ni Muertos” de la operación “Nacht und Nebel”, (Noche y Niebla), implementada por los nazis para desaparecer a los disidentes del Sistema. Pienso también en la “Pedagogía del Terror” del que hablan en el Capítulo III de La guerra que nos ocultan. Siento miedo y al mismo tiempo la necesidad de escribir para vencer esa barrera que nos paraliza.

“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un sólo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. Estas palabras de La biografía de Tadeo Isidoro Cruz, de Borges, han estado en mi mente desde que comencé a escribir estas líneas. El protagonista de esta ficción de Borges “comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe de acatar el que lleva adentro”.

Julio César Mondragón, tal vez sin saberlo, comprendió su destino cuando en vez de huir encaró a sus captores y posteriores asesinos y acató, sin chistar, la muerte infame que le dieron. Hoy, lo abrazo a él en su valentía y abrazo a su familia y su esposa en su dolor.

“Que sirva de algo”, escribió Miguel Ángel Alvarado en la dedicatoria que plasmó en el libro que adquirí en ese momento.

Leo la dedicatoria y no puedo sino pensar en esas palabras mientras escribo estas líneas. Ojalá sirvan de algo y que quien las lea considere en leer este libro lleno de historias de corrupción y violencia que hacen que historias como las de la Casa Blanca de Peña, o la de Videgaray en Malinalco, palidezcan y queden como cosa de niños ante el despojo, la violencia y la muerte causadas por las mineras canadienses y todos aquellos que han hecho de la muerte su modo de vida.

 

* http://politicasmedia.org/ayotzinapa-la-guerra-que-nos-ocultan/

Ayotzinapa, la guerra que nos ocultan

“Esto les pasa”

* El asesinato salvaje contra el normalista de Ayotzinapa, Julio César Mondragón, tuvo como finalidad enviar mensajes. Uno de ellos, el rostro desollado del joven, advertía, en tres palabras, el destino que enfrentan quienes se enfrentan al gobierno. Este texto es parte del libro La Guerra que nos ocultan, editado por Planeta en el 2016.

 

Félix Santana, Francisco Cruz, Miguel Alvarado

Toluca, México; 3 de octubre del 2016. Ese rostro era un naufragio de sangre y fuego.

Marisa (Mendoza Cahuatzin) se trasladó a Iguala el 28 de septiembre. Iba con el tío de Julio César, el profesor normalista Cuitláhuac Mondragón, quien se había enterado de la muerte del sobrino por una de sus hijas. Una llamada y la fotografía del joven en El Sur, el periódico de Guerrero terminaron por confirmar la noticia. Por otro lado, Lenin Mondragón reconocía a su hermano en internet por una imagen que circulaba en las redes sociales.

El examen pericial del levantamiento del cadáver firmado por el médico perito, especialista en medicina forense, adscrito a la Secretaría de Salud estatal, Carlos Alatorre Robles, el 28 de septiembre, causó estupor y furia en la familia del estudiante desollado, pues asentaba cuatro conclusiones frías, algunas incomprensibles y hasta disparatadas:

Primera.- La posición y orientación en la que se encontró el cadáver no se corresponde con la original inmediata a su muerte.

Segunda.- El suscrito estima que el lugar del hallazgo del cadáver, este no se corresponde con el lugar de los hechos.

Tercera.- Las lesiones presentadas en cuello y cara por sus características de nitidez al corte, el suscrito estima que estas fueron producidas por un agente vulnerante.

Cuarta.- Las lesiones (equimosis) localizadas en ambos costados e hipocondrio, fueron producidas por contusión directa, por un agente vulnerante de superficie plana y corte regular.

Otro documento, el informe de la autopsia, también firmado por Alatorre, el 27 de septiembre de 2014, redondea el dictamen:

1.- Equimosis en región clavicular izquierda, deltoidea derecha y external, en cara anterior de abdomen, cara derecha de pelvis, codo derecho, cara proximal cara posterior interna de antebrazo derecho, codo izquierdo, cara dorsal de mano izquierda y derecha, tercio distal cara posterior de antebrazo izquierdo, región dorso-lumbar, escapular izquierda, supraescapular izquierda y cara izquierda de abdomen.

2.- Signos de fractura, amputación reciente de premolar superior derecho.

3.- Herida de 31 por 29 cm, post mortem, de bordos irregulares y exfacelados, con marcas de caninos, que interesa toda la cara y cara anterior del cuello que interesa piel, tejido celular subcutáneo y músculos, preservando estructuras óseas.

Y en este punto cabe una aclaración que sale del informe del prestigioso Equipo Argentino de Antropólogos Forenses (EEAF), que tampoco validó la verdad de la PGR sobre el fuego en el basurero de Cocula que habría consumido a los 43 normalistas: “el cráneo [de Julio César] presentó múltiples fracturas realizadas con un instrumento rombo en la parte derecha, occipital y maxilar, destrozándole prácticamente todos los huesos de la cabeza”.

También presentó marcas de colmillos de animales en la mandíbula y cervicales, lo que para la PGR representaría una “ventaja”, ya que, al haber sido devorado por animales, la muerte no se vincularía con grupos del crimen organizado, ni con la desaparición de los 43 normalistas, ni con el asesinato, por arma de fuego, de sus otros dos compañeros.

El GIEI, en el centro de una campaña de persecución, amenazas y hasta de linchamiento en las páginas de algunos periódicos de la Ciudad de México, se iría del país advirtiendo que el gobierno federal carecía de interés para resolver la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa.

4.- Globo ocular izquierdo enucleado post mortem y globo ocular derecho sin tejidos blandos circundantes, comidos post mortem por fauna del lugar donde se encontraba.

5.- Pabellón auricular izquierdo mide 4.5 por 4.5 cm. Con signos de haber sido masticada post mortem por fauna del lugar donde se encontraba.

6.- Pérdida del lóbulo de pabellón auricular derecho post mortem, por haber sido masticado por fauna del lugar.

En el lenguaje común esos términos médicos y forenses podrían simplificarse: la causa de la muerte fue edema cerebral, con múltiples fracturas en el cráneo, algo que no se apega a la realidad. La autoridad forense decía que los animales del lugar le habían comido parte de la cara a Julio César.

Su familia, destrozada como él, se enfrentó desde el primer minuto al sistema que desde ese momento buscó minimizar ese asesinato y la desaparición de los 43 normalistas. No era creíble la versión de los animales ni menos que nadie supiera quién lo había matado. El Estado tenía una responsabilidad que pronto se convertiría en la abstracción que cerraba todas las posibilidades para hallar justicia y compensación.

Pero los Mondragón Mendoza encontraron otras opiniones que los ayudarían a entender —o al menos a intentarlo— el porqué de la muerte de Julio César y el porqué de tanta crueldad.

Su indagatoria los llevó con el forense Ricardo Loewe —un médico mexicano radicado en Austria, en 2002 jefe del área de Salud y visitador de la Asociación Cristianos para la Abolición de la Tortura (ACAT) y fundador del Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad, consultado por víctimas de tortura y organizaciones de derechos humanos en México para probar, clínicamente, esta práctica por parte de las autoridades—, quien examinó todas las fotografías tomadas a los restos de Julio César y formuló otro diagnóstico, el cual confirmaba que el médico Alatorre no mentía por equivocación. “Julio César Mondragón Fontes fue torturado y ejecutado extrajudicialmente. La mutilación de su cara corresponde a la de otras víctimas de terrorismo, supuestamente perpetrada por el crimen organizado. Como ya lo expresé públicamente, el cadáver de la víctima, un líder estudiantil incómodo para el sistema, fue utilizado como mensaje para quien ose oponerse a la autoridad”, concluía el médico luego de comparar los informes oficiales.4

Loewe envió su estudio al equipo legal de la familia del normalista en agosto de 2015 y contradijo en seis páginas al forense de Iguala pues, para empezar, “llama la atención que el agente de la PGJG [Procuraduría General de Justicia de Guerrero] concluya que el lugar donde fue levantado el cadáver de Julio César Mondragón no correspondiera al sitio de la muerte, a pesar del lago hemático que aparece junto al cadáver […]. Este lago hemático muestra, además, que las lesiones fueron producidas en vida de la víctima […]. Digamos de paso que el lago hemático en el suelo y los hallazgos de hemorragia interna, así como del corazón ‘vacío’, indican que una causa de la muerte, si no la más importante, fue la hemorragia”.

Mirado en las fotos que contiene ese informe, el charco de sangre en medio del cual está el ojo del joven tiene la forma de Guerrero, mapa ensangrentado que anuncia la realidad mexicana desde el relegado Camino del Andariego. México, formado en la década de 1940 con paciencia genocida, siempre al abrigo de la impunidad, se olvidó del desollamiento, tortura y asesinato de Julio César porque la tragedia colectiva de los estudiantes no dejó espacio para nada. El país desdeñó esa muerte a pesar de ser una de las claves para entender Iguala y encarnar las razones para arrasar a las normales rurales.

“Esto les pasa”, dijeron sin una palabra quienes cometieron esa carnicería. Hasta los padres de los 43, los alumnos sobrevivientes, el resto de la escuela y los medios de comunicación independientes entrecerraron los ojos, sin buscar bien. Y, sin embargo, cada uno encontró una hipótesis. Estos, empeñados en contar los sucesos de esa noche; aquellos, en demostrar que los soldados habían participado, y los demás, en que el narcotráfico estaba inmiscuido. Todos tuvieron razón, aunque nadie conectó las historias dispersas en el pasado reciente y lejano. Algunas respuestas estaban allí, no todas en la escuela o en las matanzas atribuidas a narcotraficantes.

Julio César fue torturado y abandonado en el Camino del Andariego, una terracería en forma de Y —que no es ningún paraje solitario, como se ha hecho creer— en la Ciudad Industrial de Iguala, a dos minutos a pie en línea recta desde la planta refresquera de Coca-Cola y enfrente de una herrería, justo atrás del Hotel del Andariego y de las oficinas de Hacienda. Esa embotelladora trabaja 24 horas y los obreros al salir buscan la avenida principal, pasando justo por donde se encontró el cuerpo del joven. A cuatro minutos y medio de donde yacía hay una antena de transmisiones que apenas se ve cuando nubes de arena barren el lugar.

El Andariego es parte de un laberinto de calles terregosas, ciertamente bordeadas de basura a un costado, pero no solitarias. Es una calle transitada por la que avanzan todo el día camiones de carga y mensajeros en motocicleta que apenas prestan atención a las bodegas aledañas.

La antena transmisora está en el jardín de una casa bardeada y de portón inconmovible en la que, por mucho que uno se detenga, nadie aparece. Está casi enfrente de la Coca-Cola. La casa bardeada es el Centro de Comando, Comunicación y Cómputo de Iguala (C4), cerebro de la ciudad que esa noche sólo tenía en funcionamiento cinco de las 25 cámaras de vigilancia, como registró la inspección de la perito profesional en Informática de la PGR, Selene Fonseca Rueda, quien recibió la orden de analizar los videos que tuviera el C4 relativos al 26 de septiembre, a partir de las dos y hasta las seis de la tarde del 27 de septiembre, en el oficio SEIDO/UElDMS/FE-A/1 0897/201, el 12 de noviembre de 2014. Ella se presentó al otro día en la sede del C4.

Nada pasa en Iguala sin que lo vea alguna de las cámaras del C4. La concepción de todos ellos en el país parte de la idea de una especie de big brother gubernamental, y su labor descansa en dos pilares: atender temas y problemas de seguridad pública —además de coordinar trabajos de investigación para procuración de justicia, pero que en términos comunes se traduce en labores de espionaje contra la población— y dirigir labores de protección civil.

En los hechos, el C4 representa un punto de contacto entre todos los funcionarios y dependencias u órganos de gobierno que atienden a la ciudadanía. Los centros recopilan información en tiempo real y la envían a todas las oficinas, dependencias y organismos responsables de la seguridad donde se analiza, se digiere y se toman las decisiones correspondientes.

Cada C4 representa la visión de los gobiernos federal y estatal respectivos. Estos tienen todos los informes: desde la más pequeña manifestación o mitin hasta el más mínimo accidente, los fenómenos naturales y los enfrentamientos; nada se les escapa y apuntalan lo que hace el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) o policía política, responsable de la investigación, análisis y espionaje de campo, lo mismo que las Fuerzas Armadas a través de sus indicadores, infiltrados o espías.

Desde 1940 la policía política —el Ejército y la Marina-Armada lo harían abiertamente en la década de 1960— puso en marcha un proyecto presidencial para espiar enemigos del régimen, insurrecciones populares y actividades subversivas. Y allí fueron consideradas normales rurales y universidades problemáticas. Alemán cedió el control del espionaje político a militares capacitados y entrenados por la Oficina Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés).

Su primer director fue el teniente coronel Marcelino Inurreta de la Fuente, quien llevó como subdirector al mayor Manuel Mayoral García, “cuya misión sería la obediencia al Presidente de la República”, escribió el académico Jorge Luis Esquivel Zubiri.

Se sumarían personajes salvajes y violentos como el veracruzano-libanés Miguel Nazar Haro o el mexicalense Rafael Chao López, responsables de aniquilar a “guerrilleros” mexicanos, y José Antonio Zorrilla Pérez, autor intelectual del asesinato, por la espalda, de su “amigo” el periodista Manuel Buendía Tellezgirón, el 30 de mayo de 1984.

El aparato de espionaje de la inteligencia mexicana se convertiría en las entrañas de un monstruo. La tecnología para espiar en tiempo real está bien instalada en Iguala, aunque “el equipo de cómputo marca HP con número de serie ‘MXQll805BJ’, con número de producto 487932/001, etiquetado con la leyenda ‘SERVIDOR 25 CAM 192.168.64.3’, utilizado como servidor del sistema de videograbación del C4”,6 esa noche —camuflado en la esquina de Industria Petrolera e Industria Electrónica sin número, colonia Ciudad Industrial— no viera nada, ahí, a 400 metros en línea recta de donde desollaban vivo al normalista y robaban su celular, a pesar de que las cámaras 07 y 21 estaban instaladas para vigilar las inmediaciones, pero que ese día desde su programa electrónico reportó “Error. Tiempo de conexión agotado”.

Esos ojos electrónicos ya estaban ciegos cuando Selene Fonseca los revisó, el 13 de noviembre de 2014, y cuando lo reportó, el 14 de noviembre, a la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro, en el Acuerdo de Recepción integrado a la averiguación previa A.P./PGR/SEIDO/UEIDMS/871/2014; era demasiado tarde porque, si algo había, ya estaba borrado o alguien lo había extraído, pues el C4 grababa sobre lo capturado cada 11 días.

La PGR ya lo sabía porque la Dirección General del Sistema Estatal de Información Policial (DGSEIP) le envió el oficio DIR/SEIPOL/489/2014, fechado en Chilpancingo el 29 de octubre de 2014, en el que le contestaba que no podía darle las grabaciones del 26 y 27 de septiembre de 2014 por esa condición del sistema de cámaras que reescribía y borraba. No es que no quisiera, es que no había material. En cambio, entregó información de dos cámaras al procurador de Justicia de Guerrero, Iñaki Blanco Cabrera, una con el nombre de “Salida a Taxco” y la otra “Prolongación Karina”, ubicada en la calle Prolongación Karina esquina Ferrocarril, que habían grabado entre las 21:00 y las 4:00 del 26 y 27 de septiembre.

En este juego de hacerse el ciego, la perito Fonseca se llevó un chasco cuando supo que el personal del C4 ya no era el mismo que había operado las cámaras aquella noche y que los nuevos empleados ni siquiera sabían cómo buscar imágenes. De todas formas, confirmó que sólo cinco cámaras funcionaban hasta el 13 de noviembre, como escribió en el reporte que entregó al otro día a la agente del Ministerio Público de la Federación, Érika Ramírez Ortiz.

Fonseca cometió un error cuando enlistó las 25 cámaras de la zona y reportó el estado que guardaban, pues dejó fuera a dos de ellas, las que corresponden a los números 18 y 23. Simplemente se las saltó, sin mayor explicación, y nadie se dio cuenta. Para Fonseca había 25 cámaras, pero sólo apuntó el estado de 21 y dijo que las que estaban activas eran las denominadas como “Central de Abastos”, “Salida a Taxco” y “Prolongación Karina”.

Al principio se supo que había cuatro videos disponibles, pero la periodista Anabel Hernández documentó un quinto, en el que se observa que 13 vehículos circulan por Periférico Poniente, en dirección a la Carretera 51, con personas capturadas, vigiladas por hombres armados. A esa cámara de seguridad, que no se especifica cuál es, “se le hizo apuntar hacia el cielo cuando pasaba el convoy”. Esos videos quedaron fuera de la investigación de la PGR.

Según Fonseca y la PGR, las cámaras denominadas “Estrella de Oro”, “Leona Vicario”, dos equipos llamados “C4”, “Caja la Monarca”, “Trébol Poniente”, “Periférico Sur”, “Emiliano Zapata”, “Hospital Especialidades”, “Tribunal de Justicia”, “Independencia”, “Zócalo”, “Mercado”, “López Rayón”, “La Feria”, “Mariano Herrera”, “Aldama”, “Galeana”, “Hospital General” y “Tuxpan” no funcionaron el 26 y 27 de septiembre.

El desollamiento de Julio César adquirió dimensiones pocas veces vistas en un país en el que se aniquilan valores fundamentales de la sociedad como el derecho a la vida y su dignidad, dosificando y convirtiendo al cuerpo humano en mercancía desechable, fácilmente sustituible, mientras la clase gobernante basa sus decisiones en la acumulación de capital como un fin supremo, por encima de cualquier concepción moral, política o religiosa.

Julio César Mondragón Fontes, la desaparición de los 43 normalistas y la ejecución de sus compañeros Julio César Ramírez Nava y Daniel Solís Gallardo, así como la aniquilación de 22 personas en Tlatlaya, Estado de México, han propiciado que se pase por alto el control de movimiento de capitales en las zonas donde se extraen recursos naturales.

Estas fuerzas económicas, empresariales y armamentistas son en realidad poderes fácticos que desplazan cualquier sistema de gobierno, incluso socialistas o progresistas, desde el diseño de esquemas militarizados en todas sus modalidades porque en un territorio en caos el resultado siempre favorecerá a quien extrae.

Una economía basada en muerte y sufrimiento para obtener recursos naturales de regiones habitadas por indígenas es consecuencia de una política de facto ejecutada por el Estado, que ejerce su autoridad desde la fuerza y la violencia porque asume que tiene derecho a decidir sobre la vida de sus gobernados.

Esa alianza de control incluye al crimen organizado y sustituye en funciones al gobierno porque impone sus propios impuestos en el cobro de derechos de piso y extorsión, ejecución de secuestros y robo en torno a una actividad principal dedicada enteramente a la extracción. Esa actividad no es solamente una distracción, pero funciona incluso para culpar de la violencia, desplazamientos poblacionales y asesinatos al narcotráfico, a conflictos sociales y étnicos, a diferencias limítrofes, pero también desvirtúa a conveniencia cualquier forma de resistencia que se oponga a lo que el Estado denomine “progreso”.

“Esto les pasa”

Julio César: crónica de un suplicio

* Este es un extracto del libro La guerra que nos ocultan donde se narra la tortura a la que fue sometido el normalista de Ayotzinapa, Julio César Mondragón Fontes, nacido en Tenancingo, Edomex, antes de ser desollado en vida, la madrugada del 27 de septiembre del 2014, en la ciudad de Iguala, Guerrero.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Alvarado

Visto desde arriba, el cuerpo del estudiante normalista Julio César Mondragón Fontes parece ser el de una víctima más de la violencia narca que asola al país, una imagen sangrienta de esas que inundan todos los días las páginas de la prensa amarillista. Un cuerpo tirado sobre la tierra con las piernas semiflexionadas, cuya mano izquierda reposa sobre el vientre, mientras la derecha se estira hacia un costado, al igual que la cabeza, que parece mirar el puño que la muerte no pudo vencer. Sin embargo, se trata del fiel reflejo del suplicio y del terror visual.

Ya golpeado, pero aún vivo, los verdugos de Julio César le hicieron un corte debajo del pecho en forma de gota que arrancó la piel, dejando al descubierto músculos y huesos. Quienes lo hicieron partieron de ahí y con salvaje cuidado fueron cortando hacia arriba mientras diseccionaban, separaban la carne del cuello y llegaban a la mandíbula rota, las orejas machacadas y la nariz desintegrada.

Antes de eso, Julio César ya tenía costillas rotas, 12 puntos fracturados, mientras yacía en el piso. El cuerpo macerado había sido arrastrado después de que lo amarraran con cuerdas, quizá de persiana, porque en ese cuerpo joven quedaron algunos hilos y las marcas de las ataduras se revelaban claras en la piel. Se le veían marcas de patadas en los hombros, delatadas por moretones que le causaron quienes lo capturaron. Adictos a la violencia, quienes lo hicieron trataban de quebrar la dignidad del ser humano y sus valores.

Ya en ese afán opresivo siguieron cortando hasta llegar a las cuencas, vacías porque ya no había ojos, uno arrancado de tajo en algún momento con todo y nervio óptico, arrojado a medio metro de donde se realizaba la carnicería. El otro, por efecto de los golpes, salido de su órbita, atrapado en el cráneo. Quien manejaba el afilado cuchillo de desuello o el bisturí tenía manos expertas, sabía lo que hacía, estaba educado y entrenado para ello.

Con las imágenes simbólicas que no necesitaban ninguna interpretación, la técnica de la tortura, exacta y cuidadosa, era visible en brazos y torso. La mano izquierda, colocada sobre el propio cuerpo, exhibía uñas amoratadas, los dedos sucios por la tierra. Dos escoriaciones sobresalían en esa mano lacerada, como si hubiera golpeado con los nudillos algo punzante o unos dientes. La otra mano, estirada sobre el suelo, parecía reposar, excepto por el horror desprendido justo antes del nacimiento del cuello. A esa hora las heridas ya no sangraban porque ya no circulaba más sangre por el cuerpo, todo era escurrimiento.

No se sabe más porque la piel de la cara no ha aparecido, por lo menos no hasta ahora, y es parte de los misterios que rodean el asesinato, parte de un “trofeo” de la barbarie que alguien guarda en su casa o en algún lugar secreto. De otra manera, ¿cómo puede explicarse tanta beligerancia y empeño para desollar a un joven estudiante normalista?

Desollar es otra cosa. Los narcotraficantes, sus matones y sicarios ciertamente torturan en forma salvaje y así envían sus recados primitivos. Tienen rituales, códigos propios, y construyen escenarios: mutilan dedos —uno o más, depende del aviso, el mensajero y su posición en el grupo rival—; cortan de tajo pene y testículos para entregarlos en charolas de plata a las viudas; dan el tiro de gracia; embolsan; deshacen cuerpos en ácido; encobijan; encajuelan; cuelgan y decapitan; hasta llegan a matar con soplete.

En 2011 “carniceros” y taxidermistas al servicio del crimen organizado intentaron desollar a algunas de sus víctimas para regalar a sus jefes la cara de sus enemigos o el cuero cabelludo, como lo hacían los apaches o los aztecas para honrar al dios Xipe Tótec, los chinos en la dinastía Ming y los españoles, para que sus víctimas experimentaran el terror verdadero y entraran en un trance de visiones infernales; y estos todavía eran más bestiales: rociaban con sal los cuerpos desollados —de sus víctimas agonizantes— para que sufrieran el dolor máximo en carne viva, convertidos en siniestra imagen del tormento.

Los sicarios del narcotráfico intentaban el desuello hasta que corroboraban que sus víctimas estaban muertas. Resultó tan complicado el experimento que desistieron, se dedicaron a torturar, cortar cabezas, desmembrar o disolver carne con ácidos en tambos o toneles industriales.

El desollamiento de Julio César lo hicieron manos expertas. Y el mensaje mantuvo una línea feroz y categórica para construir miedos. El arma de tortura siguió destazando y al llegar a la frente, donde el pelo le nacía al estudiante, una puñalada que afectó casi 13 centímetros, con toda la fuerza, terminó el despellejamiento. Luego lo movieron, tirado en ese piso de tierra del Camino del Andariego en Iguala; era entre la una y las dos de la mañana del 27 de septiembre de 2014. No fue arrastrado ni siquiera un metro, pero su corazón había dejado de latir. En shock por el dolor desde el principio, Julio César Mondragón Fontes terminó de morirse.

Sin saberlo, este joven normalista de Ayotzinapa se había convertido en un peligro para alguien, y aunque no percibió la magnitud de lo que sucedía, hacer un repaso de sus últimas horas a partir de las comunicaciones privadas que registraron algunos de sus familiares, declaraciones de compañeros y hojas confidenciales de la empresa Telcel —que aparecen por vez primera en este libro— aclara la situación: muerte multifactorial relacionada con shock hipovolémico, asfixia y paro cardiaco por el intenso dolor y el sufrimiento mayúsculo del cuerpo macerado.

En definitiva, la muerte de Julio César prueba que en México se ha vuelto a los métodos básicos para acallar la disconformidad: la tortura y el suplicio, dos recursos afines a las dictaduras y las prácticas de la Santa Inquisición. Para sus verdugos era imperativo dejar un mensaje contundente basado en ese terror que perturba los sentidos de todo aquel que se atreva a mirar, lo intuya o escuche del tema. Un aleccionamiento visual con el que Julio César se ha insertado en la genealogía trágica guerrerense que puede documentarse hasta 1923 como parte de los procesos históricos del país.

En el normalista hubo resistencia y honorabilidad. Lo atraparon porque tuvo la osadía de regresar para apoyar o intentar rescatar a sus compañeros, que estaban siendo atacados. En sus verdugos hubo maldad extrema. Su ejecución es una enorme tragedia.

Homicidio calificado, dicen las autoridades, pero no lo resuelven; crimen de lesa humanidad, advierten la familia, Ayotzinapa, organizaciones no gubernamentales, periodistas independientes, el resto de México. Y las pruebas empiezan a salir, acusan. Las vejaciones a este joven de 22 años de edad, quien al día de su muerte pesaba 72 kilogramos y medía 1.76 metros, resumen el nivel de barbarie que vive el país.

El plano-secuencia es contundente: el rostro desollado y el cuerpo torturado circularon ampliamente por las redes sociales; quien haya tomado las fotografías y las haya subido a internet deseaba garantizar un consumo visual masivo que, en su momento, por la agitación estudiantil y la fecha simbólica próxima (conmemoración de la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968), respondiera a una intención deliberada de aleccionamiento o terror.

En esas lecciones visuales encajan las humillaciones, en 2006, a personajes como Ignacio del Valle Medina y Felipe Álvarez Hernández, líderes de la rebelión civil en San Salvador Atenco (más conocida como la de “los macheteros de Atenco”), así como a la comandanta Nestora Salgado García.

También las imágenes de la degradación y el sometimiento público del doctor michoacano José Manuel Mireles Valverde, así como de los profesores Rubén Núñez Ginés, Francisco Villalobos Ricárdez, Othón Nazariega Segura, Juan Carlos Orozco Matus, Roberto Abel Jiménez García y Efraín Picaso Pérez, dirigentes de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en el sur del país.

Pero esto no se queda sólo en lo visual: el símbolo son las víctimas y sus imágenes, mensaje concreto para seguidores y compañeros. Ya no se trata únicamente de contar con el mejor armamento, sino con los métodos más refinados de tortura que, luego, manos invisibles se encargan de difundir.

Y estas víctimas, todas, tienen un denominador común: son líderes sociales, vivieron un proceso de luchas comunitarias, desafiaron al Estado y, a su manera, cada uno exhibió las incapacidades de la Presidencia de la República —en especial de Peña Nieto, desde que era gobernador— para hacer frente a la delincuencia o a los abusos de la élite del poder político que intentan despojarlos de sus tierras ancestrales.

Las imágenes de cada uno —sometido y degradado— son utilizadas para infundir pánico en la sociedad. Los sociólogos lo describen como la construcción social del miedo o terrorismo mediático.

El caso de Julio César no mueve a la curiosidad ni es parte de una leyenda urbana. Va más allá y forma parte de un plan mayor en la guerra psicológica. La circulación masiva de sus fotografías representa un acto malvado, un trastorno. Las imágenes configuran el poder del Estado o de los grupos del crimen organizado, que en muchas ocasiones es la misma cara de la moneda. Si no se colabora con ellos, se termina por pasarla mal.

“La política visual del terror puede parecer primitiva, pero su práctica puede ser tan sofisticada cuan profundos sus efectos”, advirtió Richard K. Sherwin —profesor de Derecho y director del Proyecto sobre Persuasión Visual en la New York Law School—, en La política visual del terror, un amplio ensayo reproducido el 26 de septiembre de 2014 en las páginas del periódico español El País, el mismo día de Iguala.

Con Julio César fueron más atroces.

Lo primero que vieron sus compañeros de Ayotzinapa fue esa imagen. Y al otro día, lo primero que vio su esposa, Marisa Mendoza Cahuantzin, en la morgue del Servicio Médico Forense (Semefo) de Iguala fue a un hombre con el rostro cubierto y los brazos heridos, recostado en una mesa metálica, con quemaduras de cigarro ennegreciéndole la carne.

Ella, a quien los legistas habían advertido lo que vería, pidió que retiraran los vendajes, aunque ya sabía que se trataba de Julio César porque, en realidad, lo primero que vio fue el brazo izquierdo de aquel cuerpo y corroboró, desde la amargura que significa identificar un cadáver, las antiguas marcas que tenía.

Julio César: crónica de un suplicio

“Bienvenidos a la Media Luna”

 

* Mineras, narcos, soldados y luchas sociales convergen en Guerrero con la normal rural de Ayotzinapa como símbolo central de una resistencia contra el despojo y el genocidio. Este texto, parte del libro La guerra que nos ocultan, narra esa historia.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana/ Miguel Alvarado

El director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, Abel Barrera Hernández, y el abogado de los padres de los 43 normalistas desaparecidos, Vidulfo Rosales Sierra, afrontan una investigación del Cisen porque en el primer círculo del gobierno federal los han calificado como radicales y se sospecha que tienen vínculos con grupos subversivos, aunque su biografía los muestre como lo que son: defensores de los derechos humanos en un estado que huele a muerte e impunidad: Guerrero.

Los dos se han convertido en blanco de campañas abiertas para desacreditar su trabajo y dividir al movimiento de Ayotzinapa, incluso a través de la filtración maliciosa de grabaciones que sólo habrían podido producir y luego difundir entes gubernamentales —o poderosos grupos de la iniciativa privada— con capacidad económico-financiera para intervenir sistemas de telecomunicaciones celulares y de telefonía fija.

A finales de noviembre de 2014, la persecución contra Barrera y Rosales levantó una ola de indignación entre organizaciones agrupadas en torno al seguimiento del Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, pero también en periodistas influyentes de la Ciudad de México.

Barrera sostiene desde hace mucho que en Guerrero hay una ocupación sistemática del Ejército, como si se tratara de una fuerza invasora, un plan para desactivar la lucha social, cualquiera que sea, y que la siembra de amapola por parte de minifundistas se usa como “justificación de la militarización que desde la época de la Guerra Sucia se implantó en las escarpadas sierras y montañas de Guerrero, que sirvió para la posteridad como modelo de guerra contrainsurgente que nos ha desangrado y nos ha colocado como una de las entidades más violentas, donde la vida tiene un precio ínfimo”.

Sus palabras resuenan proféticas, en casos como el del homicidio de Julio César Mondragón Fontes: “Los rebeldes mueren muy temprano y de pie a manos del Ejército, la motorizada y los judiciales”.

Para entender las palabras de Barrera y en parte lo que ha pasado es Ayotzinapa es necesario ubicar a la industria minera, minas y concesiones situadas en una franja de 232 kilómetros y que también se extienden a parte de Puebla, Morelos y Oaxaca. Guerrero, comunicado por el corredor carretero interoceánico Acapulco-Veracruz, hasta el Golfo de México, garantiza el transporte de minerales y estupefacientes.

Barrera y el Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan también han sido claros: en Guerrero, “la minería ha significado la esclavitud y la muerte de los pueblos indígenas. […] existe una explotación desmedida de los minerales […]. De 2005 a 2010 cerca de 200,000 hectáreas del territorio indígena de la Región Costa Montaña han sido entregadas por el gobierno federal a empresas extranjeras, a través de concesiones de 50 años, para que realicen actividades de exploración y explotación minera, sin tomar en cuenta el derecho al territorio y a la consulta de los pueblos indígenas”.

La oposición de organizaciones como Rema alcanzó a proyectos hidroeléctricos necesarios para la obtención del oro. Eso derivó en detenciones de dirigentes, pero también en una violencia nunca antes vista, tan sangrienta que las policías comunitarias de Guerrero tuvieron que luchar contra las mineras, como lo hizo la CRAC, porque las comunidades eran obligadas a abandonar las tierras. No hubo éxito luchando solos y poco a poco la delincuencia los controló con terror.

A mediados de la década de 2000, los guerrerenses descubrieron con horror que los criminales operaban ya como grandes aliados de las mineras. La brutalidad se hizo común en las zonas en las que estas se asentaban desde principios de esa década, cuando el panista guanajuatense Vicente Fox Quesada llegó a la Presidencia de la República.

Atraídos por las actividades que se desarrollaban en torno a las mineras, los capos de los cárteles entendieron que la industria extractora redituaba mayores ganancias que las drogas. Y fueron ellos los responsables, bajo situaciones muy oscuras, de “limpiar” pueblos enteros donde excavarían las mineras. Los sicarios se encargaron de aplastar cualquier intento de rebelión. Y empezaron a controlar actividades adyacentes, mientras el Estado aportaba soldados para consolidar la seguridad pública en las regiones mineras.

Los sicarios acabaron con cualquier intento de lucha contra las mineras. Por omisión o complicidad del Ejército y las policías, el sicariato se consolidó como elemento de control y los cárteles, transformados en mafias, empezaron a controlar actividades clave como el transporte de desecho en camiones de volteo y asuntos sindicales, sin renunciar al secuestro, la extorsión ni la siembra, distribución y exportación de drogas.

Los sicarios del crimen organizado usaron cualquier mecanismo de control social que tuvieron a la mano, empezando por el asesinato, para consolidar las operaciones de la industria minera trasnacional. Y quienes quisieron refugiarse en el silencio de sus casas empobrecidas e intentaron despreocuparse del problema más pronto que tarde descubrieron que la minería a gran escala y los muertos formaban un binomio implacable e inhumano.

Algunas historias parecen salidas de un cuento de terror, pero así son y con los mismos resultados: los muertos de un solo lado. La violencia envolvió a Guerrero.

“Bienvenidos a minera Media Luna. Es una compañía canadiense dedicada a la exploración y desarrollo de recursos de metales preciosos con un enfoque en oro. Es propietaria del 100% del proyecto de oro Morelos, ubicado a 180 kilómetros al suroeste de Ciudad de México”, dice la extractora Torex Gold de sí misma, que tiene subcontratos por lo menos con 15 empresas y 600 trabajadores solamente en Guerrero. En una superficie de 29 mil hectáreas está, entre otras, la mina El Limón-Guajes, al norte del Balsas.

“Si no tienes red, te matan, mueres en tu lucha”, advierte Evelia Bahena, quien durante cuatro años, entre 2007 y 2011, detuvo los trabajos de la Media Luna.

Las luchas campesinas buscaban negociar convenios porque no estaban en contra de la explotación sino del abuso. En realidad, los afectados tuvieron que batallar hasta con entregas simuladas de dinero y falsas firmas de acuerdos organizados por el gobierno de Guerrero, que repartía a medios locales fotos y boletines oficiales en los que promocionaba arreglos “fantasma” propuestos por mineras, como sucedió el 12 de diciembre de 2007, cuando burócratas estatales montaron una entrega de efectivo a los ejidatarios de Real de Limón, Fundición y algunos de Nuevo Balsas.

El director general de Promoción Industrial, Agroindustrial y Minera del estado, Carlos Enrique Ortega Cárdenas, representando además a la Media Luna, entregaba ese dinero a un desconocido que no era ejidatario, que nadie en la comunidad identificó. La cantidad, por supuesto, nunca llegó a los afectados. Lo que en realidad había pasado ese día era un rompimiento de negociaciones, publicado en diarios nacionales. Los medios de Guerrero recibieron un boletín donde se daba cuenta del teatro gubernamental, un disfraz de concordia porque detrás se agazapaban las primeras amenazas de muerte, denuncias contra ejidatarios y omisiones de las autoridades. De nada valieron las quejas dirigidas a la Delegación Regional de Derechos Humanos, como el oficio CODDEHUM-CRZN/116/2007-II en el que documentaban el hostigamiento de policías municipales armados, enviados por el alcalde perredista de Cocula, Jorge Guadarrama Ocampo (que estuvo en el cargo de 2007 a 2009), aliado de Teck Cominco, para reventar las asambleas ejidales.

La oposición se fortaleció pese a la presión del alcalde Guadarrama, cuya campaña política había sido estructurada, precisamente, desde la lucha contra la Media Luna, aunque nada más ganar dejó de fingir y apoyó a los canadienses, cuyo plan de trabajo incluía el traslado de dos pueblos, completitos, a una zona donde no estorbaran, pero también el patrocinio político para el alcalde, quien todavía no tomaba posesión y ya se alistaba para competir por una diputación local.

Guadarrama era amigo de Evelio Bahena Nava, padre de Evelia Bahena, quien vivió mucho tiempo en Estados Unidos, involucrado en temas ambientales y la defensa de migrantes desde Houston. Cuando regresó a Cocula se encontró con antiguas amistades que lo recibieron de la mejor manera. Uno de ellos era Guadarrama, todavía candidato perredista a la alcaldía. El señor Bahena se involucró en los recorridos por comunidades como La Fundición y Real de Limón, asentadas al pie del cerro donde la Media Luna desarrollaba proyectos de exploración, en los cuales había invertido diez años. Ejidatarios contratados por los ingenieros se interesaron en Bahena porque hablaba inglés. Ellos necesitaban presentar quejas a sus patrones que, alegando no hablar español, se negaban a entablar diálogo.

La defensa contra los canadienses comenzó desde el reclamo más insignificante, pues los comuneros sólo querían extender el tiempo de sus comidas en media hora. El repatriado les dijo que tenían derechos, que de una vez los exigieran y así comenzó todo, por media hora más. La barrera del idioma se superó, ya con vocero, quien rápidamente involucró a activistas de Houston como Bryan Parras, uno de los ambientalistas más reconocidos y cofundador del Texas Environmental Justice Advocacy Services (TEJAS), dedicada a la defensa ecológica y la justicia social.

Así, la resistencia inicial tomó una forma organizada. A los ejidatarios les enviaron el perfil empresarial de la extractora que Evelia Bahena les explicaba en las reuniones. Eventualmente ella sustituyó al padre, quien murió por enfermedad, aunque antes el activista había acudido a todas las instancias legales e informado al gobierno canadiense, el 3 de diciembre de 2008, sobre la Media Luna. El Consulado de Canadá en Houston registró esas visitas pero su interés era poco o nulo y lo único que hizo fue enviar a los guerrerenses un correo electrónico donde le enviaba la dirección en internet de la Gold Corp.

Y nada más.

Y es que al gobierno canadiense lo que hagan las empresas mineras bajo su bandera en otros países no le importa. Le importa, claro, que las dejen trabajar y obtener la mayor cantidad de minerales. En 2015, el embajador de Canadá, Pierre Alarie, les dijo a todos en la XXXI Convención Internacional de Minería, en Acapulco, que “los que se oponen a las mineras son grupos muy particulares, muy organizados, pero muy pequeños”.

En 2008 los campesinos contratados por Teck Cominco realizaban trabajos de exploración en condiciones extremas. Sus horarios estaban estipulados por sus jefes como “de día” y “de noche”, con jornadas de 12 horas, de siete de la mañana a siete de la noche y de siete de la noche a siete de la mañana, en un segundo turno. No tenían prestaciones y su salario era inferior al mínimo. La empresa llevaba explorando diez años y ni siquiera había arreglado el camino de acceso a la mina, que desde Real de Limón, en camioneta, consumía 40 minutos. Tampoco había inscrito a nadie en la seguridad social. Lo que los campesinos pedían a la minera era un arreglo equitativo por el arriendo de predios, un plan ecológico para no afectar a pueblos y habitantes, el cumplimiento de los acuerdos que se celebraran y el pago justo a quienes habían trabajado para ellos. Después, los reclamos fueron otros.

Las averiguaciones previas HID/AM/02/1227/2007, HID/AM/02/ 1225/2007 y HID/AM/02/1226/2007 del 19 de septiembre de 2007; la HID/AM/02/1197/2007, del 13 de septiembre de 2007; la HID/AM/02/1201/2007, del 14 de septiembre y la HID/AM/02/1558/2007 del 17 de septiembre de 2007, presentadas por los campesinos para denunciar a la extractora, no sirvieron de nada, excepto para que la Media Luna los amenazara con detenciones judiciales derivadas de denuncias de los canadienses ante la Procuraduría estatal, que se ampliaron y extendieron hacia febrero de 2008.

A los comuneros la justicia les cerró las puertas y se echó a andar un esquema de bloqueo para favorecer a la empresa. La Procuraduría dejó de informar a los afectados sobre las denuncias, impidió la recepción de documentos y no promovió ningún diálogo con la minera, que se mantuvo en silencio. El oficio dirigido a Derechos Humanos de Guerrero también revela amenazas de la Procuraduría Agraria para forzar pactos con la Media Luna a cambio de no retirar ni cancelar títulos ejidales a los campesinos, como se registró el 23 de enero de 2008. La misma Procuraduría Agraria impidió que visitadores acudieran a las asambleas para testificar los dichos de los ejidatarios.

 

Las fórmulas perfectas

 

La Media Luna tiene su emplazamiento en lo alto del cerro de La Joya, entre los pueblos de Nuevo Balsas, La Fundición y Real de Limón, en el municipio de Cocula, Guerrero, y cobija a esas comunidades en sus faldas, que veían trabajar a la minera, literalmente, encima de ellas. La primera acción real contra la Media Luna ocurrió cuando Evelia Bahena y los suyos cerraron el paso a los trabajadores. En realidad, no habían tomado las máquinas, que estaban dentro del perímetro de la empresa, pero el único paso, La Ceiba, fue bloqueado. En esa primera acción, en 2007, el Ejército intervino para desalojarlos a petición de los gerentes mineros. Los inconformes evitaron la confrontación escapando a los cerros, donde no podían encontrarlos, pero cuando los soldados se retiraban, el plantón volvía a levantarse hasta que, en diciembre de ese año, la minera despidió injustificadamente a treinta trabajadores.

La corrupción que una minera tan rica genera en una sociedad como esta alcanza todos los niveles. Con el edil Guadarrama pasó lo que siempre pasa. El perredista, nada más ganar los comicios, buscó llegar a acuerdos con la empresa y lo consiguió, aunque fue solamente uno: puso su precio y se lo pagaron. El municipio dio paso libre a los canadienses y el amigo de los ejidatarios se convirtió en uno de los activos más eficaces de la Media Luna, comprometida con él en un viaje político y que desde sus ganancias reales no daba más que migajas, limosna para un pedigüeño. Los ejidatarios se enteraron de que la minera hacía depósitos a las cuentas bancarias del alcalde y de quienes vendieron la lucha. Iban desde 100 mil pesos hasta un millón.

Que los políticos en Guerrero se alíen con las mineras es práctica obligada. Son ellas las que organizan elecciones y encabezan una tétrica mesa de acuerdos donde se sienta el narcotráfico. La fórmula La guerra que nos ocultan es sencilla: la mina dirige los comicios con los cárteles como su brazo armado. A cambio, un alcalde impuesto se compromete a no pedir nada a la empresa, ni para el municipio ni para beneficiar comunidades. No habrá caminos nuevos ni arreglarán los que ya están. Se olvidará de indemnizaciones y sólo se reubicarán pueblos, se harán obras cuando no haya alternativa.

La mutación de los cárteles, cuando sucedió, no tuvo marcha atrás. Al principio, cuando los opositores mineros se armaron de valor y se levantaron en 2007, no tenían miedo de los narcotraficantes, que incluso buscaban a líderes sociales para saber lo que estaba pasando. Al saber que la lucha era contra las mineras, los dejaban en paz. Eso, hasta que las propias extractoras comenzaron a afectarlos porque los terrenos para amapola y mariguana están también en la zona del oro.

“El narcotráfico ya no tenía dónde sembrar y sus ingresos se habían desplomado”, relata Evelia. Aunque sanguinarios, los cárteles no podían luchar contra una empresa supermillonaria, protegida por el gobierno y el aparato militar. No es que en Guerrero los cárteles hayan dejado de producir, sino que lo hacen en menor escala y trasladaron el negocio a Puebla, Estado de México, Morelos y otros estados.

La historia de Pablo Tomás Ortiz y Alma Nelly Martínez Román da forma a las palabras de la luchadora social. Conocido como El Chino o El Curita, había batallado siempre para ganarse la vida. De 35 años y originario de Mazatlán, nunca se quejó, sin embargo, y aprovechaba cualquier oportunidad para ganar dinero. Pero la mala suerte y apenas el bachillerato trunco que presentaba en solicitudes de empleo no le ayudaban mucho. Desempeñó cualquier cantidad de oficios, pero ninguno le pagaba lo que él quería.

Desde los siete años vivió en Manzanillo, Colima, porque su padre era cabo de Infantería de Marina y hasta allá lo trasladaron, con todo y familia. En 1995, cuando iba en tercer semestre del CETIS 84, Pablo Tomás tuvo que ponerse a trabajar. Tuvo empleos mal pagados y se convenció de que sólo un milagro lo sacaría de pobre.

Ese milagro ocurrió cuando se drogaba con cristal en Manzanillo, en la colonia San Pedrito, en compañía de su amigo Jesús N., El Chicho, en agosto de 2013. El Chicho lo miró y le dijo que se fuera a trabajar con él a Atzacala, Guerrero, donde tenía “un jale” en una minera llamada Media Luna, aunque eso significaba trabajar para un grupo llamado Guerreros Unidos.

—¿Y cuánto pagan? —le preguntó Pablo Tomás.

—Pues 15 mil pesos al mes.

Pablo se quedó boquiabierto y respondió que sí hasta cuando El Chicho le dijo que el trabajo consistía en matar, controlar drogas y levantones. Y cobrar la plaza, que incluía cuotas de los trabajadores. Así que se fueron a Atzcala en septiembre de 2013. Pablo conoció los pormenores del oficio. Fue presentado con sus compañeros, entre ellos uno apodado Cepillo o Terco. Previa capacitación, comenzó a ejercer. Llegó como jefe porque era amigo de El Chicho.

Su grupo cuidaba que los “contras” —Los Rojos— no entraran al pueblo y se apoderaran de la plaza. Le entregaron un cuerno de chivo, una pistola nueve milímetros y un Blackberry para que se comunicara con El 9 —que se llamaba Pedro Celso Montiel y andaba en una Lobo negra— y con El Chuky, un hombre pequeño pero sanguinario. Así comenzó. Controló las drogas. Alineó pueblos. Mató “contras”. Él dice que esto último lo hacían en un lugar específico.

—En la zona alta de una montaña que se le conocía como Cielo de Iguala, a espaldas de Pueblo Viejo.

A los de las minas les daban protección para que nadie secuestrara, matara o robara el transporte de minerales, “y como me gané la confianza de ellos me encargaron para que yo me hiciera cargo de los poblados de Balsas, La Fundición, colonia Valerio Trujano, además de Atzcala”.

Todo iba bien para Pablo Tomás Ortiz. Incluso se enamoró de una chica, Alma Nelly Martínez Román, quien había regresado de Chicago para radicar en su tierra natal. Se fueron a vivir juntos. Ella pronto se dio cuenta de lo que hacía su pareja y le pidió que la dejara ayudarlo. Con permiso de los jefes, la joven se integraría al equipo de cobranza que visitaba las mineras y a los comisarios de los pueblos cercanos. El colmo de la buena estrella llegó cuando le entregaron una camioneta Silverado 2013, blanca de nueva, pero con el inconveniente de que era robada. Tomás dijo a todo que sí, con tal de tenerla. Que tuviera cuidado, sí. Que allí no habría problemas porque con el gobierno de Guerrero estaba todo arreglado, sí. Que su licencia sería falsa, sí. Que tendría una credencial electoral chueca, sí. Que su nombre sería otro, Eduardo Villanueva Viviano, sí.

“Además de que traía sirenas de una empresa minera”, sí.

Alma Nelly también manejaba el vehículo. En ella realizaba las rutas de cobro mientras Pablo Tomás, ahora Eduardo Villanueva, organizaba al grupo, que iba creciendo. El Pollis, El Pechugas, El Banderas, El Niño, El Mimoso, El Jocky, El Moslo, El Greñas, El Morado, El Balazo y El Tripa lo habían fortalecido. Todo estuvo tranquilo, pues, hasta el 27 de septiembre de 2014, porque “la bronca más pesada que hemos tenido es el levantón de unos estudiantes”.

Esa fecha, a la una de la mañana, Pablo Tomás recibió una llamada de El 9, para que se fuera a la entrada de Mezcala, sobre la autopista Chilpancingo-Iguala, para que echara aguas porque iban a atorar a unos vehículos, al parecer de los “contras”. Pablo Tomás obedeció y se llevó una Expedition, dos armas y también a su chica. Llegaron al lugar y estuvieron un rato hasta que vieron pasar un tráiler seguido por dos autos. Segundos después, un poco más adelante, se desató una balacera comenzada por El 9, ideada como un distractor. Y es que kilómetros adelante otra célula de los Guerreros Unidos reportaba el levantón de estudiantes a quienes, le dijeron sus compañeros a Tomás, los llevaron a Cielo de Iguala, a espaldas de Pueblo Viejo. Nelly recuerda que El 9 también le pidió a Tomás que “cuidara el puente que está en Atzcala porque iba a sacar a su gente por el río”.

Esta versión la confirma el GIEI en su segundo informe, cuando asegura que la operación para detener a los estudiantes se extendió a un territorio de por lo menos 80 kilómetros, controlando la movilidad sobre la carretera Iguala-Chilpancingo desde la media noche hasta las 06:00 am, implementando bloqueos con tráileres: uno en la comunidad de Sabana Grande, Tepecuacuilco, a tres kilómetros del ataque contra Los Avispones, y otro a la altura de Mezcala, donde se reportaron dos heridos, lo que muestra un modus operandi coordinado para evitar la huida de los autobuses.

“Yo ya no supe nada”, dijo Pablo Tomás Ortiz a la Procuraduría estatal de Colima en la declaración fechada el 23 de octubre de 2014, pedida por la PGR con el oficio 4583/2014, el 28 de octubre de ese año. Sólo añadió que días después El 9 se comunicaba con él para decirle que se fuera de Atzcala.

Así lo hizo, pero antes pasó a cobrar cuotas, dejó a buen recaudo el armamento del grupo y se lanzó para Colima, junto con Nelly. La Media Luna denunció extorsiones del crimen organizado hasta por un millón de pesos al mes, pero El Curita sólo cobraba 50 mil pesos, los mismos que se llevó en la huida junto con la Silverado robada y una Beretta negra.

Pensaron también comprar droga para no quedarse sin dinero. Eso fue lo primero que hicieron al llegar a Colima. Se metieron a la colonia Tívoli y nada más estacionarse los encontró una patrulla. Les revisaron todo. Allí salieron los papeles falsos, la pistola, dos cargadores, una computadora que pertenecía a un funcionario de la Procuraduría de Guerrero. Y como los agentes no aceptaron un soborno de diez mil pesos, se los llevaron detenidos.

La estrella de El Curita terminó de apagarse.

El cobro de cuotas a mineras, dice Evelia Bahena, es en realidad parte del “contrato” que firman extractoras y cárteles para evitar, por ejemplo, alzamientos sociales que afecten a las empresas, “limpiar” tierras y pueblos y obtener protección.

El 3 de diciembre de 2007 Bahena y su grupo retuvieron tres máquinas y un tractor que operaban para el proyecto de exploración Los Guajes, la primera mina de Torex, a pesar de que no había ningún convenio firmado con la coalición de ejidos El Limón, que agrupaba a las comunidades de Campo Arroz, Balsas Norte —Nuevo Balsas—, Puente Sur-Balsas, Atzcala, el ejido de San Miguel, Fundición y Real de Limón, pertenecientes a Cocula. Para 2011 la inversión alcanzaba 500 millones de dólares y el arriendo de 507 hectáreas por 23 mil pesos anuales por cada una de ellas, en el ejido Nuevo Balsas por 30 años, dice el estudio de la Procuraduría Agraria de Guerrero, “Tierra que Brilla”, de 2012.

Antes de que Pablo Tomás llegara a Atzala, los ejidatarios de Bahena representaban en 2008 la mayoría en La Fundidora y Real de Limón, donde la minera no podía organizar asambleas ejidales a modo y tenían que suspenderlas. Sin ese convenio, la Media Luna no podía trabajar legalmente y eso la orillaba a corromper. A los ejidatarios les decía que rentaría las parcelas y que las pagaría como si estuviera sembrando, no extrayendo oro.

Los representados por Evelia exigieron primero el cumplimiento de promesas de la Media Luna sobre renta y permisos de trabajo, pero luego tuvieron que pelear por su tierra y para conservar la vida. La Media Luna ofreció 35 mil pesos anuales para 110 ejidatarios pero las pérdidas ecológicas fueron incuantificables. Esa oferta sonaba ridícula cuando los campesinos se enteraron de las ganancias de la empresa. Lograron que se les pagara algo más, 250 mil pesos y 300 mil a los de Nuevo Balsas, pero no hubo arreglo para lo ecológico. Los pobladores exigieron

“3 millones 140 mil pesos, de los cuales un millón sería para Real del Limón, 2 millones para Nuevo Balsas, 50 mil pesos para Atzcala y 90 mil para Puente Sur Balsas.

”Asimismo, la pavimentación de la carretera Balsas-La Fundición, monitoreos permanentes a sus manantiales, acondicionamiento de brechas, servicio médico con personal capacitado, computadoras para telesecundarias de La Fundición y Real del Limón, una cancha de basquetbol, 300 sueros antialacrán, muebles escolares, tinacos Rotoplas, láminas de asbesto y galvanizadas, así como la reubicación de La Fundición y Real del Limón”, escribía la reportera Amalia Román, del Diario 21.

La empresa ofreció 200 mil pesos para dos ejidos y 800 mil para el resto, pero a cambio de controlar el recurso. Los de Bahena no aceptaron y el acceso al cerro de La Joya se clausuró definitivamente. La minera, poco a poco, dejó de trabajar. Evelia ejecutaba exitosamente una estrategia de frentes comunes y pronto la lucha contra la Media Luna era apoyada por Amnistía Internacional. Sin embargo, para la mayoría de los mexicanos esta lucha pasó inadvertida y hasta ahora está silenciada.

Al mismo tiempo, la organización de Bety Cariño, Rema, promovía la resistencia y divulgaba triunfos contra corporaciones en todo el país. Desde allí estudiaron los delitos que las empresas fabrican a ejidatarios y terminaron conociéndolos mejor que nadie. Ese conocimiento de la voracidad también generó estrategias para protegerse de las amenazas de muerte que los opositores recibían habitualmente. El esfuerzo de los ejidatarios se construyó desde la unión, aunque siempre fueron los más débiles ante la ley.

La Media Luna terminó cerrando en Cocula y el 16 de diciembre de 2008 lo anunciaba oficialmente. Pero una cosa es que cerraran y otra que se fueran, porque una de las estratagemas consiste en hacer creer que abandonan para volver con otro nombre. Media Luna fue comprada por Torex —son los mismos, aunque cambien de nombre, dice Evelia— consciente del enorme beneficio de la inversión y animada porque sabía de más emplazamientos, como el hallado en 2012 al sur de Balsas, que representaba una segunda mina en 630 hectáreas y explotada a partir de 2013. Allí se encontró un depósito de 5.8 millones de onzas de oro, 115 mil 884 millones de pesos.

A pesar de las exorbitantes cantidades, las mineras en el país apenas entregan mil 87 millones de pesos para desarrollo comunitario y mil 171 millones para preservación del medio ambiente, según informa dice congratulándose la Camimex, como si se tratara de un logro formidable, aunque desde la perspectiva canadiense lo es porque sirve a las extractoras para ponerse la máscara de benefactores sociales y recibir reconocimientos públicos, como los distintivos que las acreditan como Empresas Socialmente Responsables, otorgados por el Centro Mexicano para la Filantropía, fundación que recaba donativos deducibles de impuestos.

La triada narco-minas-gobierno construyó un engranaje que funcionaba con el terror como combustible. La lista de luchadores sociales asesinados, como Bety Cariño, quien se convirtió en un emblema para quienes se enfrentaron a las extractoras, fue también un mensaje para el resto de los opositores. La estrategia de matarlos relacionándolos con actos delictivos desacreditaba a los líderes ante la opinión pública, poco informada y capaz de creer cualquier cosa.

En la lista de condenados a muerte seguía Evelia Bahena, quien enfrentó órdenes de aprehensión por secuestro, daños a propiedad privada y a las vías de comunicación. Y es que su movimiento es el único que ha logrado detener a una empresa de esa magnitud, pero a un costo muy elevado.

En los años en que frenó a la Media Luna sufrió cuatro atentados, pero sobrevivió a todo, incluso a un intento de linchamiento enfrente de los secretarios de Desarrollo Económico de Guerrero, Jorge Peña Soberanis y de Salud de Guerrero, Rubén Padilla Fierro, en 2009, cuando era gobernador Zeferino Torreblanca. Los funcionarios estaban en la comunidad de Balsas, en una gira organizada por los gerentes de la Media Luna para convencer a Evelia de hacer un trato. Allí estaban ella y sus ejidatarios, mezclados en la multitud que también se componía por acarreados de la mina.

El plan para matarla era audaz por increíble. Se echó a andar cuando, como por casualidad, a Bahena la separaron de su grupo. Uno de sus compañeros, Eligio Rebolledo, se dio cuenta de que la iban encapsulando y que, poco a poco, la sacaban del mitin. Ellos reaccionaron sacando sus armas y la rescataron rompiendo la ventanilla de un auto para resguardarla ahí. Los secretarios habían fingido estar distraídos y miraban a otro lado cínicamente. Aunque siempre negaron tener responsabilidad en ese intento, después se descubrió que la minera había pagado 50 mil pesos a un hombre para que azuzara a la multitud, reclamara a la luchadora social que por su culpa el pueblo no tenía trabajo y la colgaran enfrente de la policía. Evelia salvó la vida gracias a que sus compañeros apuntaron a los policías y a los funcionarios, amenazándolos. Los oficiales también sacaron sus armas y apuntaron a los campesinos. En medio de todo quedaron los señores secretarios.

—Si ella se muere, se mueren ustedes aquí también. ¿Quieren vivir? ¡Que viva ella! —les gritaron.

Sólo así se salvó. Peña Soberanis y Padilla Fierro, temblando de miedo, tuvieron que calmar la gresca, pero sólo porque ellos estaban La guerra que nos ocultan en peligro. Evelia escapó por un cerro y las pistolas fueron guardadas. El mismo Soberanis había reclamado un año antes, sin nombrar a Evelia, que “dos personas han hecho hasta lo imposible porque la minera se vaya con el cuento de la contaminación, con el cuento de que no están bien los contratos, con el cuento de que no le cumplieron con eso ni con lo otro, yo creo que no es posible eso, es cuestión de que entre la cordura un poco y que estas personas se retiren de ahí y que dejen que se den las negociaciones”. Decía que el origen de todo el problema era que los ejidatarios querían dinero en efectivo por sus tierras y rechazaban los proyectos productivos que se les había ofrecido. El secretario de Desarrollo Económico siempre fue un férreo defensor de la Media Luna.

La estrategia que más les funciona a las mineras es la alianza con la delincuencia, porque sus pérdidas son mínimas. Prefieren dar a los funcionarios 10 millones de pesos para que aplaquen las cosas en vez de destinarlos a los ejidatarios, porque a estos últimos no los pueden controlar. Un buen convenio con ellos es una pérdida para las empresas porque otras comunidades les exigirán lo mismo.

La defensa de la tierra obligó a Evelia Bahena a montar a caballo, quedarse a dormir en los cerros, comer lo que encontrara. Algunas cabalgatas eran nocturnas, por caminos donde no se veía nada. Así, confiados en el instinto del animal, viajaban por brechas propicias para emboscadas, como sucedió en los alrededores de La Fundición, cuando pistoleros los esperaron y les dispararon a quemarropa.

Otra vez Rebolledo le salvaría la vida. Había escuchado ruidos y sabía que había alguien emboscándolos. Todos amartillaron y desde la negrura se oyeron gritos.

—¡Entréganos a Evelia y no les pasará nada! —exigían los pistoleros.

La mujer logró escabullirse con la ayuda de sus compañeros, pero la emboscada le ratificó que la Media Luna no se detendría ante nada. Si quería seguir luchando, tendría que hacer cambios radicales para sobrevivir.

Al principio los cárteles se vieron afectados porque las tierras de amapola y mariguana también eran arrasadas, pero las mineras pactaron con ellos. A cambio de las tierras, les pidieron desalojar comunidades, secuestrar, asesinar e infundir miedo. Esa fue la estrategia usada en Carrizalillo, en la mina de Los Filos, donde la protesta ejidal iba ganando hasta que los cárteles mataron y secuestraron a los campesinos involucrados. Luego, los demás campesinos, al negociar, aceptaron incluso salir de sus tierras por voluntad propia, sin necesidad de pagos.

—Quien diga que el crimen organizado controla, miente —acusa Evelia— son las mineras para las cuales trabajan. Encontraron un método maravilloso para que los delincuentes hagan el trabajo sucio y el gobierno se lave las manos, porque ya no tienen necesidad de violar la ley, los derechos humanos.

En Cocula, a principios del marzo de 2008, el alcalde Guadarrama ni siquiera se ruborizaba cuando abordaba en público los desplazamientos y la venta de tierras. Sentado en su oficina, anunciaba las operaciones de la Media Luna y adelantaba la reubicación de los pueblos.

El gobierno tomó partido y se encargó de criminalizar a quienes rechazaron los tratos propuestos por la minera. “Llegar a la firma del convenio de arrendamiento entre Media Luna y los ejidatarios fue un largo y tortuoso camino”, decía el delegado de la Procuraduría Agraria en Guerrero, Fernando Jaimes Ferrel, en 2011.

El gobierno de Guerrero declaraba, en 2012, cuando se había alcanzado un acuerdo con el ejido Nuevo Balsas, que la oposición a la mina estaba formada por “gente mal informada, mal asesorada”.

La lucha de Evelia Bahena es repudiada y descalificada por todas las compañías mineras y sus aliados en los distintos gobiernos que hacen ver la necesidad de explotar yacimientos minerales para beneficio del país y las comunidades, y no pierden ocasión de victimizarse y ubicar al narcotráfico como el origen de todos los males. “Están equivocados”, es la frase recurrente de las multinacionales a pesar de que se ha documentado por todo el mundo una carnicería imparable por la obtención de territorio para extraer. Pero hay otros que comprueban las vivencias de Bahena y enumeran una larga lista de atropellos, despojos y homicidios en el país.

Activistas de la organización Otros Mundos afirman: “Las Fuerzas Armadas militarizan caminos, ciudades y regiones indígenas para controlar el descontento social y garantizar las inversiones de las empresas mineras, con violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Las autoridades locales y federales criminalizan la resistencia a abandonar las tierras y viviendas, las movilizaciones en las calles, las protestas públicas, los bloqueos, la toma de campamentos, la retención de equipo, las declaraciones de prensa y hasta las demandas legales. Las acusaciones son de terrorismo, delincuencia organizada, asociación delictuosa, atentados contra la paz, bloqueo al libre tránsito o a las vías de comunicación”.

Lo que pasa en Guerrero se refleja en todos los estados colindantes, aunque hay uno en particular que une a Tlatlaya la trama que involucra a los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. Ese reflejo de sangre es el sur mexiquense, la Tierra Narca que Enrique Peña heredó a Eruviel Ávila.

 

 

Vámonos para Tlatlaya, la tierra del uranio

 

Al sur de Toluca, a dos horas y media de la capital del Estado de México, está el Triángulo de la Brecha, la Tierra Caliente parida desde la vileza del crimen y los gobiernos federal y estatales que han mantenido a la región sumida en pobreza inexplicable, a pesar de ser una de las más ricas del país porque se puede sembrar casi cualquier cosa y su generosa dotación de agua garantiza agriculturas y ganaderías. Además, el subsuelo está repleto de plata, cobre, zinc, titanio, barita y metales radiactivos que se van al puerto michoacano de Lázaro Cárdenas o hasta Colima, escondidos en cargamentos de oro rumbo a China.

Ese territorio agrupa a cuatro municipios del Estado de México, 11 de Guerrero y tres de Michoacán, y se extiende por 50 mil kilómetros cuadrados patrullados siempre por soldados, narcotraficantes y paramilitares que ejercen las armas con saña contra campesinos que no sobrevivirían de no ser por las remesas que sus parientes, migrantes de ese edén, envían desde Estados Unidos.

No todos viven en pobreza. Algunos ganaderos y comerciantes han logrado considerables fortunas y por un tiempo pudieron defenderse o negociar treguas porque de otra forma no podrían permanecer allá. Al menos lo hicieron hasta que las mineras llegaron y comenzaron a extraer en gran escala. En el Estado de México el 9.8% del territorio está concesionado a mineras.

Nadie va al sur mexiquense si puede evitarlo. No es un aliciente la producción de oro por 4,848 toneladas extraídas desde 2009 sólo de seis municipios ni los tres mil 874 millones 614 mil 362 pesos que vale. Pero nadie va sin motivos importantes, ni siquiera el argentino Carlos Ahumada Kurtz, a quien dos capos de distintos cárteles han acusado de extraer uranio y mantener una tersa relación de negocios con los hermanos Olascoaga, líderes de La Familia Michoacana.

No, El Señor de los Sobornos, como le dicen al empresario, no va a Campo Morado en Arcelia aunque tenga razones de peso atómico para vigilar la producción de una de sus dos minas, El Colega, y cuya actividad se ha entretejido en Argentina con un escándalo de proporciones radiactivas que involucra a la ex presidenta de ese país, Cristina Fernández de Kirchner, en negociaciones con la superminera Barrick Gold, lista para operar megaproyectos por 10 mil millones de dólares en la comarca de San Luis, donde ahora vive Ahumada.

No es el crimen organizado lo que impide el desarrollo de las comunidades calentanas, donde el silencio de la sierra de Nanchititla, de Tejupilco y Luvianos en el Estado de México, hasta Arcelia y Totolapan permite trabajar sin detenerse a mineras como Farallón, Grupo México, Peñoles, Nyrstar y Blackfire Exploration, que no se inmutaron cuando más de 600 familias abandonaron casas y tierras porque no tenían nada para comer y porque paramilitares degollaban a los “contras” en las calles de sus pueblos, a la vista de todos.

Las extractoras ni siquiera cambiaron sus horarios cuando se enteraron de las tres matanzas imposibles de Caja de Agua en el cercano Luvianos —más de 100 muertos en un solo enfrentamiento nunca reportado en 2011, y cuyos cuerpos sacaron militares y policías en camiones de volteo, llevándolos quién sabe a dónde— y los sobrevuelos de un helicóptero Blackhawk que en abril de 2014 masacró a 30 personas entre San Martín Otzoloapan y Zacazonapan, también en el Estado de México, en el paraje que oriundos y fuereños llaman La Virgencita por una estatua que hay ahí. En ese lugar acampaban narcotraficantes que habían llegado para tomar el control de la zona, cerca de una mina de oro, plata, zinc y cobre —Tizapa— que pertenece a Peñoles.

Esos sicarios que no quisieron vivir en ningún pueblo eligieron el campo como casa, y para marzo de ese año ya había dejado pasar, sin intervenir, tres enfrentamientos. Uno, en el paraje de La Estancia en Luvianos, entre La Familia Michoacana y Los Caballeros Templarios, dejaría 32 muertos. Otros dos, en Caja de Agua, con al menos 50 asesinados cada uno.

Pero el 25 de abril de 2014 nadie avisó al campamento de 30 narcotraficantes que una máquina de alta tecnología se dirigía a ellos, desde su base en Luvianos. Y cuando ubicó el objetivo abrió fuego, detenido en el aire. Casi al mismo tiempo cayeron esas 30 personas, aunque la ráfaga siguió al menos por tres minutos, dice un poblador del lugar que vio lo que pasaba. El Blackhawk dejó un tiradero de cadáveres que después otros levantaron y desaparecieron.

Esos vuelos son tan mortales como el imperio forjado por el Señor Pez, Johnny Hurtado Olascoaga, máximo líder de La Familia Michoacana y gran corruptor del 102 Batallón de Infantería, basamentado en San Miguel Ixtapan, Tejupilco, el mismo al que pertenecían los soldados que ejecutaron a 22 jóvenes en una bodega de la pequeña comunidad de San Pedro Limón, Tlatlaya, y que después etiquetaron de narcotraficantes. En esa bodega la señal de ataque que alguien había acordado con los soldados era una ráfaga a la hora convenida, una serie de tiros desde la oscuridad que a nadie mató porque iban al cielo, para tener un pretexto y atacar.

Por la cerrazón del Ejército, la alteración de la escena del crimen, la sinrazón para mantener el caso bajo reserva o congelado, la negativa de la PGR para investigar la cadena de mando del Ejército, la orden de abatir que dio a los soldados, y la tortura a tres sobrevivientes, las 22 muertes son incomprensibles si se desconoce la situación de Tierra Caliente, el desarrollo acelerado de la minería, la inconformidad que afecta a las empresas extractoras y, por lo mismo, el ocultamiento de que en Tlatlaya y Arcelia —municipio guerrerense con el que hace frontera— se gestaba un movimiento contra las mineras y los cárteles de la droga que se encargaban (encargan) de los negocios alternos a la minería.

Controlados hace años por los altos mandos de La Familia Michoacana, Arcelia y Tlatlaya también se han convertido en una de las zonas de mayor comercio o tráfico de armas ilegales, a pesar de los patrullajes del Ejército, la Marina y la Policía Federal. La presencia de las mineras representa para los cárteles un futuro promisorio.

Caminar por los cerros del Triángulo de la Brecha significa encontrase los cadáveres, ni siquiera enterrados, de quienes fueron abandonados en la nada para morir luego de ser levantados o castigados por los michoacanos —de los que el gobierno federal presume su extinción— o de vez en cuando por Los Rojos o los Guerreros Unidos, que esporádicamente pelean alguna plaza. Pero eso sucede cada vez menos porque, como en Guerrero, en el sur mexiquense el narcotráfico ya no es el único negocio de capos y sicarios, que han sabido pactar sentados en la misma mesa de negociaciones organizada por mineras, gobiernos locales, estatales y federales, Fuerzas Armadas, y los propios “contras”. Ahí tiene su origen el nuevo orden de la tierra narca mexiquense.

Recorrer los cerros de Nanchititla es lo mismo que ir a la zona de La Montaña en Guerrero o, mejor, a la comunidad de El Naranjo, en el municipio de Leonardo Bravo, donde en diciembre de 2015 se encontraron 19 cuerpos tirados, descompuestos, que al otro día, por dejarlos unas horas más ahí, amanecieron calcinados misteriosamente. La diferencia es que en las cañadas de Nanchititla no hay necesidad de incinerarlos. Allí los cuerpos se pudren al sol, comidos por zopilotes y otras faunas, abandonados con vida, sin brazos ni piernas, como castigo por enemigos, una falta o ejemplo cuando los rescates de un secuestro no son pagados.

Los que allá viven ya saben que si alguien es llevado al cerro morirá sin remedio. Nadie ha salido ni tampoco hay una contabilidad sobre aquel panteón al aire libre.

En Tlatlaya reconocen al Señor Pez como jefe indiscutible. Se han acostumbrado a la presencia de Olascoaga y su gente, que sientan su feudo en Arcelia, Guerrero, y por miedo o conveniencia han aprendido a respetarlo. Es visto como un protector, “un padre” —dice uno de los habitantes de San Pedro Limón—, porque resuelve los problemas de la comunidad, desde infidelidades hasta quebrantos económicos. Es él quien mete en cintura a esposos desobligados y con el viejo castigo de la tabla satisface peticiones de necesitados, cobra las deudas por otros.

También interviene en asuntos más delicados, si los pobladores se lo piden, como sucedió el 15 de enero de 2016 cuando familiares de 27 levantados, 16 originarios de El Salitre, cinco de Ajuchitlán, colocaron una manta y le suplicaron auxilio: “Sr. Pez, tus paisanos necesitamos de su apoyo ya que las fuerzas militares, estatal, y federales no han hecho nada por nuestras personas desaparecidas. Ahora más que nunca necesitamos de usted como siempre ha visto por su gente. Esperamos que esta ves no se la esepcion. Atentamente el pueblo de Arcelia”.

Los secuestrados fueron encontrados caminando por una brecha cercana al pueblo de La Gavia, aunque el gobierno atribuyó la liberación a la presión del Ejército. Los de Ajuchitlán eran maestros, pero allá se sabe que la mayoría de los secuestrados estaban involucrados en luchas sociales. Uno murió durante el cautiverio, José Eutimio Tinoco, un empresario local a quien llamaban El Rey de la Tortilla. No fue el único muerto, pues también falleció el director de la secundaria técnica de Santana del Águila, en Ajuchitlán, Joaquín Real Toledo, y aparecieron otros dos ejecutados en las inmediaciones.

Casualidad o no, al menos en ese caso el nombre de El Pez pareció resolver lo que policías y militares no pudieron o no quisieron. Algunas familias no denunciaron el plagio de sus parientes, pero acudieron a Hurtado Olascoaga porque lo consideraron más efectivo contra quienes habían perpetrado el plagio. Los Tequileros, renegados de La Familia Michoacana, difundieron luego un video donde asumían la responsabilidad y culpaban, con las víctimas frente a ellos, a Hurtado Olascoaga de la cancelación de 120 empleos en la refresquera Coca-Cola y del cierre de la mina Campo Morado, para entonces propiedad de la belga Nyrstar y que en noviembre de 2015 había detenido temporalmente las actividades mineras por un adeudo con transportistas locales por 14 millones de pesos, aunque luego se sabría quién y cómo se controla ese negocio en la Tierra Caliente. Los Tequileros son liderados por Raybel Jacobo de Almonte, asesino de políticos regionales como los regidores panistas María Félix Jaimes y Roberto García de Totoloapan y del dirigente del PRI Carlos Salanueva de la Cruz.

A cambio de ayuda El Pez pide muy poco a Arcelia, aunque en realidad es todo lo contrario: que lo escondan en las casas de los pueblos que domina cuando hay operativos o huye de grupos rivales; que no lo delaten y cumplan las reglas que ha impuesto en ese sur olvidado. Que guarden silencio para que todos sigan con vida haciendo negocios como allá se hacen. Sometimiento, pues.

Tlatlaya está a 176.5 kilómetros de Iguala, unas dos horas por carretera. Entre ellas se interpone la 35 Zona Militar, que despliega en esa última ciudad al 27 y al 41 batallones de Infantería. En una maraña de ríos y presas, a Tlatlaya le toca, por el lado mexiquense, el 102 Batallón de Infantería emplazado en San Miguel Ixtapa, Tejupilco, adscrito a la 22 Zona Militar. El 102 ha sido calificado como uno de los más corruptos del país porque algunos de sus soldados fueron aliados de El Señor Pez, quien pagó por una protección que en poco tiempo lo ha hecho tan intocable como los propios militares.

Tlatlaya y Arcelia están rodeados por los ríos San Felipe y Bejucos, al norte; el Cutzamala, Balsas y Palos Altos al suroeste y el río Sultepec al sureste, entre los más importantes. Cumplen también con otra de las condiciones para la extracción minera, la de las presas, con los embalses de El Gallo, Ixtapilla, Palos Altos, la presa Vicente Guerrero y pronto construirán El Pescado, cerca de Arcelia.

En Tlatlaya hay dos minas funcionando oficialmente, La Sierrita y Real de Belem, de oro, plata y plomo, pero sus habitantes viven el día a día sin saber o sin querer saber, que casi todas esas tierras ya están concesionadas desde los 35 permisos o más a mineras que esperan el mejor momento para iniciar operaciones.

El titanio se extrae recientemente en Luvianos de minas ubicadas entre los parajes de El Manguito, caserío de 54 personas, y Piedra Grande, con poco menos de 200 habitantes. Rancho Viejo es otra comunidad emblemática, vigilada obsesivamente por grupos armados, como si en sus cuevas o cerros hubiera algo más que las 400 personas o menos que allí viven. La mayoría de las minas son clandestinas y, aunque algunas están en poder de ejidatarios, casi todas han sido arrebatadas por paramilitares y sicarios, que las resguardan esperando a los nuevos dueños.

Luvianos es también uno de los centros más discretos de venta y distribución de armas, que también algunos ejidatarios, organizados no sólo para sembrar, compran a quien se las quiere vender, como sucedió a mediados de 2015 cuando tres tráileres se estacionaron en el pueblo y no se fueron sino hasta que terminaron de descargar el arsenal que transportaban.

En Arcelia, la canadiense Farallón Mining, con sede en Vancouver terminó por vender su negocio, pero antes le extrajo lo más que pudo porque obtuvo 38 mil 59 toneladas de zinc en 2009, “procedentes de su mina de oro, plata, plomo, cobre y zinc llamada Campo Morado, una de las once concesiones mineras a su nombre que comprenden aproximadamente una superficie de 57,411 hectáreas en este municipio”, escribió la reportera Lilián González para La Jornada Morelos.

Sidronio Casarrubias Salgado, El Chino y capo de los Guerreros Unidos, conoce muy bien a Johnny Hurtado Olascoaga y a su hermano, José Alfredo Hurtado, El Fresas, porque son los jefes máximos de La Familia Michoacana acantonada para septiembre de 2014 en la sierra de Nanchititla y con extensiones criminales en Taxco, el estado de Morelos y una parte de Michoacán. Ellos convirtieron el pueblo mágico de Valle de Bravo, donde los más ricos de México tienen sus casas de descanso, en una pesadilla cuando un mes antes de Ayotzinapa desataban el terror con levantones y secuestros, pero también con ejecuciones como parte de una limpieza sicaria que sólo sucede cuando se conquistan las plazas.

Casarrubias conocía demasiando bien al escurridizo Pez porque los Guerreros Unidos habían ganado la guerra por Iguala a La Familia y la habían expulsado con todo y el cadáver calcinado de su jefe local. Y también porque los dos cárteles tenían los mismos negocios y junto a las mineras generaban sus más grandes entradas económicas. El Pez amarró oscuros tratos con extractoras de la región para negociar la garantía que esas compañías necesitan contra ejidatarios insurrectos.

Johnny Hurtado es un hombre de cara ancha y sus 1.84 metros apenas equilibran su delgadez natural, sus cejas semipobladas. Con dermatitis, pero valiente o por lo menos con suerte, cortejó a la hija del director de Tránsito de Arcelia hasta que aceptó casarse con él, antes de que el 102 Batallón de Infantería matara al suegro, Mario Uriostegui Pérez, La Mona, durante un enfrentamiento en diciembre de 2013 donde quedaron muertos otros tres, también funcionarios de aquel municipio, acusados de narcotráfico.

Un encontronazo contra marinos en abril de 2014 y el asesinato del teniente de corbeta Arturo Uriel Acosta Martínez en el pueblo de Liberaltepec definirían el rumbo del Señor Pez, quien para entonces ya se había dado el lujo de comprar informantes dentro del Ejército.

El 102 se encargaría de ponerle más sangre a su historial en 2014, en una bodega de San Pedro Limón, en Tlatlaya, cuando El Pez ya era el jefe máximo de La Familia, luego de la captura de José María Chávez Magaña, El Pony. Las ejecuciones ahí sólo reafirmarían el poder del narcotraficante, intocable por alguna razón y que lo habían convertido, incluso antes de ser el número uno, en el más desafiante ante los soldados, cómo él mismo dejó ver en diciembre de 2013, cuando “el Mojarro y su grupo se hacían presentes a través de pancartas, dejadas sobre el cuerpo de dos hombres descuartizados en Teloloapan: ‘Secretario de la defensa y marina ahí les dejo su cena de navidad para que vean quien es la verga de Guerrero, mientras me divierto viendo sus pendejos elementos que me mandan en sus operativos. A mí me la pelan y les doy 24 horas para que se retiren si no los voy a empezar a matar en emboscadas pinches corporaciones de mierda, con su padre nunca van a poder. Atte. El pez y el M16. Viva la FM’ ”.

El Pez diseñó una estructura que le ayudaría a gobernar el sur mexiquense apoyado en su lugarteniente principal, El Fresas, heredero por derecho de sangre de la organización.

Otro personaje de importancia es Eduardo Hernández Vera, Lalo Mantecas, encargado de Luvianos y que en los últimos meses ha tomado el control, junto con su jefe, de casi todos los negocios de la región y se ha adueñado de los sindicatos mineros registrados ante la Confederaciones de Trabajadores de México, que ha aceptado la jetatura sicaria.

Maneja el transporte de mineral porque contrata camiones de carga con las extractoras, incluido el uranio de Campo Morado, y le ayuda a El Pez a imponer orden desde las listas de trabajadores que alguien les proporcionó. Tiene en su poder la distribución de materiales de construcción en la zona, que ya nadie puede utilizar si no se los compran a ellos. El nuevo emprendimiento tiene hasta una razón social y para no confundir le llamaron “El Sindicato”.

El Carly, otro de los brazos fuertes, asegura el sometimiento de los territorios del sur apoyado en un kaibil, El Salvador, encargado de operativos y cacerías humanas. Hasta La Familia Michoacana reconoce que en el Estado de México uno de los capos más importante era El Faraón o El Gallero, abatido en Querétaro en agosto de 2015. Jaime Vences Jaimes, en lo público un sanguinario Guerrero Unido, había logrado ubicarse por encima de las decisiones de los Casarrubias porque en realidad era un infiltrado de Los Rojos, enviado para fisurar lo que pudiera, y aunque lo hayan ultimado los marinos en San Juan del Río, en su tierra todos dicen que está vivo y ahora es un testigo protegido.

 

Carlos Ahumada, el uranio

 

El Chino Casarrubias y su grupo habían aprendido el oficio de limpiar pueblos, deshabitarlos, pero Ayotzinapa los había reventado. En realidad, ellos se reventaron solos y solos se pusieron al descubierto. Antes de Ayotzinapa, los Casarrubias habían llegado a la ciudad donde reside el gobernador mexiquense Eruviel Ávila y les gustó para quedarse.

Eligieron para vivir el municipio conurbado de Metepec y establecieron en el valle de Toluca su base de operaciones, al menos hasta mediados de octubre de 2014, según un reporte de la Marina entregado a la PGR el 15 de octubre de ese año, integrado escuetamente en un parte de presentación sobre las investigaciones por el levantamiento de los 43.

Allá tenían uno de sus hogares José Ángel El Mochomo y Mario Casarrubias Salgado, El Sapo Guapo, hermanos de Sidronio, quien ya preso dijo a la PGR que al menos Ángel y él vivían en el número 8 de La Joya de Metepec, un fraccionamiento que desde 2004 fue usado por narcos y familiares de capos recluidos en el penal federal del Altiplano. Desde allí dictaban las órdenes que en Iguala cumplían al pie de la letra los sicarios al mando de El Gil.

La llegada de los capos a Toluca no era fortuita. Habían buscado un camino para salir de Guerrero porque estaban copados por rojos y michoacanos. No tenían opciones, pues por Arcelia y el vecino municipio de Acapetlahuaya jamás pasarían, tampoco por Morelos, la tierra de Santiago Mazari, Carrete. El único corredor disponible era Ixtapan de la Sal, porque la policía municipal era aliada suya, tanto que hasta las armas les debían.

El Chino Casarrubias conocía demasiado bien a El Señor Pez y sabía que había comprado una gasolinera en Arcelia, donde “como seña existe mucha maquinaria pesada, desde góndolas, manos de chango, tráileres, carros de volteos, maquinaria que es utilizada en las minas, maquinaria que también es propiedad de Santana Ríos Baena, alias el Melonero, de las cuales el Pescado es socio de una, además, el Pescado es socio junto con Carlos Ahumada, el argentino que estuvo preso, y que es dueño de dos minas en el estado de Guerrero, de donde sacan uranio, una de las minas está en Campo Morado, Tierra Caliente, Guerrero, el cargamento es transportado en góndolas, pero como Ahumada trafica el uranio, lo esconde entre metales diversos y lo llevan a Lázaro Cárdenas, pero la mayoría va a el puerto [de] Colima, donde se entrega directamente a los barcos chinos […] esta mina también es explotada por una empresa canadiense, [y] agrego que cuando el Pescado está en peligro de ser detenido por alguna autoridad del gobierno, Carlos Ahumada auxilia con un helicóptero de su propiedad, el mismo helicóptero es también usado por El Fresas […], Ahumada, aparte de sacar el Uranio, le paga veinte mil pesos por góndola al Pescado…”, decía en una ampliación de declaración a la SEIDO el 18 de octubre de 2014. Cómo resultan las cosas que la declaración de Casarrubias la corroboraría con años de anticipo el propio Caros Ahumada Kurtz cuando publicó un libro, Derecho de Réplica, para defenderse de los videoescándalos en los que se involucró cuando se autograbó, en marzo de 2004, entregando dinero al líder perredista René Bejarano y que de fondo le asestaban un golpe político a Andrés Manuel López Obrador, en ese entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal.

La historia que Ahumada plasmó, deshonesta biografía exculpatoria repleta de mentiras a medias; sin embargo, decía la verdad cuando habló, como al acaso, de sus inversiones mineras en Arcelia, Guerrero: “Poco después hubo una depresión de la industria minera, lo que me obligó a cerrar la planta. Los precios del oro y la plata estaban por los suelos. Además, por disposición del gobierno federal, la Comisión de Fomento Minero […] había tomado la determinación de cerrar todas sus plantas de beneficio de minerales, que eran las que recibían el producto de los pequeños y medianos mineros; concretamente decidieron cerrar la planta de Pinzán Morado, en el municipio de Coyuca de Catalán en Guerrero”, dice Ahumada, aunque omite que uno de los contactos que permitieron que él se estableciera fue el del extinto gobernador guerrerense José Francisco Ruiz Massieu, uno de los impulsores más entusiastas de los megaproyectos mineros en Arcelia y quien inauguró el emprendimiento del argentino cuando este era un joven de 25 años.

La planta donde Ahumada dijo que le compraban su oro, Pinzán Morado, nunca cerró, aunque en 2015 estuvo en huelga. Hasta la fecha lleva más de 30 años trabajando de manera ininterrumpida a pesar de estar en el corazón de una zona con una larga historia de violencia, de guerrilleros del EPR y el ERPI contra militares y paramilitares desde 1996.

En febrero de 2015 los mineros de Pinzán Morado vivieron la violencia en carne propia cuando tres de ellos fueron levantados mientras se desarrollaba la huelga, que para ese entonces llevaba un mes.

Propiedad de Minera Camargo, una subsidiaria de la canadiense Cigma Metals Corporation, está en un territorio donde se ha documentado la presencia de grupos guerrilleros como el EPR desde 1996 y el ERPI dos años después.

Carlos Ahumada, después de huir a Cuba, donde lo aprehendieron y lo entregaron a su país adoptivo, estuvo en la cárcel durante tres años, acusado de fraude y lavado de dinero. Salió libre en 2007 y regresó a Argentina, donde lo primero que hizo fue reconstruir lo que había perdido en México. Y él, que extrañaba a sus equipos de futbol León y Santos Laguna, se instaló en la provincia de San Luis, “vinculada potencialmente a la extracción de uranio”, dice el diario Edición Abierta, el 13 de marzo de 2016 y que implica un beneficio de más de 10 mil millones de dólares en el que políticos argentinos de las más altas esferas están involucrados, favoreciendo a las subsidiarias de la minera Barrick. Ese uranio incalculable es, según la prensa argentina, el verdadero negocio de la ex presidenta Cristina Fernández.

El Mexicano o El Señor de los Sobornos volvió a transitar brechas empantanadas. Repitió tan bien su pasado que hoy es el directivo principal del equipo de futbol profesional de la Tercera División, el sorprendente Club Sportivo Estudiantes de San Luis, que ha escalado cuatro divisiones en tres años. Todos saben que fue amigo del todopoderoso, y ya fallecido Julio Grondona, ex presidente de la Asociación Argentina de Futbol, pero que eso no fue suficiente para evitar una sentencia de muerte financiera y deportiva contra el popular Talleres de Córdoba, del cual fue dirigente Ahumada, a quien acusaron de maniobras fraudulentas que derivaron en una detención por la Interpol, el 29 de junio de 2008, cuando escapaba oculto en el maletero del auto del ex futbolista Martín Vilallonga, un delantero de Racing que terminó como chofer del empresario.

Ahumada ha encabezado la gerencia de cinco clubes argentinos, pero cuatro de ellos han terminado fundidos en quebrantos absolutos. A él, en contraste, se le atribuye una fortuna de 500 millones de dólares y constantes viajes a Buenos Aires, México y China, según sus amistades. Todos se preguntan de dónde obtiene tanto dinero para sus proyectos.

Pero los aquelarres pamboleros de Ahumada eran sólo un hobbie, una distracción cara y mucho, que, sin embargo, no podía compararse con lo que venía. Y lo que venía era la superminera canadiense Barrick Gold, la mayor del mundo. Tres estados argentinos estaban involucrados en un proyecto en el que recibirían dos represas a cambio del uranio de la región, casi nada cuando sus aguas quedarían contaminadas para siempre por los residuos de cianuro que dejarían los procesos extractivos. Allí estaba negociando por lo menos un amigo de El Mexicano, el gobernador de la provincia de San Luis, Claudio Poggi, porque la Barrick había conseguido la autorización para operar siete megaproyectos de plata, oro y, por supuesto, uranio.

Dados los primeros pasos sucedió lo que siempre pasa. Ambientalistas de la región defendieron sus tierras y han detenido a la Barrick —cuyo valor en los mercados es de 50 mil millones de dólares y presume asesorías de George Bush padre—, beneficiada por otro lado por dos decretos secretos que la ex presidenta Fernández de Kirchner le otorgó “para que lleve a cabo la explotación en la zona Pascua Lama, extendida entre San Juan y la Tercera Región de Chile”.7 Ella se dejaba ver con el dueño de la Barrick, Peter Munk, a quien en una visita le confirió honores de un jefe de Estado.

Mientras Fernández presumía que su país era líder productor de uranio pero esquivaba sin éxito señalamientos de hacer negocios en Irán y China con ese mineral, se entretejía una trama de narcotráfico que involucraba, cómo no, a mexicanos y sus cárteles globalizados en un negocio más que redondo de efedrina que ya había cobrado la vida de tres empresarios farmacéuticos en Quilmes, al sur de Buenos Aires, el 13 de agosto de 2008, en realidad una venganza por arrebatar el mercado local a uno de los proveedores más importantes para los narcos mexicanos, Esteban Ibar Pérez Corradi.

A principios de 2016, Martín Lanatta, autor material de los asesinatos, acusó al ministro Aníbal Fernández de ser el autor intelectual de los homicidios, conocidos como el “Triple Crimen de General Rodríguez”. La Morsa —así le decían al político—, un ex jefe de Gabinete de Cristina Fernández, aspirante a gobernar Buenos Aires en 2015 e investigado ahora por un asunto de licitaciones irregulares, habría recibido del Señor de los Sobornos 5.2 millones de dólares por ese tráfico de efedrina que en 2008 habían disputado y controlado efímeramente los empresarios Sebastián Forza, Daniel Ferrón y Leopoldo Bina.

Como un siniestro personaje de série noire, Carlos Ahumada se ubicó otra vez en los reflectores de un caso que se ampliaba sangrientamente hasta llegar al gabinete de la ex mandataria Fernández. Sus contactos, algunos del más alto nivel, se volvieron contra él y por lo menos le reafirmaron la fama de “mafioso” que ya arrastraba.

De la mano de amistades políticas y repitiendo el patrón que lo colocó como uno de los empresarios favoritos de la actual secretaria federal de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, la mexicana Rosario Robles Berlanga, el Señor de los Sobornos realizó en Argentina inversiones en constructoras, equipos de futbol y transferencias de jugadores, así como casinos y proyectos de energía pero con dinero cuyo origen puede ser la delincuencia, afirmó el legislador argentino Gustavo Vera cuando pidió investigar las inversiones de Ahumada, quien ha reconocido por lo menos una reunión con el ministro Aníbal Fernández.

Por si algo faltara, la PGR envió una petición a la justicia argentina para indagarlo y aunque allá pensaron que se derivaba de la declaración de Casarrubias, después supieron que era por una extorsión contra Rosario Robles y que involucra un pagaré, ahora desaparecido, por 25 millones de dólares y con fecha del primero de agosto de 2003 con la firma de la funcionaria mexicana. El empresario había querido ejecutar ese documento, que además implica una demanda por 400 millones de pesos mexicanos contra el PRD.

El año de 2016 se ha reducido para Ahumada a uranio, futbol, efedrina y procesos con la justicia desde San Luis, Argentina; y a uranio, el Señor Pez, los Guerreros Unidos y una indagatoria de la PGR desde México. Las autoridades ya decían, desde 2004, que la fortuna del argentino podría estar ligada al narcotráfico porque su mina en Arcelia estaba en territorio de cárteles, pero sobre todo porque no había un origen claro del dinero que poseía.

Fue El Pony quien dio los primeros datos a la PGR sobre las actividades radiactivas de Carlos Ahumada en Campo Morado, y en las que involucró a un par de canadienses, aparentemente secuestrados por El Pez en 2004, socios de la empresa Maza Diamond Drilling de Mazatlán, México, y que luego fue contratada como proveedora de Farallón. La mina de Ahumada que produce uranio se llama El Colega o El Ciego y es El Pez quien se encarga de transportar el material a los puertos de Lázaro Cárdenas y Colima, donde se embarca rumbo a China.

Inmiscuido también en el secuestro de la madre de La dama de Iguala, el 28 de mayo de 2013, El Pony dirá cualquier cosa que pueda destruir el imperio de los Abarca y los Casarrubias. En ese plagio se identificó como hijo de El Chapo Guzmán cuando negociaba el rescate de Leonor Villa Ortuño, en Plaza Sendero de Toluca, una ciudad que a los narcotraficantes les sienta bien para ponerse de acuerdo. El Pony pedía bien poco: 10 millones de dólares, que “le pusieran” a un comandante de la policía llamado Mario Carvajal y la plaza de Iguala, completita. Según él, un pacto entre La Familia y El Chapo estaba en marcha para apoderarse de Guerrero e Iguala era uno de los botines principales. El Pony tenía motivos suficientes para odiar a los Casarrubias y a sus sicarios, en especial a El Chuky, porque encabezó un comando asesino para despedazar a los michoacanos en Zirándaro, Guerrero, como venganza por otras muertes, envuelta en una trama de narcopolítica que alcanzaba a Iguala y a la Tierra Caliente mexiquense. No está claro si El Chuky y sus comandos conseguirían sus objetivos, pero lo que sí está comprobado es la detención de ese sicario por parte de elementos del Ejército, el 25 de abril de 2009. Para variar, en septiembre de 2014 El Chuky estaba de vuelta en Iguala por si algo se ofrecía, libre quién sabe por qué.

La incursión guerrerense de Ahumada tuvo su antecedente en Oaxaca, cuando compró minas de antimonio en Los Tecojotes, asociado con su abogado, Efrén Cadena Hernández, entre 1985 y 1990. Esos esfuerzos lo dirigieron a la búsqueda de oro y así llegó a Arcelia dispuesto a encontrarlo. Lo hizo, y a Grupo México le compró La Suriana en el pueblo de Achotla, que también producía plata, y financiado por su hermano Roberto con 3 millones de dólares creó el Consorcio Minero Nacional la Suriana, que llegó a contabilizar 48 demandas en contra y que usaba el proceso de cianuración para obtener oro. Ese dinero provenía de la empresa de Roberto, Grupo Director de Empresas Mexicanas, una especie de caja pública donde 2 mil 500 personas depositaban ahorros.

La extracción minera envolvió a Arcelia y a Tlatlaya en miedo. Y cómo no, cuando comandos vestidos de militares entraron a pueblos para degollar sin razón aparente, como sucedió en la comunidad de El Guayabo, ni siquiera de 800 habitantes, la madrugada del 8 de febrero de 2016.

Hombres armados sacaron de sus casas a los hermanos Ciro y Arnulfo Verástegui Araujo para torturarlos en plena calle, dispararles a bocajarro y después cortarles el cuello ante la mirada de los todos los habitantes. Después fueron por uno más, Ubaldo Arellano, y repitieron la operación.

El Guayabo ha sido lugar de enfrentamientos y ejecuciones. Lo mismo les pasa a otras dos comunidades vecinas, El Cubo y El Remanse, asediadas desde el terror y el asesinato y que junto a otras de San Miguel Totolapan registraron mil 300 desplazados hasta julio de 2013.

Esos pueblos habían bloqueado la carretera Arcelia-Altamirano en protesta contra detenciones de la Marina. Después tomaron tiendas y robaron alimentos porque no tenían para comer. Entonces llegaron grupos armados y amenazaron a la gente, que prefirió dejar sus casas. Las autoridades siempre culparon a narcotraficantes y sus siembras de amapola en la región. El 21 de marzo de 2016, otro Verástigui de El Guayabo era asesinado en Totolapan. Ernesto estaba en una fiesta cuando lo ejecutaron. Después se sabría que los Verástigui fueron muertos para poner ejemplo para todos los que apoyan a los “contras”.

Esas muertes, enfrentamientos y desplazados adquieren otra connotación cuando se sabe que debajo de Arcelia —con todo y las minas de Campo Morado y La Suriana— y desde Tlatlaya y hasta Iguala hay una reserva de oro, plata, plomo, zinc y cobre por 30 millones de toneladas, más otras 70 que hace más de 20 años se sabe que están y que ahora son más codiciadas por la extracción de uranio.

“Para ilustrar el poder que ha alcanzado en México el crimen organizado, basta decir que Los Caballeros Templarios controlan la exportación de mineral de hierro a China, y La Familia Michoacana estaría involucrada en el contrabando al mismo país de uranio, elemento imprescindible para la perspectiva y utilidad geoestratégica, proveniente de una mina en Guerrero, en el municipio de Arcelia”, escribió el periodista Sergio González Rodríguez.

En 2013, Manuel Olivares, secretario técnico de la Red Guerrerense de Derechos Humanos (Redgro), relacionó la violencia en Coyuca de Catalán y San Miguel Totoloapan con las concesiones mineras que esperan ser explotadas. “Hay uranio, entonces se sospecha que la intención de fondo es despoblar la sierra para que las empresas mineras puedan ejercer sus concesiones”.

Esa extracción, con uranio o sin él, ha causado ya muertes por enfermedad, documentadas por los activistas de Otros Mundos cuando dicen que “se registraron ocho muertos en 2007, y 120 en 2012 por cáncer en Arcelia, Guerrero, originados por la minera de Campo Morado (Nyrstar)”.

Todo el sur conoce la colusión entre el jefe de La Familia Michoacana y las mineras. Pero el secretario general local de la Sección XVII del Sindicato Nacional de Mineros, Roberto Hernández Mojica, y cuya huelga ha detenido por ocho años las operaciones del Grupo México en Taxco, Guerrero, sabe además que el narcotráfico controla la sección de la Confederación de Trabajadores de México que se encarga de los mineros en la Tierra Caliente mexiquense.

“Hace cinco años nosotros, junto con la viuda de Lucio Cabañas y otros compañeros, tumbamos la estatua de Lucio Cabañas que está en el patio de Ayotzinapa a marrazos —dice Roberto Hernández cuando se acuerda de los normalistas y su tragedia— porque ese busto lo habían esculpido portando corbata. Pero ese detalle significaba un acto de burla de un cacique de la región, Héctor Vicario Castrejón, diputado local, a quien alguien había invitado como padrino de generación de los muchachos cuando en realidad era enemigo de la escuela. Porque cómo es posible que aparezca un maestro rural, todos conocen a Cabañas, con corbata”.

Los mineros en huelga de Taxco han mantenido contacto con los comités de Ayotzinapa desde hace algunos años e intercambian experiencias, formas de apoyo mutuo. Los estudiantes acompañan a los de Taxco en sus marchas y lo mismo pasa cuando los normalistas los necesitan. Mineros y muchachos han marchado en Tixtla e Iguala y conmemoran juntos algunos aniversarios, como el de Vicente Guerrero o el de los estudiantes asesinados. Sucedía igual con simpatizantes de Nestora Salgado, una lideresa comunitaria de Olinalá, Guerrero, encarcelada por acusaciones de secuestro —liberada en marzo de 2016—, que acudían a las asambleas informativas de los padres de los desaparecidos para pedir ayuda a la normal y apoyo a las organizaciones involucradas.

“Unimos fuerzas porque nos identificamos bien con ellos, aunque la alta sociedad diga que son bandoleros, pero sin saber realmente”, dice Roberto Hernández, quien define a Ayotzinapa como un lugar hermoso a pesar del deterioro y reconoce que los pueblos indígenas, sobre todo de la Costa Chica y La Montaña (desde Acatlán, precisa), han entablado una lucha contra las mineras para defender sus tierras y asentamientos.

De los muertos, ni hablar cuando ellos mismos tienen 65 en las minas de Pasta de Conchos, el 19 de febrero de 2006 en Coahuila y otros casos en Nacozari, Sonora, y Fresnillo, Zacatecas. En realidad, hay cerca de 2 mil mineros muertos en supuestos accidentes de los que nadie se responsabiliza.

Disfrazados de cetemistas, los narcotraficantes están realizando los trabajos alternos en las minas de la Tierra Caliente de Arcelia y Tlatlaya, dice Roberto Hernández, por ejemplo en Campo Morado, donde los narcos tienen más de 100 góndolas. Se había llegado a un acuerdo en el que ellos acarreaban y las mineras extraían hasta que los cárteles exigieron todo, mineros incluidos. Ni siquiera un paro temporal pudo arreglar nada. El transporte ya se le había cedido al narco y el resto era cuestión de tiempo. Sin saber, los mineros de Taxco fueron a Villa Hidalgo, Arcelia, a ver a los supuestos sindicalizados para intercambiar experiencias de trabajo. Allá vieron al segundo de a bordo.

“¿Y saben lo que nos propuso? —dice Hernández—. Nos dijeron que ellos no sabían nada de sindicalismo y que mejor los de Taxco nos uniéramos a ellos”.

Y es que el contacto con el que los mineros se habían reunido, creyendo que era sindicalista, resultó ser El Fresas, José Alfredo Hurtado Olascoaga, hermano de El Señor Pez.

—Si se vienen ahorita con nosotros y se afilian a la CTM —les dijeron a los de Guerrero—, para mañana tienen arreglado su problema sindical.

El Pez, la ley torcida del sur mexiquense, ha capitalizado en dos años, y con los restos de un cártel que el gobierno insiste en declarar acabado, el trabajo de José María Chávez Magaña, El Pony, el supuesto hijo de El Chapo Guzmán, y de todos los grupos narcotraficantes que han pasado por esa región. Su influencia llega hasta Toluca, pero lo mismo se adentra en Iguala que toca las puertas de Morelos, Puebla y la Ciudad de México. El poder de Hurtado fue consolidado, a fuerza o convencidos, por la estructura política de la región, y los habitantes de allá involucran en torno a él a los ex alcaldes de Amatepec, Alfredo Vences Jaimes; a su sucesor, el actual edil José Félix Gallegos Hernández; a Eulogio Giles Gutiérrez, alcalde de Tlatlaya; a Lino García Gama, alcalde de Tejupilco, y a los guerrerenses Francisco Prudencio Hernández Basave, ex edil de Ixcapuzalco y a Eleuterio Aranda Salgado, ex presidente de Canuto A. Neri. Arcelia, su bastión, le ha dado todo y también los alcaldes de ahí lo han protegido, como el ex presidente Taurino Vázquez Vázquez y su sucesor Adolfo Torales Catalá.

En marzo de 2016, El Pez escapó por enésima vez a una embocada y desmintió los rumores de abatimiento, como siempre lo hace. Preparó una revancha el 20 de marzo, en la feria de Totolapan, Guerrero, donde uno de sus comandos acribilló a mansalva a los asistentes, matando a cuatro e hiriendo a siete.

Ese es el Taxco minero alcanzado por el cártel de La Familia Michoacana, que ha insistido en entrar a Guerrero por la puerta de Iguala.

Turística como pocas, la ciudad y la rica iglesia de Santa Prisca, tapizada de oro y plata, es apenas un adorno para tarjeta postal que la obliga a cumplir con su denominación de “pueblo mágico”, una invención del gobierno federal para sacar partido a los lugares más bonitos pero que esconden muy bien sus propias ejecuciones, como sucedió con el asesinato de 15 presuntos sicarios que viajaban en un auto gris sin placas el 15 de junio de 2010, y que según los militares se resistieron a un cateo desatando una balacera por 40 minutos en la que todos ellos terminaron muertos. Los vecinos de la casa 32 en la calle de Moisés Carvajal, en el barrio del Panteón, aseguran que eran jóvenes que habían llegado a Taxco y trabajaban en diversos oficios, pero las 13 armas largas, los dos artefactos explosivos y las cinco pistolas decomisadas parecieron en su momento pruebas suficientes de sus malos pasos, a pesar que testigos afirman haberlos visto correr por las calles, perseguidos por soldados, tratando de esconderse. No hubo cateo previo, aseguran, pero sí una cacería en la que incluso participaron tanquetas, dos Hummer y 30 militares.

Reportes periodísticos afirmaron que los ejecutados pertenecían a un grupo de Édgar Valdez Villareal, La Barbie, y que los soldados sólo reaccionaron tras la ejecución de uno de los suyos, en mayo de ese año, y del hallazgo de 55 cadáveres en el respiradero de una mina abandonada.

Aunque al principio se supo que dos soldados habían muerto, sólo se aceptó un herido. No lo calificaron de “moderado”, como hicieron con el estudiante de Ayotzinapa en el Hospital Cristina. Lo que sí hicieron fue decir que realizaban un “reconocimiento terrestre” y que fueron agredidos.

La reportera Paloma Montes, de la organización Somos el Medio, encontró que la misma Sedena acepta 2 mil 745 agresiones en el sexenio de Felipe Calderón y 112 hasta 2013, con Peña Nieto. Hasta ese año, dice ella, había 23 casos de agresiones contra el Ejército que terminaban con más de diez muertos en el bando rival y cuyas identidades eran protegidas como si fueran secreto de Estado, reservadas por cinco años por la propia Sedena. Nadie sabe, por ejemplo, cómo se llamaban los ejecutados de Taxco. Por otro lado, el Ejército utiliza el término “enfrentamiento” cuando las batallas se desarrollan entre grupos delictivos. Ellos, los militares, sólo sufren “agresiones”.

Como siempre hacen cuando hay muertos y están presentes, los militares esperaron a las autoridades civiles para atestiguar el levantamiento de cuerpos, en esa casa que, según ellos, era de seguridad. Luego partieron a su base, en la cercana Iguala, donde los efectivos del 27 Batallón de Infantería descansaron tan pronto terminaron de despachar el papeleo y los informes de rigor.

 

La tecnología no miente

 

La desaparición de 43 estudiantes normalistas en Iguala, así como el asesinato de otros de sus compañeros, y el fusilamiento de 22 jóvenes en el municipio mexiquense de Tlatlaya tienen necesariamente una respuesta que comienza en el pasado y cuyo resultado es siempre el mismo, la impunidad; de ninguna manera representan casos aislados, por más que el gobierno destine a la gran prensa recursos millonarios para desviar la atención.

Y a esos casos del pasado y la impunidad deben sumarse las masacres de Chilpancingo, el 30 de diciembre de 1960; de Iguala, el 30 de diciembre de 1962; de Atoyac de Álvarez, el 18 de mayo de 1967; de Acapulco, el 20 de agosto de 1967; de Yolotla, el 9 de febrero de 1993; de Aguas Blancas, el 28 de junio de 1995, y de El Charco, el 7 de junio de 1998.

La impunidad aparece como una denominación de origen. Casi cada uno de esos crímenes ha conmocionado a los mexicanos y ha desafiado el sentido común, mientras la violencia alcanza su máxima expresión con el secuestro y desaparición de los 43 jóvenes normalistas de Ayotzinapa y el asesinato brutal de tres de sus compañeros.

El 25 de abril de 2016, en la Universidad del Claustro de Sor Juana, el GIEI presentó su segundo y último informe. En él describía que desde marzo de 2015 solicitaron un análisis de las llamadas, lugares, antenas, comunicaciones entre los estudiantes e inculpados como elementos centrales para las actividades de búsqueda, como lo constata la investigación 001-2015, que cuenta con vasta información de telefonía en sábanas y mapas de relaciones, pero hasta el momento no han sido analizadas de manera integral.

La información de redes técnicas y mapas georreferenciados sobre la que durante nueve meses trabajó el GIEI fue contrastada con la de la Dirección General de Cuerpo Técnico de Control (DGCTC) de la SEIDO y la Dirección General de Análisis Táctico (DGAT) de la Coordinación de investigación de Gabinete (CIG) de la División de Investigación (DI) de la Policía Federal dependiente de la Comisión Nacional de Seguridad de la SEGOB.

Los expertos independientes analizaron 42 líneas telefónicas de funcionarios, policías de Iguala y Cocula, personas acusadas de pertenecer al cártel de Guerreros Unidos, 19 números telefónicos de los normalistas desaparecidos, entre ellos las líneas telefónicas de Jorge Antonio Tizapa Legideño, Carlos Iván Ramírez Villareal, José Eduardo Bartolo Tlatempa, Julio César López Patolzin, Jorge Luis González Parral, Magdaleno Rubén Lauro Villegas y Jorge Aníbal Cruz Mendoza, que registraron actividad después de las 23:00, momento en que fueron detenidos.

En 40 de las 608 páginas que conforman el II informe del GIEI se describen la comunicación, horarios y ubicación geográfica de cada una de las líneas telefónicas. Y es así como se corrobora lo expresado en el primer informe y se llega a nuevas conclusiones, como, por ejemplo, que durante la noche del 26 de septiembre —como se relató antes— seis policías de Iguala tuvieron comunicación con un número identificado como “Caminante”, quien habría coordinado las operaciones, auxiliado por las 25 antenas o radiobases verificadas en campo y autenticadas con la información de Radiomóvil DIPSA S.A. de C.V. y Pegaso Telecomunicaciones (Movistar). Pero también trazaron las rutas por la cual se desplazaron la policía de Cocula, Guerreros Unidos, el alcalde José Luis Abarca, su secretario particular y los estudiantes desaparecidos.

De las siete líneas telefónicas de los normalistas, en cuatro casos cambiaron el IMEI, que es el código pregrabado en los teléfonos móviles; este número identifica al aparato de forma exclusiva a nivel mundial y es transmitido al comunicarse; si bien algunos no registraron coordenadas al emitir contacto, en todos los casos se generó actividad después del supuesto instante en que los jóvenes fueron aprehendidos, y quienes sí registraron localización geográfica fueron ubicados en las cercanías del Palacio de Justicia, Loma de Coyotes, Cocula, cerca de la comandancia de la policía en Iguala.

Se tiene registrada actividad unos minutos después, a la 23:56 y 23:57 del 26 de septiembre, 00:33, 01:00 y 01:16 o la madrugada del 27 de septiembre, e incluso días como el 30 de septiembre, 4 de octubre, 28 de noviembre. Y el celular de Jorge Aníbal Cruz Mendoza continúa con el flujo de comunicación los meses de diciembre de 2014, enero, febrero, marzo y abril de 2015; incluso el 9 de febrero hay un enlace con un familiar de este estudiante desaparecido.

Pero el desdén de las autoridades federales ha obstaculizado las investigaciones. La situación lo refleja: ni con la tecnología a su alcance, la inteligencia institucional y la enorme cantidad de recursos destinados para la investigación policiaca se ha delineado una línea de trabajo sólida para esclarecer qué pasó con los estudiantes desaparecidos ni hay pistas claras sobre los verdugos de Julio César Mondragón Fontes.

El 15 de octubre de 2014, la PGR recibió una extraña advertencia, después de que Eliana García Laguna, directora general de Prevención de Delito y Servicios a la Comunidad Encargada de la Subprocuraduría de Derechos Humanos Prevención del Delito y Servicios a la Comunidad, le dijera por teléfono a Éricka Ramírez Ortiz, agente del Ministerio Público de la Federación y Fiscal Especial “A”, adscrita a la Unidad Especializada en Investigación de Delito en materia de Secuestro, de la SEIDO, que uno de los lesionados el 26 de septiembre de 2014 se recuperaba lentamente en un hospital de Puebla.

Eso era lo de menos porque era lo que se esperaba, que la mayoría de los lesionados sanara por lo menos físicamente. Lo que no se esperaba era que uno de los teléfonos celulares de uno de los normalistas desaparecidos registrara actividad casi 20 días después de los levantamientos.

Ese número era el 7475459992, el cual había contactado al 7451172337. Esos dos números se perdieron para siempre en la maraña de datos que los teléfonos celulares salpicaron para todos lados y que hasta la fecha no han sido ordenados ni explorados por ninguna de las instancias investigadoras o coadyuvantes. Quienes más se acercaron fueron los del GIEI, que pudieron trazar, inteligentemente, un mapa general de los teléfonos de los 43 normalistas desaparecidos.

Los dos números reportados casi al acaso por la PGR estaban relacionados con otra sábana de llamadas, la que corresponde al número 7471493586, registrada por Telcel a nombre de Jorge Luis González Parral, Charra, desaparecido el 26 de septiembre de 2014.

Pero nadie supo que ese número celular ya no lo usaba Charra porque ese equipo telefónico era, desde pocos días antes, propiedad de Julio César Mondragón Fontes, quien se lo había comprado, y las actividades que registraron los expertos del GIEI de esa dirección telefónica no eran de Charra, sino de Julio César, quien a través de ese LG L9 narraría a su esposa, Marisa Mendoza, en tiempo real, lo más oscuro de aquella noche igualteca. Incluso el teléfono de ella, el 5539093717, aparece grabado ya, el 25 de septiembre de 2014 a las 19:45:11.

Los expertos del GIEI, acribillados por el Estado mexicano y con todo en contra para obtener información, tuvieron en su poder esa sábana de llamadas con el número 7471493586, primero propiedad de Charra y después de Julio César, y supieron que la actividad telefónica de ese número continuó después de la muerte de este último.

El GIEI sólo pudo confirmar que esa actividad duró hasta el 30 de septiembre de 2014, pero ese mismo número siguió registrando acciones y coordenadas hasta el 4 de abril de 2015. El GIEI, sin saber que Charra ya no portaba ese aparato, concluyó que “Su última activación de antenas la realiza el día 26 de septiembre de 2014 a las 21:23:49 mediante el uso de datos, desde Antena Álvaro Obregón (Centro de Iguala), con el IMEI 353649051469880. Se detectó actividad el día 30 de septiembre de 2014 a las 18:58:23 mediante el uso de datos, desde Antena Calvario, haciendo uso de un IMEI distinto, 35490904501880, cuya numeración es inválida y que no permite rastrear el equipo utilizado. Esta es la última actividad para el número de Jorge Luis.

”La información del día 30 también fue descrita por PF. En la investigación no se registran actividades que hubieran llevado a determinar quién utilizaba el teléfono. El cambio de IMEI muestra que el chip del teléfono fue cambiado a otro aparato, probablemente por alguno de los perpetradores”.

Sí, en la investigación del GIEI todo está bien excepto que el dueño del teléfono 7471493586 era Julio César Mondragón Fontes y que la actividad celular se registró hasta los primeros cuatro meses de 2015. Con esto, Julio César se convertirá en una de las claves para explicar esa noche, porque las coordenadas que generaron las actividades después del 30 de septiembre de 2014, y que el GIEI no obtuvo, condujeron a un viaje sin desvíos hacia las entrañas de uno de los campos militares más importantes del país, en la Ciudad de México.

“Bienvenidos a la Media Luna”

Escuelas del diablo

 

* La historia de las escuelas normales rurales estará siempre ligada a los movimientos y luchas sociales. No es casualidad que la desaparición del modelo educativo de esas escuelas esté siempre en las agendas presidenciales como un objetivo prioritario. El estudiante de Ayotzinapa, Julio César Mondragón, paso por tres normales ante de quedarse definitivamente en Guerrero. Pero cuando ingresó a ese plantel, en Tixtla, tenía ya un plan elaborado para cambiar, desde la presidencia de la FECSM, algunos procesos que, desde su punto de vista resultaban inútiles y hasta salvajes, como los cursos propedéuticos, por ejemplo. Este es un fragmento del libro La guerra que nos ocultan, editado por Planeta en el 2016 y que narra la vida y muerte de Julio César Mondragón y cómo, además, su teléfono celular se convirtió en un asunto de seguridad nacional.

 

Francisco Cruz/ Félix Santana / Miguel Ángel Alvarado

Nadie sabe cuándo se inoculó la idea del normalismo rural en Julio César. Es cierto que dos de sus tíos son maestros, aunque Cuitláhuac no quería que estudiara esa carrera. Había querido que su sobrino estudiara en la Universidad Pedagógica Nacional, pero no logró convencerlo y tuvo que observar, desde el apoyo que podía darle, la cuidadosa búsqueda y los desencuentros estudiantiles del joven que lo encaminaron al final a Ayotzinapa. Porque para llegar a Guerrero hubo un camino, determinado por un plan personal que poco a poco tomó forma y en el que Tenería y Tiripetío fueron fundamentales.

La niñez de Julio César transcurrió junto a su hermano Lenin, menor por un año, quien lo vio crecer y pasar por la primaria “Gabino Vázquez”, la telesecundaria de San Simonito, en Tenancingo, y la preparatoria en el Colegio de Bachilleres local. La habilidad que desarrolló para aprender sistemas digitales no lo alejó de otras actividades. Atleta consumado, frontonista experto y corredor adicto, Julio César también tenía tiempo para los estudios y la familia.

Fue fácil para los Mondragón respetar su deseo por el normalismo rural. A diez minutos de su casa, en auto, está la Normal Rural de Tenería, una de las más combativas y respetadas, pero cuya demanda se ha desplomado por diversas razones.

Y estas no sólo provienen de los intentos del gobierno federal por cerrar las normales. En algunos casos, los directivos se han encargado de quebrantar el espíritu del profesorado, tal y como lo documentaron Julio César y Lenin, quienes conocieron, cada uno a su manera, lo absurdo de los exámenes propedéuticos, pero también el desaseo financiero de quienes se encargan de recabar los boteos cotidianos, por ejemplo.

Porque Tenería no es lo que parece aunque apoye causas sociales, como las de los otomíes arrasados por la carretera del Grupo Higa de Juan Armando Hinojosa, y diga desde su amargor que las fichas de inscripciones apenas llegaron a 300 en 2015, cuando cuatro años antes rebasaban las mil 200. Se quejaron y la revista Proceso los reprodujo. Dicen la verdad, pero no toda. Dicen, por ejemplo, desde un reportaje firmado por José Gil Olmos, el 19 de junio de 2015, que tienen una matrícula de 572 alumnos y que el presupuesto alcanza para lo elemental. “Se les brinda hospedaje, alberca, centro de cómputo, área académica, atención médica, peluquería, lavandería, alimentación, biblioteca, sala audiovisual y didáctica, salón de danza y auditorio […], canchas de futbol, basquetbol y volibol, taekwondo y gimnasio. No cobramos cuotas”, publica Proceso citando al vocero estudiantil de ese entonces, Yousen Aragón.

Hasta 2014 Tenería era una de las dos escuelas más favorecidas por el gobierno, que invertía 85 pesos diarios por alumno. Ayotzinapa, en contraste, era de las menos apoyadas, apenas con 50 pesos diarios. De los 400 millones de pesos aprobados para 2015 por el Congreso federal, la “Raúl Isidro Burgos” se llevó 50 millones como “compensación” por su desgracia, aunque las otras rurales también percibieron más recursos. Tuvieron que desaparecer 43 alumnos y morir asesinados tres para conseguirlo y no seguir sobreviviendo con 10 millones de pesos al año, el promedio presupuestal antes de Iguala.

Y lo que se omitió sobre Tenería lo dijo Julio César. A él no le espantaba el terrible propedéutico que, desde el punto de vista de los hermanos Mondragón, es brutal por incongruente. Después de asistir a los círculos de estudio, Julio César encaró ese propedéutico en Tenería, un horror para muchos porque los lleva al extremo de la resistencia y, más peligroso aún, al servilismo sinsentido.

A punto de desertar al tercer día del propedéutico, Julio confesaba a su hermano que los frijoles quemados y un café eran la única comida del día en esa prueba que duraba semana y media y que le daba derecho a media hora diaria de sueño y nada más, porque el tiempo no alcanzaba para los aspirantes, que ocupaban parte de esa estancia haciendo guardia a las puertas de la escuela, gritando consignas.

—¿Por qué hacer una prueba como esta? —se preguntaban los hermanos cuando aquello terminó y Julio César ya descansaba en su casa antes de comenzar el semestre.

Le contó a Lenin que le había tocado limpiar un foso con agua estancada del drenaje y que debió meterse a trabajar sin ropa adecuada. No les dieron nada, sólo usaron la única muda que les permitieron. Así, entre el miasma, a los aspirantes los pusieron a trabajar y cuando terminaron el resultado no tuvo sentido porque la fosa estaba diseñada para volver a llenarse de suciedad. Julio, dice otro de sus tíos, Cuauhtémoc, pescó una infección crónica en un pie.

—Casi abandonaba, carnal —le confesó a Lenin ya riendo—, pero me acordaba que cada vez faltaba menos y así me la llevé.

Julio César le narró a su hermano cómo era la semana y media de pruebas: empezaba a las cinco de la mañana, cuando los levantaban al grito de “¡Vienen los soldados, vienen los soldados!”, el azotar de puertas y la orden terminante de que los aspirantes se alinearan en disciplinada formación, para luego salir a correr por las calles de Tenancingo, en una ruta que para Julio César resultaba lo de menos, por su entrenamiento físico. Luego, un café y horas de estudio en los grupos asignados para esperar las pruebas físicas.

Pasado el infierno inútil para Julio César, la carga curricular fue pan comido. Cumplía si había boteos, porque se organizaban muy pocas tomas de camiones debido a los acuerdos alcanzados por la normal con el gobierno de Peña Nieto cuando, después de múltiples movilizaciones, en 2008, la escuela pactaría a fin de garantizar la entrega de 128 plazas para sus egresados y la preservación del presupuesto para la institución.

Poco después, Peña desconoció los acuerdos y, ante el inminente incumplimiento, la comunidad estudiantil inició una serie de paros escalonados que llevaron a una huelga en agosto de ese año. El 14 de septiembre, en un operativo policiaco, 400 granaderos apoyados por helicópteros rodearon la escuela para tomar las instalaciones. Ante el asalto y desalojo de los estudiantes, habitantes de cinco pueblos vecinos se movilizaron y formaron un cerco para impedir la toma de la normal. Hasta la FECSM —organización que administra al alumnado de las 16 normales rurales en el país— había convocado a otras escuelas en auxilio de Tenería. Frente a esa defensa, el gobierno mexiquense dio marcha atrás y volvió a reconocer los acuerdos.

Sin embargo, eso tuvo un costo. Los líderes estudiantiles de Tenería cedieron, por lo menos prometieron, docilidad. Garantizada la subsistencia, el gobierno del Estado de México concedió las 128 plazas para que las asignara el Comité Estudiantil en mesas de negociaciones encabezadas por los Servicios Educativos Integrados al Estado de México (SEIEM). También les mejoraron el presupuesto y por eso la normal, aun en su pobreza, no padecía como Ayotzinapa.

“Entonces, ¿por qué un propedéutico así?”, se preguntaba Julio César todavía en el examen, mientras vaciaba, literalmente con las manos o una pequeña bandeja, junto a otros, una enorme alberca a la que bastaba quitarle un tapón para que el agua se fuera sola.

El porqué lo descubrió luego.

Un año después Lenin se preparaba para su propia prueba en Tenería, siguiendo los consejos del hermano. Lo hacía bajo la advertencia de que durante el propedéutico apenas podría dormir media hora por día y que no debía despreciar el plato de frijoles acedos que le servirían. También comió lo que otros no querían porque sabía que sería su única fuente de energía. Así que contestó los exámenes y le tocó trabajar la tierra.

Bueno, si a eso se le llamaba “trabajar”, porque le dieron una pala doblada y, para cortar yerba, un machete sin filo. No dijo nada porque ya estaba consciente de aquello, pero su carácter le impidió continuar. Ese mismo día los mandó al diablo, enojado y decepcionado porque las pruebas eran todavía más dementes de lo que su hermano Julio César le había anticipado.

—¿Y ’ora, carnal? —le preguntó a Lenin cuando lo vio entrar a la casa.

—Me salí —respondió Lenin, secamente.

Ese día, el hermano menor dijo adiós al normalismo rural y eligió la carrera de administración en un tecnológico regional.

“El propedéutico no existía antes, pero tiene una razón de ser —dice el profesor Cuitláhuac, haciendo memoria—. Antes del propedéutico, Tenería era una de las escuelas más reconocidas, pero ahora, lo digo porque lo he visto, forma personas pasivas, obedientes y serviles. La práctica docente de esas personas fracasa porque, en primer lugar, ya no quieren ser maestros rurales”.

Las pruebas tienen sus antecedentes cercanos en 1997 en la Normal Rural “Luis Villarreal” de El Mexe, Hidalgo, cuando Jesús Murillo Karam era gobernador de aquella entidad y Miguel Ángel Osorio Chong era su secretario de Gobierno. Era la normal más politizada de México, pero en 1995 uno de los líderes del Comité, apodado El Pantera, había decidido secuestrar camiones y vandalizar sin razón aparente, una práctica erradicada de esa institución desde hacía algunos años.

Dos años más tarde, en 1999, llevó a los estudiantes a enfrentamientos innecesarios contra las autoridades, decididas a cerrar aquella escuela con la excusa de la violencia. La madrugada del 19 de febrero de 2000, la escuela fue tomada por 300 granaderos y al menos 700 estudiantes fueron detenidos y recluidos en diferentes prisiones. En respuesta, otros normalistas y padres de familia se organizaron para recuperarla con palos y piedras.

Enfrentaron a los policías, capturando a 68 granaderos, quienes fueron exhibidos en la plaza de la cabecera municipal junto con 15 armas largas AR-15, decenas de escopetas y lanzagranadas, varios escudos y toletes. Los estudiantes liberarían a los policías si el gobierno estatal soltaba a todos los detenidos y resolvía un pliego petitorio.

El gobierno aceptó las condiciones, amplió la matrícula, aumentó plazas para los egresados y reorganizó la estructura académica y administrativa de la escuela, asegurando la sobrevivencia de la institución durante tres años, porque en 2003 las divisiones internas de la comunidad estudiantil —alentadas y coordinadas por infiltrados del gobierno estatal— permitieron a Osorio Chong, ya como gobernador, cerrarla definitivamente. En 2005, Chong argumentó que los maestros rurales no eran necesarios.

Utilizados, infiltrados y manipulados por el gobierno estatal, los alumnos perdieron El Mexe y también ayudaron, sin querer, a establecer uno de los estereotipos más arraigados en parte de la ciudadanía mexicana: aquel que muestra a los estudiantes normalistas rurales como vándalos y parásitos que chantajean al Estado.

“Los propedéuticos no son idea de los normalistas, sino de infiltrados del mismo gobierno y usan esas pruebas para justificar el cierre de las escuelas. En Tenería ya pocos profesores son éticos, progresistas y rurales. Yo lo digo: por ahí van a cerrar las normales rurales, por los propedéuticos inhumanos”, alerta el profesor Cuitláhuac Mondragón.

Julio César se mantuvo en la normal durante dos semestres. Cumplía con todo, hasta con pedir dinero para la escuela con la esperanza de que lo recabado se usara en beneficio de ella, no obstante que externaba su desacuerdo con dicha actividad. ¿Para qué botear si el dinero iba para otros fines? Desde la visión de Julio César, Tenería no tenía necesidades apremiantes porque el gobierno del Estado de México la trataba bien con los presupuestos.

Poco a poco el enojo se le fue desbordando a Julio César y un día no pudo aguantarse. La razón de que lo expulsaran en 2010 de Tenería la relata uno de sus amigos en esa escuela, quien recuerda que en una reunión del Comité de Alumnos se daba a conocer el estado financiero. Julio César escuchaba las explicaciones y miraba las cuentas que se les entregaban a los presentes. De pronto se levantó, pidió la palabra y desde su asiento se dirigió a los que estaban al frente. Y preguntó, directo y sin rodeos, por el dinero que se había juntado para la escuela.

Se hizo el silencio. Julio César, aprovechando el paréntesis, les reventó allí a los dirigentes: “Muy comunistas, muy socialistas, y mírense, robando el dinero de la escuela”. Después abandonó el lugar.

Su salida era cuestión de tiempo. Faltaba, era cierto, y su familia, a la que nunca le dijo las verdaderas razones, atribuyó las ausencias a la muerte de su abuela Guillermina Fontes. Las faltas fueron una de las causas reglamentarias para que el Comité lo diera de baja. Pero lo cierto es que “Tenería se molestó con él porque les dijo sus verdades”, recuerda su amigo.

Cuitláhuac, su tío, hablaría con el secretario general del Comité, quien le dijo que su sobrino era apático para las actividades físicas y que además los criticaba mucho. Les echaba en cara que se faltara tanto y que “los alumnos [hicieran] mucha flojera”.

—Está bien que no haya clases, pero que Julio no lo divulgue —dijo al final Carlos Próspero, uno de los subdirectores administrativos que no movieron un dedo para ayudar al estudiante, sabiendo que las razones de la salida eran otras.

Julio César también criticó a los del Comité por vivir como ricos. En un ambiente de pobreza, los dirigentes tenían en sus habitaciones televisión por cable y gastaban en relojes caros. Fue por esos días cuando Julio César tomó la determinación de encabezar la Secretaría General de la FECSM para terminar con las prácticas antinormalistas y apoyar las verdaderas necesidades sociales.

La boleta de Julio César Mondragón Fontes en la normal mostraba buenas calificaciones. Entonces decidió probar suerte en el Distrito Federal, en la Benemérita Escuela Nacional de Maestros, pero los traslados resultaron imposibles. Cuatro horas en camiones redujeron a nada esa aventura que, sin embargo, duró seis meses. Mejor se puso a trabajar. Se alquilaba en el campo porque su fortaleza física lo ayudaba sin problemas a soportar largas jornadas. También trabajó en una tienda Oxxo y estuvo en la construcción del nuevo penal de Tenancingo, donde lo contrataron como peón.

Si bien probó suerte en un tecnológico privado de su comunidad, las colegiaturas y su vocación lo orientaban de nuevo hacia las normales. Al mismo tiempo conoció en un baile escolar a la profesora tlaxcalteca Marisa Mendoza Cahuatzin. Se hicieron novios y Julio César supo que su vocación se reafirmaba.

—No, carnal, lo mío es el normalismo y voy a regresar —le dijo a Lenin una vez.

Escogió la normal de Tiripetío, Michoacán, y se preparó para los exámenes, en 2013, que incluían otro propedéutico, aunque no al estilo de Tenería. Pero la experiencia michoacana fue más de lo mismo. Mientras se desarrollaban los exámenes, los pusieron a botear y a Julio César le tocó pedir a los tripulantes de una camioneta, “una troca tipo narco”, contaría después, cuyo conductor bajó la ventanilla para meter un billete de mil pesos en la alcancía. Julio César no supo qué hacer.

—Ahí ’stamos —le dijo el hombre, tocándose el sombrero en señal de despedida y arrancando el vehículo.

Esa jornada terminaría bien para todos, menos para Julio César, porque, reunidos más tarde y en presencia de delegados observadores de otras escuelas, entregó lo que había recolectado.

—¿Y ese dinero para dónde va? ¿Y dónde está el billete de mil pesos? —preguntó entonces Julio César.

—Tú cállate —fue la respuesta que recibió, aunque observadores de otras escuelas que estaban presentes le dieron la razón al joven.

Después, los de Tiripetío le dijeron en privado que esa pregunta le costaría la permanencia.

—Aquí no te quedas —sentenciaron.

Y así fue.

—Abrí mi bocota y los cuestioné —contó luego Julio César a su familia, cuando se hizo oficial que en Tiripetío no se quedaría.

El embarazo de Marisa y hacer vida común le exigían recursos. Volvió al trabajo, esta vez como guardia en los autobuses Caminante, en la central camionera de Observatorio, Ciudad de México, y después como custodio en el centro comercial Santa Fe, también de la capital. Pero no dejaba de ayudar en las faenas comunales en su pueblo, Tecomatlán, a las que iba sin recibir pago alguno.

“Cómo lo extrañan los delegados”, señala Afrodita, su madre, cuando recuerda el trabajo que hacía su hijo para el pueblo.

Después de Iguala nada queda del joven que levantaba a su madre a la medianoche para que le asara un plátano macho y lo acompañara a la mesa para comérselo. Nada queda de las últimas pláticas en las que el normalista encargó a su bebé con ella. “Yo ya me voy”, le decía, y ella creía que se refería simplemente a volver a la normal.

 

El objetivo: desaparecer las normales rurales

 

Se ha escrito ampliamente sobre el origen de las normales rurales. De modo que es necesario sintetizar sus rasgos más importantes para entender su contribución al proceso educativo. Se fundaron después de la Revolución y son consideradas una de sus conquistas más importantes. La educación rural tenía importancia fundamental porque la mayoría de los mexicanos se ocupaba de cuestiones agrarias: 72% de la población total vivía en el campo.1

Dado el origen del nuevo gobierno, el concepto de justicia social fue de gran relevancia en el discurso político de la época. El compromiso por la educación era otro y el objetivo era apoyar sectores históricamente excluidos. El Estado emprendió un proyecto de proporciones gigantescas para transformar la vida de campesinos e indígenas.

Fue el teórico Moisés Sáenz quien impulsó la creación de esas escuelas para reducir la brecha entre ciudad y campo, integrando a la población indígena y mestiza del México rural a la vida nacional.

Las normales rurales se desprenden de la fusión de las normales regionales y las escuelas centrales agrícolas, constituidas a principios de los años 20. Esas normales regionales formaban maestros que en poco tiempo estarían capacitados para enseñar a leer, escribir e introducir técnicas agrícolas bajo el modelo de internado mixto de 50 alumnos; funcionaban con poco presupuesto y mínima supervisión de la Secretaría de Educación Pública (SEP).

Por su parte, las escuelas centrales agrícolas se crearon en el gobierno del presidente Plutarco Elías Calles como un proyecto que, con maquinaria moderna, organización cooperativista y crédito público, debía mejorar la producción del agro.

A principios de 1930 esas dos instituciones se fusionaron junto con las llamadas Misiones Culturales4 e integraron las escuelas regionales campesinas para cumplir un plan de estudios de cuatro años que formaría maestros rurales y técnicos agrícolas. Los estudiantes serían de origen campesino y la estructura cooperativa haría posible la autosuficiencia. También combatirían las necesidades de las comunidades aledañas. En 1926, las regionales campesinas se transformaron, por fin, en normales rurales y en seis años ya había 16 de ellas.

La primera estuvo en Tacámbaro, Michoacán, en 1921, y rendía cuentas a la recién creada SEP de José Vasconcelos. Fue relativamente fácil echarla a andar porque contaba con el apoyo del general Francisco J. Múgica, gobernador izquierdista, quien al año siguiente atestiguó la fundación de más rurales en su entidad en Ciudad Hidalgo, Uruapan y Huetamo. El gobierno de Múgica dedicó la mitad de su presupuesto a la educación y por eso pudo duplicar el salario mínimo de los maestros —cinco pesos diarios—, que se pagaba puntualmente cada 15 días, hecho insólito hasta entonces.

Sin embargo, la Normal Rural de Tacámbaro y otras no fueron bien vistas por los hacendados ni por el clero. Los curas las llamaban “escuelas del diablo” desde entonces. La Iglesia amenazó con excomulgar a las familias de los inscritos y comenzó a correr rumores sobre prácticas inmorales en los internados.

El normalismo rural pronto cosechó sus primeros enemigos, que desde entonces nunca lo abandonarían. Los terratenientes, las compañías mineras y las empresas forestales aliadas con el clero engañaban y amenazaban a los campesinos, haciéndolos dudar de la labor del maestro.

Tras la Guerra Cristera (1926-1929), la Normal Rural de Tacámbaro fue reubicada varias veces hasta que en 1949 se instaló en Tiripetío, en la ex hacienda de Coapa, una acción simbólica que hacía referencia al reparto agrario de la Revolución: no sólo tierras para los campesinos, educación también. El nacimiento de la primera normal rural, en su organización como en su modelo educativo, constituía un acto de justicia.

Las normales rurales se convirtieron en la única vía por la que campesinos e indígenas podían mejorar sus condiciones de vida. La relación que se estableció entre maestros y campesinos pronto fue indisoluble porque las normales eran también un centro de convivencia social donde lo mismo se iba a escuchar la radio que a despiojar niños y alimentar a los estudiantes, cuidar enfermos y hasta gestionar créditos gubernamentales. Eran espacios de influencia.

El sentido de justicia social en las normales rurales, la enseñanza práctica, la simbiosis entre escuela y comunidad, así como la castellanización de los indígenas, la educación técnica y el vínculo con el reparto agrario que impulsó el presidente Lázaro Cárdenas tuvieron un impacto fuerte y positivo en las normales. Fue con Cárdenas cuando el presupuesto para las Escuelas Regionales Campesinas se incrementaría y el número de planteles llegaría a 35.

También se preponderó el papel del maestro como líder comunitario, no sólo en términos culturales y económicos, sino políticos. Sin saber o sin entender aún las consecuencias de darle poder al maestro, se fortaleció la experiencia del autogobierno.

Razones para reprimirlas o desaparecerlas había de sobra desde la óptica de los gobiernos posteriores al de Cárdenas: educación socialista, exclusión de toda doctrina religiosa, combate al fanatismo, así como a los prejuicios.

Si bien el “sufrimiento” de las normales rurales recibió más atención a partir de 1940 con la llegada de Manuel Ávila Camacho a la Presidencia, sus problemas graves habían estallado a raíz de la expropiación petrolera, cuando cayó el presupuesto destinado a ellas. Maestros, alumnos y campesinos se organizaron para exigir tierras y mayor apoyo para combatir el deterioro de internados y escuelas.

En 1935 nació en la Central Campesina de El Roque, Guanajuato, la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), formada por alumnos de todas las escuelas normales rurales, pero el gobierno nunca entendió la intención de esa agrupación y para 1941 el avilacamachismo la consideraba un dolor de cabeza.

En menos de dos años, la organización estudiantil y la lucha por el liderazgo del movimiento magisterial en todo el país fueron vistas como una amenaza para el gobierno y Ávila Camacho ordenó crear el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) para el servicio de la Presidencia de la República.

La respuesta presidencial también ha sido la misma desde los años 40: una campaña para acabar con a la “disidencia comunista” y la aniquilación de escuelas regionales campesinas a fin de transformarlas en escuelas prácticas de agricultura, además del cierre de planteles que apenas dejó 18 normales rurales con vida. En 1943 se separó a los estudiantes en planteles unisexuales (nueve para varones y nueve para mujeres) y en 1945 se unificó el plan de estudios junto con el de las normales urbanas.

La situación para los normalistas se agravó durante el mandato de Miguel Alemán, quien frenó la Reforma Agraria y privilegió el capital privado para crear una agricultura de alto rendimiento a costa de la sobreexplotación del campo y los campesinos.

Para los años 60 fueron cotidianas las agresiones gubernamentales, pero la organización estudiantil mantuvo sólidos los motivos fundacionales, evitó la reducción de matrículas y conservó los internados, las becas y las prácticas rurales. Los estudiantes también luchaban por mantener la educación socialista a través de los Comités de Orientación Política e Ideológica (COPI), vigentes hasta la fecha, que abordan y estudian al marxismo-leninismo para entender la realidad del país y su condición social de exclusión y discriminación.

Las normales rurales se sumaron al movimiento estudiantil de 1968, en el cual tuvieron una participación activa y destacada. Después de la represión en Tlatelolco, los normalistas recibieron uno de los golpes más brutales de su historia porque Gustavo Díaz Ordaz cerraba 15 de las 29 escuelas que había y fueron convertidas en secundarias técnicas bajo la consigna de que eran semilleros de guerrilleros y grupos armados.

La década de los 70 representó para los normalistas persecución y represión sin cuartel. En plena Guerra Sucia, emprendida por el presidente Luis Echeverría, se utilizaron como referencia violenta y enemigos del Estado imágenes de Arturo Gámiz, Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, líderes comunitarios y profesores normalistas que participaron en la organización de movimientos guerrilleros.

Como se difundió la idea de que las normales rurales eran formadoras de movimientos armados y no cumplían con el papel de escuelas, el gobierno tuvo la oportunidad de mantener una política de abandono, agresión y hostilidad, obligando a la FECSM a pasar a la clandestinidad.

Y así llegaron a 1982, cuando la mayoría de las normales rurales se declaró en huelga para exigir al gobierno lo mismo que en años anteriores. La respuesta también fue la misma: ataques del Ejército y la policía.

En suma, desde 1922 se han fundado 43 normales rurales, tres centros normalistas regionales, tres normales urbanas, tres urbanas federalizadas y una normal indígena, un total de 53 escuelas, aunque nunca funcionaron al mismo tiempo y algunas fueron reubicadas o convertidas en secundarias técnicas o universidades politécnicas.

Con artimañas distintas, en 93 años el gobierno federal ha cerrado 35. Actualmente funcionan sólo 16 normales rurales, un centro normal regional y la Normal Indígena de Cherán, en Michoacán, las cuales desde 2013 atienden a una población que ronda los 6 mil 590 alumnos. Esto contrasta con el crecimiento exponencial de las normales privadas.

De acuerdo con cifras oficiales, para 2007 había 468 escuelas normales en todo el país: 287 públicas y 181 privadas que atendían a una población de 160 mil estudiantes; cinco años más tarde había 489 escuelas normales: 271 públicas y 218 privadas, con una matrícula de 134 mil alumnos. Así pues, 16 normales públicas dejaron de funcionar, y a cambio se crearon 17 privadas.

 

Los papeles abiertos de la historia

No resulta difícil comprender que los estudiantes de las normales rurales se involucraran e incluso encabezaran luchas armadas, como lo hizo Lucio Cabañas Barrientos, alumno de Ayotzinapa, secretario general de la FECSM en 1962, y quien cinco años después, en 1967, se internara en la sierra de Guerrero para fundar el Partido de los Pobres.

Su capacidad organizativa y activismo guerrillero eran monitoreados por el gobierno mexicano, el Departamento de Estado de Estados Unidos y la CIA.

Otro profesor, egresado de la Benemérita Normal para Maestros en la Ciudad de México, Genaro Vázquez Rojas, militó en el Movimiento Revolucionario del Magisterio y luego en el Movimiento de Liberación Nacional. Formó parte de la Central Campesina Independiente (CCI) y la Asociación Cívica Guerrerense (ACG) . Tras su detención y posterior fuga de la cárcel de Iguala, constituyó la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria y sus fuerzas armadas con una estrategia político-militar dirigida por él mismo.

Misael Núñez Acosta fue alumno de Tenería en Tenancingo, Estado de México, y fundador de la CNTE, que aglutina al magisterio disidente. Pero la disidencia genera una sensación de tragedia: han sido asesinados al menos 152 de sus integrantes desde su constitución.

Durante el gobierno de Vicente Fox Quesada (2000-2006) se creó la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP), la cual esclarecería crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado durante la Guerra Sucia. Esa intención de actuar contra los responsables de las matanzas de 1968 y 1971 quedó en eso. Sin embargo, antes de que Fox se arrepintiera hubo un avance en 2002, cuando el acervo documental del Cisen fue trasladado al Archivo General de la Nación (AGN), en la antigua cárcel de Lecumberri.

Mudaron 4 mil 223 cajas a la Galería Uno del AGN con todo y personal de Seguridad Nacional para resguardo, administración y manejo del material debido a la complejidad del archivo, conformado por más de 58 mil expedientes y un índice analítico de 5 millones de tarjetas del Departamento de Investigación Política y Social (DIPS), la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (DGIPS) de los gobiernos priistas de 1947 a 1989.

Ahí se encuentra información sobre actores relevantes: empresarios, estudiantes, sindicalistas, artistas, intelectuales, académicos y políticos. Además, se encuentra la memoria de la Guerra Sucia contada en informes elaborados por los agentes del Estado encargados de espiar, infiltrar, detener ilegalmente, secuestrar, torturar, desaparecer y asesinar bajo el argumento de combatir cualquier indicio de organización contraria o crítica al gobierno, los “enemigos del Estado”.

En enero de 2012 se publicó la Ley Federal de Archivos, a través en la cual se establecían los plazos para reservar los “archivos históricos confidenciales” hasta por 30 años a partir del momento en que fueron creados, y por 70 años aquellos que contuvieran datos personales, catalogados como “confidenciales sensibles”.

En 2013 y 2014 se publicaron investigaciones periodísticas sobre la Guerra Sucia en las que se evidenció la brutalidad del gobierno contra organizaciones políticas, campesinas, estudiantiles o guerrilleras. Pero el acceso duró poco porque el gobierno peñista lo restringió utilizando la Ley Federal de Archivos y la Ley Federal de Transparencia y Acceso a

la Información Pública Gubernamental, reservando documentos hasta por 70 años debido a que pueden contener datos personales; es decir, torcieron la ley para evitar la consulta a pesar de no contar con información confidencial sensible que, sin embargo, desnudaba el modo de operar del Estado mexicano.

Durante la efímera apertura de los expedientes, a través de la solicitud de información con folio 0495000006008, el periodista Zósimo Camacho14 consultó más de 10 mil fojas en 31 legajos. Encontró información sobre el espionaje que el gobierno mexicano realizó a lo largo de tres décadas, en los 60, 70 y 80, de las normales rurales y la publicó en la revista Contralínea del 26 de octubre al 30 de noviembre de 2014, un mes después de Iguala.

La DFS recopilaba información con agentes de campo infiltrados en las organizaciones estudiantiles que se hacían pasar por alumnos, maestros o activistas de organizaciones sociales que obtenían nombres, apellidos y números telefónicos, pero también discursos e intervenciones de los normalistas.

La infiltración del gobierno en organizaciones estudiantiles llegó a tal grado que alentaron y financiaron al Consejo Permanente de Escuelas Normales Rurales (CPENR), dirigido por el estudiante Zenón Ramírez, para disputarle la dirección política de las escuelas a Lucio Cabañas, secretario general de la FECSM en 1963, pues de las 30 normales en funciones la FECSM controlaba 18 y el CPENR. Este último recibía apoyo político de Manuel Ortega Cervantes, dirigente del Movimiento Político de la Juventud del Movimiento de Liberación Nacional y apoyo económico de la profesora Guadalupe Ceniceros de Zavaleta, ex subdirectora de Escuelas Normales de la República, en ese momento directora de Internados de Primarias.

Pero en 1965 había movimientos que al gobierno le preocupaban más porque, de acuerdo con el informe de la DFS del 23 de septiembre de ese año, el Grupo Popular Guerrillero (GPG) —encabezado por el maestro rural Arturo Gámiz García, el líder campesino Álvaro Ríos Ramírez y el médico y profesor normalista Pablo Gómez Ramírez— coordinaba un ataque relámpago al cuartel militar en Madera, municipio rural del estado de Chihuahua. Estaba conformado por estudiantes y profesores de escuelas normales rurales y campesinos, quienes retomaban la escuela del guerrillero argentino Ernesto Che Guevara.

Esta acción es considerada una de las más importantes registradas en la historia de la insurgencia mexicana porque sacudió los cimientos del gobierno mexicano, exhibió a los caciques y latifundistas chihuahuenses y fue un detonante para la guerrilla en todo el país, pero hay información que confirma que antes, durante más de 12 meses, un grupo de 40 profesores, maestros y campesinos realizaron otras acciones, como dice la tarjeta fechada el 21 de julio de 1964, que señala que cinco agentes encabezados por Rito Caldera Zamudio habían sido comisionados para ubicar y detener a un grupo de insurgentes, los cuales sorprendieron a los policías, los rindieron y tomaron presos para después dejarlos libres. La importancia de los líderes y organizaciones estudiantiles preocupa a los mexicanos, pero también al gobierno de Estados Unidos, como consta en un informe del 14 de abril de 1966 firmado por Ángel Posada Gil, Fermín Esparza Irabién y el capitán Apolinar Ruiz Espinoza dirigido al director de la DFS, Fernando Gutiérrez Barrios. “El régimen estadounidense veía como un serio peligro a los estudiantes normalistas rurales”,16 explicaba la nota. De acuerdo con ese despacho informativo, un elemento de apellido Hoillt, de la Agencia Federal de Investigación (FBI), realizaba invitaciones al Comité Ejecutivo de la FECSM para que analizaran la propuesta de visitar Estados Unidos respaldados por becas.

Dos años antes, el 25 de febrero de 1964 un parte firmado por el agente de campo Blas García Hernández describe la coordinación entre el gobierno mexicano y el estadounidense para detener la huelga que pretendían estallar los estudiantes durante la celebración de su Congreso Nacional y la posibilidad de realizar una investigación policiaca para conocer más sobre la naturaleza de la FECSM.

Como parte de las acciones para disminuir la capacidad de movilización de la FECSM, en agosto de 1966 surgió la Federación Nacional de Normales Urbanas (FNNU). Un año después, el gobierno organizó una Asamblea Nacional de Educación Normal Rural que pretendía construir un modelo de normalismo para desaparecer los internados de las escuelas y terminar con huelgas y paros, reduciendo posibilidades de movilizaciones por alimento y hospedaje, controlar las becas e inscripciones y desapareciendo la carga política-ideológica.

La DFS compiló una gran cantidad de información sobre cada una de las escuelas, de las que sabía todo, su relación con las comunidades agrarias circunvecinas, infraestructura, número de alumnos, integrantes de los comités estudiantiles, comisariados ejidales y afiliación a la Confederación Nacional Campesina (CNC) o a la CCI, comunidades indígenas, principales cultivos, producción pecuaria y ubicación geográfica con mapas y croquis.

Simultáneamente, la Confederación de Jóvenes Mexicanos (CJM), ex aliada de la FECSM, se había unido al gobierno diazordacista y pedía la desaparición de las normales, como exhibía un desplegado publicado en El Universal el 14 de marzo de 1968. Para noviembre, cuando los alumnos regresaban de vacaciones, las normales habían sido cerradas y su mobiliario extraído. Ayotzinapa en Guerrero y Cañada Honda en Aguascalientes fueron sitiadas por el Ejército, y en otras había elementos de la 13 Zona Militar. Esta acción desató una huelga en 14 escuelas y con ello se logró abrir las 15 que el gobierno había cerrado. De todas maneras, nada terminó bien porque un año más tarde 13 escuelas fueron convertidas en Secundarias Técnicas Agropecuarias. Al intentar recuperarlas, los estudiantes se enfrentaron a contingentes de por lo menos 200 campesinos priistas respaldados por el Ejército que habían tomado las instalaciones junto con las policías locales, la DFS, el Servicio Secreto y la CNC.

Ese año la FECSM recibió el golpe más duro porque cerraron la mitad de sus escuelas. Sólo sobrevivieron aquellas en las cuales sus vecinos, la mayoría campesinos padres de los estudiantes, se solidarizaron para defenderlas. Pero el hostigamiento no se detendría y en épocas recientes una nueva andanada se desataría para alcanzar el objetivo de cerrar la totalidad de ellas.

Las normales rurales han sido condenadas a la desaparición por el gobierno federal, y Ayotzinapa por encima de todas porque representa el centro de la conciencia social en Guerrero, que también significa resistencia y organización para defender el derecho fundamental a la tierra y su riqueza que las mineras y el narcotráfico han cancelado en gran parte de México. Eso da sentido al dicho de luchadores sociales guerrerenses, Evelia Bahena entre ellos, que siempre repiten que Ayotzinapa es la razón de todo, aunque las esferas de poder busquen, y en ocasiones con desesperación, fórmulas para transformar y adecuar la realidad, incluso a través del terror.

Escuelas del diablo

La esquina de Juan N. Álvarez

* El 26 de septiembre del 2014, normalistas de Ayotzinapa eran cercados por policías municipales en varios puntos de Iguala. Esta es la reconstrucción de la participación de los policías de Cocula.

 

Miguel Alvarado 1

Toluca, México; 14 de mayo del 2016.  Cocula, como Iguala, es un país aparte. Tiene sus reglas y hay que seguirlas para sobrevivir. Después del 27 de septiembre todo cambió pero no esas reglas, que se estiraron invisibles para dar paso a policías federales y reporteros que llegaron en enjambre para visitar su basurero como parte de un necroturismo, más que una investigación, que registró centímetro a centímetro las distancias entre ríos, árboles, basura, caminos, tiendas y casas de narcotraficantes y halcones. Se llevaron todos los detalles -hasta los que no existían como restos óseos sacados de quién sabe dónde- los horarios en los que transcurría la vida de allá y sus dichos, los apodos de los pobladores, los tatuajes en sus cuerpos, instalados ya en la obsesión por lo pequeño. Lo registraron todo, o casi todo, menos los alrededores cercanos, mucho menos los más alejados como las minas o los pueblos ya silentes para ese entonces como Real de Limón o La Fundición, carcomidos hasta la entraña por una fiebre áurea en la que nadie vio el brillo sangriento que destella hace años. Allí no hubo centímetros explorados aunque las verdaderas masacres estaban ahí, a veces a unos cientos de metros de esos pueblos, mineros a la fuerza, y otras en su corazón, destrozados o reubicados para que nadie dijera nada o terminara de callarse de una vez por todas.

Las reglas que en Iguala y Cocula casi desaparecieron volvieron a imponerse porque el antiguo orden no fue erradicado ni combatido. Nadie se dio cuenta de que las respuestas para Guerrero y otros estados como Michoacán, Oaxaca y Chiapas estaban en Ayotzinapa, sí, pero no detrás de sus muros ni en las calles de la ciudad de las banderas donde hace muchos años se tributaban hachas de cobre para la Nueva Tenochtitlán. Nueva porque, cuenta una leyenda nacida en la punta del cerro de San Vicente, en Tlatlaya, Estado de México, que la original capital azteca se iba a construir en lo alto de aquel cerro, a las afueras de esa cabecera municipal, pues lo tenía todo además de agua abundante y una vista privilegiada para observar lo que se iba y lo que se venía. Pero algo pasó y si la leyenda tiene algo de cierto los aztecas que llegaron en avanzada al sur mexiquense fueron convocados adonde ya se sabe que llegaron. Tlatlaya no fue la capital azteca pero con el tiempo fue la capital de otras cosas.

Algunos, a pesar de todo, se dieron cuenta de aquel brillo emponzoñado o, mejor dicho, no tuvieron necesidad de darse cuenta porque ya sabían lo que verdaderamente pasa en lugares como Iguala, como Cocula, como Xochicuautla.

Entonces, dónde están las respuestas.

Al menos desde el 2013 el 27 Batallón de Infantería destacamentado en Iguala sabía que César Nava González, subdirector de la policía de Cocula y acusado de participar en la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, había controlado con amenazas la comandancia de ese municipio, y que disponía a voluntad de hombres y armas. El ejército supo que en cuanto Nava se dio cuenta de que tenía poder contrató a sus amigos  y que hizo a un lado la autoridad del director, Salvador Bravo Bárcenas, a quien confinó en su oficina después de decirle que tenía ubicada a su familia y que lo que más le convenía era quedarse quieto, llenando formularios y nada más. La cárcel por partida doble en que se convirtieron las instalaciones de la avenida Independencia 1, en el centro de Cocula, no pudo contener, sin, embargo, la zozobra del amenazado director porque fue Bravo Bárcenas quien denunciaría a Nava González ante el 27 Batallón, que unos días después envió a sus soldados para investigar. Se llevaron a Nava y a su gente, después de separarlos cuidadosamente del resto, pero una hora después los regresaban a la comandancia, para que todo siguiera igual, con la comunicación rota para siempre entre los jefes. Ya detenidos, los policías de Cocula señalaron a Nava de repartir dinero y nexos con Gildardo López Astudillo, El Gil, jefe de plaza de Los Guerreros Unidos, con quien se reunió en Iguala después de levantar a los 43 normalistas de Ayotzinapa, el 26 de septiembre del 2014, cerca de las tres de la mañana y por espacio de cuatro horas para, entre otras cosas, determinar el cambio de los números económicos de las patrullas participantes esa noche. Cuando las investigaciones se centraron en Cocula, Nava escapó pero fue capturado y aunque quiso hacerse el héroe de aquella noche porque declaró haber ayudado a un normalista herido, fue involucrado directamente en los levantamientos.

Y Nava ni nadie han ayudado a esclarecer los hechos, que se empantanan en las brumas del tiempo, la desmemoria y los fragmentos que a trozos casi inexistentes arman un rompecabezas al que, de cualquier forma, siempre le faltarán piezas decisivas.

Era el año 2014 y Julio César Mateos Rosales laboraba como policía municipal de Cocula, con 28 años cumplidos. Católico, ocasional fumador y bebedor, había elegido ese oficio desde el 9 de agosto de ese año y ese trabajo pudo mantenerlo hasta la noche de Iguala, el 26 de septiembre, cuando el gusto se le rompió en algo que ni siquiera fueron pedazos. El gusto o lo contrario le venía de su padre, el policía municipal de Iguala, Silverio Mateos Campos. Pero Julio César Mateos, para esa madrugada, ni siquiera tenía licencia para portar armas porque estaba haciendo el curso de evaluación y confianza.2 Nadie sabe qué habría pasado si la tuviera.

Ni la Iguala de antes o la del 26 de septiembre y menos la de ahora aceptan excusas. Está ahí, ya se sabe y todo este año se ha practicado diligente, anónimamente, una limpieza cirujana de contras que ya nadie sabe dónde ubicar. No está claro si los muertos son de Los Rojos o La Familia Michoacana, o militares desertores que trabajaban como policías. O si los contras existen como falsos positivos o son Guerreros Unidos padeciendo lo mismo con otra camiseta, como la del cártel recién parido, La Empresa de Gadafi. O lo otro, son luchadores sociales desconocidos en la arena de lo público o simples civiles afectados, o quizás que iban pasando.

Iguala es igual o peor que Acapulco, que no tendrá incrustada en esas cercanías que nadie exploró a la minera Media Luna, propiedad de la superextractora canadiense Teck Cominco pero que a cambio ha desarrollado, dándose cuenta, sabiéndose culpable pero sin remordimientos, su propio infierno en el que niños y sicarios hicieron las paces a fuerzas para que los segundos prostituyan a los primeros pagándoles con dinero pero también con droga para que no se vayan, no se mueran por lo menos del asco. El negocio de la pederastia no es un asunto menor aunque lo es desde el punto de vista de los negocios porque lo que arroja no se puede comparar con el propio narcotráfico, por ejemplo. Y aunque los axiomas que dicta el gobierno señalen que no hay negocio mejor pagado en México que ese narcotráfico y esas ideas estén incrustadas en el razonamiento de casi todos, mienten. Porque hay uno que supera, que siempre lo ha superado pero, no se sabe cómo, su propia acromegalia lo ha borrado para que nadie ni siquiera lo intuya.

Entonces Acapulco.

Después de la caída del cártel de los Beltrán Leyva el poder de ese narcotráfico y sus derivaciones se fraccionó y el negocio de la droga quedó en manos, entre otras, del Cártel Independiente de Acapulco, sicariato vil y sanguinario nada más, que arregló las cosas como siempre lo habían hecho sus integrantes. Detrás de esas matanzas, que pronto convirtieron al puerto en la segunda ciudad más peligrosa del mundo, estaba, precisamente una salida o llegada desde la mar océana. En realidad, eso es lo importante de Acapulco: el embarque y lo contrario.

Mientras los niños deambulan buscando o esperando al turismo pederasta que vomitan cruceros y camiones, los contras de Acapulco se divierten en los bares a pesar de amenazas y enojos de los dueños de la plaza, que hasta buenas gentes resultaron cuando el 22 de abril del 2016 avisaron a los acapulqueños que no se atravesaran porque esa noche iban a llenar de plomo todos los antros y cantinas, valiéndoles madre quiénes estuvieran o pasaran. Y es que los encargados de esa limpieza hasta departamento de Comunicación Social tienen porque despliegan eficaces en redes sociales los avisos sin membrete como si fueran los verdaderos ayuntamientos. No, no lo son, pero ni falta que les hace. Oficialmente sólo son matones, procuradores de placeres para viejos canadienses o jóvenes gringas que siempre han sabido lo que hacen. También reciben embarques de cocaína y procuran salida para los minerales preciosos que las supermineras se llevan desplazando y matando desde hace años en la Montaña guerrerense. El sicariato de Acapulco perdona todo, excepto la competencia, no les importa que otros sean mejores sino que cobren y gasten mirando la playa, tomándose las cervezas que a otros les toca.

Eso, y sus mensajes de entrañas rotas.

“A todos los habitantes […] se les hace la advertencia que este fin de semana será muy violento, no nos hacemos responsables de la gente inocente que se atraviese, vamos a terminar con la bola de lacrosos que circulan por las noches en bares y discotecas de Acapulco, ya los tenemos ubicados y los lugares que frecuentan, no han entendido que no salgan de noche, ya se les hizo el aviso y siguen llenos los bares donde se pasean los contrarios y este fin de semana será la limpieza, así que es la última advertencia que les vamos a dar, esto no es un juego, no queremos que mueran gente inocente, por este medio les informamos que no frecuentes estos lugares porque vamos a entrar a balacear sin importar quién esté en el lugar porque ya estuvo bueno que esa gente que extorsiona y mata gente ande paseándose en cualquier lugar, vamos a acabar con toda esa lacra [así que no salgan después de las 10 de la noche […] este es el último aviso”. 3

También describieron la ruta que seguirán esa noche y que hasta las 13:03 del 22 de abril sonaba a pura provocación, como las amenazas de los hermanos Casarrubias, máximos capos de Los Guerreros Unidos cuando años antes Johnny Hurtado Olascoaga, El Señor Pez les puso cara y los combatió por Iguala y Teloloapan con todo el éxito pero también con todas las pérdidas.

Del Acapulco que no se anda por las ramas están los registros del fotoperiodista Bernardino Hernández, quien ha dicho y, si no, lo ha dejado ver, que uno llega y mira a los muertos y ve a la gente tratando de revivir bultos y eso te quiebra, te rompe en pedacitos pero ahí está la foto… y sí, ahí está. Lo que sí dice textual es que “¿Sabes qué es lo peor? La gente ya mira normal tanto muerto, ya no se asustan”. 4

El 22 de abril del 2016 no pasó nada en Acapulco pero el 24 las cosas se salieron de control. Dos horas de balazos por la Costera que tiene el nombre perverso de Miguel Alemán puso contra el piso a turistas y brodies porque esa noche los narcos quisieron rescatar a un socio detenido. Luego se sabrían otras cosas pero, mientras, esas dos horas de metralla reafirmaron la verdadera fisonomía del Acapulco Tropical y dieron al traste en todo el mundo con la imagen que Luis Miguel y sus videos vendieron y asentaron hace años. Un muerto, una minucia para Acapulco que mide la tragedia en litros de sangre, dejó aquel encontronazo filmado por ciudadanos y minimizado por autoridades por pura inercia. Pero ese muerto, otra historia soterrada, no tardaría en hablar.

Ahí queda Acapulco, enterrado en su propia sangre y con su gobernador, el priista Héctor Astudillo visitando cada rincón de su entidad inútilmente. Porque qué puede hacer si primero no acepta la militarización de ese territorio y observa a Ayotzinapa desde donde sabe que debe observarlo. No lo hará, pues nadie en el gobierno lo ha hecho. O sí, pero nunca públicamente. Ahí queda el puerto, observando si pudiera los esfuerzos de los canadienses por quitar comunidades que les estorban para extraer.

Y es que para el 28 de abril del 2016 la Media Luna lograba la reubicación de dos pueblos enteros y en las narices de todos se convertía en una empresa responsable, derramadora de bondades y progreso. Detrás del gesto que significó para los canadienses correr de plano a los habitantes que desplazó, porque eso fue lo que hizo, desplazarlos a unidades habitacionales, estaba la secretaria federal de Desarrollo Territorial y Urbano, la defenestrada Rosario Robles, a quien invitaron para atestiguar el acto caminando las nuevas calles acompañada por el gobernador Astudillo, a quien no le importó testificar que, además, a esos que perdieron sus tierras originarias, los engancharán en trabajos de medio pelo para la Media Luna. Cocula no ha entendido los ejemplos de Carrizalillo, en Mezcala, o Chicomuselo en Chiapas, y no lo hará hasta que su tierra y la vida se expriman por completo.

Uno, como habitante, qué puede hacer sino irse, hacer lo que le dicen. Pero otros no piensan así.

Las 169 familias de los pueblos reubicados, Real de Limón y La Fundición, vieron irse al diablo años de resistencia y aceptaron, convencidos o a fuerzas, otro proyecto de explotación de tierras llamado El Limón-Guajes en la zona del río Balsas, Cocula, que no es sino la continuación de una masacre silenciosa que tiene como objetivo llevarse el oro en polvo que guarda las profundidades de Guerrero.

A Rosario Robles eso le alcanzó para inventarse algunas puntadas y dijo, como lo haría un sicario, que “no puede haber minas ricas y pueblos pobres” mientras andaba las calles del flamante fraccionamiento Nuevo Real del Limón, que costó 42 millones de dólares a la superextractora, unos 714 millones de pesos que de paso decía que había sacado 38 mil onzas de oro en lo que va del 2016, que equivalen a 877 millones 800 mil pesos en cuatro meses, que significaría una ganancia anual de 2 mil 631 millones de pesos. 5

Ya se dijo, pero otra vez. Cocula en esa mina guarda las respuestas que algunos buscan en Ayotzinapa o en la esquina del Periférico Norte y Juan N. Álvarez, y eso que guarda suena a pura muerte como los policías municipales hicieron ver Iguala cuando la abrasaron loca, rabiosamente.

Lo que son las cosas: el 26 de septiembre del 2014 los polis de Cocula se alistaban para cuidar un jolgorio en el pueblo de Apipilulco. Julio César Mateos, el policía que nunca tendrá permiso para portar armas, pertenecía al grupo del comandante Jesús Parra Arroyo y usaban la patrulla 503 de la General Motors -una Sierra, en realidad- y a la que después el jefe policiaco César Nava, enfermo de miedo por lo que ellos mismos dijeron que habían hecho con los 43 estudiantes de Ayotzinapa, cambió el número con la esperanza de que los federales no se dieran cuenta, como si su ansia de largarse a donde fuera se calmara con un poco de pintura y unas calcomanías

El policía Mateos se quedó incluso a dormir en la Comandancia el 25 de septiembre y al otro día se levantó a las seis de la mañana para barrer y trapear. Como Salvador Bravo Bárcenas, director municipal de esa policía estaba franco, como todos los fines de semana, Mateos se la llevó leve y hasta desayunó en el comedor del DIF. Luego patrulló las calles y entre las 20:00 y las 21:00, ni modo, se fue para Apipiluilco, donde apenas terminaban los festejos patrios. Allí estuvo quizás hasta las 22:35, porque no lo recuerda bien, aburriéndose en su patrulla, de la que no pudo bajarse para dejar de morirse de sed hasta que su cuñado, que andaba enfiestado por ahí, le llevó un chesco. Ni se lo había acabado cuando el comandante Alberto Aceves los regresó a todos a la Comandancia porque por el Cinco-Cinco había un Veintidós por la Cuatro, que quiere decir “fuga rápidamente”, por lo que se dirigieron al S-19, la comandancia de Cocula, donde Mateos cambió de patrulla y se subió a una RAM azul, agarrado fuerte porque iba atrás y desde ahí contó los pueblos por donde pasaban: Las Conchitas, Tijuanita, Tomás Gómez, Meztitlán y Metlapa antes de llegar a la Iguala sin nombre de aquella noche. Desde antes sabían que los enviaban a una balacera.

¿Basta que un policía gane 2 mil 800 pesos quincenales para animar a acercarse a los que allá se llaman los chicos malos o los amigos, en otros lados, como en Tlatlaya, y se deje tentar por lo poco, pero de todas maneras algo, que ofrece el narcotráfico, en realidad una extensión al servicio de alguien en el poder público? Porque César Yáñez Castro 6 eso ganaba como policía de Cocula cuando lo detuvieron para que respondiera por lo de Iguala y los estudiantes levantados. A Yáñez lo contrataron para cuidar la entrada de la Comandancia y por eso, nada más porque estaba parado ahí todo el día, pudo registrar los movimientos del 26 y 27 de septiembre de sus compañeros. No estaba solo en esos turnos fantasmagóricos de 48 horas corridas, porque se apoyaba en las fatigas o bitácoras de reportes de novedades que actualizaba todos los días la secretaria María Elena Hidalgo Segura, y a quien le achacaban una relación sentimental con el poderoso jefe César Nava.

Yáñez Castro recuerda todo desde el principio: que las unidades que fueron a Iguala fueron tres, la RAM azul 305 conducida por Nelson Román Rodríguez en compañía del comandante Ignacio Aceves Rosales y de los policías municipales Jesús Parra Arroyo, Arturo Reyes Barrera, Joaquín Lagunas Franco, Alberto Aceves Serrano; la RAM negra 306 conducida por el subcomandante Roberto Pedrote Nava –a quien los federales propinaron una golpiza cuando lo detuvieron y no respetaron ni porque les dijo que era ex soldado- acompañado de los policías municipales Juan de la Puente Medina –a quien lo federales le abrieron la cabeza cuando lo apresaron- José Antonio Flores Train y el propio Julio César Mateos Rosales. A ellos se les unió la Sierra 302, que manejaba Óscar Rodríguez Salgado en compañía del comandante Ignacio Aceves Rosales y los policías municipales Wilber Barrios Ureña, Alberto Aceves Serrano y Arturo Reyes Barrera.

“La injusticia está clavada en mi carne y mis huesos, yo no soy el mismo después del 26 y 27 de septiembre de 2014”, dijo el reportero norteamericano John Gibler el 21 de abril del 2016 al presentar su libro, Una historia oral de la infamia y que habla de esa noche por la que apenas se adentraban Mateos y sus compañeros. Si Gibler dice lo que dijo es porque ha recopilado testimonios de quienes estuvieron allí o tuvieron algo que ver o saben algo o de plano no saben nada pero en algo pueden ayudar. Y el policía Mateos quizás algo sepa, aunque tal vez no ayude que haya declarado que “circulamos sobre Periférico, hasta pasar como unas bodegas de Pemex, deteniéndose las tres camionetas en las que íbamos y que se formaron en línea, por lo que pude observar que a una distancia de veinticinco metros de donde nos detuvimos se encontraban dos patrullas de la policía municipal de Iguala con las torretas encendidas, dos ambulancias con las torretas encendidas y dos autobuses de la línea COSTA LINE con las luces apagadas, dándome cuenta que uno de estos autobuses tenía las llantas ponchadas y con el parabrisas roto, pero del otro autobús no pude ver si estaba dañado o no, porque estaba atrás del primer autobús y no se veía desde donde yo estaba”.

Y antes, no mucho, pero antes, los de Cocula habían recogido al subdirector César Nava en su propia casa de Iguala, en la colonia 23 de Marzo, y de ahí se fueron a la esquina de Juan N. Álvarez y Periférico Norte. Nava era poderoso, ya se sabe, no tanto, pero eso le alcanzaba para poner a trabajar a los gendarmes en su casa, como le sucedió a José Luis Morales Ramírez, quien pegaba azulejos en el baño de su jefe a las 19:30 de ese día cuando una llamada lo alertó sobre el Zócalo ametrallado. Quien llamaba era su hermano, pues quería saber si estaba bien porque se había enterado de balaceras frente a las instalaciones del 27 Batallón de Infantería y la Comercial Mexicana, y le habían dicho que había una camioneta Nissan llena de plomo en el centro de la ciudad. José Luis Morales estaba bien, y cómo no, no podía estar mejor metido en el baño de su jefe pegando lo que le habían ordenado, pero ahí metido y todo, vio algunas cosas. Dijo en su declaración que el subdirector Nava llegó a su casa entre las 20:00 y las 21:00 y casi de inmediato volvió a irse. Algo le pasaba, estaba enojado cuando abordó su auto, un Bora, y volvió a marcharse.

El policía-albañil le temía más a Nava que a las balas y ese día, después de marcharse el jefe, dejó de hacerle al constructor, abordó un taxi y se fue a su casa. A la mañana siguiente estaba puntual otra vez para terminar su trabajo. Le abrió la esposa del jefe y el policía se puso a pegar azulejo nuevamente, hasta el mediodía, cuando el subdirector llegó. Nada más ver a su gendarme lo convocó a su habitación.

– Juntas tus cosas, guardas tu herramienta y te vas a tu casa –le dijo.

– ¿Ya no voy a tener trabajo? –preguntó espantado el policía.

-¡Puta madre! ¡Te estoy diciendo que juntes tus cosas y te vayas a tu casa!- fue la respuesta del jefe Nava que, ahora sí, entendió bien y por eso Morales se fue a su casa y no regresó sino hasta el 6 de octubre a la comandancia, donde se encontró con sus compañeros. Ya detenido, el albañil siempre negaría trabajar como policía aunque el ayuntamiento le pagaba puntualmente sus 2 mil 800 pesos quincenales y había presentado exámenes que le darían licencia para portar armas. Así era aquella comandancia de Cocula, donde un alarife contestaba el teléfono, hacía guardias y patrullaba el centro provisto de un tolete.

Que le descubrieran a Nava que ponía a sus policías como macuarros era lo que menos le preocupaba ese 26 de septiembre del 2014. Nadie sabrá lo que el subdirector tenía atravesado en las entrañas aunque tampoco importa mucho porque él contará luego una versión de aquel día donde jura que rescataba a sus hijas de la llegada de los normalistas en el centro de la ciudad, en medio de refriegas y metralla. Ese día dispondrá de una guardia especial para su casa montada por el policía de Cocula, José Antonio Flores Train hasta las tres de la mañana. Y aunque ese día estaba franco, Nava se fue a la Juan N. Álvarez en la patrulla 302 y en esa esquina quiso pasar como héroe junto con el comandante Ignacio Aceves Rosales, porque según ellos y algunos de la tropa, ayudaron a un normalista herido.

Que acercaron la ambulancia.

Que lo llevaron cargando a la ambulancia cuando los normalistas refieren que lo único que hizo fue decirles que se entregaran para que todo se olvidara. Y como no quisieron, entonces les dijo lo primero que se le vino a la cabeza: que lo iban a lamentar.

Después vino la balacera.

 

II

Al policía Flores Train que cuidaba la casa de Nava el comandante le entregaba dinero extra, más o menos regularmente y con esa generosidad de los dictadores le dejaba 3 mil pesos, a veces hasta 8 mil.

-Ten, para que te tomes un refresco –le decía estirando la mano.

A casi todo les tocaba algo de más, salido de quién sabe dónde, aunque todos sabían que eran pagos enviados por Los Guerreros Unidos. Pero hasta en eso había inconformes, no porque los pagos fueran ilegales o los obligaran a recibirlos, sino porque a unos les tocaba más que a otros. El policía Jorge Luis Manjarrez Miranda ha declarado, con cierta rabia, que a algunos se les entregaba hasta 15 mil pesos extras, como a Ignacio Aceves Rosales, Antonio Morales González, Ysmael Palma Mena y Roberto Pedrote Nava porque eran los consentidos. La clase media estaba compuesta por Ignacio Hidalgo Segura, José Antonio Flores Train, Arturo Reyes Barrera, Wilber Barrios Ureña, José Luis Morales Ramírez y Pedro Flores Ocampo, quienes recibían 8 mil pesos. El siguiente escaño estaba integrado por Marco Antonio Segura Figueroa, César Yáñez Castro, Jesús Parra Arroyo, Marco Jairo Tapia Adán, Julio César Mateos Rosales, Ángel Antúnez Guzmán, Juan de la Puente Medina, Nelson Román Rodríguez, Alberto Aceves Serrano, Óscar Veleros Segura, Joaquín Lagunas Franco y Alfredo Alonso Dorantes.

Los de abajo, los del fondo, los que siempre estuvieron al final y seguirán estando, expresaban el descontento de los marginados porque nunca los convocaban para los operativos aunque por eso, por no hacer nada, de todas maneras les tocaban 2 mil pesos, como al policía Jorge Luis Manjarrez Miranda, Anubis, amargado “porque siempre me hacían a un lado, hasta el punto que cada vez que salían a las comunidades, de entre las cuales estaba Nuevo Balsas, Tlanipatlán, Acamantlila, Azcala, a mí siempre me dejaban en el parapeto, es decir, siempre me dejaban para resguardar la comandancia junto con mi compañero César Yáñez Castro, tal y como aconteció el viernes veintiséis de septiembre del dos mil catorce”. La suerte del policía no era tanta porque de todas maneras lo detuvieron pero lo que no pudieron quitarle los federales fue el sentido del humor, que para entonces parecía una enramada por retorcido, aunque el policía Manjarrez así era y lo dejó claro cuando le pusieron frente a él su propio retrato y dijo, pero también lo escribió: “este hermozo soy yo”. Todavía el gracejo le alcanzó para declarar que conocía al alcalde de Iguala, José Luis Abarca, porque “ahora está prófugo el infeliz” y al reconocer a dos de sus compañeros señaló que “es el de las 20 cremas y, es más, huele bonito (Jesús Parra Arroyo)”. De otro, fue más sincero y apuntó que “es el más tierno de todos mis compañeros, se llama Alberto Aceves Serrano”. Ya sin risas, dijo al final que tenía lesiones en los costados ocasionados por los policías federales que lo detuvieron.

Esa fue la venganza tristísima del relegado Anubis, pero de la risa simplona a la ira sólo hay un paso. La noche del 26 de septiembre del 2014 al policía Mateos lo pusieron frente a los camiones que dice haber visto, que en realidad no eran dos, sino tres y estaban en esa esquina de Juan. N Álvarez y Periférico Norte. Los Costa Line que refiere tenían los números 2012, 2510 y estaban acompañados por un Estrella Roja 1568, también destrozado.

-¡Cúbranse!- le gritaron a Mateos, quien salió de su ensoñación para encararse con aquel boquete donde otra vez matanza y represión convergieron obligando al uniformado a protegerse detrás de una de las puertas de su camioneta. Ni siquiera él supo de qué se estaba cuidando pero lo hizo porque era policía apoyando un operativo de Los Bélicos, brazo armado del alcalde José Luis Abarca y de Los Guerreros Unidos, patrimonio y herencia de la señora María de los Ángeles Pineda Villa, quien esa noche bailaba como nadie la canción de El Cangrejito Playero mientras Mateos se moría de sed, de esa que no apagan las chispas de la vida.

Pero ahora estaba en la oscuridad –porque las patrullas de Cocula arribaron con las luces apagadas- de esa esquina de Periférico Norte y Juan N. Álvarez que le permitió ver, a pesar de tanta noche, el cuerpo de alguien tirado en el pavimento y a tres metros una patrulla de los iguatlecas cerrando el paso. El cuerpo aquel atrajo la atención de Mateos, quien observó cómo, después de unos minutos una patrulla se acercaba para recogerlo y llevárselo a quién sabe dónde. Eso creyó de pronto el policía, porque al final alcanzó a ver que el destino inmediato era una ambulancia. No supo, ni siquiera después, que se trataba de un normalista herido de Ayotzinapa.

Hipnotizado, el policía alcanzó a escuchar otro grito que lo sacó de la penumbra para envolverlo en otra aunque la orden que le gritaran fuera para él un filo que lo atravesó. Ahora tendrá que subirse otra vez a su patrulla porque así como llegaron ya se van, dirigiéndose a la comandancia municipal de Iguala.

Pero también había otros gritos, provenientes del camión puntero, el Costa Line 2012.

– ¡No disparen, no tenemos armas! –gritaban desde el interior los estudiantes mientras alguien, sacando el brazo por la ventana, agitaba un trapo blanco. Más adelante los estudiante se refugiarán entre ese Costa Line 2012 y el Costa Line 2015, detenido muy cerca de una Bodega Aurrerá pequeñita, en cuya acera ya hay normalistas sometidos.

Mateos es policía y la credibilidad de la policía en México está más sucia que el fango. A finales del 2015, el 13.49 por ciento de los 337 mil 209 policías estatales que hay en el país reprobó sus controles de confianza, pero eso no es nada comparado con lo que los mexicanos piensan de los uniformados porque apenas 5.3 por ciento confía en ellos, decía la encuestadora Mitofsky en el 2015. Todavía debajo de los policías estaban los partidos políticos, y más allá no había nadie. De pasada, y quién sabe por qué, el ejército era evaluado con un altísimo 7 de calificación que lo ubicaba entre las instituciones de más confianza ciudadana. Pero esta es la Nación de Peña Nieto, quien todavía no lo sabe pero después de Iguala, él, como John Gibler, tampoco volverá a ser el mismo porque también en su carne y en sus huesos estará clavada para siempre la injusticia, sólo que esa injusticia será él mismo caminando y pisando los restos quemados de la falsa Cocula.

El 26 de septiembre del 2014 a Mateos la encuestadora Mitosfky le importa un bledo cuando se dirige a la comandancia de Iguala, donde llegarán las tres patrullas de Cocula. Allí verá entrar al comandante César Nava, prófugo del 27 Batallón de Infantería hace años pero déspota en la policía con cargo de subdirector municipal. Allí los de Cocula saldrán cuatro minutos después, al menos los de la patrulla Sierra, pero con diez estudiantes arriba, quizás ocho, aunque otro policía, Jesús Parra Arroyo, asegura que allí transcurrió una hora en lo que Francisco Valladares Salgado, jefe de la policía de Iguala y el propio Nava se ponían de acuerdo. El mismo Parra vio llegar a tres patrullas de Iguala cargadas con normalistas, unos 30, dice él en su declaración ministerial el 14 de octubre del 2014.

En fin.

En fin.

En fin.

-No voltees –le dirá a Mateos un agente encapuchado de Iguala cuando quiso ver más. Él dice que así fue y obedeció esa orden, consejo de supervivencia para situaciones de crisis o declaraciones ministeriales apresuradas. Mateos confirma lo mismo: subieron a ocho o diez personas a la patrulla, todas acostadas bocabajo –Mateos volteó después y pudo contarlos, pero el policía Parra dice que Mateos manejaba y que llevaban a cinco muchachos- y enfilaron rumbo al panteón de Cristo Rey, por la salida a Metlapa, por donde se fueron a Loma de los Coyotes para encontrarse con patrullas de Iguala. Ahí estaba ya el comandante Nava, quien ha ordenado bajar a los detenidos y entregarlos a los de Iguala, quien a su vez los pasa a un hombre apodado El Pato, quien trae una camioneta blanca de tres toneladas, dice el subcomandante Ignacio Aceves Rosales, quien además refiere que “tengo conocimiento que se lo llevaron a la comunidad de Tianquizolco, Guerrero”, municipio de Cuetzala, a una hora de Iguala y muy cerca de Teloloapan, rumbo a la carretera que conduce a Arcelia, también en Guerrero. Ese lugar también es vecino de Chilacachapa, un pueblo con sus habitantes muertos de miedo que la noche del 26 de septiembre fueron obligados a acompañar a los sicarios a Iguala para apoyar a los policías municipales. “Un entrevistado –informó el 16 de diciembre del 2014 el diario El Universal- manifestó que dichos pobladores conocen el paradero de los estudiantes: ‘Mis paisanos de aquí saben dónde están, pero si abres el pico… ese es el temor’. Cuando Iguala fue tomada por los federales Los Guerreros Unidos se fueron a refugiar a Tianquiazolco, un pueblo de no más de 900 habitantes, donde el 12 de agosto del 2013 un comando levantó a cinco personas y eso provocó una avalancha de huidas por miedo, que dejó una comunidad fantasma. El 26 de abril de ese año otro comando se había llevado a 10 policías municipales, de los cuales dos fueron hallados en Iguala, ejecutados, y del resto hasta la fecha nada se sabe. En marzo del 2014 cincunta hombres dispararon a diestra y siniestra en Tianquizolco en represalia porque la comunidad se había unido a la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG). Disputado por La Familia  Michoacana y Los Guerreros Unidos, sirvió de refugio temporal  a Patricio Reyes Landa, El Pato, y los suyos, hasta que los atraparon, después de que la versión de Murillo Karam los ubicara quemando estudiantes en el basurero de Cocula.

A Chilacachapa llegaron primero Los Pelones, en el 2008; después estuvo La Familia Michoacana y por último Los Guerreros Unidos de los hermanos Casarrubias y la familia Pineda. Más de 100 asesinatos en tres años, desde el 2010 hasta el 2011 y 40 secuestros atestiguan que en ese territorio hay algo más que la ansiedad por sembrar estupefacientes. En realidad Tianquizolco y Chilachapa tienen la mala fortuna de ser vecinos de Arcelia y Teloloapan, una zona que guarda, como si fuera un secreto, una de las mayores explotaciones de oro pero también de minerales radiactivos, negocios en manos de Johnny Hurtado Olascoaga, El Señor Pez, líder de La Familia Michoacana.

Entonces la comandancia de Iguala.

-No voltees –le dijo a Mateos un agente encapuchado de Iguala cuando quiso ver más. Él dice que obedeció esa orden y luego se fue a entregar su carga humana, junto con los otros policías. Hecho eso regresaron a Cocula, a su propio cuartel, a las dos y media de la mañana. Ahí, como siguanabas, los policías lavaron frenéticos las patrullas como si el agua les borrara lo inconfesable. César Nava, amigo además de Gildardo López Astudillo, El Gil, jefe de plaza de Los Guerreros Unidos, contestaba llamadas sin parar. Mateos todavía tuvo que regresar por donde había venido porque César Nava lo requirió como voluntario, junto con Arturo Reyes Barrera, Óscar Veleros Segura e Ignacio Aceves Rosales, quienes vestidos de civil pero armados se fueron con su jefe en la Explorer del comandante Ignacio Aceves para cuidarle las espaldas mientras hablaba con alguien que sólo él supo quién era, en la colonia Granjeles de Pueblo Viejo, una casa donde había caballerizas y jaulas para gallos de pelea. Pero el subcomandante Ismael Aceves pudo enterarse quién era el personaje de las llamadas que tenía gallos de pelea y una casa con combis del transporte público de Pueblo Viejo. Gildardo López Astudillo, El Gil, frecuentaba a Nava y tenía fama de mañoso y ahora estaba preocupado por los estudiantes levantados. No por ellos, sino la suerte que les esperaba a los que participaron.

En esa reunión a alguien se le ocurrió lo de cambiar el número de las patrullas porque estaban presentando un video –no se sabe quién- en el que salía la patrulla 302. Los policías regresaron a Cocula cuando ya eran las siete de la mañana nada más para que, media hora después, Nava los formará a todos para aclararles lo seria que era la situación.

-Acerca de lo que pasó anoche, ustedes no saben nada, no vieron nada. Ya no somos unos chamacos para rajarse. A rajarse a su pueblo, no se anden con mamadas porque ya se la saben- fue la arenga que les endilgó el subdirector Nava cuando él mismo preveía el desastre.

Alguien, el policía Pedro Flores Ocampo vio a tres de sus compañeros, Roberto Pedrote Nava, Antonio Morales e Ignacio Hidalgo llevarse las unidades. Una hora después, regresaban presumiendo la nueva numeración. Otra versión dice que fue el subcomandante Aceves quien compró las nuevas calcomanías, que fueron colocadas por el policía Ismael Palma Mena.

El policía Ignacio Hidalgo Segura, un desertor del 27 Batallón de Infantería, declaró a la PGR el 15 de octubre del 2014, que César Nava recibía llamadas sospechosas de alguien a quien identificaban como El Patrón, el mismo apodo que mencionaran los policías de Huitzuco cuando se llevaron a los normalistas levantados en el puente del Chipote, enfrente del Palacio de Justicia, en Iguala.

El mismo policía Hidalgo Segura afirmó que el subcomandante Ignacio Aceves les pedía, cuando andaban en patrullajes, ubicaciones de los guachos y marinos. Y además hay, por lo menos, dijo el hermano de la operadora del 066, María Helena Segura, cinco elementos que no pasaron los controles de confianza pero Nava no los dio de baja. Al contrario, los ocupó para patrullar por las noches. También reveló que los policías Óscar Rodríguez Salgado, Pedro Flores Ocampo, César Yáñez Castro, Ignacio Aceves Rosales y Arturo Reyes Barrera pertenecían a Los Guerreros Unidos o al menos los ayudaban en actividades ilícitas.

-Que diga el indiciado si su superior jerárquico inmediato de nombre César Nava, pertenece a alguna organización criminal –preguntaba la Federación al policía Mateos, quien decía que sí, “a la organización Guerreros Unidos, ya que entre compañeros se rumoraba que desde que había llegado el comandante Nava, a esa población de Cocula, ya no había secuestros, ni robos, ya que se salió la banda que estaba antes de que llegara el comandante César Nava; y como acabo de ingresar a la policía municipal de Cocula, en una ocasión me di cuenta que el comandante César Nava, el día siete de septiembre del año en curso, aproximadamente como a las ocho o nueve de la noche, nos hizo pasar al dormitorio de la comandancia, a uno por uno de los compañeros de la policía municipal, entonces cuando a mí me toco pasar me entregó en la mano la cantidad de tres mil pesos, y me dijo que era un dinero extra, pero que si yo hablaba al respecto de eso, corría riesgo la vida de mi hijas, mi esposa, ya que me tenía bien checado y que ese dinero lo mandaba El Viejo, desconociendo quién sea esta persona y que solo en esta ocasión recibí dinero de este comandante César Nava; por eso continúo con miedo de que mi familia pierda la vida, por eso hago responsable a César Nava, de lo que le pase a mi familia”.

Lo mismo dijeron de Nava otros, como el policía Jesús Parra Arroyo.

Desde el principio casi todos los detenidos confesaron y lo hicieron bien aportando para la construcción de la verdad histórica del procurador Jesús Murillo Karam, en el 2014. Después la reportera Anabel Hernández reconstruiría cómo la PGR forzó voluntades con tortura y lo publicó en la revista Proceso en abril del 2014. Ella pudo hacerlo porque la tortura y la declaración obligada donde se relatan los golpes y las acciones violentas contra los declarantes están registradas en los expedientes de la A.P. PGR/SEIDO/UEIDMS/816/2014 relativo a la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Hernández lo hizo y lo hizo bien.

Ese expediente de la PGR asentó que el policía municipal Julio César Mateos Rosales, quien declaró a la una de la tarde del 14 de octubre del 2014 dijo, porque se lo preguntaron, que “sí tengo lesiones en el estómago, mismas que me las ocasionaron los Policías Federales Ministeriales, que me detuvieron y que me pusieron a disposición de esta autoridad”, pero que se reserva presentar queja o querella.

Otro policía, Nelson Román Rodríguez, tenía al momento de declarar un moretón en el párpado derecho, pero dijo que se lo había hecho “en el traslado, como venían muy rápido me golpeé en el asiento ya que veníamos agachados” y ahí quedó todo. 7

Los policías de Cocula no fueron los únicos golpeados ni los federales los únicos golpeadores. Narcotraficantes como el contador de Los Guerreros Unidos es uno de esos ejemplos. A Raúl Núñez Salgado, El Camperra, lo atrapó la Marina el 14 de octubre del 2014 cuando estaba en la calle muy tranquilo, recargado en su Nissan Advance 2012, platicando con alguien más que estaba a bordo de ese auto, en la calle de Hiram esquina con calle Cuatro en la colonia Icacos del puerto de Acapulco. Los marinos patrullaban en labores de rutina cuando El Camperra los vio, pero nada más verlos se echó a correr aunque fue atrapado por uno de los militares, quienes también recogieron una bolsa que Núñez Salgado había arrojado y que contenía 200 dosis de cocaína. El Camperra era un hombre discreto que podía pasar desapercibido en cualquier lugar si no abría la boca porque un detalle la adornaba. En uno de sus dientes se hizo grabar, caprichoso, la primera letra de su nombre y desde entonces, cuando sonreía, esa R emergía como una señal, al menos eso contaron los sicarios y halcones que trabaron relación con él, porque un examen médico, ya detenido, sólo describió tatuajes y equimosis en nalgas y región genital. En otras palabras, con diente grabado o no, alguien lo tundió en ese alboroto.

El Camperra no sabe ni le interesa la tipografía pero sí cuánto cobraba el subdirector de la policía municipal de Iguala a su organización, Francisco Salgado Valladares, a quien le daban 600 mil pesos mensuales para que los desparramara como quisiera, siempre y cuando los dejara trabajar.

A El Camperra le dio pena que lo atraparan así y dijo en declaración que sí, que lo habían asegurado mientras caminaba por el estacionamiento de un casino. Ambas quedaron asentadas pero de verdades no se podrá hablar cuando todo el expediente de la PGR se trata de una operación de encubrimiento que exculpa, entre otras, a las supermineras extranjeras cualquier de responsabilidad en todas las noches de Iguala, no sólo la última del 2014, que han sucedido en el país.

Y esto es por partes.

El día de su detención El Camperra, un jovenazo de 38 años, 1.72 metros y 76 kilogramos, estaba en Acapulco porque las cosas estaban calientes –los narcos en Iguala usan esa frase cuando algo los acongoja- y se había ido unos días al puerto a jugar en los casinos mientras todo se enfriaba. Pero llevaba droga, esas 200 dosis y también una buena cantidad de valor o desesperación, al final daba lo mismo, porque intentó desarmar a uno de los marinos en una lucha cuerpo a cuerpo que el contador terminó perdiendo porque se le echaron dos encima cuando ya casi tenía una de las armas en su poder.

Los marinos declararon adecuadamente 8 cuando lo presentaron ante la PGR en la ciudad de México, y sostuvieron que el pagador de las nóminas de Los Guerreros Unidos se rompió toda la cara cuando echó a correr porque tropezó y por eso presentaba los golpes que presentaba. También dijeron que cuando lo subieron a la unidad militar, El Camperra se arrojó, él solo –y es que iba a acusar a los marinos ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos- contra los barrotes y las protecciones. Eso mismo hizo todo el camino hasta la Ciudad de México, aunque también los marinos lo disculparon -un poco, solamente- diciendo consecuentes que el tráfico estaba muy pesado. Después, también recordaron que los trató de sobornar.

– Dénme la viada –les pidió suplicante, cuando se supo perdido.

– Negativo- respondieron bien formales los marinos cuando terminaron de escuchar que les daría 600 mil pesos mensuales, tanto dinero como al director de la policía de Iguala, pero nomás para ellos solos si se alineaban con él. El Caperra, que en el momento de la detención traía 970 pesos y siete dólares, jugó sus cartas y los marinos se limitaron a encerrarse en su “negativo” y a observar cómo, El Camperra solito, se rompía la madre contra barras y metales. No lo detuvieron y tampoco lo impidieron, pues ellos por qué, con tanto trabajo que les dio esa unidad 01 en la que patrullaban que hasta tirados los dejó en la carretera cuando se les ponchó una llanta y tuvieron que hacer malabares para cambiarla sin que el salvaje contador se les escapara o suicidara en una de ésas. Que El Camperra se lastimara solo es algo que nadie ha probado.

 

III

Quienes volvieron al trabajo el lunes 29 de septiembre del 2014 por la mañana, a la comandancia de Cocula, se percataron de que las patrullas habían cambiado de número. La RAM negra 306 tenía ahora el 502; a la RAM azul 305 le habían colocado el 501 y a la Sierra 302 le habían puesto el 500. Otra patrulla más, la unidad 303 quedó con el 503. Y con esto, dijo César Nava, quiso despistar a quienes lo investigaron luego.

Mientras oficiosos columnistas destrozaban las conclusiones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) el 24 de abril del 2016, y se enzarzaban en discusiones sobre el costo de sus servicios -30 millones de pesos- o en las bélicas intenciones de esos expertos extranjeros para culpar sin piedad a la administración de Peña Nieto y su ejército por todo y porque sí, Iguala siguió cobrando su dosis diaria de sangre. El GIEI, más apto que la PGR y sus detractores, terminó su trabajo linchado por un sector de casi intelectuales orgánicos, cuya rabia no tendrá explicación sino hasta que se conozca algo más sobre ellos, aunque por ahora eso resulte innecesario. Para la mayor parte del país los investigadores cumplieron poniendo detalles donde no los había y si algo les faltó otro tendrá que hacerlo o quizás nunca se sepa. Por ahora no importa que el mapa de Guerrero apenas se perfile y en realidad sea una mancha negra o blanca, terra incognita sin coordenadas ni rosas de los vientos.

El superpolicía Tomás Zerón de Lucio, director general de la Agencia de Investigación Criminal dio la cara el 27 de abril del 2016 para explicar un video rescatado por el GIEI donde aparecen él y agentes de la PGR en compañía del sicario detenido, Agustín García El Chereje, a las orillas del río San Juan sin que en el expediente de las investigaciones conste el hecho. La cosa es, le dijeron los del GIEI a la PGR, que el hallazgo de restos humanos se realizó el 29 de octubre, un día después de su presencia en el río. ¿Qué hacía El Chereje un día antes, a la orilla del río? Eso no se sabrá porque Zerón de Lucio sólo aseguró, con su cara inalterable de inspector, que su actuación era legal y apegada a derecho. Y que había estado ese día porque investigaba, aunque violara lo elemental, como apuntó Salvador García Soto, columnista de El Universal, el 30 de abril del 2016: “Dos artículos de la Constitución, el 21 y el 20 en su apartado B, además de los artículos 2 y 3 del Código Federal de Procedimientos Penales y diversas disposiciones de la Ley Orgánica de la Procuraduría General de la República, fueron violados flagrantemente por el director de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón de Lucio, al haber practicado una diligencia extraoficial en el caso Ayotzinapa, el 28 de octubre de 2014. Además de que no tenía facultades para practicar esa diligencia, Zerón trasladó sin autorización del Ministerio Público a un detenido que nunca tuvo asistencia legal, además de que tampoco tenía autoridad para dar órdenes a peritos que son auxiliares también del Ministerio Público”.

Amigo del ex procurador Jesús Murillo Karam pero más amigo de Genaro García Luna, ex secretario de Seguridad del ex presidente panista Felipe Calderón, el señor Zerón fue cesado en el 2007 del cargo de coordinador de Control Policial de la Policía Federal Preventiva cuando un comando de 50 hombres armados recorrió 400 kilómetros, en una incursión de película que terminó entre muertos y horror en Cananea. El señor Zerón y sus hombres nunca se dieron cuenta y García Luna lo despidió, aunque el cese le vino bien porque se cayó para arriba cuando logró “un acuerdo” por 3 millones de pesos como remuneración por ese despido. Este caso, el de Ayotzinapa ha cuestionado la capacidad del señor Zerón, considerado experto en Inteligencia, aunque en México se traduzca como vulgar espionaje, en lo que Zerón, ahí sí, es un experto.

La gran virtud de Tomás Zerón es ser primo 9 del ex procurador del Estado de México, Alfredo Castillo, con quien reforzó relaciones desde que trabajaron juntos en el esclarecimiento de la muerte de la niña Paulette Gebara, en Huixquilucan, Estado de México, en el 2010. Castillo, cada vez menos candidato a la gubernatura del Edomex después de aplacar Michoacán y meter a José Mireles a la cárcel, y ahora funcionario de escándalos en la Confederación Nacional Deportiva, conoce como nadie a las autodefensas y sabe cómo combatirlas. Ayotzinapa, igual que para Murillo Karam, ha construido para Tomás Zerón un monumento a su incapacidad.

Guerrero arde sin necesidad de combustible. Su fuego se alimenta por años de represión y ahora se pueden identificar dos bloques en pugna: un narcogobierno que agrupa a fuerzas de seguridad pública, incluyendo las militares y los intereses universales de las supermineras de capital privado, contra ejidatarios y campesinos dueños de tierras donde hay algo para extraer. Pero la confusión es enorme. El primer megabloque, cuya misión es la aniquilación de pueblos, también infiltra luchas sociales para socavarlas desde adentro. La confusión es tal que los líderes sociales terminan inculpados y, en el mejor de los casos, encarcelados antes que muertos, que al final es la solución por la que se opta comúnmente. En Chilpancingo se palpa eso como se vio el 29 de abril del 2016, cuando un enfrentamiento entre policías y el Consejo de Autotransporte de la Zona Centro y la Unión de Pueblos de la Sierra de Guerrero, que demandaban seguridad y condiciones para trabajar, dejó un muerto –un atropellado, innecesariamente- y 100 desaparecidos un día después de que los manifestantes fueran desalojados de la autopista del Sol, que bloquearon por ocho horas incomunicando el puerto de Acapulco. El gobierno de Guerrero dijo, luego de la refriega, que los manifestantes estaban infiltrados por grupos criminales y los acusó de disparar contra los granaderos, que hicieron por su parte 64 detenidos a cambio de cuatro heridos, uno de ellos grave un día después. Luego aparecieron todos, quién sabe por qué.

Los municipales de Cocula no fueron tan feroces en ese misterio de Iguala como decían que eran en sus currículas y que apuntaron entre ellos a 11 ex militares incrustados en la corporación. Desde el cautiverio que se ganaron en la PGR fingieron. Nadie conocía a El Chino, jefe de halcones de Los Guerreros Unidos, ni a El Chucky, el jefe de jefes del departamento de sicarios en Iguala, Mezcala y Cocula. Tampoco, jamás, oyeron de los hermanos Casarrubias, de El Gil o El Tigre, o de un tal comandante Valladares y menos de El Camperra, todos personajes, héroes inversos de una trama narcominera que socava Guerrero.

Feroces o no los policías de Cocula se llevaron a los estudiantes, los entregaron sin preguntar nada y fingieron enterarse hasta después, por las noticias en la tele y los diarios. Los que se quedaron en la comandancia se lavaron las manos. Los que no tenían permiso para portar armas se lavaron las manos. Los que no estuvieron se lavaron las manos, advertidos de todas maneras para no decir nada, para que también ellos no anduvieran preguntando. Y, sin criterio, todos dijeron actuar bajo órdenes de sus superiores.

Por eso en las bitácoras de Cocula del 26 y 27 de septiembre del 2014 se escribió “sin novedad” y por supuesto nunca dirían que para el 6 de octubre los policías estaban muertos de miedo porque ya había un montón de detenidos y la sensación general era de desaliento, que ya todo valía verga.

Tuvieron razón, porque enseguida cayeron ellos.

César Nava, el supuesto héroe de la esquina de Juan N. Álvarez y Periférico Norte era cualquier cosa menos eso. Llegó en el 2013 a trabajar a la policía de Cocula y el director de la policía, Salvador Bravo Bárcenas, lo contrató así nomás, dice él mismo, aunque luego se supo que los dos eran ex militares y tenían un pasado común. Nava terminó llenando la comandancia con su gente y consolidó un poder invisible desde el miedo y el reparto de dinero. Era poderoso y su poder le alcanzaba para tener alarifes como gendarmes pero también para sacar todas las armas, todas las municiones y pasarse por el arco del triunfo las órdenes de su superior junto con los permisos del 27 Batallón de Infantería para sesiones de tiro, por ejemplo. Nava se llevaba a todos los oficiales, armados hasta los dientes, para practicar donde él quería. Así, pronto se convirtió en jefe de jefes y al director Bravo Bárcenas, con todo y su salario de 8 mil pesos mensuales, le encontró un nuevo trabajo como figura decorativa.

– Mira, Bárcenas, a partir de este momento yo voy a tomar las decisiones de la policía –le dijo Nava al fin a su jefe, una mañana en la que se encerraron en el cuarto de armas para, justamente, disparar sus arsenales.

– ¿Por qué? ¡Si yo soy el director!- dijo Bárcenas.

– Esto es lo que más te conviene, ya tengo ubicada a tu familia- respondió Nava mientras sacaba su celular para mostrarle al denostado jefe fotos de sus hijos, de su casa, en fin, del miedo encarnado.

Bravo Bárcenas quedó petrificado y desde entonces se limitó a sentarse en su oficina porque César Nava tenía el control y había conseguido que la tropa se reportara con él. Sin embargo, el humillado director todavía hizo un intento, según él, para devolver el orden y acudió al 27 Batallón de Infantería, donde habló con un comandante, “el cual no recuerdo su nombre”. 10

– Tú no te preocupes –le dijo el militar- yo me hago cargo, a ver qué pasa.

Ese comandante cumplió su palabra y un buen día, una semana después, los soldados se presentaron en la estación de policía. Ahí separaron a Nava y su gente, Ysmael Palma, Pedro Flores, Ignacio Aceves y Jesús Parra y se los llevaron en las patrullas. Una hora después Nava y su camarilla estaban de vuelta. Nadie les había tocado un pelo. Lo que le dijeron los militares no se sabe aún qué fue, pero no cambión en nada la organización de aquella policía, que siguió en poder de Nava.

Bravo Bárcenas no estuvo en la comandancia desde el 26 de septiembre y se reincorporó a su acotada oficina el 29 de septiembre. Ahí, la operadora de la línea 066, María Helena Hidalgo Segura, le dijo que alguien del C4 había llamado preguntando si los policías de Cocula habían apoyado en el operativo. Ella les dijo que sí, pero les dijo que sí porque pensó que le preguntaban sobre los festejos de Apipilulco.

Metidas hasta el fondo las cuatro patas, los del C4 preguntaron también por los números de las patrullas porque reportes en la prensa ya hablaban de ellas y era inevitable seguir la pista. El subdirector César Nava había declarado que tenía una incapacidad médica la noche de los levantamientos, y efectivamente la tenía pero por otras razones. Ese documento se lo había conseguido Magaly Ortega Jiménez, la asesora jurídica de la Dirección de Seguridad Pública de Cocula, a quien encarcelaron el 24 de  enero del 2015, acusada de cambiar las fatigas, los roles de guardia, el parte de novedades y los números de las patrullas municipales. César Nava, en una llamada telefónica el 8 de octubre del 2014, le ordenaba lo anterior porque sabía que su nombre aparecía en todos esos documentos y quería borrar el rastro lo mejor que se pudiera. Magaly Ortega, obediente porque tenía miedo, dijo ella misma, lo hizo pero también hizo otras cosas.

– La doctora que elaboró la incapacidad es la coordinadora del Centro de Salud, de nombre Sugey, yo le conseguí tres incapacidades a César Nava por conducto de mi hermana Vanesa y la última incapacidad vence el 10 de noviembre del 2014, pero esas incapacidades son falsas y las conseguí por órdenes de César Nava para que lo quitara de las fatigas y del parte de novedades, ya que en esas incapacidades refieren que presenta una lesión en el pie pero eso es falso- dijo Magaly Ortega en su declaración. Según ella, quien estaba operando el servicio 066 el 26 de septiembre era María Elena Hidalgo, pero su nombre fue borrado por órdenes de Nava y en su lugar pusieron el de Xóchitl Guerrero, otra operadora. Esa declaración revelaba también un lío sentimental en aquel departamento porque la versión de Magaly Ortega involucró al jefe César Nava como amante de las dos operadoras.

– […] quiero agregar que la computadora donde se almacenaba toda la información de las cámaras, la semana pasada al parecer el día siete, se lo llevó el subcomandante Ignacio Aceves Rosales- terminó diciendo Magaly.

Los policías de Cocula vivieron el futuro en carne propia y se adelantaron año y medio a la mexiquense Ley Eruviel cuando decidieron que los normalistas de Ayotzinapa eran criminales que merecían ser levantados y desaparecidos, y cooperaron con sicarios de Los Guerreros Unidos y el equipo de policías de Los Bélicos de Iguala. Después dijeron sin criterio que sólo habían obedecido órdenes. Hasta la fecha ningún policía ha sido sentenciado y esperan que en poco tiempo puedan ser liberados porque no hay una prueba contundente que los ligue a los hechos, a pesar de las evidencias recabadas.

El periodista Carlos Fazio señala diciendo Estado de México pero refiriéndose a Guerrero, que estamos presenciando un “larvado proceso de fascistización del Estado” 11 cuando una propuesta como la Ley Eruviel ha podido ser aprobada por el Congreso mexiquense y ahora el espionaje, la tortura y las ejecuciones que realicen las fuerzas de seguridad serán legales. Porque ya se hacen pero esta vez tendrán su propio marco. De todas formas, las normales rurales son uno de los blancos principales de esta ley que, dijo el gobernador mexiquense Eruviel Ávila, era de exportación y debía ser implementada en el resto de los estados del país.

El 15 de octubre del 2014 los policías Antonio Morales González, Marco Antonio Segura Figueroa, Marco Jairo Tapia Adán, Ángel Antúnez Guzmán, Ismael Palma Mena, José Luis Morales Ramírez, Pedro Flores Ocampo, Ignacio Hidalgo Segura, Salvador Bravo Bárcenas y Alfredo Alonso Dorantes fueron notificados de “su inmediata libertad con las reservas de la ley”. 12

Cocula está ahí, haciéndole sombra a la minera Media Luna, que por su parte nunca dejó de extraer y hasta más, halló otro emprendimiento que le asegurará la explotación de la zona hasta que se termine lo que haya que llevarse. Y, entonces sí, quienes la han protegido tendrán que abrir los ojos, aunque siempre será demasiado tarde y verán que no todo lo que brilla es oro.

No, no todo, porque a veces ese brillo será radiactivo.

 

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1 Este texto se realizó gracias a la participación directa de Francisco Cruz Jiménez y Félix Santana Ángeles. El crédito del reportaje es, por partes iguales, también para ellos.

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2 Comparecencia del probable responsable Julio César Mateos Rosales, 14 de octubre del 2014, A.P. PGR/SEIDO/UEIDMS/816/2014, Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada de la Procuraduría General de la República.

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3 http://eldictamendeguerrero.blogspot.mx/2016/04/segundo-aviso-urgente-toda-la.html

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4 “Bernardino Hernández, el fotógrafo del Acapulco ‘bloody”. http://noticieroaca.blogspot.mx/2013/05/bernardino-hernandez-el-fotografo-del.html. Noticiero Aca.

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5 “Inauguran Media Luna y Rosario Robles nueva mina en Cocula”, nota sin firma de la Agencia Periodística de Investigación de Guerrero, API, consultada el 28 de abril del 2016.

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6 Declaración del inculpado César Yáñez Castro, del 14 de octubre del 2014. A.P. PGR/SEIDO/UEIDMS/816/2014, Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada de la Procuraduría General de la República.

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7 Parte de este reportaje está armado con las declaraciones de los policías de Cocula, Jesús Parra Arroyo, José Antonio Flores Train, Juan de la Puente Medina, César Nava, Roberto Pedrote Nava, Alberto Aceves Serrano, Joaquín Lagunas Franco, Jorge Luis Manjarrez Miranda, Óscar Veleros Segura, Ignacio Aceves Rosales, Antonio Morales González, Marco Jairo Tapia Adán, Marco Antonio Segura Figueroa, Wilber Barrios Ureña, Pedro Flores Ocampo, Ángel Antúnez Guzmán, Ysmael Palma Mena, Ignacio Hidalgo Segura, José Luis Morales Ramírez, Salvador Bravo Bárcenas, Arturo Reyes Barrera, Alfredo Alonso Dorantes, Nelson Román Rodríguez

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8 Acuerdo de recepción de puesta a disposición de Raúl Núñez Salgado ante la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro, Expediente  A.P.: PGR/SEIDO/UEIDMS/816/2014.

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9 Columna Se dice Que… del diario electrónico Alfa de Toluca, Estado de México, del 29 de abril del 2016. http://www.alfadiario.com.mx/articulo/2016-04-29/64967/se-dice-que

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10 Declaración ministerial de Salvador Bravo Bárcenas el 15 de octubre del 2014 ante Juan Eustorgio Sánchez Conde, agente del Ministerio Público de la Federación adscrito a la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada, de la Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro de la Procuraduría General de la República, anexada al Expediente A.P.: PGR/SEIDO/UEIDMS/816/2014.

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11 Conferencia en Casa Lamm de la ciudad de México el 2 de mayo del 2016.

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12 Notificación de libertad con las reservas de ley. Unidad Especializada en Investigación de Delitos en Materia de Secuestro de la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada. Expediente PGRlSEIDO/UEIDMS/816/2014.

La esquina de Juan N. Álvarez

Necropolítica, duelo perpetuo

 

 

* El control de movimientos de capitales en las zonas en que extraen recursos naturales fomenta la creación de enclaves económicos, convirtiéndolos en zonas de guerra y de muerte, estableciendo una nueva relación entre guerra, máquinas de guerra y extracción de recursos, en las cuales normalmente existen economías trasnacionales, locales o regionales de grupos de intereses económicos creados con anterioridad.

 

Félix Santana Ángeles

En el año 2006 la revista de divulgación científica Raisons politiques número 61, publicó un ensayo titulado “Necropolítica”, del camerunés Achille Mbembe, donde se abordan características de los regímenes autoritarios desde una perspectiva postcolonial evidenciando que las políticas de control social continúan funcionando con el objetivo de garantizar el saqueo de los recursos naturales, despojar de su patrimonio a las comunidades o decidir la muerte como un fin en sí mismo.

La Necropolítica son las acciones de los poderes fácticos ejecutadas a través del Estado para dar vida o muerte a los ciudadanos que dicen gobernar o sobre los cuales se ejerce control; basados en la economía de la muerte, los gobernantes de facto ejercen su autoridad a través de la utilización de la fuerza y la violencia, asumiendo su derecho a decidir sobre la vida de sus gobernados.

Desde la perspectiva neoliberal, aniquila los valores fundamentales de la sociedad como el derecho a la vida y su dignidad cosificando y convirtiendo al cuerpo humano en una mercancía sujeta a ser desechada, fácilmente sustituible; donde la clase gobernante basa sus decisiones en la acumulación de capital como un fin supremo, por encima de cualquier concepción moral, política o religiosa.

Para Achille Mbembe el control de movimientos de capitales en las zonas en que extraen recursos naturales fomenta la creación de enclaves económicos, convirtiéndolos en zonas de guerra y de muerte, estableciendo una nueva relación entre guerra, máquinas de guerra y extracción de recursos, en las cuales normalmente existen economías trasnacionales, locales o regionales de grupos de intereses económicos creados con anterioridad.

La irrupción de estas fuerzas económicas, empresariales y armamentistas se convierten en poderes fácticos en la región, que tienden a desplazar a las instituciones legalmente constituidas, utilizando básicamente la violencia a través de milicias o movimientos rebeldes, que se convierten rápidamente en aparatos depredadores sustituyendo las funciones del gobierno por cobro de impuestos en forma de derechos de piso y diversificado sus entradas económicas con la ejecución de secuestros, extorsiones o robos que les permitan financiar sus actividades, las cuales seguirán siendo marginales en comparación con los ingresos que representan los recursos naturales extraídos.

Al respecto, Mbembe dice que somos testigos del nacimiento de una nueva forma de gobernabilidad denominada gestión de multitudes, la cual consiste en despojar y extraer los recursos naturales por los aparatos de guerra, neutralizando simultáneamente a dirigentes o comunidades enteras, forzándolas a desplazarse a otros territorios para evitar la muerte, la violencia o el terror que implicaría quedarse en ellos.

Las poblaciones enfrentan un episodio dramático al ser disgregadas en rebeldes, niños soldados, víctimas, refugiados, civiles discapacitados por las mutilaciones o simplemente son masacrados, a través de las técnicas o nuevas tecnologías de destrucción cada vez más quirúrgicas, en este sentido, la guerra nos es el enfrentamiento entre dos estados, sino entre grupos armados que actúan detrás de la máscara del Estado, contra grupos armados sin Estado, pero que controlan territorios definido: en medio de ambos bloques se encuentra la población civil que no está ni armada ni organizada para defenderse.

Los muertos resultado de las masacres son reducidos rápidamente a esqueletos o cenizas, reliquias de un duelo perpetuo, objetos desanimados carentes de sentido, llevando a comunidades enteras a la ataraxia, incapacidad del ser humano para sentir frustración, rechazando ilusoriamente la muerte aunque convivan con ella y manteniendo a la víctima expuesta permanentemente frente al grotesco espectáculo de la agresión y aniquilamiento sistemático.

Este ambiente surrealista nos acerca peligrosamente a una confrontación que ya no es instigada por el Estado ni por los poderes fácticos, sino por la naturaleza humana, en la que el superviviente que no sólo ha logrado escapar de sus atacantes, sino que incluso ha asesinado a su adversario, su horror frente a la muerte, cambia radicalmente y experimenta una satisfacción cuando le ocurre a su enemigo y frente a cada enemigo masacrado aumenta el sentimiento de seguridad del superviviente. Esto cambia la perspectiva de la víctima.

La relación entre la muerte y la política impone dolor, violencia, terror y muerte como un instrumento de control social a través de métodos brutales como la desaparición forzada, tortura y exterminio para castigar ejemplarmente a las minorías y opositores, a través de los cuales es posible enviar mensajes de terrorismo visual desde el poder, exhibiendo el grado de violencia que se puede alcanzar, donde los medios de comunicación juegan un papel trascendental difundiendo el dramatismo de una realidad cotidiana, que al ser repetida tantas veces comienza a carecer de sentido.

La especialista catalana en geopolítica Clara Valverde explica que las políticas neoliberales son políticas de muerte porque los gobiernos dejan morir a la gente con sus políticas públicas de austeridad y exclusión, generando un círculo vicioso que condena a aquellas personas que no son rentables, que no producen, que no consumen, no tienen cabida en un sistema de producción y consumo como el actual. Sin embargo, frente al embate, la sociedad es incapaz de enfrentarlo, porque no se siente identificada como potencialmente excluida, hay una falsa percepción y ninguna identificación con aquellos a quienes les han arrebatado sus bienes materiales, su dignidad, incluso hasta la vida.

El desarrollo del concepto necropolítca surgió de reflexiones sobre el Estado Fallido en el África post-colonial, lo cual nos da una referencia sobre la actual situación en México, donde converge un gobierno deslegitimado, profundamente corrupto, técnicamente incapaz y subordinado a intereses económicos extranjeros, que ha renunciado a su capacidad de ejercer su soberanía trasladando el ejercicio de su poder coactivo a lo que hemos denominado poderes fácticos, que han creado sistemas de explotación y producción al margen del bien público y del interés general.

La única vía de implementarlo es a través de un sistema de gobierno necropolítico basado en el uso económico para administrar la muerte, aniquilando con ello el papel histórico del Estado como gestor y salvaguarda del bienestar social.

Necropolítica, duelo perpetuo